6. Las implicaciones sociales y políticas de la burocratización

1. La filosofía del burocratismo

El antagonismo con que tropezó el pueblo en sus tempranas luchas por la libertad era simple y todos podían entenderlo. Por una parte, estaban los tiranos y quienes los apoyaban; por otra, los defensores del gobierno popular. Los conflictos políticos eran luchas de varios grupos por la supremacía. La cuestión era: ¿Quién debe gobernar? ¿Nosotros o ellos? ¿La minoría o la mayoría? ¿El déspota, la aristocracia o el pueblo?

Actualmente, la filosofía de moda de la estatolatría ha ofuscado la cuestión. Los conflictos políticos no se ven ya como luchas entre grupos de hombres, sino como una guerra entre dos principios, el bueno y el malo. El bueno está encarnado en el gran dios Estado, materialización de la idea eterna de moralidad, y el malo en el ‘hosco individualismo’ de hombres egoístas[17]. En este antagonismo, el Estado siempre tiene razón y el individuo siempre se equivoca. El Estado es el representante de la comunidad, de la justicia, de la civilización y de la sabiduría suprema. El individuo es un pobre desgraciado, un loco vicioso.

Cuando un alemán dice der Staat, o cuando un marxista dice ‘sociedad’, se sienten sobrecogidos por un temor reverencial. ¿Cómo puede estar un hombre tan completamente corrompido para rebelarse contra este Ser Supremo?

Luis XIV era muy franco y sincero cuando dijo: «El Estado soy yo». El moderno estatista es modesto. Dice: Yo soy el servidor del Estado; pero implica que el Estado es Dios. Podéis rebelaros contra un rey Borbón, como lo hicieron los franceses. Ésta fue, desde luego, una lucha de hombre a hombre. Pero no podéis sublevaros contra el dios Estado y contra su humilde servidor, el burócrata.

No nos preguntamos por la sinceridad del funcionario bien intencionado. Está completamente imbuido en la idea de que su sagrado deber es luchar por su ídolo contra el egoísmo del populacho. En su propio concepto, él es el campeón del eterno derecho divino. No se siente moralmente vinculado por las leyes humanas que los defensores del individualismo han formulado en los estatutos. Los hombres no pueden modificar las auténticas leyes del dios Estado. El ciudadano individual, cuando viola una ley de su país, es un criminal que merece castigo, ya que ha actuado en su propio beneficio egoísta. Pero la cuestión es muy distinta si un funcionario elude las leyes de la nación debidamente promulgadas, en beneficio del Estado. En opinión de tribunales ‘reaccionarios’, puede resultar técnicamente culpable de una falta. Pero en un elevado sentido moral, tenía razón: ha quebrantado las leyes humanas para que no se violase una ley divina.

Ésta es la esencia de la filosofía del burocratismo. A los ojos de los funcionarios, las leyes escritas son barreras erigidas para proteger a los canallas contra las justas reivindicaciones de la sociedad. ¿Por qué habría de evadir un criminal el castigo únicamente porque el Estado ha violado, al perseguirle, algunas frívolas formalidades? ¿Por qué tendrá que pagar un hombre impuestos más bajos, sólo porque se ha dejado una escapatoria en la ley fiscal? ¿Por qué han de hacer los abogados un modo de vida del dar consejos al pueblo sobre cómo aprovecharse de las imperfecciones del derecho escrito? ¿Cuál es la finalidad de todas esas restricciones impuestas por el derecho escrito a los esfuerzos de honestos funcionarios del gobierno que hacen feliz a la gente? ¡Si no hubiese ni constituciones, ni declaraciones de derechos, ni leyes, ni parlamentos, ni tribunales, ni periódicos, ni fiscales…! ¡Qué hermoso sería el mundo si el Estado tuviera libertad para curar todos los males!

Entre semejante mentalidad y el perfecto totalitarismo de Stalin y Hitler no hay más que un paso.

La respuesta que puede darse a estos burócratas radicales es obvia. Los ciudadanos pueden replicar: Ustedes pueden ser unos ciudadanos excelentes y magníficos, mucho mejores que los demás ciudadanos. No discutimos ni su competencia ni su inteligencia. Pero no son ustedes los vicarios de un dios llamado ‘Estado’, sino servidores de la ley, de las leyes de la nación debidamente aprobadas. Su misión no consiste en criticar las leyes, y menos aún en violarlas. Al violar la ley, ustedes son, quizá, peores que muchos chantajistas, cualesquiera que sean sus intenciones. Porque ustedes han sido nombrados, han jurado y prometido aplicar la ley, no quebrantarla. La peor ley es mejor que la tiranía burocrática.

La diferencia principal entre un policía y un secuestrador y entre un recaudador de impuestos y un ladrón consiste en que el policía y el recaudador obedecen a la ley y la aplican, mientras que el secuestrador y el ladrón la violan. Suprimid la ley, y la sociedad será destruida por la anarquía. El Estado es la única institución autorizada para aplicar la coacción y la compulsión y para causar daño a los individuos. Este tremendo poder no se puede abandonar a la discrecionalidad de algunos hombres por más competentes e inteligentes que puedan creerse ellos mismos. Es necesario restringir su celo. Tal es la función de las leyes.

Los funcionarios y los burócratas no son el Estado. Son hombres seleccionados para aplicar la ley. Uno puede llamar ortodoxas y reaccionarias a tales opiniones. En realidad, son la expresión de vieja sabiduría. Mas la alternativa al gobierno de la ley es el gobierno de déspotas.

2. La complacencia burocrática

La misión del funcionario consiste en servir al público. Su puesto ha sido creado —directa o indirectamente— por un acto legislativo y mediante la asignación presupuestaria de los medios necesarios para su mantenimiento. Aplica las leyes de su país. Al realizar estos deberes se comporta como un miembro útil de la comunidad, aun cuando las leyes que ha de poner en práctica sean perjudiciales para la misma. Pues no es él el responsable de su inadecuación. El que debe ser censurado es el pueblo soberano, no el fiel ejecutor de la voluntad popular. Así como los destiladores no son responsables de que la gente se emborrache, de igual manera no son responsables los empleados del Estado de las consecuencias indeseables de leyes imprudentes.

Por otra parte, no es mérito de los burócratas el que se deriven muchos beneficios de sus acciones. Que el trabajo del departamento de policía sea tan eficiente que los ciudadanos estén normalmente bien protegidos contra el asesinato, el latrocinio y los hurtos, no obliga a la gente a estar más agradecida a los funcionarios de policía que a cualesquiera otros ciudadanos que prestan servicios útiles. El funcionario de policía y el bombero no tienen más derecho a la gratitud pública que los médicos, los ingenieros de ferrocarriles, los soldadores, los sastres, o quienes fabrican cualquier artículo útil. El guardia de tráfico no tiene más motivo para presumir que el fabricante de semáforos. Su mérito no consiste en que sus superiores le asignen un deber en el que diariamente impide accidentes mortales y de esta manera salva tantas vidas.

Es cierto que la sociedad no puede funcionar sin los servicios de los vigilantes, de los recaudadores de impuestos y de los escribientes de los tribunales; pero no es menos cierto que todos sufrirían un gran perjuicio si no existiesen los basureros, deshollinadores, friegaplatos y exterminadores de sabandijas. Dentro de la estructura de la cooperación social cada ciudadano depende de los servicios prestados por todos sus conciudadanos. El gran cirujano y el músico eminente jamás habrían sido capaces de concentrar todos sus esfuerzos en la cirugía y en la música, si la división del trabajo no les hubiese liberado de la necesidad de preocuparse de muchas bagatelas que les habrían impedido llegar a ser especialistas eminentes. El embajador y el sereno no tienen más derecho al epíteto de pilar de la sociedad que el conductor de autobús o la mujer de la limpieza, ya que, en la división del trabajo, la estructura de la sociedad descansa sobre los hombros de todos los hombres y mujeres.

Existen, por supuesto, hombres y mujeres que sirven de una manera completamente altruista y desinteresada. El ser humano jamás habría llegado al presente estado de civilización sin el heroísmo y el sacrificio de una élite. Cada paso adelante en el camino hacia un perfeccionamiento de las condiciones morales ha constituido un logro de hombres que estaban dispuestos a sacrificar su propio bienestar, su salud y su vida por una causa que consideraban justa y benéfica. Hacían lo que consideraban su deber sin inquietarse por si ellos mismos serían las víctimas. Esta gente no trabajó por una recompensa, a pesar de lo cual sirvió a su causa hasta la muerte.

Es una intencionada confusión de los metafísicos alemanes de la estatolatría investir a todos los hombres al servicio del Estado con la aureola de tan altruista autosacrificio. En los escritos de los estatistas alemanes el funcionario público emerge como un santo, como una especie de monje que rechaza todos los placeres terrenales y toda la felicidad personal con tal de servir, con todas sus fuerzas, como a lugartenientes de Dios, antaño a los Hohenzollern y hoy al Führer. El Staatsbeamte no trabaja por la paga, pues no habría salario suficientemente adecuado para recompensarle por los inestimables e inapreciables beneficios que la sociedad obtiene de su sacrificio y abnegación. La sociedad no le debe sueldos, sino un tren de vida adecuado a su rango en la jerarquía oficial. Es un equívoco llamar salario a su mantenimiento[18]. Sólo los liberales, ofuscados por los prejuicios y errores del mercantilismo, emplean un nombre tan erróneo. Si la Beamtengehait (el salario del funcionario público) fuese un salario real, sería justo y natural conceder al que desempeña el cargo más modesto un ingreso más elevado que el de cualquiera fuera de la jerarquía oficial. Todo funcionario civil, cuando está de servicio, es un mandatario de la soberanía y de la infalibilidad del Estado. Su testimonio ante el tribunal cuenta más que el del laico.

Todo esto es pura estupidez. En todos los países, la mayor parte de la gente que entró al servicio del Estado lo hizo porque el salario y la pensión ofrecidos eran más elevados que los que habrían podido ganar en otras ocupaciones. No renunciaban a nada al servir al Estado. El servicio público constituía para ellos el empleo más ventajoso que podían encontrar.

El aliciente que ofrecía el servicio público en Europa no sólo consistía en el nivel de salario y pensión: a muchos candidatos, y no los mejores, les atraía la comodidad y la seguridad del trabajo. Normalmente, los empleos del Estado eran menos exigentes que los de las empresas privadas. Además, se hacían para toda la vida. Un empleado sólo podía ser destituido cuando una especie de expediente judicial le había encontrado culpable de negligencia grave en sus deberes. En Alemania, en Rusia y en Francia, muchos miles de muchachos cuyo plan de vida quedaba completamente fijado entraban anualmente en el primer grado del sistema de educación secundaria. Si alcanzaban los grados correspondientes, podrían obtener un empleo en alguno de los muchos departamentos, servirían durante treinta o cuarenta años y se retirarían con una pensión. La vida no les ofrecía sorpresas ni sensaciones, todo era sencillo y conocido de antemano.

La diferencia entre el prestigio social de los empleados del Estado en la Europa occidental y en Norteamérica puede ilustrarse con un ejemplo. En Europa, la discriminación social y política contra un grupo minoritario adoptó la forma de impedir a éste el acceso a todos los empleos públicos, por modestos que fuesen el puesto y el salario. En Alemania, en el Imperio austrohúngaro y en muchos otros países, todos estos empleos subordinados que no exigían habilidad o preparación especiales —como servidores, ujieres, pregoneros, bedeles, conserjes, recaderos, porteros— estaban legalmente reservados para ex soldados que habían prestado voluntariamente más años de servicio activo en las fuerzas armadas que el mínimo exigido por la ley. Estos empleos se consideraban recompensas altamente estimables para oficiales no comisionados. A los ojos del pueblo, era un privilegio servir como ordenanza en una oficina pública. Si en Alemania hubiera existido una categoría social como los negros norteamericanos, tales personas nunca se habrían atrevido a solicitar esos empleos. Habrían comprendido que semejante ambición era un despropósito.

3. El burócrata como elector

El burócrata no es solamente un empleado del Estado. Bajo una constitución democrática es al mismo tiempo un elector y, en cuanto tal, una parte del soberano, su empleador. Se encuentra en una posición singular: es a la vez empleador y empleado. De modo que su interés económico como empleado predomina sobre su interés como empleador, puesto que recibe del erario público mucho más de lo que a él aporta.

Esta doble relación se hace más acusada cuando aumenta el personal en la nómina del Estado. En cuanto votante, el burócrata tiene más interés en conseguir un aumento de sueldo que en mantener equilibrado el presupuesto. Su interés principal consiste en que se le suba el sueldo.

La estructura política de Alemania y de Francia en los últimos años que precedieron a la caída de sus constituciones democráticas, estuvo influida en gran medida por el hecho de que, para una parte considerable del electorado, el Estado constituía la fuente de sus ingresos. No se trataba solamente de las huestes de empleados públicos y de los empleados en las empresas nacionalizadas (por ejemplo, los ferrocarriles, correos, telégrafos y teléfonos), sino también de los perceptores de subsidios de desempleo y de los beneficiarios de la seguridad social, así como de agricultores y de algunos otros grupos a los que, directa o indirectamente, subvencionaba el Estado. Su primordial afán consistía en conseguir más del erario público. No se preocupaban por lemas ‘ideales’ como la libertad, la justicia, la supremacía del derecho y el buen gobierno. Pedían más dinero y eso era todo. Ningún candidato al parlamento, a las cámaras provinciales o a los consejos municipales podía arriesgarse oponiéndose a las apetencias de los empleados públicos. Los distintos partidos políticos trataban de superarse entre sí en cuanto a munificencia.

En el siglo XIX, los parlamentos intentaban reducir los gastos públicos tanto como era posible. Pero ahora el ahorro se ha hecho despreciable. Gastar sin límites se considera una política acertada. Ahora, tanto el partido en el poder como la oposición se esfuerzan por ganar popularidad mediante la prodigalidad. Crear nuevos cargos con nuevos empleados se considera una política ‘positiva’, pero cualquier intento de impedir que se malgasten los fondos públicos se desacredita como ‘negativismo’.

La democracia representativa no puede subsistir cuando gran parte de los electores están en la nómina del Estado. Si los miembros del parlamento no se consideran ya mandatarios de los contribuyentes, sino diputados de quienes reciben salarios, jornales, subsidios, pensiones de desempleo y otros beneficios del erario, la democracia está muerta.

Ésta es una de las antinomias inherentes a la actual situación constitucional. Ello ha hecho desesperar a muchos del futuro de la democracia. En la medida en que se convencen de que resulta inevitable la tendencia a una mayor interferencia del Estado en la vida económica, a multiplicar los cargos oficiales y los empleados, a aumentar las pensiones y los subsidios, no pueden menos de perder confianza en el gobierno por el pueblo.

4. La burocratización del espíritu

La trayectoria moderna hacia la omnipotencia del gobierno y el totalitarismo se habría agotado en su germen si sus abogados no hubieran tenido éxito adoctrinando a la juventud con sus dogmas e impidiendo que se familiarizara con las enseñanzas de la economía.

La economía es una ciencia teórica y, en cuanto tal, no nos dice qué valores hemos de preferir ni a qué fines debemos tender. No establece fines últimos. Ésta no es tarea del hombre de pensamiento, sino del hombre de acción. La ciencia es producto del pensamiento, la acción lo es de la voluntad. En este sentido podemos decir que la economía, como ciencia, es neutral respecto a los fines últimos de la conducta humana.

No ocurre así en relación con los medios que deben emplearse para alcanzar determinados fines sociales. Aquí la economía es la única guía fiable para la acción. Si los hombres quieren alcanzar determinados fines sociales, tienen que ajustar su conducta a los dictámenes del pensamiento económico.

El hecho sobresaliente de la historia intelectual de los últimos 100 años es la lucha contra la economía. Los que propugnan la omnipotencia del gobierno no acceden a discutir los problemas implicados. Se burlan de los economistas, suscitan sospechas sobre sus motivaciones, los ridiculizan y piden al cielo que los maldiga.

Pero el presente libro no se ocupa de este tema. Hemos de limitarnos a describir el papel que desempeña la burocracia en este fenómeno.

En la mayor parte de los países de la Europa continental, las universidades pertenecen al Estado, que es el que las administra, están sometidas al control del Ministerio de Educación, igual que un puesto de policía está sometido al jefe del departamento correspondiente. Los profesores son funcionarios públicos, lo mismo que los vigilantes y los funcionarios de aduanas. El liberalismo del siglo XIX intentó limitar el derecho del Ministerio de Educación a interferir en la libertad de los profesores universitarios a enseñar lo que estimasen verdadero y correcto. Pero como el gobierno nombraba los profesores, designó sólo a hombres de su confianza, es decir, a hombres que compartían el punto de vista del gobierno y que estaban dispuestos a desacreditar la economía y a enseñar la doctrina de la omnipotencia gubernamental.

Como en todos los demás campos de la burocratización, también la Alemania del siglo XIX estuvo con mucho a la cabeza de las demás naciones en esta materia. Nada caracteriza mejor el espíritu de las universidades alemanas que un pasaje de un discurso que, en su doble calidad de rector de la universidad de Berlín y de presidente de la Academia Prusiana de Ciencias, pronunció en 1870 el fisiólogo Emil du Bois-Reymond: «Nosotros, la Universidad de Berlín, situada en frente del palacio real, somos, según nuestra acta fundacional, el cuerpo de guardia de los Hohenzollern». La idea de que un servidor real profesara puntos de vista contrarios a los dogmas del gobierno, su empleador, era inconcebible para la mentalidad prusiana. Sostener la teoría de que existen cosas tales como las leyes económicas, se juzgaba una especie de rebelión. Porque si hubiera leyes económicas, entonces los gobiernos no podrían ser considerados omnipotentes, en la medida en que su política sólo podría tener éxito adaptándose a esas leyes. Así, pues, el principal interés de los profesores alemanes de ciencias sociales consistió en denunciar la herejía escandalosa de que existe una regularidad en los fenómenos económicos. La enseñanza de la economía fue anatematizada y en su lugar se pusieron las wirtschaftliche Staatswissenschaften (aspectos económicos de la ciencia política). Las únicas cualidades que se exigían a un profesor de ciencias sociales eran el menosprecio del funcionamiento del sistema de mercado y un apoyo entusiasta al control gubernamental. Bajo el káiser, no se nombró como profesores de plena dedicación a los marxistas radicales que abogaban abiertamente por un levantamiento revolucionario y por un violento derrocamiento del gobierno; la república de Weimar abolió virtualmente esta discriminación.

La economía trata del funcionamiento del sistema total de cooperación social, de la interrelación de todos sus determinantes y de la interdependencia de todas las ramas de la producción. No puede escindirse en campos separados que puedan ser tratados por especialistas que prescinden del resto. Carece de sentido estudiar el dinero o el trabajo o el comercio exterior con el mismo tipo de especialización que aplican los historiadores al dividir la historia humana en varios compartimentos. La historia de Suecia se puede tratar casi sin referirse a la del Perú. Pero no es posible ocuparse de tipos de salario sin ocuparse al mismo tiempo de precios de los artículos, tipos de interés y beneficios. Cualquier cambio que tenga lugar en uno de los elementos económicos afecta a todos los demás. Nadie podrá descubrir jamás los efectos de una medida política o de un determinado cambio, si limita su investigación a un segmento especial del sistema.

Es precisamente esta interdependencia lo que no quiere ver el gobierno cuando se entromete en asuntos económicos. El gobierno pretende estar dotado del místico poder de conceder favores que saca de un inagotable cuerno de la abundancia. Es a la vez omnisciente y omnipotente. Con una varita mágica puede crear felicidad y abundancia.

La verdad es que el gobierno no puede dar nada si no lo toma de alguien. Jamás paga de sus propios fondos: lo hace siempre a expensas del contribuyente. La inflación y la expansión del crédito, métodos preferidos actualmente por la prodigalidad del Estado, no ayudan en absoluto a aumentar la cantidad de recursos disponibles. Llevan prosperidad a cierta gente, pero sólo en la medida en que empobrecen a otros. La intervención para alterar el mercado, los precios de los artículos, los tipos de salario y de interés, que de otro modo habrían sido determinados por la oferta y la demanda, puede alcanzar a corto plazo los fines que el gobierno pretende. Pero, a la larga, tales medidas siempre abocan a un estado de cosas que —aun desde el punto de vista del gobierno— resulta menos satisfactorio que el estado previo que se intentaba modificar.

No está en manos del gobierno hacer que todos prosperen más. Puede aumentar los ingresos de los agricultores, restringiendo obligatoriamente la producción agrícola; pero los precios más elevados de los productos agrícolas los pagan los consumidores, no el Estado. La contrapartida de la elevación del nivel de vida de los agricultores es el descenso del nivel de vida del resto de la nación. El gobierno puede proteger a los pequeños comerciantes contra la competencia de los grandes almacenes y de las cadenas de establecimientos. Pero también aquí son los consumidores los que pagan la cuenta. El Estado puede mejorar las condiciones de una parte de los jornaleros mediante una legislación declaradamente favorable al trabajo, o dejando las manos libres a la presión y a la coacción sindicales. Pero si esta política no concluye en la correspondiente subida de los precios de los productos manufacturados, haciendo que los tipos reales de salarios desciendan al nivel del mercado, provoca el desempleo de una parte considerable de quienes quieren ganar un jornal.

Una detallada investigación de semejante política desde el punto de vista de la teoría económica demuestra claramente su futilidad. A esto se debe el que la economía sea tabú para los burócratas. Mas el gobierno alienta a los especialistas que limitan sus observaciones a un estrecho campo sin preocuparse de las ulteriores consecuencias de una política. El economista laboral se ocupa solamente de los resultados inmediatos de políticas prolaborales, el economista agrario se interesa sólo por la elevación de los precios agrícolas. Todos ellos ven los problemas solamente desde el ángulo de aquellos grupos de presión que resultan favorecidos de inmediato por la medida en cuestión y no tienen en cuenta sus últimas consecuencias sociales. No son economistas, sino defensores de las actividades del gobierno en una rama particular de la administración.

Por eso, hace tiempo que, debido a la interferencia del gobierno en los negocios, se ha desintegrado la unidad de la acción política en partes mal coordinadas. Han pasado los días en que todavía era posible hablar de una política gubernamental. Actualmente, en la mayor parte de los países, cada departamento sigue su propio curso desentendiéndose de los esfuerzos de los demás departamentos. El departamento de trabajo pretende tipos de salarios más altos y un coste menor de la vida. Pero el departamento de agricultura de la misma administración intenta conseguir precios más elevados para los alimentos, y el departamento de comercio trata de elevar los precios de los artículos nacionales subiendo los aranceles. Un departamento lucha contra los monopolios, pero otros departamentos establecen —mediante aranceles, patentes y otros medios— las condiciones que se requieren para la formación de restricciones monopolísticas. Y cada departamento se remite a la experta opinión de los especialistas en sus campos respectivos.

Así, pues, los estudiantes en modo alguno se inician en la economía. Aprenden datos incoherentes relativos a diversas medidas del gobierno que chocan entre sí. Sus tesis doctorales y sus trabajos de investigación para la obtención de grados no se ocupan de economía, sino de diversos temas de historia económica y de diferentes ejemplos de intervención del gobierno en los negocios. Semejantes estudios estadísticos, detallados y bien documentados, de las condiciones del pasado reciente (a menudo, erróneamente titulados estudios sobre las condiciones del ‘momento actual’) tienen gran valor para el futuro historiador, y no son menos importantes para las tareas profesionales de abogados y funcionarios; pero no suplen en absoluto la falta de formación económica. Es sorprendente que la tesis doctoral de Stresemann trate de las condiciones del comercio de botellas de cerveza en Berlín. Dadas las condiciones del currículum de la universidad alemana, esto significa que dedicó una parte considerable de su trabajo universitario al estudio de la comercialización de la cerveza y de los hábitos de bebida de la población. Éste fue el equipamiento intelectual que el tan alabado sistema de la universidad alemana proporcionó al hombre que más tarde actuaría como canciller del Reich en los años más críticos de la historia alemana.

Al morir los viejos profesores que habían obtenido sus cátedras durante el breve florecimiento del liberalismo alemán, se hizo imposible escuchar algo sobre economía en las universidades del Reich. Ya no había economistas alemanes y los libros de economistas extranjeros no se encontraban en las bibliotecas de los seminarios universitarios. Los científicos sociales no siguieron el ejemplo de los profesores de teología, quienes —con la intención de refutar los credos que consideraban heréticos— familiarizaban a sus estudiantes con las creencias y los dogmas de otras iglesias y sectas y con la filosofía del ateísmo. Todo lo que aprendieron de sus maestros los estudiantes de ciencias sociales fue que la economía es una ciencia espuria y que los llamados economistas son, como dijo Marx, sicofantes apologistas de los injustos intereses de clase de burgueses explotadores, dispuestos a vender el pueblo a las grandes compañías y al capital financiero[19]. Los graduados salieron de las universidades defensores convencidos del totalitarismo, bien en su variedad nazi o en la marca marxista.

En otros países las condiciones eran semejantes. La institución más destacada de la enseñanza francesa era la École Normale Supérieure de París; sus graduados ocupaban los puestos más importantes de la administración pública, de la política y de la enseñanza superior. Esta escuela estaba dominada por los marxistas y otros partidarios del absoluto control gubernamental. En Rusia, el gobierno imperial no admitía que desempeñase una cátedra universitaria cualquier sospechoso de las ideas liberales de la economía ‘occidental’. Pero, al mismo tiempo, nombraba a muchos marxistas del ala ‘leal’ del marxismo, es decir a los que se apartaban del camino de los revolucionarios fanáticos. De este modo, los mismos zares contribuyeron al posterior triunfo del marxismo.

El totalitarismo europeo es el resultado final del predominio de la burocracia en el campo de la educación. Las universidades pavimentaron el camino de los dictadores.

Hoy, tanto en Rusia como en Alemania, las universidades constituyen las principales plazas fuertes del sistema de partido único. No solamente las ciencias sociales, la historia y la filosofía, sino todas las demás ramas del conocimiento, del arte y de la literatura están regimentadas o, como dicen los nazis, gleichgeschaltet. Hasta Sidney y Betrice Webb, a pesar de su ingenua y acrítica admiración por los soviets, se sorprendieron al descubrir que la «Revista Marxista-Leninista de Ciencias Sociales» estaba «por el partido en matemáticas» y «a favor de la pureza de la teoría marxistaleninista en cirugía» y que el «Diario Soviético de Venereología y Dermatología» pretendía considerar todos los problemas desde el punto de vista del materialismo dialéctico[20].

5. ¿Quién debe ser el amo?

Todo sistema de división del trabajo necesita un principio para coordinar las actividades de los diversos especialistas. El esfuerzo del especialista quedaría sin meta y carecería de sentido, si no encontrase una guía en la supremacía del público. El único fin de la producción consiste, desde luego, en servir a los consumidores.

En una sociedad de mercado, el principio directivo es la motivación del beneficio. Bajo el control gubernamental, lo es la regimentación. No queda ninguna otra posibilidad. Quien no se mueve por el impulso de ganar dinero en el mercado debe tener algún código que le diga qué tiene que hacer y cómo.

Una de las objeciones más frecuentes contra el sistema liberal y democrático del capitalismo es que pone el acento principalmente sobre los derechos y se olvida de sus obligaciones. No obstante, desde el punto de vista social, los deberes de los ciudadanos son más importantes que sus derechos.

No es preciso que nos detengamos sobre los aspectos políticos y constitucionales de esta crítica antidemocrática.

Los derechos del hombre tal como están codificados en las diversas declaraciones de derechos, se promulgaron para proteger al individuo contra la arbitrariedad del gobierno. Si no fuera por ellos, todos serían esclavos de gobernantes despóticos.

En la esfera económica, el derecho de adquirir y poseer propiedades no es un privilegio, sino el principio que salvaguarda la mejor satisfacción de las necesidades de los consumidores. Quien desea ganar, adquirir y poseer riqueza no tiene más remedio que servir a los consumidores. El afán de lucro constituye el medio para convertir al público en soberano. Cuanto mejor se sirve a los consumidores mayores son los beneficios. A todos beneficia el que el empresario que produce zapatos mejores y más baratos se enriquezca; la mayor parte de la gente quedaría perjudicada si una ley limitara su derecho a enriquecerse. Semejante ley sólo favorecería a sus competidores menos eficientes, lo cual no haría bajar los precios de los zapatos, sino que los haría subir.

El beneficio es la recompensa por el mejor cumplimiento de ciertos deberes voluntariamente aceptados. Es el instrumento que hace que las masas sean el soberano. El hombre común es el cliente para el que trabajan los capitanes de industria y todos sus ayudantes.

Se ha objetado que esto no es verdad en lo que respecta a las grandes empresas. El consumidor no tiene otra elección que aceptar lo que se le ofrece, o renunciar a la satisfacción de una necesidad vital. Se halla, por lo tanto, forzado a aceptar cualquier precio que el empresario pida. La gran empresa no es, en modo alguno, un suministrador y un proveedor sino un amo. No tiene necesidad de mejorar y de abaratar su servicio.

Consideremos el caso de un ferrocarril que enlace a dos ciudades no comunicadas por ninguna otra línea. Hasta podemos suponer que no hay otros medios de transporte que compitan con el ferrocarril: autobuses, coches de viajeros, aviones y barcos fluviales. En estas condiciones, es indudable que quien quiera viajar está obligado a servirse del ferrocarril. Sin embargo, esto no modifica el interés de la compañía en dar un servicio mejor y más barato. No todos los que desean viajar aceptarán cualesquiera condiciones. El número de pasajeros, tanto por razones de placer como por negocios, depende de la eficiencia del servicio y de los precios. Algunos viajarán en todo caso. Otros viajarán solamente si la calidad y rapidez del servicio y los precios baratos hacen atractivo el viaje. Precisamente el favor de este segundo grupo es el que significa para la compañía la diferencia entre un negocio flojo o incluso malo y un negocio lucrativo. Si esto es cierto para un ferrocarril, en los supuestos extremos apuntados anteriormente, con mayor razón lo será para cualquier otro tipo de negocios.

Todos los especialistas, ya sean hombres de negocios o profesionales, son plenamente conscientes de que dependen de los gustos de los consumidores. La experiencia cotidiana les enseña que, bajo el capitalismo, su tarea principal consiste en servir a los consumidores. Los especialistas que carecen de la comprensión de los problemas sociales fundamentales se resienten profundamente de esta ‘servidumbre’ y quieren liberarse de ella. La rebelión de los expertos de mente angosta es una de las fuerzas más poderosas que empujan hacia la burocratización general.

El arquitecto tiene que ajustar sus planos a los deseos de aquéllos para quienes construye casas; o bien —cuando se trata de edificios de apartamentos de alquiler— a los de los propietarios que quieren poseer un edificio que complazca los gustos de los posibles inquilinos, de manera que puedan arrendarlos fácilmente. No hay necesidad de averiguar si el arquitecto tiene razón al pensar que él sabe mejor que los profanos carentes de buen gusto cómo debe ser una casa para que sea bella. Puede babear de rabia cuando se ve obligado a relegar sus maravillosos proyectos con el fin de agradar a sus clientes. Y puede suspirar por un estado de cosas ideal en el que pueda construir casas que satisfagan sus propios ideales artísticos. Sueña con una oficina gubernamental de la vivienda y, en sus sueños, se ve a sí mismo al frente de este servicio. Construirá entonces viviendas de acuerdo con su propia idea.

El arquitecto se sentiría profundamente ofendido si alguien le dijese que pretende ser un dictador. Mi única intención, replicaría, es hacer feliz a la gente proporcionándole casas más bellas. La gente es demasiado ignorante para saber qué es lo que más conviene a su propio bienestar; el experto, bajo los auspicios del gobierno, tiene que preocuparse por ellos. Debería haber una ley contra los edificios feos. Mas, preguntemos: ¿Quién ha de decidir qué estilo arquitectónico es bueno y cuál malo? Nuestro arquitecto responderá: Por supuesto que yo, el experto. Con la mayor osadía desdeña el hecho de que, incluso entre los arquitectos, existe un desacuerdo muy importante acerca de los estilos y de los valores artísticos.

No es preciso recalcar que este arquitecto, incluso bajo una dictadura burocrática y precisamente bajo semejante totalitarismo, carecerá de libertad para construir de acuerdo con sus propias ideas. Tendrá que someterse a los gustos de sus superiores burocráticos, y éstos a su vez a los caprichos del dictador supremo. En la Alemania nazi tampoco tienen libertad los arquitectos, sino que tienen que acomodarse a los planes del artista frustrado Adolfo Hitler.

Todavía es más importante lo siguiente. En el campo de la estética, lo mismo que en todos los demás campos de la actividad humana, no existe un criterio absoluto de lo que es bello y lo que no lo es. Si un hombre obliga a sus conciudadanos a someterse a su propio código de valores, no les hace más felices. Sólo ellos pueden decidir lo que les hace felices y lo que les agrada. No aumentaréis la felicidad de un hombre que desea asistir a una representación de La Rosa Irlandesa de Abie, obligándole a presenciar en su lugar una perfecta puesta en escena de Hamlet. Podéis burlaros de su lamentable gusto. Pero sólo él es soberano en lo que respecta a su propia satisfacción.

El experto dictatorial en nutrición quiere alimentar a sus conciudadanos de acuerdo con sus propias ideas acerca de la perfecta alimentación. Quiere tratar a los hombres igual que el ganadero a sus vacas. No se da cuenta de que la nutrición no es un fin en sí misma, sino un medio para conseguir otros fines. El granjero no alimenta a su vaca para hacerla feliz, sino con objeto de conseguir determinado fin para el que puede servir la vaca bien alimentada. Existen diversos métodos para alimentar a las vacas. Que se elija uno u otro, dependerá de lo que se quiera obtener: leche, carne u otra cosa. Todo dictador planea criar, mejorar, alimentar y adiestrar a sus gentes igual que el ganadero a su ganado. Su intención no es hacer feliz al pueblo, sino hacerle de tal condición que le haga a él, al dictador, feliz. Quiere domesticarle, convertirle en animal doméstico. También el ganadero es un déspota benevolente.

La cuestión es: ¿Quién debería ser el amo? ¿Deberá ser libre el hombre para elegir su propio camino hacia lo que cree que le hará feliz, o bien el dictador se servirá de sus gentes como peones para conseguir su propia felicidad?

Podemos admitir que ciertos expertos tienen razón al decirnos que la mayor parte de la gente se comporta alocadamente en su persecución de la felicidad. Pero no es posible hacer más feliz a un hombre poniéndole bajo vigilancia. Los expertos de diversas oficinas oficiales son, en verdad, hombres excelentes. Pero no tienen razón de indignarse cuando las leyes frustran sus planes cuidadosamente elaborados. Preguntan cuál es el significado del gobierno representativo: simplemente, el de contrarrestar nuestras buenas intenciones. Pero la cuestión decisiva es: ¿Quién debe dirigir el país? ¿Los votantes o los burócratas?

Cualquiera que sea medianamente ingenioso puede usar un látigo y obligar a los demás a obedecer. Pero se necesita cerebro e inteligencia para servir al público. Sólo unos pocos consiguen producir zapatos mejores y más baratos que sus competidores. El experto ineficiente siempre pretenderá la supremacía del burócrata. Comprende perfectamente que no puede triunfar en un sistema competitivo. Para él, la burocratización completa es un refugio. Pertrechado con el poder de una oficina pública, impondrá sus normas con ayuda de la policía.

En el fondo de toda esta fanática apelación a la planificación y al socialismo a menudo no existe otra cosa que el íntimo reconocimiento de la propia inferioridad e ineficacia. El hombre que sabe de su incapacidad para sostener la competencia desdeña ‘este loco sistema competitivo’. Quien es incapaz de servir a sus conciudadanos quiere gobernarlos.