—Estoy cansada, papá —dijo impacientemente la niña de los pantalones rojos y la blusa verde—. ¿No podemos detenernos?
—Aún no, cariño.
Era un hombre corpulento, de anchas espaldas, y vestía una chaqueta de pana, usada y raída, y unos sencillos pantalones deportivos de sarga marrón. Él y la niña caminaban cogidos de la mano, calle arriba, por la Tercera Avenida de la ciudad de Nueva York, deprisa, casi corriendo. Él miró por encima del hombro y el coche de color verde seguía allí, rodando lentamente por el carril contiguo al bordillo.
—Por favor, papá. Por favor.
La miró y vio que estaba muy pálida. Tenía ojeras. La alzó y la sentó sobre el hueco del brazo, pero no sabía cuánto tiempo podría continuar así. Él también estaba cansado, y Charlie ya no pertenecía a la categoría de los pesos pluma.
Eran las cinco y media de la tarde y la Tercera Avenida estaba atestada. Ahora cruzaban las calles que correspondían al final de la decena numerada con el sesenta, y las trasversales eran más oscuras y estaban menos concurridas… Pero eso era precisamente lo que temía.
Tropezaron con una señora que empujaba un carrito cargado de provisiones.
—Eh, miren por dónde caminan, ¿quieren? —exclamó, y desapareció, devorada por el enjambre humano.
Se le estaba cansando el brazo, y pasó a Charlie al otro. Volvió a mirar por encima del hombro y el coche verde seguía allí, siempre a sus espaldas, a unos cincuenta metros. Había dos hombres en el asiento delantero, y le pareció vislumbrar a un tercero atrás.
¿Qué haré ahora?
No supo qué contestar. Estaba exhausto y asustado y le resultaba difícil pensar. Lo habían pillado en un mal momento y probablemente esos hijos de puta lo sabían. Lo que deseaba hacer era sentarse, sencillamente, en el bordillo mugriento, y desahogar su frustración y su miedo, llorando. Pero ésta no era la respuesta. Era un hombre adulto. Debía pensar en los dos.
¿Qué haremos ahora?
No tenía dinero. Probablemente, éste era el principal problema, después del que planteaban los hombres del coche verde. En Nueva York no podías hacer nada sin dinero. Allí las personas sin dinero desaparecían. Se las tragaban las aceras y nadie volvía a verlas nunca.
Echó otra mirada hacia atrás, vio que el coche verde estaba un poco más cerca, y el sudor le chorreó más copiosamente por la espalda y los hombros. Si ellos sabían tanto como lo que él sospechaba que sabían, si sabían que realmente le quedaba muy poco empuje, tal vez intentarían capturarlos en ese mismo lugar y momento. Tampoco importaban los muchos testigos. En Nueva York, si no te sucede a ti adquieres una extraña ceguera. ¿Han estudiado mi progresión?, se preguntó Andy desesperadamente. Si la han estudiado, lo saben, y sólo me queda gritar. Si la habían estudiado, conocían la pauta. Cuando Andy conseguía un poco de dinero, esos fenómenos extraños dejaban de suceder durante un tiempo. Los fenómenos que a ellos les interesaban.
Sigue caminando.
Claro que sí, jefe. Por supuesto, jefe. ¿A dónde?
A mediodía había visitado el banco porque se había activado su radar: esa rara intuición de que se acercaban nuevamente. Tenían dinero en el banco, y él y Charlie podían usarlo para huir si hacía falta. Qué curioso. Andrew McGee ya no tenía una cuenta en el Chemical Allied Bank de Nueva York, ni una cuenta personal, ni una cuenta corriente, ni una cuenta de ahorros. Su capital se había esfumado, íntegramente, y entonces había comprendido que ahora estaban verdaderamente decididos a acabar con todo. ¿Eso había ocurrido realmente hacía apenas cinco horas y media?
Pero quizá le quedaba una pizca de empuje. Sólo una pizca. Había transcurrido casi una semana desde la última vez: ese hombre que se hallaba al borde del suicidio y que había asistido a la sesión regular de asesoramiento de los jueves por la noche, en Confidence Associates, y que había empezado a hablar con tétrica parsimonia acerca de la forma en que se había matado Hemingway. Y al salir, con el brazo informalmente apoyado sobre los hombros del individuo que se hallaba al borde del suicidio, Andy había empujado.
Ahora, amargamente, deseaba que hubiera valido la pena. Porque todo parecía indicar que él y Charlie pagarían el pato. Casi deseó que un eco…
Pero no. Alejó este pensamiento, horrorizado y asqueado de sí mismo. Eso no había que deseárselo a nadie.
Una pizca, rogó. Eso es todo, Dios mío, sólo una pizca. Lo suficiente para que Charlie y yo podamos salir de este aprieto.
Y, oh, Dios mío, cómo pagarás… sumado al hecho de que después estarás desactivado durante un mes, como una radio con una válvula quemada. Quizá seis semanas. O quizás estarás realmente desactivado, muerto y los sesos inservibles te chorrearán por las orejas. ¿Qué sería de Charlie, entonces?
Estaban llegando a la Calle Setenta y el semáforo no les permitía pasar. El tráfico ocupaba la calzada y los peatones se apiñaban en la intersección, en un cuello de botella. Y de pronto comprendió que era allí donde los pillarían los hombres del coche verde. Si era posible vivos, desde luego, pero si sospechaban que podía haber complicaciones… bueno, probablemente también les habían dado órdenes respecto de Charlie.
Quizás ya ni siquiera les interesamos con vida. Quizá decidieron conformarse con mantener el statu quo. ¿Qué haces con una ecuación fallida? La borras de la pizarra.
Un puñal en la espalda, una pistola con silenciador, muy posiblemente algo más misterioso: una gota de un extraño veneno en la punta de una aguja. Convulsiones en la intersección de la Tercera y la Setenta. Agente, parece que este hombre ha sufrido un infarto.
Tendría que esforzarse por movilizar esa pizca. No le quedaba otro recurso.
Llegaron a la esquina donde aguardaban los peatones. Enfrente, el NO CRUZAR se mantenía estable y aparentemente eterno. Miró hacia atrás. El coche verde se había detenido. Las puertas del lado de la acera se abrieron, y se apearon dos hombres vestidos con trajes formales. Eran jóvenes y lampiños. Parecían mucho más rozagantes de lo que se sentía Andy McGee.
Empezó a abrirse paso a codazos entre la aglomeración de peatones, buscando frenéticamente con la vista un taxi desocupado.
—Eh, señor…
—Por el amor de Dios, señor…
—Por favor, caballero, ha pisado a mi perro…
—Disculpe… disculpe… —repetía Andy desesperadamente. Buscaba un taxi. No había ninguno. A cualquier otra hora la calle habría estado plagada de taxis. Intuía que los hombres del coche verde venían a buscarlos, ansiosos por echarles el guante a él y a Charlie, por llevarlos consigo Dios sabía a dónde, a la Tienda, a algún condenado lugar, o por hacerles algo aún peor…
Charlie recostó la cabeza sobre el hombro de Andy y bostezó. Vio un taxi desocupado.
—¡Taxi! ¡Taxi! —vociferó, agitando como un loco la mano libre.
Detrás de él, los dos hombres dejaron de guardar las apariencias y echaron a correr. El taxi se detuvo.
—¡Alto! —Gritó uno de los hombres—. ¡Policía! ¡Policía!
Una mujer chilló, en el fondo de la multitud congregada en la esquina, y entonces todos empezaron a dispersarse.
Andy abrió la portezuela trasera del taxi y metió dentro a Charlie. Se zambulló tras ella.
—A La Guardia, deprisa —exclamó.
—¡Deténgase, taxi! ¡Policía!
El taxista volvió la cabeza hacia la voz, y Andy empujó… muy suavemente. Un puñal se clavó exactamente en el centro de la frente de Andy y se zafó enseguida, dejando una vaga sensación de dolor localizado, como una jaqueca matutina… ésas que te atacan cuando duermes apoyado sobre el cuello.
—Creo que persiguen al negro de la gorra a cuadros —le dijo al taxista.
—Es cierto —asintió el chofer, y arrancó serenamente. Enderezaron por la Setenta Este, calle abajo.
Andy miró hacia atrás. Los dos hombres estaban solos en el bordillo. Los otros peatones no querían saber nada de ellos. Uno de los hombres desprendió un radioteléfono de su cinturón y empezó a hablar en dirección al micrófono. Después se fueron.
—¿Qué hizo el negro? —preguntó el taxista—. ¿Cree que asaltó una tienda de licores o algo por el estilo?
—No lo sé —respondió Andy mientras trataba de decidir qué haría a continuación, cómo podría sacarle el máximo de provecho al taxista con el mínimo de empuje. ¿Habrían anotado el número de matrícula del taxi? Era lógico suponer que sí. Pero no querrían recurrir a la policía municipal o del Estado, y se quedarían sorprendidos y embrollados, por lo menos durante un tiempo.
—Son todos un atajo de drogadictos, los negros de esta ciudad —comentó el taxista—. No hace falta que me lo diga. Se lo digo yo.
Charlie se estaba adormeciendo. Andy se quitó la chaqueta de pana, la dobló y la deslizó bajo la cabeza de la niña. Había empezado a alimentar una tenue esperanza. Si actuaba correctamente, tal vez tendría éxito. La Suerte le había enviado lo que Andy tenía catalogado (sin ningún prejuicio) como un candidato ideal. Pertenecía a la categoría de los que parecían más fáciles de empujar, entre todos: era blanco (quién sabe por qué, los orientales eran los más resistentes); era bastante joven (los viejos eran casi invulnerables) y de inteligencia media (los inteligentes eran los más vulnerables, los estúpidos los menos vulnerables, y con los retrasados mentales era imposible lograrlo).
—He cambiado de idea —manifestó Andy—. Llévenos a Albany, por favor.
—¿A dónde? —El taxista lo miró por el espejo retrovisor—. Hombre, no puedo llevar pasajeros a Albany. ¿Se ha vuelto loco?
Andy extrajo la cartera, que contenía un sólo billete de un dólar. Agradeció a Dios que ése no fuera uno de los taxis equipados con un cristal intermedio a prueba de balas, donde sólo se podía entrar en contacto con el chofer a través de la ranura para el dinero. Siempre era más fácil empujar mediante el contacto directo. No había podido descifrar si se trataba de algo psicológico o no, y en ese preciso instante tampoco importaba.
—Le daré un billete de quinientos dólares —dijo Andy en voz baja—, para que nos lleve a mi hija y a mí a Albany. ¿De acuerdo?
—Jesssús, señor…
Andy introdujo el billete en la mano del taxista, y mientras éste lo miraba, Andy empujó… y empujó con fuerza. Durante un segundo aterrador pensó que sería infructuoso, que sencillamente no le quedaba nada, que había despilfarrado sus últimas reservas cuando le había hecho ver al negro inexistente de la gorra a cuadros.
Entonces afloró la sensación, acompañada como siempre por aquel dolor semejante al que habría producido una daga de acero. Al mismo tiempo, le pareció que su estómago aumentaba de peso y sus tripas se crisparon con una sensación torturante y nauseabunda. Se llevó una mano trémula a la cara y se pregunto si iba a vomitar… o a morir. Fugazmente deseó morir, como lo deseaba siempre que abusaba de ello. Haz uso pero no abuso. La frase que un disc-jockey de otra época utilizaba para poner punto final a su programa reverberó en su cabeza con otro ramalazo de náusea, aunque ignoraba a qué se refería el consejo. Si en ese preciso instante alguien le hubiera puesto un revólver en la mano…
Entonces miró de soslayo a Charlie. Charlie que dormía, Charlie que confiaba en que él los sacaría de ese embrollo como de todos los otros anteriores, Charlie que estaba segura de encontrarlo a su lado al despertar. Sí, todos los embrollos, con la salvedad de que siempre era el mismo, el mismo jodido embrollo, y lo único que hacían era huir nuevamente. Una desesperación tenebrosa se agolpó detrás de sus ojos, presionando.
La sensación pasó… pero no la jaqueca. Ésta se intensificaría cada vez más hasta convertirse en un peso triturante, que despediría punzadas de dolor al rojo a través de su cabeza y su cuello con cada latido de la sangre. Las luces refulgentes lo harían lagrimear incontrolablemente y le clavarían dardos lacerantes en la carne, justo por detrás de los ojos. Sus senos nasales se cerrarían y tendría que respirar por la boca. Los taladros le morderían las sienes. Oiría ruiditos amplificados, ruidos comunes tan potentes como martillazos, ruidos fuertes insoportables. La jaqueca empeoraría hasta martirizarlo como si le estuvieran estrujando la cabeza dentro de un instrumento de tortura de la Inquisición. Entonces se nivelaría en esa intensidad durante seis horas, u ocho, o quizá diez. Esta vez no podía preverlo. Nunca había empujado tanto cuando se hallaba casi agotado. Durante el lapso que pasara preso de la jaqueca, cualquiera fuese su duración, estaría prácticamente reducido a la impotencia. Charlie tendría que cuidar de él. Dios sabía que lo había hecho antes… pero habían tenido suerte. ¿Cuántas veces podías tener suerte?
—Escuche, señor, no sé…
O sea que creía que ése era un problema legal.
—El pacto sólo seguirá en pie si no se lo cuenta a mi hijita —lo interrumpió Andy—. Ha pasado las dos últimas semanas conmigo. Tiene que estar de vuelta en casa de su madre mañana por la mañana.
—Los derechos de visita de los padres divorciados —comentó el taxista—. Conozco bien el tema.
—Verá, teóricamente debería haberla llevado en avión.
—¿A Albany? Probablemente a Ozark, ¿verdad?
—Sí. Bueno, el problema consiste en que los aviones me inspiran terror. Sé que parece absurdo, pero es cierto. Generalmente la llevo de vuelta en coche, pero esta vez mi ex esposa se encarnizó conmigo, y… no sé.
Claro que no sabía. Había inventado esa historia en un rapto de inspiración, y ahora parecía llevar a un cul-de-sac. Eso era sobre todo producto de la extenuación.
—Así que lo dejo en el aeropuerto de Albany, y mamá creerá que llegó en avión, ¿eh?
—Eso mismo. —Le palpitaba la cabeza.
—Además, mamá no se entera de que usted está clac-clac-clac, ¿he dado en el clavo?
—Sí. —¿Clac-clac-clac? ¿Qué significaba eso? El dolor se hacía más fuerte.
—Quinientos dólares para ahorrarse un viaje en avión —murmuró el taxista.
—Para mí vale la pena —contestó Andy, y dio un último empujoncito. En voz muy baja, hablando casi en el oído del taxista, añadió—: También valdrá la pena para usted.
—Escuche —respondió el taxista en tono soñador—, no seré yo quien rechace quinientos dólares. No me lo diga a mí, yo se lo digo a usted.
—De acuerdo —asintió Andy, y se arrellanó en el asiento. El taxista estaba satisfecho. La historia incoherente de Andy no le inspiraba dudas. No se preguntaba qué hacía una niña de siete años visitando a su padre durante dos semanas en el mes de octubre, en época de clases. No le entrañaba que ninguno de los dos no llevara aunque no fuese más que un neceser. No le preocupaba nada. Lo habían empujado.
Ahora Andy seguiría adelante y pagaría el precio.
Apoyó una mano sobre la pierna de Charlie. Dormía profundamente. Habían estado deambulando durante toda la tarde, desde que Andy había ido a la escuela y la había sacado de su aula de segundo grado con una excusa que recordaba a medias… la abuela estaba grave, habían telefoneado a casa… sentía mucho tener que llevársela a esa hora. Y detrás de todo esto, un inmenso y arrollador alivio. Cuánto había temido asomarse al aula de la señora Mishkin y ver el banco de Charlie vacío, con los libros pulcramente apilados dentro del pupitre. No, señor McGee… se fue con sus amigos hace aproximadamente dos horas… traían una nota firmada por usted… ¿acaso no procedimos correctamente? Volvieron a aflorar los recuerdos de Vicky, del terror repentino que le había producido aquel día la casa vacía. De su loca carrera en pos de Charlie. Porque ya la habían atrapado antes una vez, oh, sí.
Pero Charlie estaba allí. ¿Había corrido mucho peligro? ¿Había llegado media hora antes que ellos? ¿Quince minutos antes? ¿O aún menos? No le gustaba pensar en eso. Habían comido, tarde, en Nathan’s, y habían pasado el resto de la tarde deambulando, simplemente. Ahora Andy podía confesarse que se había dejado arrastrar por un pánico ciego, y habían viajado en Metro, en autobús, pero sobre todo habían caminado. Y ahora ella estaba extenuada.
Le dedicó una larga mirada llena de cariño. El cabello, impecablemente rubio, le caía hasta los hombros, y al dormir irradiaba una serena belleza. Se parecía tanto a Vicky que eso lo hacía sufrir. Él también cerró los ojos.
En el asiento delantero, el taxista miró intrigado el billete de quinientos dólares que le había dado el tipo. Lo introdujo en el bolsillo especial del cinturón donde guardaba las propinas. No le pareció raro que ese fulano de atrás hubiera estado andando por Nueva York con una niña y un billete de quinientos dólares en el bolsillo. No se preguntó cómo le explicaría eso a su jefe. Sólo pensaba en lo emocionada que quedaría su amiguita, Glyn. Glynis no cesaba de repetirle que la profesión de taxista era lúgubre y aburrida. Bueno, qué diría cuando viera ese billete lúgubre y aburrido de quinientos dólares.
Andy viajaba en el asiento posterior con la cabeza echada hacia atrás y los ojos cerrados. La jaqueca avanzaba, avanzaba, tan inexorablemente como un caballo negro sin jinete en un cortejo fúnebre. Oía el golpeteo de los cascos del caballo en sus sienes: ploc… ploc… ploc.
Fugitivos. Él y Charlie. Él tenía treinta y cuatro años y hasta el año anterior había sido profesor de inglés en el Harrison State College, en Ohio. Harrison era una pequeña y aletargada ciudad universitaria. La buena y vieja Harrison, en el corazón mismo de los Estados Unidos. El bueno y viejo Andrew McGee, un joven simpático, honrado.
Ploc… ploc… ploc, el caballo negro sin jinete avanza por los corredores del cerebro con los ojos inyectados en sangre, levantando con sus cascos herrados unos grumos blandos y grises de tejido encefálico, dejando huellas que se llenan con semicírculos místicos de sangre.
El taxista había sido un candidato ideal. Sí. Un excelente taxista.
Se adormeció y vio el rostro de Charlie. Y el rostro de Charlie se convirtió en el de Vicky.
Andy McGee y su bella esposa, Vicky. Le habían arrancado las uñas de la mano, una por una. Le habían arrancado cuatro, y entonces había hablado. Esto era, por lo menos, lo que él deducía. El pulgar, el índice, el cordial, el anular. Entonces: Basta. Hablaré. Os diré todo lo que deseéis saber. Pero dejad de hacerme daño. Por favor. Así que había hablado. Y después… quizás había sido un accidente… después su esposa había muerto. Bueno, algunas cosas son más fuertes que nosotros dos, y otras son más fuertes que todos nosotros.
La Tienda, por ejemplo.
Ploc, ploc, ploc, el caballo negro sin jinete se acerca, se acerca, y se acerca. Mirad, un caballo negro.
Andy dormía.
Y recordaba.