El supervisor del experimento era el doctor Wanless. Era gordo y tenía una calvicie incipiente y por lo menos un hábito extravagante.
—Sois doce jóvenes, damas y caballeros, y a cada uno le aplicaremos una inyección —anunció, mientras desmenuzaba un cigarrillo en el cenicero que tenía delante. Sus deditos rasados tironeaban del delgado papel del cigarrillo y dejaban caer pulcras hebras de tabaco rubio—. Seis de estas inyecciones serán de agua. Otras seis serán de agua mezclada con un compuesto químico que llamamos Lote Seis. La naturaleza exacta de este compuesto es secreta, pero se trata en esencia de una sustancia hipnótica y ligeramente alucinógena. Como veis, el compuesto será administrado mediante el método de doble ciego… o sea que ni vosotros ni nosotros sabremos hasta después quién ha recibido una dosis pura o quién no. Los doce estaréis bajo estrecha vigilancia hasta cuarenta y ocho horas después de aplicada la inyección. ¿Alguna pregunta?
Hubo varias, la mayoría de ellas relacionadas con la composición exacta del Lote Seis… La palabra secreto había surtido el mismo efecto que se obtiene al soltar una jauría de sabuesos en pos de un convicto. Wanless eludió las preguntas con maestría. Nadie formuló la que más le interesaba a Andy McGee, que entonces tenía veintidós años. Estudió la posibilidad de alzar la mano en medio del silencio que cayó sobre la sala de conferencias casi desierta del pabellón mixto de Psicología y Sociología del Harrison State College, para preguntar: «Oiga, ¿por qué desmenuza así unos cigarrillos que están en perfectas condiciones?» Pero mejor era callar. Mejor era dar rienda suelta a la imaginación mientras se perpetuaba el aburrimiento. Quería dejar de fumar. El retentivo oral los fuma; el retentivo anal los desmenuza. (Esta reflexión hizo aflorar una tenue sonrisa en los labios de Andy, que la cubrió con la mano). El hermano de Wanless había muerto de cáncer de pulmón y el doctor descargaba simbólicamente sus agresiones sobre la industria del cigarrillo. O tal vez no era más que uno de esos tics llamativos que los profesores universitarios se sentían obligados a exhibir en lugar de reprimir. En su segundo año de estudios en Harrison, Andy había tenido un profesor de inglés (ahora afortunadamente jubilado) que olfateaba constantemente su corbata mientras disertaba sobre William Dean Howells y el auge del realismo.
—Si no hay más preguntas, os agradeceré que rellenéis estos formularios, y espero volver a veros el próximo martes a las nueve en punto.
Dos asistentes diplomados distribuyeron fotocopias de veinticinco preguntas ridículas a las que había que contestar sí o no. Nº 8: ¿Alguna vez se ha sometido a tratamiento psiquiátrico? Nº 14: ¿Cree haber tenido alguna vez una auténtica experiencia extrasensorial? Nº 18: ¿Alguna vez ha consumido drogas alucinógenas? Después de una breve pausa, Andy tildó el «no» en esta última, mientras pensaba: «¿En este año feliz de 1979, quién no las ha consumido?»
Quincey Tremont, el tipo con el que compartía su habitación en la universidad, era el que lo había metido en eso. Quincey sabía que la situación económica de Andy no era muy brillante. Corría el mes de mayo del último año de estudios de Andy y se graduaría con el número 40 en un curso de 506 alumnos, y sería el 3º en inglés. Pero con eso no comías, como le había dicho a Quincey, que era licenciado en psicología. A Andy le aguardaba un puesto de asistente graduado a partir del otoño, junto con una beca que apenas le alcanzaría para comprar provisiones y para pagarse el curso de postgraduado en Harrison. Pero todo eso se materializaría en otoño, y mientras tanto debía pasar el interregno del verano. Lo mejor que había conseguido asegurarse hasta ese momento era un empleo de responsabilidad, y estimulante, en una gasolinera Arco, por la noche.
—¿Te gustaría ganar doscientos dólares en un santiamén? —le preguntó Quincey.
Andy apartó de sus ojos verdes un largo mechón de pelo oscuro y sonrió.
—¿En qué lavabo de hombres debo ponerme a trabajar?
—No. Se trata de un experimento de psicología —respondió Quincey—. Pero te advierto que lo supervisa el Científico Loco.
—¿Quién es?
—Ser Wanless, indio manso. Gran brujo en Departamento de Psicología.
—¿Por qué lo llaman el Científico Loco?
—Bueno —explicó Quincey—, trabaja con ratas de laboratorio y es un discípulo de Skinner. Un conductista. En estos tiempos los conductistas no son precisamente los seres más amados del mundo.
—Oh —musitó Andy, perplejo.
—Además, utiliza unas pequeñas gafas sin montura, de lentes muy gruesas, con las cuales se parece un poco a aquel fulano que reducía la dimensión de las personas en Doctor Cyclops. ¿Has visto ese programa?
Andy, que era aficionado a los últimos programas de la noche, lo había visto, y sintió que pisaba terreno más firme. Pero no sabía con certeza si deseaba participar en experimentos organizados por un profesor catalogado como: a) un especialista en ratas de laboratorio y b) un Científico Loco.
—¿Supongo que no se propondrán comprimir a la gente, verdad? —preguntó.
Quincey rió con ganas.
—No, eso sólo lo hacen los encargados de efectos especiales de las películas de terror de clase B —dijo—. El Departamento de Psicología ha estado probando una serie de alucinógenos débiles. Trabaja en combinación con el Servicio de Inteligencia de los Estados Unidos.
—¿La CÍA? —inquirió Andy.
—Ni la CÍA, ni la DÍA, ni la NSA —contestó Quincey—. Se trata de un organismo menos conocido. ¿Has oído hablar de la Tienda?
—Quizás en un suplemento dominical. No estoy seguro.
Quincey encendió su pipa.
—La manera de operar es más o menos la misma en todas las disciplinas —prosiguió Quincey—. En psicología, química, física, biología… incluso a los chicos de sociología les arrojan algunas migajas. El gobierno financia determinados programas. Estos abarcan desde los ritos de apareamiento de la mosca tse-tsé hasta la búsqueda de medios viables para eliminar los residuos de plutonio. Un organismo como la Tienda debe gastar todo el presupuesto anual para justificar la asignación de la misma suma al año siguiente.
—Esa mierda me preocupa mucho —comentó Andy.
—Preocupa a casi todos los seres pensantes —asintió Quincey, con una sonrisa serena, apática—. Pero la maquinaria sigue su curso. ¿Qué interés tiene nuestro servicio de inteligencia en los alucinógenos débiles? ¿Quién lo sabe? Yo no. Tú tampoco. Probablemente ellos tampoco. Pero los informes causan una buena impresión en las comisiones que se reúnen a puerta cerrada, a la hora de renovar el presupuesto. Tienen sus favoritos en todos los departamentos. En Harrison, el favorito es Wanless, dentro del Departamento de Psicología.
—¿Y a la administración no le disgusta?
—No seas ingenuo, chico. —La pipa tiraba bien y Quincey despedía espesas nubes de humo hediondo en la miserable sala del apartamento. Al mismo tiempo, su voz se tornó más rotunda, más sonora, más solemne—. Lo que es bueno para Wanless es bueno para el Departamento de Psicología de Harrison, que el año próximo tendrá su propio edificio. Ya basta de convivir en los arrabales con esos fulanos de sociología. Y lo que es bueno para Psicología es bueno para el Harrison State College Y para Ohio. Y así sucesivamente. Bla-bla-bla.
—¿Crees que hay riesgos?
—Si hubiera riesgos no experimentarían con alumnos voluntarios —replicó Quincey—. Si tuvieran aunque sólo fuera la menor duda, lo probarían con ratas y después con presidiarios. Puedes estar seguro de que lo que te inyectarán ya se lo han inyectado antes a unas trescientas personas, cuyas reacciones fueron escrupulosamente controladas.
—No me gusta liarme con la CÍA…
—La Tienda.
—¿En qué consiste la diferencia? —preguntó Andy con tono hosco. Miró el póster de Quincey que mostraba a Richard Nixon frente a un coche usado y destartalado. Nixon sonreía y formaba la V-de-la-victoria con ambos puños en alto. Andy aún no podía creer que a ese hombre lo hubieran elegido presidente hacía menos de un año.
—Bueno, pensé que a lo mejor los doscientos dólares te vendrían bien. Eso es todo.
—¿Por qué pagan tanto? —inquirió Andy, con desconfianza. Quincey hizo un ademán de frustración.
—¡Andy, éste es un convite del gobierno! ¿Es que no lo entiendes? Hace dos años la Tienda invirtió alrededor de trescientos mil dólares en un estudio de viabilidad relacionado con la producción en masa de una bicicleta que estallaba automáticamente… y esto lo publicaron en el Times dominical. Supongo que era otro artefacto para Vietnam, aunque probablemente nadie lo sabe con certeza. Como acostumbraba a decir el Embustero McGee: «En ese momento pareció una buena idea.» —Quincey vació su pipa con unos golpes rápidos, espasmódicos—. Para tipos como ésos, cada universidad de los Estados Unidos se puede equiparar a unos grandes almacenes. Compran un poco en ésta, miran otro poco los escaparates de aquélla. Ahora si te interesa…
—Bueno, quizá sí. ¿Tú participarás?
Quincey sonrió. Su padre tenía una cadena de sastrerías muy prósperas en Ohio e Indiana.
—No necesito tanto los doscientos dólares —explicó—. Además, aborrezco las inyecciones.
—Oh.
—Escucha, no pretendo convencerte, por el amor de Dios. Sencillamente, me pareció que estabas un poco famélico. Existe un cincuenta por ciento de probabilidades de que te toque el grupo de control, al fin y al cabo. Doscientos dólares por una inyección de agua. Ni siquiera agua del grifo, entiéndeme bien. Agua destilada.
—¿Puedes conseguir que me inscriban?
—Soy amigo de una de las asistentes diplomadas de Wanless —respondió Quincey—. Habrá quizá cincuenta aspirantes, muchos de ellos lameculos que desean quedar bien con el Científico Loco…
—Te ruego que no lo sigas llamando así.
—Wanless, entonces —corrigió Quincey, y se rió—. El se ocupa personalmente de descartar a los aduladores. Mi amiga se encargará de que tu solicitud vaya a parar al cesto de «entradas». Después, amigo mío, deberás apañarte solo.
Así que presentó su solicitud cuando la petición de voluntarios apareció en el tablero de noticias del Departamento de Psicología. Una semana más tarde le telefoneó una joven asistente diplomada (tal vez la amiguita de Quincey, por lo que Andy sabía) para formularle algunas preguntas. Él le informó que sus padres habían muerto; que su sangre era del grupo O; que nunca había participado antes en un experimento del Departamento de Psicología; que realmente estaba matriculado en el último año de Harrison, curso del 69, y que tenía más de las doce horas de estudios necesarias para entrar en la categoría de los alumnos de dedicación plena. Y sí, tenía más de veintiún años y reunía todas las condiciones legales necesarias para firmar cualquier tipo de contratos, públicos y privados.
Al cabo de una semana recibió una carta en la que le informaban que había sido aceptado y le pedían que firmara un formulario. Tenga la gentileza de traer el formulario firmado al Aula 100, del Pabellón Jason Gearneigh, el 6 de mayo.
Y allí estaba, después de haber entregado el formulario y de haber visto partir al desmenuzador de cigarrillos Wanless (que en verdad se parecía un poco al científico loco de la película del Cíclope), contestando preguntas sobre sus experiencias religiosas, junto con otros once alumnos del último año. ¿Era epiléptico? No. Su padre había muerto súbitamente, víctima de un ataque cardíaco, cuando Andy tenía once años. Su madre había muerto en un accidente de automóvil cuando Andy tenía diecisiete años… una experiencia desagradable y traumática. Su única parienta próxima era la hermana de su madre, la tía Cora, ya muy entrada en años.
Recorrió la columna de preguntas, tildando NO, NO, NO. Tildó un solo sí: ¿Alguna vez ha sufrido una fractura o luxación grave? En caso AFIRMATIVO, especifique. En el espacio libre, garabateó que se había fracturado el tobillo izquierdo al resbalar en la segunda base durante un partido de la Liga Juvenil, hacía doce años.
Repasó sus respuestas, deslizando ligeramente hacia arriba la punta del bolígrafo. Fue entonces cuando alguien le dio un golpecito en el hombro y cuando una voz femenina, dulce y ligeramente gangosa, le preguntó:
—¿Me lo prestas, si has terminado? El mío se secó.
—Claro que sí —respondió, y se volvió para entregárselo. Bonita. Alta. Cabello rojizo claro, tez maravillosamente blanca. Vestía con un suéter azul y una falda corta. Piernas hermosas. Sin medias. Una evaluación informal de la futura esposa.
Le dio su bolígrafo y ella se lo agradeció con una sonrisa. Cuando se inclinó nuevamente sobre su formulario, las luces del techo arrancaron destellos cobrizos de su pelo, que llevaba despreocupadamente ceñido por detrás mediante una ancha cinta blanca.
Andy le llevó su formulario al asistente diplomado que se hallaba en la parte anterior del aula.
—Gracias —dijo el asistente, programado como Robbie el Robot—. Aula 70, el sábado por la mañana, a las nueve. Por favor sea puntual.
—¿Cuál es la contraseña? —susurró Andy con voz gutural. El asistente diplomado sonrió cortésmente.
Andy salió del aula, echó a andar por el vestíbulo hacia las grandes puertas de dos hojas (fuera, el césped verde delataba la proximidad del verano, los alumnos iban y venían sin orden ni concierto) y entonces se acordó del bolígrafo. Estuvo a punto de desecharlo. No era más que un Bic barato, y aún tenía que estudiar para la última serie de exámenes preliminares. Pero la chica le había parecido guapa y tal vez valía la pena cambiar algunas palabras con ella. No se hacía ilusiones acerca de su propio porte o su retórica, que eran igualmente neutros, ni acerca de la situación probable de la chica (con pretendiente o con novio), pero el día era hermoso y se sentía animado. Resolvió esperar. Por lo menos, podría echar otro vistazo a esas piernas.
Ella salió tres o cuatro minutos más tarde, con algunos cuadernos y un libro de texto bajo el brazo. Era realmente muy bonita, y Andy decidió que no había incurrido en un derroche de tiempo al esperar semejantes piernas. Más que hermosas: espectaculares.
—Oh, ahí estás —exclamó la chica, sonriendo.
—Aquí estoy —asintió Andy McGee—. ¿Qué te pareció eso?
—No sé qué decir. Mi amiga me explicó que estos experimentos se repiten constantemente. Ella participó en uno el semestre pasado, con las cartas de percepción extrasensorial diseñadas por J. B. Rhine, y le pagaron cincuenta dólares a pesar de que falló en casi todas las pruebas. Así que pensé… —Concluyó la frase con un encogimiento de hombros y sacudió la cabeza para volver a poner en orden su cabellera cobriza.
—Sí, yo también —dijo él, mientras recuperaba su bolígrafo—. ¿Tu amiga estudia en el Departamento de Psicología?
—Sí, y mi novio también. Concurre a una de las clases del doctor Wanless, y por eso no pudo participar. Un conflicto de intereses o algo parecido.
Su novio. Era lógico que una beldad alta y de cabello rojizo tuviese novio. Así marchaba el mundo.
—¿Y tú? —inquinó ella.
—La misma historia. Un amigo en el Departamento de Psicología. Por cierto, me llamo Andy. Andy McGee.
—Yo soy Vicky Tomlinson. Y esto me pone un poco nerviosa, Andy McGee. ¿Y si tengo un mal viaje?
—A mi me parece que se trata de una sustancia muy débil. Y aunque sea ácido, bueno… el ácido de laboratorio es distinto del que se compra en la calle, o por lo menos eso es lo que me han dicho. Muy suave, muy decantado, y administrado en un clima muy apacible. Probablemente, pondrán música de Cream o de Jefferson Airplane. —Andy sonrió.
—¿Entiendes mucho de LSD? —preguntó Vicky con una sonrisa ligeramente sesgada que le gustó muchísimo.
—Muy poco —confesó él—. Lo he probado dos veces… una hace dos años, y la otra el año pasado. Hasta cierto punto me produjo una sensación de bienestar. Me despejó la cabeza… o por lo menos ésa fue la impresión que me causó. Después, me pareció que me había librado de gran parte de la vieja resaca. Pero no querría convertirlo en un hábito estable. No me gusta sentir que he perdido el control de mí mismo. ¿Puedo invitarte a una Coca Cola?
—Está bien —asintió ella, y se encaminaron juntos hacia el edificio del Club de estudiantes.
El terminó invitándola a dos Coca Colas, y pasaron la tarde juntos. Esa noche bebieron unas cervezas en el antro local. Resultó que Vicky y su novio habían llegado a una bifurcación de sus respectivos caminos, y ella no sabía muy bien cómo afrontar la situación. El empezaba a pensar que estaban casados, le informó a Andy. Le había prohibido terminantemente que participara en el experimento de Wanless. Por esta misma razón ella se había empecinado y había firmado el formulario y ahora estaba decidida a seguir adelante aunque tenía un poco de miedo.
—Ese Wanless parece realmente un científico loco —comentó Vicky, mientras trazaba círculos sobre la mesa con su vaso de cerveza.
—¿Qué te pareció el truco de los cigarrillos?
Vicky soltó una risita.
—Qué sistema tan raro para dejar de fumar, ¿no es cierto?
Él le preguntó si podría pasar a recogerla la mañana del experimento, y ella accedió, agradecida.
—Será bueno poder contar para esto con la compañía de un amigo —reflexionó, y lo miró con sus ojos azules muy francos—. Sinceramente, estoy un poco asustada, ¿sabes? George fue tan… no sé, tan inflexible.
—¿Por qué? ¿Qué dijo?
—Se trata precisamente de eso. En realidad, no quiso decirme nada, excepto que no se fiaba de Wanless. Añadió que en el departamento casi nadie se fía de él, pero que muchos se inscriben para participar en sus experimentos porque dirige el programa para graduados. Además, saben que no corren ningún riesgo, porque siempre los excluye.
Andy estiró la mano sobre la mesa y tocó la de ella.
—De todas maneras, lo más probable es que a los dos nos inyecten agua destilada —murmuró—. Tranquilízate, pequeña. Todo marchará bien.
Pero según se comprobó después, nada marchó bien. Nada.