Prefacio

El tema principal de los conflictos sociales y políticos de nuestro tiempo consiste en si el hombre debe prescindir o no de la libertad, de la iniciativa privada y de la responsabilidad, y abandonarse a la tutela de un gigantesco aparato de compulsión y coacción, es decir, al Estado socialista. ¿Deberá sustituir el totalitarismo autoritario al individualismo y a la democracia? ¿Habrá de transformarse el ciudadano en un súbdito, en un subordinado dentro de un ejército omnicomprensivo de trabajo obligatorio, limitado a obedecer incondicionalmente las órdenes de sus superiores? ¿Se le privará de su privilegio más precioso, el de elegir los medios y los fines y conformar su propia vida?

Nuestra época es testigo de un triunfal avance de la causa socialista. Hace medio siglo, un eminente político inglés, Sir William Harcourt, afirmaba: «Ahora todos somos socialistas»[1]. En ese momento tal constatación resultaba prematura en la medida en que se refería a Gran Bretaña; pero hoy es casi literalmente exacta en relación con ese país, en un tiempo la cuna de la libertad moderna. Pero no resulta menos aplicable a la Europa continental. Sólo Norteamérica es todavía libre para escoger. De modo que la decisión del pueblo norteamericano determinará el resultado para el conjunto de la humanidad.

Los problemas que implica el antagonismo entre socialismo y capitalismo pueden acometerse desde varios puntos de vista. Actualmente, parece como si la vía de aproximación más adecuada fuera una investigación de la expansión de la organización burocrática. Un análisis del burocratismo ofrece una excelente oportunidad para conocer los problemas fundamentales de la controversia.

Pese a que la evolución del burocratismo ha sido muy rápida durante estos últimos años, Norteamérica —en comparación con el resto del mundo— se encuentra todavía sólo superficialmente afectada. Únicamente muestra algunos de los rasgos característicos de la gestión burocrática. De ahí que el estudio del burocratismo en este país sería incompleto si no se ocupara de ciertos aspectos y resultados del movimiento que sólo pueden percibirse en países con una vieja tradición burocrática. Semejante estudio tendrá que analizar las experiencias de los países clásicos del burocratismo: Francia, Alemania y Rusia.

No obstante, estas referencias ocasionales a las condiciones europeas no tienen por objeto oscurecer la diferencia radical existente —en relación con el burocratismo— entre la mentalidad política y social de Norteamérica y la de la Europa continental. Para la mentalidad norteamericana, la noción de una Obrigkeit, de un gobierno cuya autoridad no deriva del pueblo, ha sido y es desconocida. Resulta incluso extremadamente difícil explicarle a un hombre para quien los escritos de Milton y de Paine, la Declaración de Independencia, la Constitución y el discurso de Gettysbug constituyen los hontanares de la educación política, lo que implica este término alemán Obrigkeit y lo que es un Obrigkeit-Staat. Quizá las dos citas siguientes ayuden a ilustrar el asunto.

El 15 de enero de 1838, el ministro prusiano del Interior, G. A. R. von Rochow, manifestó, replicando a la petición de unos vecinos de una ciudad prusiana: «No resulta apropiado que un súbdito aplique la medida de su mísero intelecto a los actos del jefe del Estado y que se arrogue, con altanera insolencia, el derecho de formular un juicio público acerca de su conveniencia». Esto ocurrió en los días en que el liberalismo alemán desafiaba al absolutismo, de modo que la opinión pública acusó con vehemencia esta muestra de pretensiones burocráticas opresoras.

Un siglo después, el liberalismo alemán estaba completamente muerto. La Sozialpolitik del káiser, el sistema estatista de interferencia gubernamental en los negocios y de nacionalismo agresivo había ocupado su lugar. Nadie se alarmó cuando el rector de la Universidad imperial de Estrasburgo caracterizó tranquilamente al sistema de gobierno alemán de esta manera: «Nuestros funcionarios… jamás habrán de tolerar que cualquiera les arrebate el poder de sus manos, y, por supuesto, no las mayorías parlamentarias a las que sabemos tratar de la manera adecuada. Ninguna clase de gobierno es tan fácilmente soportable o se acepta tan de buen grado como la de empleados públicos cultos y bien educados. El Estado alemán es un Estado de la supremacía del funcionario. Esperemos que continúe siéndolo»[2].

Tales aforismos no hubiera podido enunciarlos un norteamericano. Eso no podría suceder aquí.