7. Las consecuencias psicológicas de la burocratización

1. El movimiento juvenil alemán

Los pedantes miran con desprecio la filosofía de Horacio Alger. Sin embargo, Alger estuvo más acertado que ningún otro al acentuar el aspecto más característico de la sociedad capitalista. El capitalismo es un sistema en el que todos tienen la oportunidad de adquirir riqueza: concede a todos oportunidades ilimitadas. Por supuesto, no todos se ven favorecidos por la buena suerte. Muy pocos se hacen millonarios. Pero todos saben que el esfuerzo tenaz, y sólo él, es el que da la recompensa. Todos los caminos están abiertos al joven industrioso. Éste es optimista al reconocer su propia fuerza. Tiene confianza en sí mismo y rebosa esperanzas. Y cuando se ha hecho mayor y comprueba que muchos de sus planes se han frustrado, no tiene motivo para desesperarse. Sus hijos emprenderán de nuevo la carrera y no hay motivo alguno para que no triunfen allí donde él fracasó. La vida merece la pena vivirse porque está llena de promesas.

Todas estas condiciones se cumplían puntualmente en Norteamérica. En la vieja Europa sobrevivían todavía muchos controles heredados del ancien régime. Aun en la plenitud del liberalismo, la aristocracia y el funcionariado luchaban por mantener sus privilegios. Pero en Norteamérica no existían semejantes supervivencias de la Edad oscura. En este sentido era un país joven y libre. No había códigos industriales ni gremios. Thomas Alva Edison y Henry Ford no tuvieron que superar ningún obstáculo erigido por gobiernos de pocos alcances y una opinión pública de mente estrecha.

En condiciones tales la generación ascendente estaba movida por el espíritu del pionero. Había nacido dentro de una sociedad que progresaba y consideraba misión suya contribuir en alguna medida a la mejora de los asuntos humanos. Cambiarán el mundo, lo configurarán de acuerdo con sus propias ideas. No tienen tiempo que perder, el mañana es suyo y tienen que prepararse para las grandes empresas que los aguardan. No fanfarronean de su juventud ni de los derechos de la misma; actúan como debe actuar la gente joven. No se jactan de su propio ‘dinamismo’: son dinámicos y no necesitan ensalzar sus cualidades. No desafían a la generación más vieja con pláticas arrogantes. Quieren vencerla con los hechos.

No ocurre así cuando sube la marea de la burocratización. Los empleos del Estado no ofrecen oportunidad para desplegar las dotes y los talentos personales. La regimentación significa la condena de la iniciativa. El joven no se hace ilusiones respecto a su futuro. Sabe lo que le espera. Obtendrá un empleo en una de las innumerables oficinas, y no será más que una pieza de una enorme máquina cuyo trabajo es más o menos mecánico. La rutina de una técnica burocrática mutilará su mente y atará sus manos. Gozará de seguridad. Pero esta seguridad será análoga a la que disfruta el preso dentro de los muros de la cárcel. Nunca tendrá libertad para tomar decisiones y configurar su propio destino. Será para siempre un hombre del que se preocupan los demás. Nunca será un hombre auténtico que cuenta con su propio esfuerzo. Se estremece a la vista de los enormes edificios de oficinas en que se enterrará.

En la década que precedió a la primera guerra mundial, Alemania, el país más adelantado en la senda de la regimentación burocrática, fue testigo de la aparición de un fenómeno inédito hasta entonces: el movimiento juvenil. Cuadrillas turbulentas de muchachos y muchachas desaliñados vagaban por el país haciendo alboroto y eludiendo sus estudios escolares. Con palabras altisonantes anunciaban el evangelio de una era dorada. Todas las generaciones anteriores, insistían, eran sencillamente estúpidas; su incapacidad había convertido la tierra en un infierno. Pero la nueva generación no estaba dispuesta a soportar por más tiempo la gerontocracia, la supremacía de la ancianidad impotente e imbécil. De ahora en adelante gobernarán los jóvenes brillantes. Destruirán todo lo que es viejo e inútil, repudiarán todo lo que era querido a sus padres; sustituirán los valores y las ideologías anticuados de la civilización capitalista y burguesa por otros nuevos y más sustantivos, y edificarán una nueva sociedad de gigantes y superhombres.

La inflamada verborrea de estos adolescentes no era más que un pobre disfraz de su falta de ideas y de un programa definido. Nada tenían que decir salvo esto: nosotros somos jóvenes y por ello los elegidos; somos inteligentes porque somos jóvenes; somos nosotros los portadores del futuro; somos los enemigos mortales de la burguesía y de los filisteos corrompidos. Y si alguien se atrevía a preguntarles cuáles eran sus planes, solamente sabían responder: nuestros líderes resolverán nuestros problemas.

El cometido de la generación joven ha sido siempre provocar cambios. Pero el rasgo característico del movimiento juvenil consistía en que no tenía ni nuevas ideas ni nuevos planes. Llamaban a su acción ‘movimiento juvenil’ precisamente porque carecían de un programa que pudiese servirles para denominar sus esfuerzos. En realidad, defendían enteramente el programa de sus padres. No se oponían a la trayectoria hacia la omnipotencia del Estado y la burocratización. Su radicalismo revolucionario no era más que la insolencia de los años entre la muchachez y el estado adulto; tratábase de un fenómeno de pubertad prolongada. Carecía de todo contenido ideológico.

Los jefes del movimiento juvenil eran auténticos neuróticos desequilibrados. Muchos de ellos eran víctimas de una sexualidad enfermiza, eran libertinos y homosexuales. Ninguno destacaba en ningún campo de actividad o había contribuido en algo al progreso humano. Desde entonces, hace tiempo que sus nombres han sido olvidados; la única huella que dejaron fueron algunos libros y poemas predicando la perversión sexual. Pero la mayor parte de sus seguidores eran muy distintos. Solamente tenían un fin: conseguir cuanto antes un empleo del Estado. Los que no murieron en las guerras y en las revoluciones son actualmente pedantes y tímidos burócratas en las innumerables oficinas de la alemana Zwangswirtschaft. Son obedientes y fieles esclavos del Führer. Pero serán hombres igualmente manejables, obedientes y fieles, del sucesor de Hitler, bien sea éste un nacionalista alemán o un hombre de paja de Stalin.

El movimiento juvenil se extendió desde Alemania a otros países. El fascismo italiano se enmascaró también como un movimiento juvenil. El himno del partido, Giovinezza, es un himno de juventud. Su bufonesco Duce se jacta todavía, a sus cincuenta y muchos años, de su vigor juvenil y se preocupa por ocultar su edad como una señora coqueta. Pero el único interés de la clase de tropa del fascismo consistía en alcanzar un empleo oficial. Durante la guerra de Etiopía, quien esto escribe pidió a algunos estudiantes, graduados de una de las grandes universidades italianas, que le explicaran la razón de su hostilidad hacia Francia e Inglaterra. La respuesta fue sorprendente: «Italia no dispone de bastantes oportunidades para sus intelectuales. Necesitamos conquistar las colonias inglesas y francesas con el fin de obtener en la administración de esos territorios los empleos que ahora están en manos de burócratas ingleses y franceses».

El movimiento juvenil fue una expresión del desasosiego que siente la gente joven al encararse con las melancólicas perspectivas que les ofrece la generalizada tendencia a la regimentación. Pero fue una rebelión falsa condenada al fracaso, porque no se atrevió a luchar seriamente contra la creciente amenaza del absoluto control estatal y del totalitarismo. Los tumultuosos sedicentes rebeldes eran impotentes, porque se hallaban bajo el hechizo de las supersticiones totalitarias. Se contentaron con chácharas sediciosas e himnos inflamados, pero ante todo querían empleos oficiales.

Actualmente, el movimiento juvenil está muerto en los países que más han avanzado por el camino del totalitarismo. En Rusia, en Alemania y en Italia, los muchachos y los adolescentes se hallan firmemente integrados en el omnipotente aparato de control estatal. Desde la más tierna edad, los niños son miembros de las organizaciones políticas. Desde la cuna hasta la sepultura, todos los ciudadanos están sometidos a la máquina del sistema de partido único, constreñidos a obedecer sin preguntar por qué. No se permiten asociaciones o reuniones ‘privadas’. El aparato oficial no tolera ninguna competencia. La ideología oficial no tolera a nadie que disienta. Tal es la realidad de la utopía burocrática.

2. Destino de la generación que se desarrolla en un ambiente burocrático

Fue el movimiento juvenil una revuelta impotente y abortada contra la amenaza de la burocratización. Se condenó porque no atacó el origen del mal, la tendencia a la socialización. De hecho, no fue sino una confusa manifestación de desasosiego, sin ninguna idea clara ni planes definidos. Los adolescentes revoltosos se encontraban hasta tal punto bajo la fascinación de las ideas socialistas, que simplemente desconocían lo que querían.

Evidentemente, la primera víctima de la evolución hacia la burocratización es la propia juventud. A los jóvenes se les priva de toda oportunidad de configurar su propio destino. Son de hecho ‘generaciones perdidas’, dado que les falta el derecho más precioso de toda generación ascendente: el derecho a aportar algo nuevo al viejo inventario de la civilización. La consigna ‘La humanidad ha alcanzado su madurez’ constituye su ruina. ¿Qué pintan los jóvenes si nada se les deja cambiar y mejorar, y si su única perspectiva consiste en empezar en el escalón más bajo de la escala burocrática y subir luego, trepar pacientemente cumpliendo fielmente las reglas formuladas por superiores más viejos? Desde su punto de vista, la burocratización significa la sumisión del joven a la dominación del viejo, lo cual implica un regreso a una especie de sistema de castas.

En todas las naciones civilizadas —en las épocas anteriores al orto del liberalismo y de su vástago, el capitalismo— la sociedad se basaba en el status. La nación se dividía en castas. Había castas privilegiadas como los reyes y los nobles, y castas sin privilegios como los siervos y los esclavos. Un hombre que hubiese nacido dentro de una casta definida permanecía enteramente dentro de ella durante toda la vida y transmitía a sus hijos su categoría social. Quien hubiera nacido en una de las castas más bajas, quedaba privado para siempre del derecho a alcanzar cualquier puesto de la vida reservado a los privilegiados. El liberalismo y el capitalismo abolieron tales discriminaciones e hicieron a todos iguales ante la ley. Virtualmente, todo el mundo era libre de competir por cualquier puesto de la comunidad.

El marxismo proporciona una interpretación diferente de los logros del liberalismo. El principal dogma de Marx es la doctrina del conflicto irreconciliable entre las clases económicas. La sociedad capitalista se divide en clases cuyos intereses son antagónicos. Así, pues, resulta inevitable la lucha de clases, que sólo desaparecerá en la futura sociedad sin clases del socialismo.

El hecho más notable referente a esta doctrina es que nunca ha sido explícitamente expuesta. En el Manifiesto comunista, los ejemplos empleados para ilustrar las luchas de clases están tomados del conflicto entre castas. Luego agrega Marx que la moderna sociedad burguesa ha establecido nuevas clases. Pero nunca dijo lo que es una clase social y lo que tiene en la mente cuando habla de clases y de antagonismos de clase y al relacionar clases y castas. Todos sus escritos se centran en torno a estos términos jamás definidos. Pese a que publicaba sin descanso libros y artículos repletos de definiciones sofisticadas y de quisquillosidades escolásticas, Marx nunca intentó explicar con lenguaje inequívoco en qué consiste propiamente una clase económica. Al morir, treinta y cinco años después del Manifiesto comunista, dejó inconcluso el manuscrito del tercer volumen de su obra principal, El Capital. Y, muy significativamente, el manuscrito se interrumpe justo en el punto en que iba a explicar esta noción central de toda su filosofía. Ni Marx ni ninguno de sus seguidores han podido decirnos en qué consiste una clase social, y mucho menos si tales clases sociales desempeñan realmente en la estructura social el papel que se les asigna en la doctrina.

Por supuesto, desde el punto de vista lógico, se pueden clasificar las cosas de acuerdo con algún rasgo elegido. La cuestión consiste solamente en si una clasificación sobre la base de los rasgos seleccionados es útil para una investigación ulterior y para clarificar y aumentar nuestro conocimiento. El problema no radica, por eso, en si las clases marxistas existen realmente, sino en si tienen la importancia que Marx les atribuyó. Éste no fue capaz de dar una definición exacta del concepto de clase social que había empleado en todos sus escritos de manera vaga e insegura, porque una definición clara habría puesto de relieve su futilidad y su nulo valor para tratar los problemas económicos y sociales, y el absurdo de identificar las clases con las castas sociales.

Lo característico de una casta es su rigidez. Las clases sociales, tales como Marx las ejemplifica al denominar clases distintas a los capitalistas, a los empresarios y a los asalariados, se caracterizan por su flexibilidad. Existe un cambio permanente en la composición de las diversas clases. ¿Dónde están hoy los descendientes de los que eran empresarios en los días de Marx? ¿Y dónde se encontraban en tiempo de Marx los ascendientes de los empresarios contemporáneos? El acceso a los diversos puestos en la sociedad capitalista moderna está abierto a cualquiera. Podemos designar como clase a los senadores de los Estados Unidos, sin violar por ello los principios lógicos. Pero sería un error clasificarlos como una casta aristocrática hereditaria, aun cuando ciertos senadores puedan ser descendientes de senadores de antaño.

Ya hemos dicho que las fuerzas anónimas que operan en el mercado determinan continua y renovadamente quién ha de ser empresario y capitalista. Es como si los consumidores votasen quiénes han de ocupar los puestos más destacados en la estructura económica del país.

Ahora bien, bajo el socialismo ni hay empresarios ni capitalistas. En este sentido, es decir al no existir lo que Marx denomina una clase, éste tenía razón al decir que el socialismo sería una sociedad sin clases. Pero esto no significa nada, ya que habría otras diferencias en las funciones sociales que podemos denominar clases, seguramente con una justificación no menor que la de Marx. Estarán los que formulan órdenes y los que están obligados a obedecerlas incondicionalmente; habrá quienes hagan planes y otros cuya misión consista en ejecutarlos.

Lo único que cuenta es el hecho de que en el capitalismo todo el mundo es arquitecto de su propia fortuna. Un muchacho deseoso de mejorar su propia suerte debe confiar en su propia fuerza y esfuerzo. El voto de los consumidores juzga sin acepción de personas. Lo que cuenta son los logros del candidato, no su persona. Los únicos medios de tener éxito son el trabajo bien hecho y los servicios prestados.

Por el contrario, en el socialismo, el principiante tiene que ser grato a quienes están ya establecidos. No gustan los recién llegados demasiado eficientes. (Tampoco gustan a los empresarios ya establecidos; mas, dada la soberanía de los consumidores, no pueden impedir su competencia). En la máquina burocrática del socialismo, el camino para la promoción no es el éxito, sino el favor de los superiores. La juventud depende por completo de la buena disposición de los ancianos. La generación ascendente se halla a merced de la vieja.

Es inútil negar este hecho. En una sociedad socialista no existen clases marxistas, pero se da un conflicto irreconciliable entre quienes gozan del favor de Stalin y de Hitler y quienes no lo tienen. Y es completamente humano que un dictador prefiera a quienes comparten sus opiniones y elogian su obra que a aquéllos que no lo hacen.

En vano los fascistas italianos hicieron de su canción de partido un himno a la juventud y los socialistas austríacos enseñaron a cantar a los niños: «Nosotros somos jóvenes y esto es bello». No hay ninguna belleza en ser joven bajo la administración burocrática. El único derecho de que goza la gente joven en este sistema consiste en ser dócil, sumiso y obediente. No hay sitio para innovadores inconformistas que tengan ideas propias.

Esto es más que una crisis de la juventud. Se trata de una crisis del progreso y de la civilización. La humanidad está sentenciada cuando a los jóvenes se les priva de la oportunidad de remodelar la sociedad de acuerdo con sus propias concepciones.

3. La tutoría autoritaria y el progreso

El gobierno paternal a través de una clase de hombres sabios y distinguidos, de una élite de nobles burócratas, puede presumir de un campeón eminente: Platón.

El Estado ideal y perfecto de Platón ha de ser gobernado por filósofos desinteresados. Son jueces insobornables y administradores imparciales que se atienen estrictamente a las leyes inmutables de la justicia. Pues ésta es la señal característica de la filosofía de Platón: no presta atención a la evolución de las condiciones económicas y sociales ni a los cambios en las ideas humanas relativas a los fines y a los medios. Existe el modelo perenne del Estado perfecto y cualquier desviación de las condiciones efectivas de este modelo no puede ser otra cosa que corrupción y degradación. El problema consiste simplemente en establecer la sociedad perfecta y mantenerla después a cubierto de toda alteración, puesto que el cambio equivale a empeoramiento. Las instituciones sociales y económicas son rígidas. La noción de progresó en el conocimiento, en los procedimientos tecnológicos, en los métodos de comercio y en la organización social es ajena a la mente de Platón. Y todos los utopistas posteriores que formularon utopías de paraísos terrenales, de acuerdo con el ejemplo de Platón, creían asimismo en la inmutabilidad de los asuntos humanos.

El ideal platónico de gobierno por una élite ha sido llevado a la práctica por la Iglesia católica. La Iglesia romana, según la organización tridentina tal como emergió de la Contrarreforma, es una perfecta burocracia. Ha resuelto con éxito el problema más delicado de todo gobierno no democrático, la selección de los altos cargos. El acceso a las dignidades más altas de la Iglesia está virtualmente abierto a cualquier muchacho. El párroco local desea facilitar la educación de los jóvenes más inteligentes de su parroquia. Éstos son preparados en el seminario, y una vez ordenados, su posterior carrera depende por completo de su carácter, de su celo y de su inteligencia. Entre los prelados se cuentan muchos vástagos de familias nobles y ricas, pero no deben su cargo a su ascendencia, sino que tienen que competir, casi en términos equivalentes, con los hijos de pobres campesinos, de obreros y de siervos. Los príncipes de la Iglesia católica, los abades y los profesores de las universidades teológicas constituyen un cuerpo de hombres eminentes. Hasta en los países adelantados están a la altura de los intelectuales más brillantes, los filósofos, los científicos y los hombres de Estado.

A este caso maravilloso se refieren como ejemplo los autores de todas las modernas utopías socialistas. Ello resulta evidente en relación con dos precursores del socialismo contemporáneo: el conde Henri de Saint-Simon y Augusto Comte. Pero, en esencia, sucede lo mismo con los demás autores socialistas, si bien —por razones obvias— no mencionan a la Iglesia como modelo. No se puede encontrar ningún otro precedente de una jerarquía perfecta como el que proporciona el catolicismo.

Pero esta referencia a la Iglesia es falaz. El reino de la cristiandad que administran el Papa y los demás obispos no está sujeto a cambio alguno. Está edificado sobre una doctrina perenne e inmutable. El credo se halla fijado para siempre. No hay progreso ni evolución. Solamente existe obediencia a la ley y al dogma. Los métodos de selección adoptados por la Iglesia son muy eficaces para gobernar un cuerpo adherido a una indiscutida, inmodificable serie de normas y de reglas. Son perfectos para elegir a los guardianes de un tesoro de doctrina eterno.

Pero el caso de la sociedad humana y del gobierno de la misma es diferente. El más precioso privilegio del hombre consiste en esforzarse constantemente en mejorar y luchar con métodos cada vez mejores contra los obstáculos que la naturaleza opone a su vida y a su bienestar. Este impulso innato ha transformado a los descendientes de moradores de toscas cavernas en los un tanto civilizados hombres de nuestra época. Pero la humanidad no ha alcanzado todavía el estado de perfección más allá del cual no es posible un ulterior progreso. Las fuerzas que han producido nuestra civilización actual no están muertas. Si no se las entorpece con un rígido sistema de organización social, proseguirán y alumbrarán ulteriores perfeccionamientos. El principio selectivo de acuerdo con el cual elige la Iglesia Católica a sus futuros jefes consiste en la devoción inquebrantable al credo y a sus dogmas. No busca innovadores y reformadores, pues los pioneros de nuevas ideas se oponen radicalmente a las viejas. Esto es lo que puede salvaguardar el nombramiento de los futuros dirigentes por los viejos y bien probados gobernantes actuales. Ningún sistema burocrático puede lograr otra cosa. Pero es precisamente este rígido conservadurismo lo que hace extremadamente inadecuados los métodos burocráticos para la conducción de los asuntos económicos y sociales.

La burocratización resulta necesariamente rígida debido a que implica la observancia de reglas y prácticas establecidas. Pero en la vida social, la inflexibilidad aboca a la petrificación y a la muerte. Es muy significativo que la estabilidad y la seguridad sean los eslóganes más queridos de los ‘reformadores’ actuales. Si los hombres primitivos hubiesen adoptado el principio de la estabilidad, jamás habrían conseguido la seguridad; hace tiempo que habrían sido exterminados por los animales de presa y por los microbios.

Los marxistas alemanes han acuñado la frase: «Si el socialismo es contrario a la naturaleza humana, entonces habrá que cambiar la naturaleza humana». No se dan cuenta de que si se cambia la naturaleza del hombre, éste deja de ser un ser humano. En un sistema burocrático completo, ni los burócratas ni sus súbditos serían ya auténticos seres humanos.

4. La selección del dictador

Todos los adalides de la salvación por medio del gobierno de nobles déspotas suponen alegremente que no puede haber ninguna duda en torno a la cuestión de quién sería este excelente gobernante o clase de gobernantes, y que todos los hombres se plegarían voluntariamente a la supremacía de este dictador o de esta aristocracia sobrehumanos. No se percatan de que muchos hombres y grupos de hombres podrían reclamar para ellos mismos la supremacía. Si no se deja al voto de la mayoría la decisión entre los diversos candidatos, no queda más principio de selección que la guerra civil. La alternativa al principio democrático de selección mediante la elección popular es la toma del poder por aventureros sin escrúpulos.

En el siglo II después de Cristo, el Imperio Romano fue gobernado de acuerdo con una magnífica elaboración del ‘principio del Führer’. El emperador era el hombre más capaz y eminente. No transmitía su dignidad a un miembro de su familia, sino que escogía como sucesor suyo al hombre que consideraba más adecuado para el cargo. Este sistema dio al Imperio una sucesión de cuatro grandes emperadores: Trajano, Adriano, Antonino Pío y Marco Aurelio. Pero luego siguieron la era de los pretorianos, la guerra civil continua, la anarquía y la rápida decadencia. El gobierno del mejor fue sustituido por el gobierno del peor. Generales ambiciosos, apoyados por mercenarios, se hacían con el poder y gobernaban hasta que otro aventurero acababa con ellos. La traición, la rebelión, el asesinato se convirtieron en principio selectivo. Los historiadores censuran a Marco Aurelio, el último de los buenos emperadores, como culpable de todo esto porque abandonó la práctica de sus antecesores y, en lugar de escoger el hombre más apto, impuso a su incompetente hijo Cómodo. Pero cuando un sistema puede irse a pique por el fallo de un solo hombre, no hay duda de que se trata de un mal sistema, aun cuando la falta sea menos perdonable y comprensible que la de un padre que se excede al ponderar el carácter y la capacidad de su retoño. La verdad es que un caudillaje semejante tiene que concluir necesariamente en una permanente guerra civil en cuanto haya candidatos diversos para el cargo supremo.

Todos los dictadores actuales han asumido el poder mediante la violencia. Después tuvieron que defender su supremacía frente a las aspiraciones de sus rivales. El lenguaje político ha acuñado un término especial para referirse a tales acciones: se las denomina purgas. Los sucesores de estos dictadores accederán al poder mediante los mismos métodos y emplearán la misma crueldad e insensibilidad para mantenerlo. El fundamento último de un sistema de burocracia total es la violencia. La seguridad que alega dar es el desorden de una interminable guerra civil.

5. La desaparición del sentido crítico

Los socialistas aseguran que el capitalismo es degradante, que es incompatible con la dignidad humana, que debilita las aptitudes intelectuales del ser humano y que corrompe su integridad moral. Bajo el capitalismo, aseguran, todo el mundo tiene que considerar a sus semejantes como competidores. Los instintos humanos innatos de benevolencia y de camaradería se convierten en odio y en esfuerzo despiadado en busca del éxito personal a expensas de todos los demás. En cambio, el socialismo ha de restablecer las virtudes de la naturaleza humana. La amistad, la camaradería y la fraternidad serán los rasgos característicos del hombre futuro. Lo primero que hay que hacer es eliminar la competencia, que es el peor de todos los males.

Pero la competencia jamás podrá eliminarse. Como siempre habrá puestos que los hombres valorarán más que otros, la gente se esforzará en alcanzarlos y tratará de aventajar a sus rivales. Es irrelevante que a esta emulación la llamemos rivalidad o competencia. En todo caso, de una forma u otra, hay que decidir si un hombre debe obtener o no el empleo que pide. La cuestión se reduce a qué clase de competencia debe existir.

La clase de competencia propia del capitalismo consiste en superar a los demás en el mercado mediante la oferta de bienes mejores y más baratos. La competencia burocrática, en cambio, consiste en intrigar en las ‘cortes’ de los que están en el poder.

En las cortes de los gobernantes despóticos han abundado siempre la adulación, los halagos, el servilismo y el envilecimiento. Pero, al menos, siempre ha habido algunos hombres que no tenían reparo en decirle al tirano la verdad. En nuestra época es distinto. Políticos y escritores se superan entre sí en adular al soberano, al ‘hombre común’. No se arriesgan a echar a perder su popularidad manifestando ideas impopulares. Los cortesanos de Luis XIV nunca llegaron tan lejos como cierta gente de ahora en sus alabanzas a los tiranos y a quienes los apoyan, las masas. Parece como si nuestros contemporáneos hubiesen perdido toda su capacidad de autocrítica.

En un congreso del partido comunista, un escritor llamado Avdyenko se dirigió a Stalin en estos términos: «Pasarán los siglos, y las generaciones comunistas del futuro nos juzgarán los más felices de todos los mortales que han habitado este planeta a través de los siglos, porque nosotros hemos visto a Stalin, el líder genial, el sabio, el sonriente, el bondadoso, el soberanamente sencillo. Cuando me encuentro a Stalin, aunque sea a distancia, palpito con su plenitud, con su magnetismo y con su grandeza. Quiero cantar, chillar, gritar de felicidad y de exaltación»[21]. Cuando un burócrata se dirige a su superior, del que depende su promoción, es menos poético pero no menos rastrero.

Cuando al celebrarse el sexagésimo aniversario del emperador Francisco José, un estadístico destacó como mérito del emperador el que después de los sesenta años de su reinado el país tenía muchos miles de kilómetros de ferrocarriles, mientras que al comienzo del mismo había muy pocos, el público (y probablemente también el propio emperador) se rio sencillamente de esta muestra de servilismo. Pero nadie se rio cuando el gobierno soviético en las exposiciones mundiales de París y Nueva York, se jactó con petulancia de que mientras la Rusia de los zares no utilizaba ningún tractor, un cuarto de siglo después él había introducido este nuevo invento americano.

Nadie creyó jamás que el absolutismo paternalista de María Teresa y de su nieto Francisco se justificase por el hecho de que Mozart, Haydn, Beethoven y Schubert compusieran música inmortal. Pero la sinfonía de un compositor ruso contemporáneo, que probablemente será relegado al olvido dentro de unos años, se proclama como prueba de la superioridad del totalitarismo soviético.

La cuestión consiste en si es más eficaz el sistema de control burocrático o el sistema de libertad económica. A esta pregunta sólo puede contestarse mediante el razonamiento económico. La simple afirmación de que los cigarros fabricados por el monopolio de tabacos del gobierno francés no son tan malos como para inducir a los franceses a dejar de fumar, no constituye un argumento para que esta industria esté en manos del gobierno. Como tampoco lo es el hecho de que los cigarrillos manufacturados por el monopolio del gobierno griego hagan las delicias de los fumadores. No es mérito de los burócratas griegos que las condiciones físicas y climatológicas del país hagan que el tabaco cultivado por los campesinos sea delicado y fragante.

Todo alemán da por supuesto que la misma esencia y naturaleza de las cosas hace imperativo que las universidades, los ferrocarriles, los telégrafos y los teléfonos estén administrados por el gobierno. A un ruso, la idea de que un hombre pueda vivir sin pasaporte, debidamente expedido y autenticado por la policía, siempre le ha parecido paradójica. En las condiciones en que han transcurrido los últimos treinta años, los ciudadanos de la Europa continental se han convertido en meras prolongaciones de sus documentos de identidad. En muchos países era peligroso salir a dar un paseo sin esos documentos. En la mayor parte de los países europeos no se ha sido libre para trasnochar en cualquier lugar sin informar inmediatamente al departamento local de policía del lugar en que se pasaría la noche y de cualquier cambio de dirección[22].

Puede ser que semejante reglamentación produzca algún bien. Desde luego, no posee mucha utilidad en la lucha contra el crimen y en la persecución de los criminales. Un asesino no se preocupará al huir de si viola la ley al no informar de su cambio de dirección[23]. Al defender su sistema, los burócratas se ponen melodramáticos. Preguntan cómo los niños abandonados volverán a encontrar de nuevo a sus desalmados padres. No mencionan que un astuto detective puede ser capaz de encontrarlos. Además, el hecho de que existan algunos canallas no puede considerarse razón suficiente para restringir la libertad de la inmensa mayoría de la gente decente.

La empresa que busca el beneficio se sustenta sobre el voluntario apoyo del público. No puede subsistir si los consumidores no le prestan su favor. Pero los servicios administrativos adquieren forzosamente sus ‘clientes’. El hecho de que mucha gente se acerque a una oficina pública no es ninguna prueba de que ésta satisfaga una urgente necesidad del pueblo. Solamente indica que se interfiere en asuntos que son importantes para la vida de todos.

El agostamiento del sentido crítico constituye una seria amenaza para la preservación de nuestra civilización. Facilita a los charlatanes su trabajo de engañar al pueblo. Es curioso observar que los estratos educados son más crédulos que los menos cultos. Los seguidores más entusiastas del marxismo, del nazismo y del fascismo fueron los intelectuales, no los palurdos. Los intelectuales nunca han sido lo bastante agudos para ver las contradicciones de sus credos. No perjudicó lo más mínimo la popularidad del fascismo italiano el que Mussolini glorificase a los italianos como los representantes de la más antigua civilización occidental en el mismo discurso en que los elogiaba por ser la más joven entre todas las naciones civilizadas. A ningún nacionalista alemán le llamó la atención que el pelinegro Hitler, el corpulento Göring y el derrengado Göbbels fuesen loados como los preclaros representantes de la heroica raza dominadora de los altos, esbeltos y rubios arios. ¿No es sorprendente que muchos millones de no rusos estén firmemente convencidos de que el régimen soviético es democrático, más democrático incluso que el norteamericano?

La falta de crítica ha hecho posible que se le diga a la gente que serán hombres libres en un sistema de absoluta regimentación. La gente se imagina como reino de libertad un régimen en el cual todos los recursos son propiedad del Estado y en el que sólo el gobierno es empleador. Nunca toman en consideración la posibilidad de que el poderoso gobierno de su utopía pueda apuntar a fines que ellos mismos desaprobarían totalmente. Siempre suponen tácitamente que el dictador hará exactamente lo que ellos quieren que haga.