3. La gestión burocrática

1. La burocracia bajo un gobierno despótico

El jefe de una pequeña tribu primitiva se encuentra, por lo general, en condiciones de concentrar en sus manos todo el poder legislativo, administrativo y judicial. Su voluntad es ley. Es a la vez ejecutor y juez.

Pero no sucede así cuando el déspota ha tenido éxito aumentando el tamaño de su reino. Como carece de ubicuidad, tiene que delegar en sus subordinados una parte de su poder. Éstos son, en sus respectivos distritos, delegados suyos que actúan en su nombre y bajo su inspiración. Conviértense de hecho en déspotas locales, sólo nominalmente sujetos al poderoso señor supremo que les ha nombrado. Gobiernan sus provincias de acuerdo con su propia voluntad, transformándose en sátrapas. El gran rey tiene el poder de deshacerse de ellos y nombrar un sucesor. Mas eso no constituye un remedio. También el nuevo gobernador se vuelve un sátrapa casi independiente. Lo que algunos críticos afirman erróneamente con respecto a la democracia representativa, es decir que el pueblo es soberano tan sólo el día de las elecciones, resulta literalmente cierto respecto a tal sistema de despotismo; el rey solamente es soberano en las provincias el día en que nombra un nuevo gobernador.

¿En qué se diferencia la posición de un gobernador provincial semejante de la del director de una dependencia comercial? El director general de la empresa le entrega al nuevo delegado una entidad y le da solamente una consigna: obtener beneficios. Esta orden, cuya observancia es controlada constantemente por la contabilidad, basta para hacer de la dependencia una parte subordinada de toda la empresa y dar a la acción de su director la orientación apuntada por el director central. Pero si el déspota, para quien su propia decisión arbitraria constituye el único principio de gobierno, nombra un gobernador y le dice: «Sé mi delegado en esta provincia», entroniza en ésta la arbitrariedad del delegado. Por lo menos temporalmente, renuncia a su propio poder en beneficio del gobernador.

Con el fin de evitar este resultado, el rey intenta limitar los poderes del gobernador formulando directrices e instrucciones. Los códigos, decretos y estatutos les dicen a los gobernadores de provincia y a sus subordinados lo que deben hacer cuando surja tal o cual problema. Su libre discrecionalidad queda limitada; su primer deber consiste ahora en cumplir lo establecido. Verdad es que su arbitrariedad se halla restringida desde este momento, en la medida en que es preciso aplicar lo estatuido; pero al mismo tiempo cambia el carácter de conjunto de su gestión: falta ahora el afán por ocuparse de cada caso con todo el interés, así como la preocupación por encontrar la solución más adecuada para cada problema. El principal interés radica en adaptarse a las normas y reglamentos, sin que importe mucho el que sean razonables o contrarios a lo proyectado. La primera virtud de un administrador consiste en cumplir con lo establecido. Se transforma en un burócrata.

2. La burocracia en una democracia

Eso mismo resulta esencialmente válido para el gobierno democrático.

Se asegura frecuentemente que la organización burocrática es incompatible con el gobierno y las instituciones democráticas. Esto es una falacia. La democracia implica la soberanía de la ley. Si no fuese así, los funcionarios serían déspotas irresponsables y arbitrarios, y los jueces cadíes inconstantes y caprichosos. Los dos pilares del gobierno democrático son la soberanía de la ley y el presupuesto[11].

La soberanía de la ley significa que ningún juez o funcionario tiene el derecho de interferirse en los asuntos del individuo o sus condiciones de existencia, salvo que una ley válida les requiera o les faculte para hacerlo así. Nulla poena sine lege: nadie puede ser sancionado sino en los términos establecidos por la ley. Lo que cualifica a los nazis como antidemocráticos es precisamente su incapacidad para comprender la importancia de este principio fundamental. En el sistema totalitario de la Alemania hitleriana el juez formaba su decisión de acuerdo con das gesunde Volksempfinden, es decir, de conformidad con los sanos sentimientos populares. Puesto que el propio juez tiene que decidir cuáles son los sanos sentimientos populares, es tan soberano en su estrado como el jefe de una tribu primitiva.

De hecho, resulta un tanto desagradable que un canalla eluda el castigo porque la ley es defectuosa. Mas se trata de un mal menor, si se compara con la arbitrariedad judicial. Cuando los legisladores reconocen que la ley es inadecuada, pueden sustituir una ley poco satisfactoria por otra que lo sea más. Son mandatarios del soberano, es decir del pueblo; en tal concepto, son los superiores y responden ante los electores. Si éstos desaprueban los métodos aplicados por sus representantes, a la siguiente elección optarán por otros hombres que sepan ajustar mejor sus acciones a la voluntad de la mayoría.

Lo mismo ocurre con el poder ejecutivo. También aquí sólo cabe la alternativa entre el gobierno arbitrario de funcionarios despóticos y el gobierno del pueblo fortalecido por la instrumentalidad del cumplimiento de la ley. Es un eufemismo llamar Welfare State a un gobierno en que los gobernantes son libres de hacer lo que ellos mismos creen que sirve mejor a la república, y oponerlo al Estado en el que la administración está vinculada por la ley y los ciudadanos pueden hacer valer sus derechos ante un tribunal contra las usurpaciones de las autoridades. Este llamado Estado de bienestar consiste, de hecho, en la tiranía de sus gobernantes. (De pasada, es preciso constatar que tampoco un gobierno despótico puede actuar sin reglamentaciones ni directrices burocráticas, a no ser degenerando en un régimen caótico de caciques locales y desintegrándose en una multitud de pequeños despotismos). La meta del Estado constitucional es también el bienestar público. La característica que le distingue del despotismo consiste en que no son las autoridades, sino los representantes del pueblo debidamente elegidos, quienes tienen que decidir qué es lo que sirve mejor a la comunidad. Sólo este sistema hace del pueblo el soberano y le asegura el derecho de autodeterminación. En este sistema los ciudadanos no constituyen el soberano sólo el día de las elecciones, sino que no dejan de serlo entre una elección y otra.

En una comunidad democrática la administración se halla vinculada no sólo por la ley, sino también por el presupuesto. Control democrático equivale a control presupuestario. Los representantes del pueblo poseen las llaves del tesoro. No se puede gastar ni un penique sin la anuencia del parlamento. Es ilegal emplear fondos públicos para gastos distintos de aquéllos para los cuales el parlamento los ha asignado.

La gestión burocrática significa, en un sistema democrático, administración estrictamente acorde con la ley y el presupuesto. No corresponde ni al personal de la administración ni a los jueces investigar qué cabría hacer por el bienestar común y cómo deberían gastarse los fondos públicos. Ésta es tarea del soberano, es decir del pueblo y de sus representantes. Los tribunales, las diversas dependencias de la administración, el ejército y la marina ejecutan lo que la ley y el presupuesto les ordenan hacer. No son ellos, sino el soberano, quienes determinan la política.

La mayoría de los tiranos, déspotas y dictadores están sinceramente convencidos de que su gobierno es beneficioso para el pueblo, de que es gobierno para el pueblo. No hay necesidad de investigar si tales pretensiones carecen o no de fundamento. En todo caso, su sistema no es ni gobierno del pueblo ni por el pueblo. No es democrático, sino autoritario.

La afirmación de que la gestión burocrática es un instrumento indispensable del gobierno democrático no pasa de ser una paradoja. Muchos la objetarán. Están acostumbrados a considerar el gobierno democrático como el mejor sistema de gobierno y la gestión burocrática como uno de los grandes males. ¿Cómo es posible que ambas cosas, una buena y otra mala, estén juntas?

Además, Norteamérica es una vieja democracia, y la discusión acerca de los peligros de la burocracia es en este país un fenómeno nuevo. Sólo en años recientes se ha percatado la gente de la amenaza que representa la burocracia, de tal suerte que consideran a ésta no como un instrumento del gobierno democrático, sino como el peor enemigo de la libertad y de la democracia.

Hemos de responder de nuevo a estas objeciones que la burocracia, en sí misma, no es ni buena ni mala. Es un método de gestión que puede aplicarse a diferentes esferas de la actividad humana. Existe un campo, el del manejo del aparato de gobierno, en el que los métodos burocráticos son imprescindibles. Lo que muchos consideran hoy como un mal no es la burocracia en cuanto tal, sino la expansión de la esfera a la que se aplica la gestión burocrática. Esta expansión es una inevitable consecuencia de la progresiva restricción de la libertad del ciudadano, de la tendencia inherente a la política económica y social de nuestros días a sustituir la iniciativa privada por el control del gobierno. La gente condena la burocracia, pero lo que realmente tiene en la mente son los intentos de construir el Estado socialista y totalitario.

En Estados Unidos ha habido siempre burocracia. La administración de las aduanas y de las relaciones exteriores se ha regido siempre por principios burocráticos. Lo que caracteriza a nuestra época es la expansión de la interferencia oficial en los negocios y en muchos otros aspectos de la vida de los ciudadanos. Y el resultado de ello es la sustitución de la organización basada en el beneficio por la organización burocrática.

3. Los rasgos esenciales de la gestión burocrática

Los juristas, los filósofos y los políticos entienden la supremacía de la ley desde un punto de vista distinto del que sostiene este libro. En su perspectiva, la función principal de la ley consiste en limitar el poder de las autoridades y de los tribunales de infligir daños al ciudadano individual y restringir su libertad. Si se atribuye a las autoridades la facultad de encarcelar e incluso de matar a la gente, es preciso restringir y circunscribir claramente este poder. De otro modo, el funcionario o el juez se convertirían en déspotas irresponsables. La ley fija las condiciones en que el juez podrá disponer del derecho y del deber de condenar y el policía del de disparar su arma. La ley protege a los ciudadanos contra la arbitrariedad de quienes desempeñan funciones públicas.

El punto de vista de este libro es algo distinto. Nos ocupamos aquí de la burocracia como principio de técnica administrativa y de organización. Consideramos las normas y reglamentaciones no meramente como medidas destinadas a proteger a los ciudadanos y a salvaguardar sus derechos y su libertad, sino como medidas encaminadas a ejecutar la voluntad de la autoridad suprema. En toda organización es necesario limitar la discrecionalidad de los subordinados. Cualquier organización se desintegraría sin tales restricciones. Nuestra tarea consiste en investigar las características peculiares de la gestión burocrática en cuanto distinta de la gestión comercial.

La gestión burocrática se limita a cumplir unas reglas detalladas establecidas por la autoridad superior. La tarea del burócrata consiste en ejecutar lo que esas reglas le ordenan hacer. Su discrecionalidad de actuar de acuerdo con su mejor criterio se encuentra seriamente restringida por ellas.

La gestión empresarial, por el contrario, se basa en la motivación del beneficio. Su objetivo consiste en obtener ganancias. Puesto que es posible, mediante la contabilidad, averiguar el éxito o fracaso en la consecución de este objetivo, no sólo en relación con la empresa en su conjunto, sino también con cada una de sus partes, resulta factible descentralizar tanto la dirección como la contabilidad sin poner en peligro la unidad de operaciones y la consecución del fin deseado. Es posible una división de la responsabilidad. No hay necesidad de limitar la discrecionalidad de los subordinados mediante ciertas normas o reglamentaciones, a excepción de las que se imponen para cualquier actividad comercial, es decir, hacer provechosas sus operaciones.

Los objetivos de la administración pública no se pueden medir en términos monetarios ni se les puede controlar mediante métodos contables. Tomemos un sistema nacional de policía como el FBI. No hay medida aplicable que pueda establecer si los gastos ocasionados por alguna de sus dependencias regionales o locales han sido excesivos. Los gastos de un puesto de policía no se reembolsan mediante una gestión acertada y no varían en proporción al éxito alcanzado. Si el jefe de toda la sección dejase libres las manos de los jefes de puesto que le están subordinados para lo que se refiere al gasto de dinero, el resultado sería un gran incremento de los costes, en la medida del celo de cada uno de ellos en mejorar lo más posible el servicio de su dependencia. Sería imposible para el jefe principal mantener los gastos dentro de las consignaciones otorgadas por los representantes del pueblo o dentro de cualesquiera límites. Esto no se debe a la puntillosidad con que las reglamentaciones administrativas fijan todo lo que puede gastar cada oficina local para limpiar las dependencias, reparar los muebles, en luz y calefacción. Dentro de una empresa, tales cosas se pueden dejar tranquilamente a la discreción del jefe local responsable. Éste no gastará más de lo indispensable, pues es como si fuese su propio dinero; si malgasta el dinero de la empresa, arriesga el beneficio de la dependencia, y por ende choca indirectamente con sus propios intereses. Pero tratándose del jefe local de un departamento gubernamental, la cuestión es distinta. Al gastar más dinero, puede mejorar el resultado de su gestión, como sucede muy a menudo. La economía ha de serle impuesta mediante una reglamentación.

En la administración pública no hay conexión entre ingresos y gastos. Los servicios públicos solamente gastan dinero; el insignificante ingreso derivado de fuentes especiales (como la venta de impresos por el Government Printing Office) es más o menos accidental. El ingreso procedente de las aduanas y de los impuestos no es ‘producido’ por el aparato administrativo. Su fuente es la ley, no las actividades de los aduaneros y de los recaudadores de impuestos. No es mérito de un recaudador de contribuciones el que los residentes en su distrito sean más ricos y paguen impuestos más elevados que los de otro distrito. El tiempo y el trabajo que se requieren para la labor administrativa del pago de un impuesto sobre la renta no guardan proporción con la cuantía de la base imponible a la que afectan.

En la administración pública no hay precio de mercado para los aciertos. Esto hace indispensable que los servicios públicos operen de acuerdo con principios completamente diferentes de los que se aplican bajo la motivación del beneficio.

Ahora podemos ya proporcionar una definición de la gestión burocrática: ésta es el método aplicable a la conducción de asuntos administrativos y cuyo resultado no se refleja como valor contable del mercado. Téngase presente que no afirmamos que la gestión afortunada de los asuntos públicos no tenga un valor. Lo que decimos es que no tiene un precio en el mercado, esto es, que su valor no se puede comprobar en una transacción mercantil y, en consecuencia, no se puede expresar en términos monetarios.

Si comparamos las condiciones de dos países, digamos Atlantis y Tule, podemos establecer muchas cifras estadísticas importantes de cada uno de ellos: el tamaño del territorio y de la población, la tasa de natalidad y de mortalidad, el número de analfabetos, el de crímenes cometidos, y muchos otros datos demográficos. Podemos determinar la suma de ingresos monetarios de todos sus ciudadanos, el valor en dinero de su producto social anual, el de los bienes importados y exportados, y muchos otros datos económicos. Pero no podemos atribuir ningún valor aritmético al sistema de gobierno y administración. Lo que no quiere decir que neguemos la importancia y el valor de un buen gobierno. Solamente significa que no existen módulos para medir estas cosas, que están fuera de toda expresión cuantitativa.

Puede acontecer que lo más relevante de Atlantis sea su buen sistema de gobierno y que este país deba su prosperidad a sus instituciones constitucionales y administrativas. Pero no podemos compararlas con las de Tule de manera equivalente a cómo podemos comparar otras cosas, como por ejemplo los tipos de salarios o los precios de la leche.

La gestión burocrática es un tipo de gestión que no se puede controlar mediante el cálculo económico.

4. La esencia de la gestión burocrática

El ciudadano corriente compara el funcionamiento de la administración pública con el de las empresas privadas, que le resulta mucho más familiar. Descubre entonces que la gestión burocrática es derrochadora, ineficiente, lenta y deficitaria. Sencillamente, no pueden entender cómo un pueblo razonable tolera la pervivencia de tan pernicioso sistema. ¿Por qué no adoptar los bien probados métodos de los negocios privados?

Sin embargo, tales críticas carecen de fundamento, ya que interpretan mal las características de la administración pública. No se percatan de la diferencia fundamental que existe entre el gobierno y la empresa, que se rige por el principio de la motivación del beneficio. Lo que llaman deficiencias y fallos en el funcionamiento de la administración son propiedades necesarias de la misma. Una sección administrativa no equivale a una empresa guiada por el principio del beneficio; no puede servirse de cálculo económico alguno; tiene que resolver problemas que son desconocidos en la gestión empresarial. No tiene sentido pretender mejorarla adaptándola al modelo de la empresa privada. Es erróneo enjuiciar la eficacia del gobierno comparándola con la acción de una empresa sometida a las reacciones de los factores del mercado.

Por supuesto que, en la administración pública de cualquier país, existen fallos que saltan a la vista de todo observador. A veces la gente se sorprende por el grado de mala administración. Pero si se quiere ir hasta el fondo, con frecuencia se debe concluir que no se trata sencillamente del resultado de negligencias culpables o de falta de competencia, sino de especiales condiciones políticas e institucionales o de un intento de solucionar un problema que no tiene solución satisfactoria. La atenta consideración de todas las dificultades presentes puede convencer al observador honesto de que, dado el estado general de las fuerzas políticas, él mismo no hubiera sabido cómo enfrentarse con el asunto de manera menos objetable.

Es inútil propugnar una reforma burocrática mediante el nombramiento de hombres de negocios para dirigir los diversos departamentos. La cualidad de empresario no es algo inherente a la personalidad de éste, sino a la posición que ocupa en la estructura de la sociedad de mercado. El empresario que pasa a ocupar un cargo en la administración pública deja de ser empresario para convertirse en burócrata. Su objetivo no puede consistir ahora en la consecución de beneficios, sino en el cumplimiento de las normas y reglamentos. Como jefe de una oficina, puede tener la facultad de alterar ciertas normas menores y algunas cuestiones de reglamento interior. Pero la delimitación de las actividades de la oficina está determinada por normas y reglas que quedan fuera de su alcance.

Es una ilusión muy difundida pensar que se puede incrementar la eficiencia de la administración pública mediante el empleo de técnicas de dirección empresarial y sus métodos científicos de gestión. Pero estas ideas dejan entrever una concepción radicalmente errónea de los objetivos de la administración pública.

Como cualquier clase de ingeniería, la dirección de este tipo se halla también condicionada por la disponibilidad de un método de cálculo. Tal método existe en las empresas que persiguen la obtención de beneficios. Aquí manda la cuenta de pérdidas y ganancias. El problema de la gestión burocrática consiste, precisamente, en que falta tal método de cálculo.

En el campo de la empresa movida por el lucro el objetivo de las actividades ingenieriles de dirección se halla claramente determinado por la primacía de la motivación del beneficio. Su tarea consiste en reducir costes sin perjudicar el valor de mercado del producto, o bien en reducir los costes por debajo de la reducción que el producto ha experimentado en el mercado, o también en elevar el valor de mercado del producto por encima del aumento de costes. Mas, en el campo de la administración, lo que se ofrece carece de valor en el mercado: no se puede comprar ni vender.

Consideremos tres ejemplos.

Un servicio de policía tiene la misión de proteger del sabotaje una instalación defensiva. Destaca a treinta vigilantes con esta finalidad. El comisario responsable no tiene necesidad del consejo de un experto eficaz para descubrir que puede ahorrar dinero reduciendo la guardia a sólo veinte hombres. Pero la cuestión es: ¿Compensa esta economía el aumento de riesgo? Hay cosas serias en juego: la defensa nacional, la moral de las fuerzas armadas y de los civiles, repercusiones en el campo de las relaciones exteriores, la vida de muchos honrados trabajadores. No se pueden valorar todas estas cosas en términos monetarios. La responsabilidad recae por completo sobre el Congreso que asigna los medios requeridos y sobre la rama ejecutiva del gobierno. No pueden evadirla dejando la decisión en manos de un consejero irresponsable.

Una de las funciones del Bureau of Internal Revenue consiste en fijar los impuestos que cada uno debe pagar. Deber suyo es interpretar y aplicar la ley. No se trata de una mera tarea administrativa, sino de una especie de función judicial. Todo contribuyente que se oponga a la interpretación de la ley por el Comisario es libre de entablar un pleito ante un tribunal federal para recuperar la cantidad pagada. ¿De qué utilidad pueden serle al ingeniero sus estudios de tiempos y movimientos en esta tarea administrativa? Su cronógrafo no pinta nada en semejante negociado. Es claro que, en igualdad de circunstancias, un funcionario diligente es preferible a otro más lento. Pero el problema principal radica en la calidad del trabajo. Sólo los viejos empleados experimentados pueden apreciar debidamente los aciertos de sus ayudantes. No se puede medir y valorar el trabajo intelectual con artificios mecánicos.

Consideremos finalmente un ejemplo en el cual no están implicados ni problemas de ‘alta’ política ni de aplicación correcta de la legislación. Una oficina está encargada de comprar todos los suministros necesarios para el desenvolvimiento técnico del trabajo burocrático. Se trata de una función relativamente sencilla. Pero en modo alguno constituye un trabajo mecánico. El mejor empleado no es el que rellena el mayor número de pedidos en una hora. La realización más satisfactoria consiste en la compra de los materiales más apropiados al precio más barato.

Por eso, en la medida en que resulta afectada la gestión gubernamental, no es correcto afirmar que el estudio de tiempos y movimientos y otros instrumentos de gestión científica «muestren con exactitud razonable cuánto tiempo y esfuerzo se requieren para cada uno de los métodos disponibles» o que, en consecuencia, aquéllos pueden mostrar «cuál de los métodos y procedimientos posibles requieren el menor tiempo y esfuerzo»[12]. Todas estas cosas resultan bastante ineficaces, dado que no se puede coordinarlas con la calidad del trabajo a realizar. La sola rapidez no constituye una medida del trabajo intelectual. No se puede ‘medir’ a un médico por el tiempo que emplea en examinar a un paciente. Y tampoco se puede ‘medir’ a un juez según el tiempo que necesita para resolver un caso.

Si un hombre de negocios fabrica cierto artículo destinado a la exportación, desea reducir las horas invertidas en la producción de las distintas partes del artículo en cuestión. Pero la licencia que se requiere para embarcar este artículo y destinarlo al exterior no forma parte del artículo. Al otorgar una licencia, el gobierno no contribuye en manera alguna a la producción, a la venta o al embarque de este artículo. Su oficina no interviene en la elaboración del producto. De lo que el gobierno pretenda con las exportaciones depende que la concesión de una licencia sea restrictiva del comercio de exportación: o se quiere reducir el volumen total de las exportaciones, o bien el volumen de exportación de exportadores no gratos, o bien vender a compradores indeseables. La concesión de licencias no es el objetivo, sino un medio técnico para conseguirlo. Desde el punto de vista del gobierno, las licencias rehusadas o no solicitadas todavía son más importantes que las concedidas. Por lo cual no se puede tomar como módulo del funcionamiento de la oficina «el total de horas-hombre invertidas por licencia». Sería impropio concebir el «proceso de otorgamiento de licencias… como si fuera una producción en cadena»[13].

Existen otras diferencias. Si en el transcurso de un proceso de fabricación se estropea o se pierde una pieza, el resultado es un aumento, perfectamente calculable, de los costes de producción. Pero si la petición de una licencia se pierde en la oficina, se le puede ocasionar un serio perjuicio al ciudadano. La ley puede impedir que el individuo perjudicado pleitee con la oficina para obtener una indemnización. Pero subsiste, sin embargo, la responsabilidad moral y política del gobierno de ocuparse de estas peticiones de manera muy cuidadosa.

La administración de los asuntos públicos es tan distinta de los procesos industriales como lo es el procesamiento, la declaración de culpabilidad y la condena de un asesino, del cultivo del trigo o de la fabricación de zapatos. La eficacia administrativa y la eficacia industrial son enteramente diferentes. La dirección de una factoría no se puede perfeccionar tomando como modelo un departamento de policía, y una oficina de recaudación de contribuciones no se puede hacer más eficiente adoptando los métodos de una fábrica de vehículos de motor. Lenin se equivocó cuando propuso las secciones administrativas del gobierno como un modelo para la industria. Pero no yerran menos quienes quieren hacer equivalente la dirección de los servicios administrativos a la de las factorías.

Hay muchas cosas relativas a la administración pública que necesitan ser reformadas. Por supuesto, todas las instituciones humanas tienen que reajustarse una y otra vez al cambio de condiciones. Mas la reforma no puede transformar un servicio público en una especie de empresa privada. Un gobierno no es una compañía cuyo fin es la obtención de beneficios. La gestión de sus asuntos no se puede controlar mediante los balances de pérdidas y ganancias. Sus resultados no se pueden evaluar en términos monetarios. Esto es fundamental para cualquier tratamiento de los problemas de la burocracia.

5. La situación del personal en un sistema burocrático

Un burócrata difiere de otro que no lo es precisamente en que actúa en un campo en el que es imposible apreciar en términos monetarios el resultado del esfuerzo humano. La nación gasta dinero para el mantenimiento de las oficinas, para el pago de sueldos y jornales y para la adquisición de todo el equipo y material necesarios. Pero lo que obtiene por el gasto —el servicio prestado— no puede apreciarse en términos monetarios, por más valioso e importante que pueda ser este ‘rendimiento’. Su apreciación depende de la discrecionalidad del gobierno.

Es cierto que la apreciación de los diversos artículos que se compran y se venden en el mercado depende en grado no menor de la discrecionalidad, en este caso la de los consumidores. Pero como éstos constituyen un vasto conjunto de gente diferente, un agregado anónimo y amorfo, sus juicios quedan congelados en un fenómeno impersonal, el precio de mercado, separándose así de su arbitrario origen. Por otra parte, estos juicios se refieren a los bienes y servicios en cuanto tales, no a las personas que los proporcionan. En los negocios que persiguen el beneficio el nexo comprador-vendedor, lo mismo que la relación empleador-empleado, son pura cuestión de hecho e impersonales. Trátase de un convenio beneficioso para ambas partes. Pero no ocurre lo mismo cuando se trata de la administración pública. Aquí el nexo entre el superior y el subordinado es personal. El subordinado depende del juicio del superior acerca de su personalidad, no de su trabajo. En la medida en que el empleado público puede contar con oportunidades de conseguir un empleo en la empresa privada, esta dependencia no puede llegar a ser opresiva como para marcar todo el carácter del empleado. Pero es distinto bajo la actual tendencia a la burocratización general.

Hasta hace unos años, la escena norteamericana no conocía el burócrata como un tipo específico de ser humano. Siempre hubo oficinistas que, por necesidad, operaban de modo burocrático. Pero no existía una numerosa clase de personas que considerasen como vocación exclusiva su trabajo en puestos oficiales. Había un continuo intercambio de personal entre los empleos oficiales y los privados. Posteriormente, mediante diversas disposiciones, el servicio público se convirtió en una carrera regular. Los nombramientos se basaban en exámenes y no dependían ya de la afiliación política de los solicitantes. Muchos permanecían durante toda su vida en la administración pública, pero conservaban su independencia personal en la medida en que contaban siempre con una posible vuelta a empleos privados.

No ocurrió así en la Europa continental. Aquí los burócratas habían formado, desde hacía tiempo, un grupo integrado. Prácticamente, sólo les quedaba abierta la posibilidad del retomo a la vida no oficial a unos pocos hombres eminentes. La mayoría estaban vinculados a la administración pública para toda su vida. Desarrollaron un carácter peculiar debido a su apartamiento permanente del mundo de la empresa privada. Su horizonte intelectual era la jerarquía, así como sus normas y reglamentos. Su destino consistía en depender por completo del favor de sus superiores, a cuyo dominio estaban sometidos aun cuando no debieran estarlo. Se sobreentendía que sus actividades privadas —e incluso las de sus viudas— tenían que ser las apropiadas a la dignidad de su profesión y a un código especial —no escrito— de conducta, convirtiéndose por lo mismo en un Staatsbeamter o fonctionnaire. Se esperaba de ellos que diesen forma a la visión política del gabinete de ministros que estuviese en el momento en el poder. En todo caso, su libertad para apoyar a un partido de oposición estaba sensiblemente coartada.

La existencia de una amplia clase de tales hombres, dependientes del gobierno, se convirtió en una seria amenaza para el mantenimiento de las instituciones constitucionales. Se hicieron intentos para proteger al empleado individual contra la arbitrariedad de sus superiores, pero el único resultado consistió en relajar la disciplina y en que la dejadez en el cumplimiento de los deberes se extendiera cada vez más.

Norteamérica es novicia en el campo de la burocracia. Tiene mucha menos experiencia en esta materia que los países clásicos del burocratismo, Francia, Alemania, Austria y Rusia. En los Estados Unidos prevalece todavía una inclinación a sobrevalorar la utilidad de las reglamentaciones del servicio público; tales reglamentaciones requieren que los candidatos a la función pública tengan cierta edad, que estén graduados en ciertas escuelas y que hayan superado determinados exámenes. Para la promoción a rangos superiores y a salarios más elevados se exige haber pasado cierto número de años en los grados inferiores y superar determinadas pruebas. Es evidente que tales pruebas se refieren a cosas más o menos superficiales. No hay necesidad de puntualizar que la asistencia a la escuela, los exámenes y los años pasados en posiciones inferiores no cualifican necesariamente a un hombre para desempeñar un empleo superior. A veces, este mecanismo de selección constituye una traba para los hombres más competentes en un empleo, sin que por otra parte sea suficiente para impedir que se nombre a alguien en extremo incompetente. Pero el peor efecto a que da lugar consiste en que el interés principal de los funcionarios se centra en adaptarse a éstas y otras formalidades. Olvidan que su tarea consiste en llevar a cabo, lo mejor que les sea posible, un deber que les ha sido impuesto.

En un sistema de administración pública debidamente organizado, la promoción a grados más altos depende primordialmente de la antigüedad. Los jefes de las oficinas son, en su mayor parte, ancianos que saben que han de retirarse transcurridos unos años. Como han pasado la mayor parte de su vida en posiciones subordinadas, han perdido su vigor e iniciativa. Rehúyen las innovaciones y los perfeccionamientos. Consideran todo proyecto de reforma como una perturbación de su tranquilidad. Su rígido conservadurismo frustra todos los esfuerzos de un gabinete ministerial dirigidos a ajustar el servicio a las condiciones cambiantes. Miran de arriba a abajo al gabinete ministerial como a un profano sin experiencia. En todos los países con una burocracia establecida la gente acostumbra a decir: los gabinetes pasan, pero la administración permanece.

Sería un error achacar la frustración del burocratismo europeo a las deficiencias intelectuales y morales del personal. En todos esos países existen muchas buenas familias cuyos vástagos eligen la carrera burocrática porque pretenden servir honestamente a la nación. El ideal de un brillante muchacho pobre que quisiera alcanzar un puesto mejor en la vida consistía en ingresar en la administración pública. Muchos de los miembros mejor dotados y más destacados de la intelectualidad sirvieron en los cuerpos del Estado. El prestigio y el nivel social de los funcionarios sobrepasaba con mucho a los de otras clases de la población, excepto la de los oficiales militares y la de las familias aristócratas más antiguas y más ricas.

Muchos funcionarios han publicado excelentes obras sobre los problemas del derecho administrativo y de la estadística. Algunos de ellos fueron escritores o músicos brillantes en sus ratos de ocio. Otros se dedicaron a la política y llegaron a ser eminentes líderes de partido. Por supuesto, la mayor parte de los burócratas fueron hombres bastante mediocres; pero no cabe duda de que un número considerable de hombres capacitados han figurado en las filas de los empleados estatales.

El fracaso de la burocracia europea no se ha debido, ciertamente, a la incapacidad del personal, sino a la inevitable debilidad de toda administración de los asuntos públicos. La falta de módulos que, de manera incuestionable, pudieran asegurar si existe éxito o fracaso en el cumplimiento de los deberes oficiales crea problemas insolubles. Mata la ambición, destruye la iniciativa y el incentivo para hacer más del mínimo exigido. Hace que el burócrata mire a las instrucciones, no al contenido material y al éxito real.