4. La gestión burocrática de las empresas públicas

1. Imposibilidad de un control estatal generalizado

El socialismo —es decir, el control total del Estado sobre todas las actividades económicas— es irrealizable porque la comunidad socialista carecería del instrumento intelectual indispensable para elaborar planes y programas económicos: el cálculo económico. La idea misma de planificación central efectuada por el Estado implica una contradicción. En el Estado socialista la oficina central de la producción sería incapaz de resolver ciertos problemas. Jamás sabría si los proyectos son convenientes o si su ejecución llevaría consigo la dilapidación de los medios disponibles. El socialismo conduce a un completo caos.

Los tabúes del marxismo han impedido durante años reconocer esta verdad. Una de las principales aportaciones del marxismo al éxito de la propaganda en favor del socialismo ha sido proscribir el estudio de los problemas económicos que se plantean a una sociedad socialista. Tales estudios son, según Marx y sus secuaces, signo de un ‘utopismo’ ingenuo. El socialismo ‘científico’ —así es como Marx y Engels llamaron a su propio sistema— no debe dedicarse a tan vanas investigaciones. Los socialistas ‘científicos’ deben contentarse con la certeza de la inevitabilidad del socialismo que transformará la tierra en un paraíso. No deben cometer el absurdo de preguntarse cómo funcionará el sistema socialista.

Uno de los hechos más notables de la historia intelectual del siglo XIX y comienzos del XX es que el verboten de Marx se ha observado escrupulosamente. Los raros economistas que osaron desafiarle se desacreditaron y pronto cayeron en el olvido. Sólo hace unos 25 años que se rompió el hechizo. La imposibilidad del cálculo económico en el régimen socialista se ha demostrado de manera irrefutable.

Naturalmente, los marxistas empedernidos hicieron objeciones. No podían menos de admitir que el problema del cálculo económico constituía el principal obstáculo del socialismo y que era escandaloso que los socialistas, en 80 años de propaganda fanática, hubieran perdido su tiempo en bagatelas sin sospechar en qué consistía el problema esencial. Pero aseguraron a sus alarmados partidarios que era fácil encontrar una solución satisfactoria. De hecho, en Rusia y en los países occidentales algunos profesores y escritores socialistas propusieron métodos de cálculo económico en el régimen socialista. Estos métodos se revelaron completamente erróneos. No les fue difícil a los economistas desenmascarar los errores y contradicciones que contenían. Los socialistas fracasaron rotundamente en los desesperados intentos que hicieron para refutar la demostración de la imposibilidad del cálculo económico en cualquier sistema socialista[14].

Es evidente que un gobierno socialista desearía también suministrar a la comunidad productos en tan gran número y de tan buena calidad como lo permitiese el estado de la oferta de los factores de producción y de los conocimientos técnicos. Un gobierno socialista trataría asimismo de utilizar los factores de producción disponibles para producir aquellos bienes que, a su entender, responden a las necesidades más urgentes, apartándolos de la producción de aquellos otros que considera menos urgentes. Pero a falta del cálculo económico, será imposible descubrir cuáles son los métodos más económicos para producir los bienes necesarios.

Los gobiernos socialistas de Rusia y de Alemania operan en un mundo que en su mayor parte vive aún en una economía de mercado. De esta manera pueden utilizar para su cálculo económico los precios vigentes en el exterior. Sólo la posibilidad de referirse a estos precios les permite calcular, contabilizar y planificar. Muy distinto sería si todas las naciones adoptaran el régimen socialista, pues entonces no habría precio de los factores de producción y el cálculo económico resultaría imposible[15].

2. La empresa pública en una economía de mercado

Lo mismo ocurre cuando se trata de empresas poseídas y dirigidas por el Estado o por los municipios en un país en el que la mayor parte de la actividad económica funciona bajo el sistema de libre empresa. Tampoco para ellas el cálculo económico ofrece dificultades.

Es inútil preguntarse si en la práctica estas empresas públicas, nacionales o municipales, podrían ser dirigidas de la misma manera que la empresa privada. Es un hecho que, en general, los responsables de las mismas tienden a apartarse del sistema basado en la motivación del beneficio. No pretenden dirigir las empresas que administran en vistas a la consecución del mayor lucro posible, pues consideran otras finalidades como más importantes. Están dispuestos a renunciar al beneficio, o por lo menos a una parte, e incluso a sufrir una pérdida, siempre que se consigan otros fines.

Cualesquiera que puedan ser estos otros fines, el resultado de semejante política es, en definitiva, que unos subvencionan los gastos de otros. Si la gestión de una empresa estatal es deficitaria, o sólo obtiene una parte del beneficio que habría obtenido si sólo hubiera perseguido esta finalidad, la pérdida afecta al presupuesto de la nación, y por lo tanto recae sobre los contribuyentes. Si, por ejemplo, un servicio público de transportes municipales cobra a los usuarios un precio insuficiente para cubrir los costes, son los contribuyentes los que prácticamente subvencionan a los viajeros.

Sin embargo, en un libro que trata de la burocracia, no debemos ocupamos de estos aspectos financieros. Desde el punto de vista que aquí nos interesa, debemos fijarnos en otro tipo de consideraciones.

Tan pronto como una empresa deja de moverse por la motivación del beneficio, debe adoptar otros principios de gestión. Las autoridades municipales no pueden contentarse con decir al director: No se preocupe por el beneficio. Tienen que darle órdenes más claras y precisas. ¿Qué clase de órdenes podrían ser éstas?

Los defensores de la empresa nacionalizada o municipalizada tienden a responder a esta pregunta de una manera bastante ingenua: La función de una empresa pública es proporcionar servicios útiles a la comunidad. Pero el problema no es tan sencillo. Toda empresa tiene como finalidad prestar servicios útiles. Pero ¿qué significa esta expresión? ¿Quién, en el caso de una empresa pública, tiene que decidir si un servicio es útil? Y mucho más importante: ¿Cómo puede apreciarse si los servicios prestados no se pagan demasiado caros, es decir, si los factores de producción absorbidos para su realización no son sustraídos a otros empleos en los cuales podrían producir servicios más apreciables?

En la empresa privada basada en la motivación del beneficio este problema lo resuelve el comportamiento del público. La prueba de la utilidad de los servicios prestados consiste en que un número suficiente de ciudadanos están dispuestos a pagar el precio que se les pide. No hay duda de que los clientes de una panadería consideran útiles los servicios que ésta les presta, ya que están dispuestos a pagar el precio que se les pide por el pan. Bajo este precio, la producción de pan tiende a desarrollarse hasta alcanzar el punto de saturación, es decir, hasta que una ulterior expansión quita factores de producción a otras industrias cuyos productos son más demandados por los consumidores. Tomando como guía el beneficio, la libre empresa ajusta su actividad a los deseos del público. La búsqueda del beneficio es la que incita a los empresarios a prestar los servicios que los consumidores estiman más urgentes. La estructura de los precios del mercado les indica en qué medida pueden invertir en las diversas ramas de la producción.

Pero si una empresa pública es dirigida al margen de toda consideración de lucro, el comportamiento de la gente deja de proporcionar un criterio sobre la utilidad de sus productos. Si el Estado o los municipios están dispuestos a proseguir la gestión aun cuando las sumas pagadas por los clientes no compensen el coste, ¿dónde se encontrará el criterio para juzgar de la utilidad de los servicios prestados?

¿Cómo podrá apreciarse si el déficit es demasiado considerable comparado con esos servicios? ¿Y cómo se sabrá si el déficit podría reducirse sin disminuir el valor de los servicios?

Una empresa privada está condenada si su gestión sólo tiene pérdidas y si no cuenta con ningún medio para remediar esta situación. Su incapacidad para conseguir beneficios indica que los consumidores la desaprueban. Una empresa privada no puede desafiar el veredicto del público y proseguir su actividad. El director de una fábrica deficitaria puede encontrar explicaciones y escusas para su fracaso. Pero tales excusas no son válidas; no pueden impedir que se abandone definitivamente el proyecto desafortunado.

No ocurre así en una empresa pública. La existencia de un déficit no se considera en ella como prueba de fracaso. El director no es responsable de ello. La finalidad de su patrón, el Estado, es vender a un precio tal, que inevitablemente se producen pérdidas. Pero si el Estado limitara su intervención a fijar los precios de venta y se dejara al director en completa libertad para todo lo demás, le conferiría a éste pleno poder para girar contra la Tesorería.

Es importante comprender que nuestro problema no tiene nada que ver con la necesidad de impedir qué el director abuse delictivamente de sus poderes. Suponemos que el Estado o el municipio ha nombrado a un director honesto y competente y que el clima moral del país o de la ciudad, así como la organización de la empresa en cuestión, ofrecen una garantía suficiente contra todo abuso de confianza. El problema que nos ocupa es totalmente distinto. Deriva del hecho de que todo servicio puede siempre mejorarse aumentando su presupuesto. Por más perfecto que sea un hospital, un metro o un sistema de distribución de agua, el director sabe siempre cómo podría mejorar el servicio si contara con más recursos. En ningún campo de las necesidades humanas se puede alcanzar una satisfacción tan completa que sea imposible un ulterior mejoramiento. Los especialistas intentan mejorar la satisfacción de las necesidades sólo en la rama de actividad que les es propia. No se preocupan, ni pueden preocuparse, del obstáculo que una expansión de la fábrica que les ha sido confiada implicaría para la satisfacción de otras categorías de necesidades. El director de un hospital no tiene por qué renunciar a mejorarlo por temor a que ello impida aportar una mejora al funcionamiento del metro, o viceversa. Precisamente el director honesto y competente es aquél que se esfuerza en hacer que su equipo sea lo más productivo posible. Pero como ninguna consideración de éxito financiero lo retiene, el coste de las mejoras gravitaría pesadamente sobre las finanzas públicas. Podría ser, en cierto modo, un disipador irresponsable de la fortuna de los contribuyentes. No hay duda de que el Estado debe prestar atención a numerosos detalles organizativos. Debe definir de manera precisa la calidad y la cantidad de los servicios a prestar y de las mercancías a vender; debe dar instrucciones detalladas sobre los métodos aplicables a la compra de los factores materiales de producción, a la contratación y pago de los trabajadores. Puesto que la cuenta de pérdidas y ganancias no debe considerarse como el criterio del éxito o fracaso de la gestión, el único medio para hacer que el director sea responsable ante su superior, el Tesoro, es limitar su discrecionalidad mediante estatutos y reglamentos. Si cree que es útil gastar más de lo que las normas le permiten, deberá solicitar créditos suplementarios. En este caso, la decisión depende del Estado o del municipio que lo emplea. En todo caso, el director no es un jefe de empresa, sino un burócrata, es decir, un funcionario que tiene que cumplir determinadas instrucciones. El criterio de una buena gestión no es la aprobación de los usuarios consagrada en un superávit de los ingresos sobre los costes, sino la estricta obediencia a un conjunto de normas burocráticas. La suprema regla de gestión es la sumisión a esta reglamentación.

Naturalmente, el Estado o el municipio tratarán de elaborar estos estatutos y reglamentos de tal manera que los servicios prestados ofrezcan toda la utilidad deseada y el déficit no supere la cifra establecida. Pero esto no modifica el carácter burocrático de la gestión. La dirección debe plegarse a un código administrativo, que es lo único que importa. La responsabilidad del director queda a salvo con tal de que sus actos sean conformes a este código. Su principal tarea no es el rendimiento en cuanto tal, sino en los límites de la obediencia a los reglamentos. Su situación no es la de un director de empresa privada, sino la de un funcionario, como la de un comisario de policía, por ejemplo.

El sistema burocrático es por necesidad opuesto al que rige la empresa privada que busca beneficios. Sería pernicioso delegar en un individuo o en un grupo el poder de disponer libremente de los fondos públicos. Si se quiere evitar que los directores de empresas municipales o nacionalizadas disipen irresponsablemente las finanzas públicas y que su gestión desbarate el presupuesto de la nación, es preciso que su poder quede reducido por un conjunto de normas burocráticas.