Ninguna empresa privada caerá en los métodos de la dirección burocrática si se administra con el único objeto de conseguir beneficios. Ya hemos visto cómo la motivación del beneficio hace que una empresa industrial, por más grande que sea, pueda siempre organizar sus servicios generales y cada una de sus ramas de manera que esta motivación la penetre desde la base al vértice.
Pero en nuestra época esta búsqueda del beneficio se ataca por todas partes. La opinión pública lo condena como altamente inmoral y sumamente perjudicial para la comunidad. Los partidos políticos y los gobiernos tratan de eliminarlo y sustituirlo por lo que llaman la idea de ‘servicio’, que de hecho se confunde con la gestión burocrática.
No es necesario que examinemos detalladamente lo que los nazis han conseguido en este sentido. Consiguieron eliminar completamente de la dirección de las empresas la búsqueda del beneficio. La libre empresa y los empresarios desaparecieron de la Alemania nazi. Quienes habían sido empresarios quedaron reducidos al estado de Betriebsführers (directores comerciales). Carecían de libertad en su actuación, ya que debían cumplir a rajatabla las órdenes procedentes del Ministerio de Economía o Reichwirtschaftsministerium y de sus diversos organismos para cada rama o región. El Estado no se contentaba con fijar los precios y los tipos de interés en las compras y en las ventas, el nivel de los sueldos y salarios, el de la producción y métodos de la misma, sino que asignaba a los directores unos ingresos definidos, transformándolos así prácticamente en funcionarios asalariados. Semejante sistema no tenía nada en común, a parte del empleo de ciertos términos, con el capitalismo y la economía de mercado: era simplemente un socialismo de tipo alemán, la Zwangswirtschaft, que no difería del modelo ruso —sistema de nacionalización integral extendida a todas las fábricas— sino en el aspecto técnico. En realidad era, lo mismo que el sistema ruso, un tipo de organización social totalmente autoritario.
En el resto del mundo las cosas no han ido tan lejos. La empresa privada sigue existiendo en los países anglosajones. Pero la tendencia hoy dominante es dejar que el Estado intervenga en la empresa privada, intervención que, en muchos casos, obliga a la empresa a adoptar una organización burocrática.
El Estado dispone de diversos métodos para restringir los beneficios que la empresa puede obtener. Los métodos más frecuentes son los siguientes:
1.º Se limitan los beneficios que una determinada categoría de empresas puede obtener. El excedente pasa a la colectividad (por ejemplo, a la ciudad), o bien se distribuye a título de bonificación entre los empleados, o también se elimina mediante la reducción de los precios de venta.
2.º Los poderes públicos tienen la libertad de fijar los precios que la empresa puede poner a los bienes y servicios que produce. La autoridad se sirve de este medio para impedir lo que llama ganancias excesivas.
3.º Se le autoriza a la empresa a cobrar por los bienes que produce o por los servicios que presta solamente el equivalente a los costes reales incrementados en una cantidad fijada por el Estado y correspondiente a un porcentaje de los costes o a una retribución fija.
4.º Se le autoriza a la empresa a obtener todo el beneficio que la situación del mercado permita; pero los impuestos absorben la totalidad o la mayor parte de ese beneficio por encima de cierta cifra.
El rasgo común a todas estas situaciones es que la empresa deja de tener interés en aumentar sus ganancias. Pierde el incentivo a reducir los costes y a trabajar con el mayor rendimiento posible y al más bajo precio, al tiempo que subsisten todos los obstáculos que se oponen al mejoramiento de los procesos de producción y a la reducción de los costes. Los riesgos que implica la adopción de nuevos métodos económicos recaen por entero sobre el empresario. A él le quedan los rencores que engendra su resistencia a aumentar los sueldos y salarios.
La opinión pública, embaucada por las falaces fábulas de los socialistas, no duda en condenar a los empresarios. El escaso rendimiento, dicen, es fruto de su inmoralidad. Si fueran tan responsables como los funcionarios desinteresados y se dedicaran como ellos a promover el bienestar general, tratarían sin duda, con lo mejor de sus capacidades, de mejorar sus métodos aunque no esté en juego su interés personal. Es su mezquina codicia la que compromete la marcha de las empresas bajo el sistema del beneficio posible pero limitado. ¿Por qué un hombre no ha de cumplir sus deberes de la mejor manera posible, aun cuando no recabe de ello ninguna ventaja personal?
Nada es más absurdo que presentar de esta manera al burócrata como modelo del empresario. El burócrata carece de libertad para introducir mejoras, por cuanto debe ceñirse a los estatutos y reglamentos establecidos por una autoridad superior. No tiene derecho a embarcarse en innovaciones si sus superiores no las aprueban. Su deber y su virtud son la obediencia.
Tomemos el ejemplo de las condiciones de la vida militar. El ejército es ciertamente la organización burocrática ideal y perfecta. En la mayor parte de los países está mandado por oficiales que están sinceramente dedicados a una sola tarea: dotar a sus países de un ejército tan fuerte como sea posible.
Sin embargo, la administración de los asuntos militares se caracteriza por una obstinada hostilidad hacia todo intento de mejora. Se ha dicho que los estados mayores se preparan siempre para la guerra pasada, nunca para la próxima. Toda idea nueva encuentra siempre en los responsables de la organización una oposición irreductible. Los campeones del progreso han tenido aquí innumerables experiencias desagradables. No es necesario insistir sobre estos hechos, tan familiares a todo el mundo.
La razón de esta situación poco satisfactoria es evidente. Todo progreso choca con las ideas tradicionales y establecidas y, por consiguiente, con los códigos que en ellas se inspiran. Cada etapa del progreso es un cambio que implica graves riesgos. Sólo un pequeño número de hombres, dotados de cualidades excepcionales, tienen el don de inventar nuevos métodos y reconocer sus ventajas. Bajo el régimen capitalista, el innovador es libre de perseguir la realización de sus proyectos a pesar de que la mayoría se nieguen a reconocer sus méritos. Basta que consiga convencer a algunos hombres razonables para que le presten los fondos que necesita para iniciar sus proyectos. Bajo un sistema burocrático, es necesario convencer a los dirigentes, hombres de edad en general y habituados a actuar según las prescripciones y nada propensos a las nuevas ideas. No puede esperarse ni progreso ni reforma de un régimen en el que antes de acometer cualquier empresa es necesario obtener el consentimiento de los viejos, en el que los pioneros de los nuevos métodos son considerados como rebeldes y tratados como tales. Para un espíritu burocrático la obediencia a la ley, es decir, el sometimiento a la costumbre y a la tradición, es la primera de todas las virtudes.
Decir al director de una empresa sometida a un régimen de beneficio posible pero limitado: ‘Compórtese como un concienzudo burócrata’, equivale a ordenarle que evite toda reforma. Nadie puede ser a la vez un buen burócrata y un innovador. El progreso es precisamente lo que los estatutos y los reglamentos no han previsto; queda necesariamente fuera del dominio de la actividad burocrática.
La virtud del sistema de beneficio es que proporciona a las mejoras una recompensa suficientemente alta que sirve como incentivo para asumir grandes riesgos. Si la recompensa se suprime o disminuye seriamente, no puede haber progreso.
Las grandes empresas invierten en investigación grandes cantidades porque esperan sacar provecho de los nuevos métodos de producción. Todo empresario busca mejoras continuamente; desea sacar provecho rebajando los costes o mejorando la calidad de los productos. El público sólo ve la innovación que triunfa. No se da cuenta del número de empresas que quiebran por equivocarse en la adopción de nuevos métodos.
No se le puede pedir al empresario que, sin el estímulo del lucro, se lance a todas las mejoras que habría emprendido si hubiera tenido una perspectiva de enriquecimiento. El libre empresario se decide después de un examen atento y escrupuloso de los pros y de los contras y después de sopesar las probabilidades de éxito o fracaso. Compara la posible ganancia con la posible pérdida. Es su propia fortuna la que está en juego. Aquí está lo esencial. Comparar el riesgo de pérdida que uno mismo corre con la posibilidad de ganancia del Estado o de otros, es considerar el problema bajo un ángulo totalmente diferente.
Pero aún hay algo más importante. Una innovación desafortunada no sólo disminuye el capital invertido, sino que también reduce los beneficios futuros. La mayor parte de estos beneficios, si se hubieran realizado, habrían afluido a las arcas públicas. Ahora su ausencia afecta a los ingresos del Estado. Éste no permitirá que el empresario arriesgue lo que aquél considera que va a ser sus propios ingresos. Estimará que no está justificado dejar al empresario el derecho de exponer a una pérdida lo que virtualmente es dinero del Estado. Restringirá la libertad del empresario en la dirección de sus ‘propios’ negocios que, de hecho, no son suyos, sino del Estado.
Ya se ha entrado en la vía de una política semejante. En el caso de los cost-plus contracts, el Estado trata de asegurar que no sólo han sido realmente satisfechos los costes reclamados, sino además que los términos del contrato los hacen legítimos. Reconoce toda reducción que se efectúe en los costes, pero no reconoce los gastos que, en opinión de sus empleados, los burócratas, no son necesarios. La situación que se produce es la siguiente: el contratista hace gastos con la intención de reducir sus costes de producción; si lo consigue, ello conduce —en el sistema mencionado— a amputar sus beneficios; si no lo consigue, el Estado no le reembolsa de sus gastos y pierde igualmente. Todo esfuerzo para cambiar algo en la rutina de la producción tradicional se vuelve contra él. El único medio para evitar una sanción es dejarlo todo igual.
En el terreno fiscal las limitaciones impuestas a los sueldos son el punto de partida para un nuevo desarrollo. De momento sólo afectan a las asignaciones más elevadas, pero difícilmente se detendrán aquí. Una vez que se admite el principio de que el fisco tiene derecho a decidir si ciertos costes, deducciones o pérdidas están justificados o no, los poderes del empresario quedarán igualmente restringidos frente a otros elementos del coste. Entonces la dirección se verá en la necesidad de asegurarse, antes de emprender una modificación, de que el fisco aprobará el gasto que ella necesita. Los agentes del fisco se convertirán en las supremas autoridades en materia industrial.
Toda injerencia del Estado en la actividad de la empresa privada produce desastrosas consecuencias. Paraliza la iniciativa y engendra la burocracia. No podemos estudiar todos los métodos empleados; bastará considerar uno particularmente perjudicial.
Ni siquiera en el siglo XIX, en el auge del liberalismo europeo, fue la empresa privada tan libre como en los Estados Unidos. En la Europa continental las empresas dependían siempre en numerosos aspectos de la discrecionalidad de los órganos de la administración pública. Esta podía causar graves daños a una empresa. Para evitar tales perjuicios, era necesario estar a bien con los gobernantes de turno.
El procedimiento más frecuente consistía en ceder a los deseos de las autoridades en lo relativo a la composición de los consejos de administración. Incluso en Gran Bretaña, un consejo de administración que no comprendiese varios lords no se consideraba completamente respetable. En la Europa continental, y especialmente en la del este y del sur, los consejos de administración estaban llenos de antiguos ministros, de generales, de políticos, de primos, cuñados, condiscípulos y otros amigos de estos dignatarios. A estos consejeros no se les pedía ni competencia comercial ni experiencia en los negocios.
La presencia de tales ignaros en los consejos de administración era generalmente inofensiva. Se limitaban a cobrar sus derechos de asistencia a las reuniones y su participación en los beneficios. Pero había otros parientes y amigos de las autoridades a los cuales no era posible nombrar para ocupar puestos directivos. Para ellos se buscaba un puesto pagado en la plantilla. Estos hombres constituían más una carga que un elemento activo.
Con la creciente intervención del Estado en los negocios se hizo necesario nombrar directivos cuya principal tarea consistía en remover las dificultades que podían poner los poderes públicos. Al principio, fue solamente un vicepresidente encargado de las relaciones con la administración. Posteriormente, la principal cualidad que se exigía al presidente y a todos los vicepresidentes era la de estar en buenas relaciones con la administración y con los partidos políticos. Finalmente, ninguna compañía podía permitirse el ‘lujo’ de tener al frente a un hombre mal visto por la administración, por los sindicatos obreros y por los grandes partidos políticos. Se consideraba a los antiguos funcionarios, directores generales y consejeros de los diversos ministerios como los más cualificados para desempeñar las funciones directivas dentro de la empresa.
Tales directivos no se cuidaban en manera alguna de la prosperidad de la compañía. Estaban habituados a la organización burocrática y modificaban en consecuencia la marcha de los negocios de la empresa. ¿Para qué tomarse el trabajo de producir mejor y más barato, si se puede contar con el apoyo del Estado? Para ellos, los contratos oficiales, una mayor protección aduanera y otros favores del Estado eran el fin principal. Y compraban tales privilegios pagando a la caja de un partido y a los fondos de propaganda del gobierno y nombrando personas simpatizantes con los poderes públicos.
Desde hace tiempo, el personal de las grandes compañías alemanas no se elige según sus capacidades comerciales y técnicas. Los antiguos miembros de los clubs de estudiantes distinguidos y políticamente influyentes tenían con frecuencia más oportunidad de encontrar un empleo y de obtener ascensos que los especialistas competentes.
En América, las condiciones son muy distintas. Como siempre, en materia de burocracia, América va también ‘con retraso’ en el campo de la burocratización de la empresa privada. Resulta discutible si el Secretario Ickes tenía razón al decir: «Toda gran empresa es una burocracia»[16]. La cuestión no ha sido resuelta aún. Pero, si tiene razón, o en la medida en que la tenga, ello no es el resultado de la evolución de la empresa privada, sino de la creciente intervención del Estado en los negocios.
Todo hombre de negocios americano que ha tenido oportunidad de estudiar las condiciones económicas de la Europa meridional y oriental resume sus observaciones en dos puntos: los empresarios de estos países no se preocupan del rendimiento de la producción y los gobiernos están en manos de pandillas corrompidas. El cuadro es, en conjunto, exacto. Pero no se menciona que el mal rendimiento industrial y la corrupción son consecuencia de los métodos de intervención del Estado en las empresas tal como se aplicaron en estos países.
En este sistema el Estado tiene poder ilimitado para arruinar a una empresa o para prodigarle sus favores. El éxito o fracaso de una empresa depende enteramente del arbitrio de los mandatarios de turno. Si el hombre de negocios no es ciudadano de una poderosa nación extranjera cuyos agentes diplomáticos y consulares le acuerden su protección, está a merced de la administración y del partido en el poder. Pueden desposeerle de todos sus bienes y meterle en la cárcel, o bien enriquecerle.
El gobierno fija sus aranceles y las tarifas de los transportes; concede o niega las licencias de importación o de exportación. Todos están obligados a vender al Estado, a un precio fijado por el mismo, todos sus productos destinados a la exportación. Por otra parte, el Estado es el único vendedor en el mercado exterior. Es libre de rehusar como desee los permisos para importar o exportar. En Europa, donde casi toda la producción depende de la importación de equipos, maquinaria, materias primas y productos semielaborados procedentes del exterior, tal negativa equivale al cierre de la empresa. En última instancia, el montante de los impuestos se deja prácticamente a la discrecionalidad ilimitada de los poderes públicos. Con cualquier pretexto, el Estado puede apoderarse de una fábrica o de un taller. El parlamento es un juguete en manos de los gobernantes; los tribunales están mediatizados.
En tales circunstancias el empresario debe recurrir a dos medios: la diplomacia y la corrupción. Debe usar estos métodos no sólo frente al partido en el poder, sino también frente a los grupos ilegales y perseguidos de la oposición, pero que pueden llegar algún día al poder. Es una especie de peligroso doble juego; sólo hombres desprovistos de temor y escrúpulos pueden prosperar en este medio podrido. Los hombres de negocios que han tenido éxito en una época más liberal tienen que abandonar la partida siendo reemplazados por aventureros. Los empresarios procedentes de Europa occidental y de América, habituados a vivir en la legalidad y en el juego limpio, están perdidos si no se aseguran los servicios de agentes del país.
Es claro que este sistema no alienta mucho el progreso técnico. El empresario se decide a hacer una nueva inversión sólo cuando puede comprar el equipo a crédito a una firma extranjera. El hecho de ser deudor de una gran empresa de una de las naciones occidentales se considera como ventajoso, porque se espera que los diplomáticos interesados intervendrán para proteger al acreedor y, por lo tanto, favorecerán al deudor. No se acometen nuevas producciones sino a condición de que el Estado acuerde subsidios suficientes que permitan esperar la consecución de importantes beneficios.
Sería un error hacer responsables de esta corrupción al sistema de intervención estatal en los negocios y a la burocracia. Lo que aquí criticamos es la degeneración de la burocracia en gangsterismo en manos de políticos depravados. Sin embargo, debemos constatar que estos países habrían evitado este mal si no hubiesen abandonado el sistema de libre empresa. La reconstrucción económica de la posguerra debe comenzar, en estos países, por un cambio político radical.