8. ¿Cabe algún remedio?

1. Fracasos anteriores

Es preciso reconocer que, hasta ahora, han sido vanos todos los esfuerzos para detener el ulterior avance de la burocratización y de la socialización. Desde que el presidente Wilson llevó a Norteamérica a la guerra para salvar la democracia, ésta ha venido perdiendo cada vez más terreno. El despotismo triunfa en la mayor parte de los países europeos, e incluso Norteamérica ha adoptado políticas que, hace algunas décadas, desdeñaba como ‘prusianas’. Es claro que la humanidad se mueve hacia el totalitarismo. La generación ascendente propugna el completo control del Estado sobre todas las esferas de la vida.

Ilustres juristas han publicado excelentes tratados describiendo la progresiva sustitución de la norma jurídica por la arbitrariedad administrativa[24]. Han descrito cómo la destrucción del autogobierno hace desaparecer los derechos de los ciudadanos individuales y acaba en un hiperdespotismo de estilo oriental. Pero a los socialistas no les preocupan lo más mínimo ni la libertad ni la iniciativa privada.

Los libros satíricos no han tenido más éxito que los ponderados volúmenes de los juristas. Algunos de los escritores más eminentes del siglo XIX —Balzac, Dickens, Gogol, Maupassant, Courteline— asestaron duros golpes al burocratismo. Aldous Huxley ha tenido incluso el valor suficiente para hacer del soñado paraíso socialista el blanco de su sardónica ironía. El público se ha divertido, pero sus lectores se apresuran, sin embargo, a pedir empleos del gobierno.

Algunos se divierten con los rasgos especialmente extravagantes de la burocracia. Resulta, en verdad, curioso que el gobierno de una de las naciones más ricas y poderosas del mundo tenga un servicio —la Sección de Economía Doméstica del Departamento de Agricultura de los Estados Unidos— que cuenta entre sus funciones la de diseñar pantalones para los «pequeños que están aprendiendo a vestirse por sí solos». Mas para muchos de nuestros contemporáneos no hay en ello nada de ridículo. Pretenden un modo de gobierno bajo el cual la producción de pantalones, ropa interior y todas las demás cosas útiles sea tarea de las autoridades.

Todas las críticas eruditas y todas las sátiras agudas carecen de valor, ya que no tocan el fondo del problema. La burocratización constituye sólo un rasgo particular de la socialización. La cuestión principal es: ¿Capitalismo o socialismo?

Los que apoyan el socialismo mantienen que el capitalismo es un injusto sistema de explotación, que resulta sumamente perjudicial para el bienestar de las masas y que su consecuencia es la miseria, degradación y pauperización progresivas de la inmensa mayoría. Por otra parte, describen su utopía socialista como una tierra prometida de leche y miel, en la cual todo el mundo será rico y feliz. ¿Tienen razón o están equivocados? Ésta es la cuestión.

2. La economía contra la planificación y el totalitarismo

Se trata de un problema eminentemente económico, que no se puede dilucidar sin entrar en una consideración a fondo de la economía. Las absurdas reclamaciones y las falaces doctrinas de los defensores del control estatal, del socialismo, del comunismo, de la planificación y del totalitarismo sólo pueden desenmascararse mediante el razonamiento económico. Guste o no, es un hecho que las principales fórmulas de los programas políticos actuales son puramente económicas y que no se las puede entender sin una comprensión de la teoría económica. Solamente quien está versado en los principales problemas de la economía puede formarse una opinión independiente acerca de los correspondientes problemas. Todos los demás repiten simplemente lo que han oído por ahí. Son una fácil presa de estafadores demagogos y de charlatanes estúpidos. Su credulidad es la más seria amenaza contra la preservación de la democracia y de la civilización occidental.

El primer deber del ciudadano de una comunidad democrática consiste en educarse y adquirir el conocimiento necesario para entender los asuntos cívicos. El derecho de voto no es un privilegio, sino un deber y una responsabilidad moral. El votante es, virtualmente, un funcionario; su cargo es el más importante y comporta la más elevada obligación. Un ciudadano, completamente absorbido por su trabajo científico en otros campos o por su vocación como artista puede alegar circunstancias atenuantes cuando fracasa en su tarea de autoinstruirse. Quizá tales hombres lleven razón al pretender que tienen tareas más importantes que cumplir. Pero todos los demás hombres inteligentes son no frívolos sino perversos al descuidar educarse e instruirse para ejercer lo mejor posible sus deberes como votantes soberanos.

La principal treta de la propaganda de quienes apoyan la, al parecer, ‘progresista’ política de control por el gobierno consiste en censurar al capitalismo por todo lo que resulta insatisfactorio en las condiciones presentes, y ensalzar las bendiciones que el socialismo tiene almacenadas para la humanidad. Jamás han intentado probar sus falaces dogmas o, todavía menos, refutar las objeciones formuladas por los economistas. Lo que hacen todos ellos es motejar a sus adversarios y volcar sospechas sobre sus motivaciones. Y, por desgracia, el ciudadano medio no puede ver a través de esas estratagemas.

Considérese, por ejemplo, el problema del desempleo masivo que se prolonga año tras año. Los ‘progresistas’ lo interpretan como un mal inherente al capitalismo. El público ingenuo está dispuesto a tragarse esta explicación. La gente no entiende que, en un mercado de trabajo no interferido ni manipulado por la presión de los sindicatos, ni por tipos de salario mínimo fijados por el gobierno, el desempleo afecta solamente a pequeños grupos durante breve tiempo. Bajo el capitalismo libre el desempleo resulta, en comparación, un fenómeno temporal sin importancia; prevalece una tendencia permanente a la eliminación del paro. Los cambios económicos pueden originar un nuevo paro; pero, a los tipos de salario establecidos en un mercado laboral libre, todo el que quiera ganar un jornal acaba encontrando empleo. El paro como fenómeno masivo es el resultado de las sedicentes políticas ‘prolaborales’ de los gobiernos y de la presión y coacción de los sindicatos.

Esta explicación en modo alguno es privativa de aquellos economistas a los que los ‘progresistas’ llaman ‘reaccionarios’. El mismo Karl Marx estaba plenamente convencido de que las uniones de trabajadores no podían conseguir elevar los tipos de salario de todos los trabajadores. Los doctrinarios marxistas se opusieron tenazmente, durante muchos años, a todos los esfuerzos encaminados a fijar el tipo de salario mínimo, por cuanto estimaban tales medidas contrarias a los intereses de la gran mayoría de los asalariados.

Es ilusorio creer que los gastos del gobierno pueden crear empleos para los desocupados, es decir para quienes no puedan obtener empleo a causa de los sindicatos o de los programas políticos del gobierno. Si el gasto gubernamental se financia con métodos no inflacionarios —es decir estableciendo impuestos sobre los ciudadanos o mediante empréstitos públicos— liquida por un lado tantos empleos como crea por otro. Si se financia acudiendo a la inflación —o sea mediante un incremento del dinero y de los efectos bancarios en circulación o por un empréstito de los bancos comerciales— reduce el desempleo solamente en caso de que los salarios en dinero vayan a la zaga de los precios de los artículos, esto es en la medida en que descienden los salarios reales. No existe más que un camino para el incremento real de los salarios de quienes desean ganarlos: la acumulación progresiva de nuevo capital y el avance en los métodos técnicos de producción a que éste da lugar. Los auténticos intereses del trabajo coinciden con los de la empresa.

Para comprender los problemas económicos no es suficiente una indiscriminada asimilación, más o menos inconexa, de hechos y cifras. Más bien se trata de llevar a cabo un cuidadoso análisis de las condiciones mediante una reflexión razonada. Lo que ante todo se necesita es sentido común y claridad lógica. Ir al fondo de las cosas es la norma principal. No asentir a explicaciones y soluciones superficiales, sino emplear la capacidad de pensar y el espíritu crítico.

Sería un gran disparate creer que esta recomendación de estudiar la economía tiende a sustituir la propaganda de los gobiernos y de los partidos por otra forma de propaganda. La propaganda es uno de los peores males de la burocracia y del socialismo. La propaganda es siempre propaganda de mentiras, falacias y supersticiones; la verdad no necesita de propaganda: se sostiene por sí misma. Lo característico de la verdad es ser la representación correcta de la realidad, por ejemplo, de un estado de cosas que existe y opera, sea o no reconocido por alguien. El reconocimiento de la verdad equivale, pues, a una condena de todo lo que es falso. Se mantiene por el mero hecho de ser verdad.

Dejemos, por lo tanto, que los falsos profetas sigan su camino. No tratemos de imitar sus programas políticos. No tratemos de silenciar a los disidentes y ponerlos fuera de la ley, como hacen ellos. Los embusteros tienen que temer la verdad y por eso propugnan que se prohíba oírla; pero los defensores de la verdad ponen sus esperanzas en su propia rectitud. La veracidad no teme a los mentirosos. Puede sostener su competencia. Los propagandistas pueden seguir difundiendo sus fábulas y adoctrinando a la juventud. Fracasarán lamentablemente.

Lenin y Hitler sabían muy bien por qué abolieron la libertad de pensamiento, de expresión y de prensa, y por qué cerraron las fronteras de sus países a cualquier importación de ideas. Sus sistemas no podían sobrevivir sin campos de concentración, censores y verdugos. Sus instrumentos principales son la G. P. U. y la Gestapo.

Los campeones ingleses de la socialización y la burocratización no están menos enterados que los bolcheviques y los nazis de que, bajo la libertad de expresión y de pensamiento, jamás lograrán sus fines. El profesor Harold Laski es muy franco cuando declara que es preciso restringir los poderes del parlamento para proteger la transición al socialismo[25]. Sir Stafford Cripps, el candidato favorito de los autodenominados liberales para primer ministro, ha aconsejado ‘una ley de planificación y autorización’ que, una vez aprobada por el parlamento, no podría ser discutida y menos aún derogada. En virtud de esta ley, que sería muy general y dejaría los ‘detalles’ al gabinete, el gobierno quedaría dotado de poderes irrevocables. Sus órdenes y decretos jamás serían considerados por el parlamento y tampoco podrían ser objeto de recurso ante los tribunales de justicia. Todos los cargos habrían de ser desempeñados por ‘fieles miembros del partido’, por ‘personas de reconocida visión socialista’[26]. El ‘Consejo de clérigos y ministros para promover la Propiedad Común’ inglés declara, en un panfleto cuyo prefacio escribió el obispo Bradford, que el establecimiento de un socialismo real y permanente exige que «se liquide toda oposición fundamental, es decir que se la reduzca a la inactividad política privándole del derecho de voto y, si es preciso, encarcelándola»[27]. La profesora Joan Robinson, de la Universidad de Cambridge, la segunda en el liderazgo de la escuela keynesiana, solamente detrás del mismo Lord Keynes, no es menos intolerante en su celo por realizar el socialismo. En su opinión, «la noción de libertad es resbaladiza»: «Solamente puede admitirse sin riesgo la plena libertad de expresión cuando no hay enemigo serio dentro o fuera». La señora Robinson no sólo teme a las iglesias, universidades, sociedades culturales y editoriales independientes, sino hasta los teatros y sociedades filarmónicas que efectivamente lo sean. Sostiene que la existencia de semejantes instituciones sólo debería tolerarse «en el supuesto de que el régimen esté suficientemente seguro para correr el riesgo de ser criticado»[28]. Y a otro distinguido partidario del colectivismo inglés, J. G. Crowther, no le estremece elogiar las bendiciones de la Inquisición[29]. ¡Qué lástima que no vivan los Estuardo para ser testigos del triunfo de sus principios!

Así, pues, los defensores más eminentes del socialismo admiten implícitamente que sus objetivos y sus planes son incapaces de resistir a la crítica de la ciencia económica y están sentenciados bajo un régimen de libertad. Pero como aún existen, por fortuna, algunos países libres, hay aún cierta esperanza de que prevalezca la verdad.

3. El ciudadano corriente frente al propagandista profesional de la burocratización

La idea de divulgar los estudios económicos no pretende hacer de cada individuo un economista, sino equipar al ciudadano para cumplir sus funciones cívicas en la vida comunitaria.

El conflicto entre capitalismo y totalitarismo, de cuyo resultado depende el destino de la civilización, no se decidirá mediante guerras civiles y revoluciones. Trátase de una guerra de ideas. La opinión pública determinará la victoria y la derrota.

Siempre y dondequiera que hay hombres dispuestos a discutir los asuntos de su municipio, de su estado o de su nación, la opinión pública se halla en proceso de evolución y cambio, por muy insignificante que pueda ser la cuestión tratada. La opinión pública es influida por cualquier cosa que se diga o se haga en las transacciones entre compradores y vendedores, entre empleadores y empleados, entre acreedores y deudores. La opinión pública se configura en los debates de incontables cuerpos representativos, comités y comisiones, asociaciones y clubes, mediante editoriales y cartas al director, por los alegatos de los abogados y por las sentencias de los jueces.

En todas estas discusiones los profesionales tienen una ventaja sobre los profanos. Siempre están en situación ventajosa quienes dedican todo su esfuerzo a una cosa. Aunque no sean necesariamente expertos, ni por lo general más listos que los aficionados, disfrutan del beneficio de ser especialistas. Su técnica de discusión así como su entrenamiento son superiores. Vienen al encuentro con la mente y el cuerpo frescos, no cansados después de un día de trabajo, como los aficionados.

Ahora bien, casi todos estos profesionales de la propaganda son celosos partidarios del burocratismo y del socialismo. Están, en primer lugar, las huestes de empleados de las oficinas de propaganda del gobierno y de los distintos partidos. Están, además, los docentes de distintas instituciones educativas que, curiosamente, consideran el símbolo de la perfección científica profesar el radicalismo burocrático, socialista o marxista. Están los editores y colaboradores de los periódicos y revistas ‘progresistas’, líderes y organizadores de los sindicatos y, finalmente, ambiciosos hombres ociosos que desean ponerse a la cabeza manifestando ideas radicales. Para ellos no son enemigo el hombre de negocios, el abogado o el asalariado normales. El profano puede conseguir un brillante éxito al probar su argumento. No es lo habitual, pues su adversario, revestido de toda la dignidad de su cátedra, le apabullará: «La falacia del razonamiento del caballero ha sido hace tiempo desenmascarada por los famosos profesores alemanes Mayer, Müller y Schmidt. Solamente un idiota puede seguir profesando semejantes ideas anticuadas y trasnochadas…». El profano queda desacreditado a los ojos del auditorio, que confía sin reservas en la infalibilidad del profesional. No sabe cómo responder. Jamás ha oído los nombres de esos eminentes profesores alemanes. Ignora que sus libros son pura paparrucha, completos despropósitos, y que nada tienen que ver con los problemas que él ha suscitado. Puede aprender más tarde. Pero no puede modificar el hecho de haber sido derrotado in situ.

También el profano puede demostrar inteligentemente la impracticabilidad del algún proyecto presentado. Entonces el profesional le replicará mordazmente: «Este caballero es tan ignorante que no sabe que el plan propuesto ha funcionado muy bien en la Suecia socialista y en la Viena roja». De nuevo nuestro hombre queda reducido al silencio. ¿Cómo puede saber que casi todos los libros en inglés sobre Suecia y Viena son producto de propaganda que desfiguran los hechos de mala manera? Él no ha tenido oportunidad de conseguir información correcta en las fuentes originales.

El clímax de la oratoria profesional consiste siempre, desde luego, en la referencia a Rusia, el paraíso de los trabajadores y de los campesinos. Pero, durante casi treinta años, sólo se ha permitido entrar en Rusia a viajeros que eran comunistas fanáticos o simpatizantes. Sus relatos son acríticas exaltaciones de los soviets; algunos de ellos deshonestos en extremo, el resto pueriles en su ingenua credulidad. Uno de los hechos más reconfortantes es que algunos de esos viajeros abandonaron en Rusia sus inclinaciones prosoviéticas y, al regresar a su país, publicaron relatos no desfigurados. Pero los profesionales desacreditan fácilmente esos libros llamando ‘fascistas’ a sus autores.

Lo que hay que hacer es formar líderes cívicos preparados para esos encuentros con predicadores profesionales de la burocratización y de la socialización. No cabe esperar detener la tendencia a la burocratización con la simple expresión de la indignación y mediante una nostálgica glorificación de los viejos tiempos idos. Esas épocas pasadas no eran tan buenas como piensan algunos de nuestros contemporáneos. Lo grande en ellas era su confianza en la tendencia al progreso inherente al sistema de economía de mercado no distorsionado. Entonces no se creía en la divinidad del gobierno. Ésta era su gloria.

El resultado más pernicioso de la repugnancia del hombre medio a interesarse seriamente por los problemas económicos consiste en su disposición a respaldar un programa de compromiso. Contempla el conflicto entre capitalismo y socialismo como si fuese una disputa entre dos grupos —el trabajo y el capital— cada uno de los cuales reivindica para sí la totalidad de la materia discutida. Como no se encuentra preparado para apreciar las razones propuestas por cada una de las partes, cree que sería una buena solución terminar la disputa con un arreglo amistoso: cada reclamante obtendrá una parte de su reclamación. Es así como gana su prestigio el programa de la interferencia estatal en los asuntos privados. Ni existirá pleno capitalismo ni pleno socialismo, sino algo intermedio, una vía media. Este tercer sistema —afirman sus partidarios— será un capitalismo regulado y regimentado por la interferencia del gobierno en los negocios. Pero esta intervención gubernativa no alcanzará el control total de las actividades económicas, sino que se limitará a eliminar ciertas excrecencias del capitalismo especialmente objetables, sin suprimir en modo alguno las actividades del empresario. De esta manera resultará un orden social que, según se afirma, se halla tan lejos del pleno capitalismo como del socialismo puro; de modo que, conservando las ventajas de uno y otro, evitará sus inconvenientes. Casi todos los que no abogan incondicionalmente por el socialismo absoluto apoyan hoy día este sistema de intervencionismo, y todos los gobiernos que no son francamente prosocialistas han propugnado una política de intervencionismo económico. Son pocos en nuestros días los que se oponen a cierta especie de interferencia gubernativa en los precios, en los tipos de salario y de interés, en los beneficios, y los que no tienen reparo en manifestar que consideran el capitalismo y la libre empresa como el único sistema capaz de funcionar beneficiando al conjunto de la sociedad y a todos sus miembros.

Sin embargo, el razonamiento de los partidarios de esta solución intermedia es completamente falaz. El conflicto entre socialismo y capitalismo no consiste en una lucha entre dos partes por tener una participación mayor en el dividendo social. Ver la cuestión de esta manera equivale a una completa aceptación de los dogmas de los marxistas y demás socialistas. Los adversarios del socialismo niegan que a cualquier clase o grupo le pueda ir mejor bajo el socialismo que bajo el capitalismo sin cortapisas. Niegan la tesis de que los trabajadores hayan de estar mejor en una comunidad socialista y que, en consecuencia, les perjudique la existencia efectiva del sistema capitalista. No encomian el capitalismo movidos por los intereses egoístas de los empresarios y de los capitalistas, sino por la causa de todos los miembros de la sociedad. El gran conflicto histórico relativo al problema de la organización económica de la sociedad no puede tratarse como una querella entre dos comerciantes interesados en una cantidad de dinero; no se puede resolver partiendo la diferencia.

El intervencionismo económico es una política que se destruye a sí misma. Las medidas aisladas que pide no alcanzan los resultados previstos. Dan lugar a un estado de cosas que —desde el punto de vista de sus propios defensores— resulta mucho menos deseable que el estado previo que intentaban modificar. Desempleo, prolongado año tras año, de una gran parte de quienes desean ganar un salario, monopolios, crisis económica, restricción general de la productividad del esfuerzo económico, nacionalismo económico y guerra, son las consecuencias inevitables de la interferencia del gobierno en los negocios, tal como la recomiendan los partidarios de la tercera solución. Todos estos males por los que los socialistas censuran al capitalismo son precisamente el producto de esta política desafortunada, supuestamente ‘progresista’. Los catastróficos acontecimientos que llevan agua al molino de los socialistas radicales son el resultado de las ideas de quienes dicen: «Yo no soy contrario al capitalismo, pero…». Estas gentes son, de hecho, los precursores de la socialización y de la burocratización total. Su ignorancia engendra el desastre.

Rasgos esenciales de la civilización son la división del trabajo y la especialización. A no ser por ellas, serían imposibles tanto la prosperidad material como el progreso intelectual. La existencia de un grupo integrado de científicos, intelectuales e investigadores es una consecuencia de la división del trabajo exactamente igual que lo es la existencia de cualquier otro tipo de especialistas. El hombre que se especializa en economía es tan especialista como los demás. El ulterior progreso de la ciencia económica será también, en el futuro, un logro de hombres que dedican todos sus esfuerzos a esta tarea.

Sería, sin embargo, un funesto error para los ciudadanos abandonar el interés por los estudios económicos a los profesionales de los mismos, como si se tratara de algo exclusivo suyo. Como las formulaciones principales de los programas políticos de hoy día son esencialmente económicas, semejante dejación comportaría una completa abdicación de los ciudadanos en beneficio de los profesionales. Si los votantes o los miembros de un parlamento se encaran con los problemas que suscita un proyecto relativo a la prevención de las enfermedades del ganado o a la construcción de un edificio de oficinas, la discusión de los detalles puede dejarse a los expertos. Tales problemas veterinarios o ingenieriles no interfieren los fundamentos de la vida social y política. Son importantes, pero no primarios y vitales. Pero si no sólo las masas, sino sus representantes, declaran: «Los problemas monetarios sólo pueden comprenderlos los especialistas; nosotros no tenemos afición a estudiarlos; en esta materia tenemos que confiar en los expertos», entonces renuncian virtualmente a su soberanía en beneficio de los profesionales. No se trata de si, formalmente o no, delegan sus facultades legislativas. En cualquier caso, se imponen los especialistas.

Se equivocan los simples ciudadanos al quejarse de que los burócratas se hayan arrogado facultades: ellos mismos y sus mandatarios han abandonado la soberanía. Su ignorancia de los problemas económicos fundamentales ha hecho soberanos a los especialistas profesionales. Todos los detalles técnicos y jurídicos de la legislación pueden y deben dejarse a los expertos. Pero la democracia se hace impracticable si los ciudadanos eminentes, los líderes intelectuales de la comunidad, no se encuentran en situación de formarse su propia opinión acerca de los principios de programas básicos sociales, económicos y políticos. Si los ciudadanos están bajo la hegemonía intelectual de profesionales de la burocracia, la sociedad se escinde en dos castas: los profesionales gobernantes, los brahmanes, y los crédulos ciudadanos. Entonces emerge el despotismo, cualesquiera que puedan ser los términos de la constitución y de las leyes.

Democracia Significa autodeterminación. ¿Cómo puede el pueblo determinar sus propios asuntos si permanece excesivamente indiferente a formarse un juicio propio e independiente de los problemas políticos y económicos fundamentales? La democracia no es un bien que la gente pueda disfrutar tranquilamente, sino un tesoro que tiene que ser defendido y conquistado cada día con tenaz esfuerzo.