9. Conclusión

El estudio de las características técnicas de la organización burocrática y de su contraria, la organización basada en el beneficio, nos proporciona una guía para valorar clara e imparcialmente ambos sistemas de gestión bajo la división del trabajo.

La administración pública, el manejo del aparato gubernamental de coerción y compulsión, tiene que ser necesariamente formalista y burocrática. Ninguna reforma puede alterar los rasgos burocráticos de los servicios del gobierno. Es inútil censurarlos por su lentitud y abandono, lo mismo que lamentarse de que la asiduidad, la preocupación y el trabajo concienzudo del empleado medio de los organismos oficiales son, por lo general, inferiores a los del trabajador medio de las empresas privadas. (Después de todo, hay muchos funcionarios civiles cuyo fervor entusiasta llega hasta el sacrificio desinteresado). A falta de una medida incuestionable del éxito y del fracaso, resulta casi imposible para la gran mayoría de los hombres encontrar ese incentivo para el máximo esfuerzo que proporciona fácilmente el cálculo económico a las empresas que persiguen el beneficio. No es conveniente criticar la pedantesca observancia por el burócrata de rígidas reglas y reglamentos. Tales reglas son indispensables para que la administración pública no se escape de las manos de los altos funcionarios y degenere en la soberanía de empleados subordinados. Ésos son, además, los únicos medios para hacer que la ley prevalezca en la conducción de los asuntos públicos y para proteger al ciudadano contra la arbitrariedad despótica.

Es fácil para un observador criticar la extravagancia del aparato burocrático. Pero el ejecutivo en quien descansa la responsabilidad del perfecto servicio ve el asunto desde un punto de vista diferente. No quiere correr excesivos riesgos. Prefiere estar seguro y bien seguro.

Todas estas deficiencias son inherentes a la realización de servicios que no se pueden controlar mediante cuentas monetarias de pérdidas y ganancias. En verdad jamás habríamos reconocido que se trata realmente de deficiencias, si no pudiéramos comparar el sistema burocrático con la manera de operar de la empresa motivada por el beneficio. Este sistema, tan denostado, del ‘mezquino’ que se esfuerza por obtener un beneficio, ha hecho a la gente consciente de la eficiencia y deseosa de llegar a la completa racionalización. Pero no podemos ayudarla. Tenemos que resignamos ante el hecho de que no se pueden aplicar a un departamento de policía o a la oficina de un recaudador los acreditados métodos de gestión de la empresa que persigue el beneficio.

Pero todo adquiere un significado diferente a la vista de los fanáticos esfuerzos por transformar todo el aparato de producción y de distribución en una gigantesca oficina. El ideal de Lenin de adoptar como modelo de organización económica de la sociedad el servicio oficial de correos y de convertir a cada hombre en un diente de una enorme máquina burocrática[30], nos obliga a desenmascarar la inferioridad de los métodos burocráticos frente a los de la empresa libre. La finalidad de semejante investigación no consiste ciertamente en desacreditar el trabajo de los recaudadores de impuestos, de los aduaneros y de los vigilantes, o en empequeñecer sus méritos. Pero es preciso mostrar en qué aspectos esenciales se diferencia una acería de una embajada y una fábrica de zapatos de una oficina de licencias matrimoniales, y por qué resultaría pernicioso reorganizar una panadería de acuerdo con el modelo del servicio de correos.

Lo que, en una terminología tendenciosa, se llama la sustitución del principio del beneficio por el principio del servicio abocará al abandono del único método que contribuye a la racionalización y el cálculo en la producción de bienes necesarios. El beneficio ganado por el empresario expresa el hecho de que ha servido bien a los consumidores, esto es a todo el mundo. Pero con respecto a las realizaciones de las oficinas burocráticas públicas no cabe ningún método en orden a determinar su éxito o su fracaso mediante procedimientos de cálculo.

En un sistema socialista, sólo la dirección central de la producción tendría la facultad de ordenar, y todos los demás tendrían que llevar a cabo las órdenes recibidas. Todo el mundo —excepto el zar de la producción— tendría que ajustarse incondicionalmente a las instrucciones, los códigos, las normas y reglamentaciones redactadas por un organismo superior. Por supuesto que, en este inmenso sistema de regimentación, todo ciudadano podría tener el derecho a sugerir ciertos cambios. Pero, en el mejor de los casos, el camino para que la suprema autoridad competente acepte tal sugerencia sería tan desproporcionado y oneroso como lo es hoy día conseguir que pase al parlamento una propuesta de reforma sugerida en una carta al director o en un artículo de periódico.

En el curso de la historia ha habido muchos movimientos que pedían con entusiasmo y fanatismo una reforma de las instituciones sociales. La gente ha luchado por sus convicciones religiosas, por la preservación de su civilización, por la libertad, la autodeterminación, la abolición de la servidumbre y la esclavitud, por la honestidad y la justicia en los procedimientos judiciales. Hoy hay millones de personas fascinadas por el plan de transformar el mundo entero en una oficina administrativa, de hacer de cada uno un burócrata y de fustigar toda iniciativa privada. Se concibe el paraíso del futuro como un aparato burocrático que lo abarca todo. La burocratización más completa es el objetivo del movimiento de reforma más poderoso que jamás ha conocido la historia, de la primera tendencia ideológica no limitada solamente a una parte de la humanidad, sino apoyada por gente de todas las razas, naciones, religiones y civilizaciones. El servicio de correos es el modelo de la nueva Jerusalén. El empleado de correos, el prototipo del hombre futuro. Se han derramado ríos de sangre para la realización de este ideal.

En este libro no se trata de las personas, sino de los sistemas de organización social. No afirmamos que el empleado de correos sea inferior a cualquier otro ciudadano. Lo que queremos es constatar solamente que la camisa de fuerza de la organización burocrática paraliza la iniciativa individual, mientras que, dentro de la sociedad capitalista de mercado, un innovador dispone todavía de una oportunidad de prosperar. La primera fomenta el estancamiento y la conservación de métodos inveterados, mientras que la segunda contribuye al progreso y al perfeccionamiento. El capitalismo es progresista, el socialismo no lo es. No se invalida este argumento puntualizando que los bolcheviques han copiado diversas innovaciones norteamericanas. Lo mismo hicieron todos los pueblos orientales. Pero es inconsecuente deducir de este hecho que todas las naciones civilizadas tienen que copiar los métodos rusos de organización social.

Los adalides del socialismo se llaman a sí mismos progresistas, pero recomiendan un sistema que se caracteriza por la rígida observancia de la rutina y por una resistencia a toda clase de mejora. Se llaman a sí mismos liberales, pero están tratando de abolir la libertad. Se llaman demócratas, pero suspiran por la dictadura. Se llaman revolucionarios, pero quieren hacer que el Estado sea omnipotente. Prometen las bendiciones del Edén, pero planean transformar el mundo en un gigantesco servicio de correos. ¡Todos los hombres, excepto uno, empleados subordinados de una oficina! ¡Qué seductora utopía! ¡Qué causa más noble para luchar por ella!

Contra todo este agitado frenesí, no cabe más que un arma: la razón. Sentido común es lo que se necesita para impedir que el hombre caiga preso de fantasías ilusorias y de consignas vacías.