Los términos ‘burócrata’, ‘burocrático’ y ‘burocracia’ constituyen claras invectivas. Nadie se llama a sí mismo burócrata o considera burocráticos sus propios medios de administración. Estas palabras se aplican siempre con una connotación oprobiosa. Siempre implican una crítica despectiva de personas, instituciones o procedimientos. Nadie pone en duda que la burocracia es completamente mala y que en un mundo perfecto no existiría.
La implicación negativa de los términos en cuestión no se limita a Norteamérica y a otros países democráticos. Se trata de un fenómeno universal. Incluso en Prusia, prototipo del gobierno autoritario, nadie quiere que se le llame burócrata. El wirklicher geheimer Oberregierungsrat del rey de Prusia estaba orgulloso de su dignidad y del poder de que disponía. Su presunción se complacía en la reverencia de sus subordinados y del populacho. Estaba imbuido de la idea de su propia importancia e infalibilidad. Pero habría considerado un insulto impúdico que cualquiera tuviese la desvergüenza de llamarle burócrata. Según su propia opinión, no era un burócrata, sino un empleado civil, mandatario de Su Majestad, un funcionario del Estado que velaba sin desmayo día y noche por el bienestar de la nación.
Resulta curioso que los ‘progresistas’, a quienes los críticos de la burocracia consideran responsables de su expansión, no se atrevan a defender el sistema burocrático. Por el contrario, se unen a aquéllos a quienes, en otros aspectos, desdeñan como ‘reaccionarios’, para condenarlo. Sostienen al respecto que esos métodos burocráticos no son esenciales en modo alguno para realizar la utopía que ellos propugnan. La burocracia —dicen— constituye más bien el medio insatisfactorio por el que el sistema capitalista intenta llegar a un arreglo con la tendencia inexorable a su propia destrucción. El inevitable triunfo final del socialismo abolirá no sólo el capitalismo, sino también el burocratismo. En el mundo feliz del futuro, en el bendito paraíso de la planificación total, ya no habrá más burócratas. El hombre común será el soberano; la misma gente se ocupará de todos sus asuntos. Únicamente los burgueses de mente estrecha pueden ser prisioneros del error consistente en pensar que la burocracia permite entrever de antemano lo que el socialismo reserva a la humanidad.
Así, pues, todos parecen estar de acuerdo en que la burocracia constituye un mal. Pero no es menos cierto que nadie ha tratado nunca de determinar con lenguaje inequívoco lo que la burocracia significa realmente. Por lo general, la palabra se emplea en un sentido indefinido. La mayoría de la gente se sentiría en un compromiso si alguien les pidiera una definición y una explicación precisas. ¿Cómo pueden condenar la burocracia y a los burócratas, si ni siquiera saben lo que esos términos significan?
Si se le pidiese a un norteamericano que concretara sus quejas respecto a los males de la burocratización progresiva, quizás contestaría algo por el estilo:
Nuestro tradicional sistema de gobierno se basa en la separación de los poderes legislativo, ejecutivo y judicial y en una clara división de jurisdicción entre la Unión y los Estados. Los legisladores, la mayor parte de los miembros del poder ejecutivo y muchos de los jueces se escogían mediante elección. De esta manera, el pueblo, los votantes, poseían la soberanía. Además, ninguno de los tres brazos del gobierno tenía el derecho de interferir en los asuntos privados de los ciudadanos. El ciudadano que cumplía la ley era un hombre libre.
Mas ahora, desde hace años —y especialmente desde la aparición del New Deal— existen unas fuerzas poderosas que están a punto de sustituir este viejo y probado sistema democrático por el gobierno tiránico de una burocracia irresponsable y arbitraria. El burócrata no accede al cargo mediante elección de los votantes, sino que es nombrado por otro burócrata. Se ha arrogado una parte del poder legislativo. Las comisiones y las dependencias del gobierno emiten decretos y regulaciones tomando a su cargo la administración y la dirección de todos los aspectos de la vida de los ciudadanos. No solamente regulan asuntos que hasta ahora habían sido dejados a la discreción del individuo, sino que además no retroceden ante disposiciones que constituyen, virtualmente, una derogación de las leyes debidamente promulgadas. Por medio de esta cuasilegislación, las oficinas públicas usurpan el poder decisorio acerca de los méritos de cada caso, es decir, con bastante arbitrariedad. Los reglamentos y los juicios de los servicios oficiales son cumplimentados por los funcionarios federales. La revisión judicial se convierte, de hecho, en ilusoria. Día tras día los burócratas asumen más poder; muy pronto dirigirán todo el país.
No puede caber la menor duda de que este sistema burocrático es esencialmente antiliberal, no democrático, no norteamericano; de que resulta contrario al espíritu y a la letra de la Constitución y de que constituye una copia de los métodos totalitarios de Stalin y de Hitler. Está penetrado de una fanática hostilidad hacia la libre empresa y la propiedad privada. Paraliza la gestión de los negocios y disminuye la productividad del trabajo. Sin reparar en el gasto, derrocha las riquezas de la nación. Es ineficiente y dispendioso. Aunque llaman planificación a lo que hace, carece de planes y de fines definidos. Le falta unidad y uniformidad; los variados departamentos y oficinas actúan con fines contrapuestos. El resultado es una desintegración de todo el aparato de producción y distribución. La pobreza y la miseria seguirán necesariamente.
Este vehemente juicio sobre la burocracia es, en conjunto, una descripción adecuada, aunque emotiva, de las actuales tendencias del gobierno en Norteamérica. Pero yerra al hacer a la burocracia y a los burócratas responsables de una evolución que hay que situar en otra perspectiva. La burocracia no es más que una consecuencia y un síntoma de cosas y de cambios mucho más profundamente arraigados.
El hecho característico de la política actual es la tendencia a sustituir la libre empresa por el control gubernamental. Poderosos partidos políticos y grupos de presión reclaman perentoriamente el control público de todas las actividades económicas, ya sea a través de la planificación gubernamental, ya sea mediante la nacionalización de las empresas. Pretenden el completo control de la educación por el gobierno y la socialización de la profesión médica. No hay ningún sector de la actividad humana que no esté dispuesto a subordinar a la regimentación de las autoridades. A sus ojos, el control estatal constituye la panacea de todos los males.
Estos partidarios entusiastas del gobierno omnipotente son muy modestos al valorar el papel que ellos mismos desempeñan en la evolución hacia el totalitarismo. Sostienen que la tendencia hacia el socialismo es inevitable. Se trata de la tendencia necesaria e ineluctable de la evolución histórica. Sostienen con Marx que el socialismo vendrá «con la inexorabilidad de una ley de la naturaleza». La propiedad privada de los medios de producción, la empresa libre, el capitalismo, el sistema de beneficios, todo esto está llamado a desaparecer. El ‘signo del futuro’ impulsa a los hombres hacia el paraíso terrenal del pleno control por el gobierno. Los adalides del totalitarismo se llaman a sí mismos ‘progresistas’, precisamente porque pretenden haber comprendido el significado de los presagios. Y por ello ridiculizan y desacreditan a todos aquéllos que intentan oponerse a la acción de fuerzas que —como ellos dicen— ningún esfuerzo humano será lo bastante fuerte para detener.
A causa de esas políticas ‘progresistas’ proliferan como hongos nuevos cargos y nuevas secciones administrativas del gobierno. Los burócratas se multiplican y están ansiosos de restringir, paso a paso, la libertad de acción del ciudadano individual. Muchos ciudadanos —por ejemplo, aquéllos a quienes los ‘progresistas’ menosprecian como ‘reaccionarios’— se resienten de esta usurpación que recae sobre sus asuntos y reprochan la incompetencia y el despilfarro de los burócratas. Mas, hasta ahora, esos oponentes han sido una minoría. La prueba es que, en las elecciones pasadas, no pudieron conseguir una mayoría de votos. Fueron derrotados por los ‘progresistas’, los inflexibles enemigos de la libertad de empresa y de la iniciativa privada y campeones fanáticos del control totalitario del gobierno sobre los negocios.
Es un hecho que la política del New Deal ha recibido el apoyo de los electores. Pero no cabe duda de que esta política será abandonada por completo en caso de que los electores le retiren su favor. Los Estados Unidos son todavía una democracia. La Constitución sigue aún intacta. Las elecciones siguen siendo libres. Los electores no depositan su papeleta bajo coacción. De ahí que no sea correcto decir que el sistema burocrático alcanza su victoria gracias a métodos inconstitucionales y no democráticos. Los abogados pueden tener razón al discutir la legalidad de algunos puntos menores. Pero de lo que no cabe duda es que el New Deal fue respaldado en su conjunto por el Congreso. El Congreso hizo las leyes y facilitó el dinero.
Es claro que Norteamérica se enfrenta con un fenómeno que no previeron ni pudieron prever los redactores de la Constitución: el abandono voluntario de los derechos del Congreso. Éste ha cedido en muchos casos la función de legislar a secciones y comisiones del gobierno, y ha mitigado su control sobre el presupuesto mediante la asignación de amplias facultades de gasto cuyo detalle determina la administración. El derecho del Congreso a delegar temporalmente alguno de sus poderes es indiscutible. En el caso de la National Recovery Administration, el Tribunal Supremo lo ha declarado inconstitucional; pero ciertas delegaciones de poder formuladas de forma más cauta constituyen una práctica casi normal. De todos modos, al actuar así el Congreso no se ha apartado, hasta ahora, de la voluntad declarada de la mayoría del pueblo soberano.
Por otra parte, hemos de constatar que la delegación de poder constituye el principal instrumento de la dictadura moderna. En virtud de esa delegación de poder, Hitler y su gabinete gobiernan Alemania. Gracias a una delegación de poder, la izquierda británica quiere establecer su dictadura y transformar a Gran Bretaña en una república socialista. Es evidente que esta delegación de poder puede usarse como un disfraz cuasiconstitucional para imponer una dictadura. Pero ciertamente no es ése el caso, por el momento, en este país. Es indudable que el Congreso conserva todavía el derecho formal y el poder real de recuperar todo el poder que ha delegado. Los electores tienen todavía el derecho y el poder para designar senadores y representantes que sean radicalmente opuestos a cualquier cesión de las facultades del Congreso. En Estados Unidos la burocracia se basa en principios constitucionales.
Tampoco es correcto tachar de inconstitucionalidad la progresiva concentración de poderes constitucionales en el gobierno central y la consiguiente disminución de los poderes constitucionales de los estados. El equilibrio en la distribución de poderes entre el gobierno federal y los estados, tal como lo establece la Constitución, ha sido seriamente perturbado debido a que los nuevos poderes que adquieren las autoridades acrecientan, en su mayoría, el de la Unión, pero no el de los estados. Esto no es efecto de maquinaciones siniestras por parte de misteriosas pandillas de Washington, ansiosas de contener a los estados y de establecer la centralización. Es la consecuencia del hecho de que los Estados Unidos constituyen una unidad económica, con un sistema monetario y crediticio uniforme y con la libre movilidad de bienes, de capital y de personas entre los estados. En un país así el control gubernamental de los negocios ha de estar centralizado. Estaría fuera de discusión dejarlo a los estados. Si cada estado tuviera libertad para controlar los negocios de acuerdo con sus propios planes, se desintegraría la unidad del mercado nacional. El control estatal de los negocios sólo podría practicarse si cada estado pudiera separar su territorio del resto de la nación mediante barreras comerciales y a la migración y con una política monetaria y crediticia autónoma. Como nadie sugiere seriamente que se quiebre la unidad económica de la nación, ha sido preciso confiar a la Unión el control de los negocios. Pertenece a la naturaleza de un sistema de control gubernamental moverse hacia la centralización extrema. La autonomía de los estados, en cuanto garantizada por la Constitución, sólo es realizable bajo un sistema de libre empresa. Al votar por el control gubernativo de los negocios, los votantes votan implícitamente, aunque sin saberlo, por una mayor centralización.
Quienes critican a la burocracia cometen el error de dirigir sus ataques contra un síntoma solamente y no contra la raíz del mal. No distinguen si los innumerables decretos que regimientan cada aspecto de las actividades económicas de los ciudadanos se derivan directamente de una ley votada por el Congreso o de una comisión o departamento gubernamental al que se ha conferido la facultad mediante una ley y la consiguiente asignación de fondos. De lo que la gente se halla altamente quejosa al respecto es de que el gobierno se haya embarcado en tales políticas totalitarias, no de los procedimientos técnicos aplicados para su establecimiento. Habría escasa diferencia si el Congreso no hubiera dotado a esos departamentos de facultades cuasilegislativas y se hubiese reservado para sí el derecho a emitir todos los decretos requeridos para el desempeño de sus funciones.
Desde el momento en que se declara tarea del gobierno el control de precios, es preciso fijar un número indefinido de precios tope, teniendo muchos de ellos que ser modificados a medida que cambian las circunstancias. Este poder se confiere a la OPA [Office of Price Administration]. Pero el predominio de sus burócratas no resultaría sustancialmente perjudicado si éstos tuvieran que dirigirse al Congreso para que éste legislara sobre tales topes o precios máximos. El Congreso se vería inundado por una avalancha de proyectos cuyo contenido desbordaría los límites de su capacidad. Los miembros del Congreso carecerían a la vez de tiempo y de información para examinar seriamente las propuestas elaboradas por las diversas secciones de la OPA.
No les quedaría otra opción que confiar en el jefe de la oficina y en sus empleados y votar en bloque los proyectos, o bien derogar la ley concediendo a la administración la facultad de controlar los precios. Estaría fuera del alcance de los miembros del Congreso considerar estos asuntos tan concienzuda y escrupulosamente como suelen hacerlo cuando deliberan sobre política y legislación.
Los procedimientos parlamentarios son un método adecuado para tratar de la estructuración de las leyes que necesita una comunidad basada en la propiedad privada de los medios de producción, en la libre empresa y en la soberanía de los consumidores. Pero son esencialmente inadecuados para la gestión de los asuntos bajo la omnipotencia gubernativa. Quienes hicieron la Constitución jamás soñaron con un sistema de gobierno bajo el cual las autoridades tuvieran que determinar los precios de la pimienta y de las naranjas, de las cámaras fotográficas y de las hojas de afeitar, de las corbatas y de las servilletas de papel. Pero si hubieran contemplado semejante contingencia, seguramente habrían considerado como insignificante la cuestión de si tales regulaciones deberían ser establecidas por el Congreso o por un departamento burocrático. Habrían comprendido fácilmente que el control gubernativo de los negocios es incompatible, en último término, con cualquier forma de gobierno constitucional y democrático.
No es casual que los países socialistas estén gobernados de manera totalitaria. El totalitarismo y el gobierno por el pueblo son incompatibles. Las cosas no serían diferentes en Alemania y Rusia si Hitler y Stalin tuvieran que someter todos sus decretos a la aprobación de sus ‘parlamentos’. En un sistema de control de los negocios por parte del gobierno, los parlamentos no pueden ser otra cosa que asambleas de ‘hombres-sí’.
Tampoco se justifica ver un fallo en el hecho de que los cargos de los burócratas no sean electivos. La elección de ejecutivos sólo es razonable cuando se trata de altos cargos. Aquí los votantes tienen que elegir entre candidatos cuyo carácter y cuyas convicciones políticas conocen. Sería absurdo emplear el mismo método para el nombramiento de una hueste de gentes desconocidas. Tiene sentido que los ciudadanos voten para elegir Presidente, Gobernador o Mayor (alcalde). Sería disparatado que lo hicieran para elegir a cientos y miles de empleados menores. En este caso, los electores no podrían hacer otra cosa que endosar la lista propuesta por su partido. Ahora bien, da lo mismo que el Presidente o el Gobernador debidamente elegidos nombren a todos sus ayudantes o que los electores voten por una lista que contenga los nombres de quienes su candidato preferido ha elegido como ayudantes.
Es indudable que, como dicen quienes se oponen a las tendencias que llevan al totalitarismo, los burócratas tienen libertad para decidir, según su propia discreción, cuestiones de importancia capital para la vida de los individuos. Es cierto que los funcionarios no son ya servidores de los ciudadanos, sino amos y tiranos irresponsables y arbitrarios. Pero esto no constituye un defecto de la burocracia, sino que es el resultado del nuevo sistema de gobierno que restringe la libertad del individuo en la gestión de sus propios asuntos al asignar cada vez más tareas al gobierno. El culpable no es el burócrata, sino el sistema político. Pero el pueblo soberano tiene todavía libertad para deshacerse de este sistema.
También es verdad que la burocracia está imbuida de un odio implacable a los negocios privados y a la libre empresa. Mas quienes apoyan el sistema consideran que es éste, precisamente, el aspecto más loable de su actitud. Lejos de avergonzarse de sus prácticas contrarias a los negocios, se enorgullecen de ellas. Pretenden el control pleno de los asuntos privados por el gobierno y ven un enemigo público en todo hombre de negocios que quiere eludir este control.
Finalmente, es cierto que la nueva política, pese a no ser anticonstitucional desde un punto de vista puramente formal, es contraria al espíritu de la Constitución, lo que equivale a derribar todo lo que era querido para la vieja generación de norteamericanos. Y esto tiene que abocar a un abandono de lo que el pueblo acostumbra a llamar democracia. Y, en este sentido, es una política no norteamericana. Pero esta crítica tampoco desacredita las tendencias ‘progresistas’ a los ojos de quienes las sostienen. Estos contemplan el pasado de manera diferente que sus críticos. Para ellos la historia de la sociedad, tal como ha sido hasta ahora, constituye un récord de degradación humana, de miseria y de explotación cruel de las masas por las clases gobernantes. Lo que en el lenguaje norteamericano se llama ‘individualismo’ es, dicen ellos, un «término altisonante para expresar la codicia de dinero, transfigurada y ostentada como una virtud». La idea equivalía a «dar rienda suelta a los cazadores de dinero, a los chanchulleros ingeniosos, a los acaparadores y a otros bandidos que vivían esquilmando la renta nacional»[4]. El sistema norteamericano es menospreciado como una espuria democracia formal, bill-of-rights democracy, al tiempo que se elogia extravagantemente el sistema ruso de Stalin como el único verdaderamente democrático.
El tema principal de las luchas políticas actuales consiste en si la sociedad debe organizarse sobre la base de la propiedad privada de los medios de producción (capitalismo, sistema de mercado) o sobre la base del control público de los mismos (socialismo, comunismo, economía planificada). El capitalismo significa la libre empresa, la soberanía de los consumidores en los asuntos económicos y la soberanía de los electores en las cuestiones políticas. El socialismo significa el pleno control del gobierno sobre todos los sectores de la vida individual y la supremacía ilimitada del mismo en su función de oficina central de administración de la producción. Ningún compromiso es posible entre estos dos sistemas. En contra de la falacia popular, no existe una vía media, ningún tercer sistema es posible como modelo de un orden social permanente[5]. Los ciudadanos pueden elegir entre capitalismo o socialismo, o bien —como dicen muchos norteamericanos— entre el modo de vida norteamericano o el ruso.
Quien, en este antagonismo, se pone del lado del capitalismo debe hacerlo francamente y sin reservas. De nada sirve contentarse con atacar ciertas medidas destinadas a preparar la vía al socialismo. Es inútil luchar únicamente contra los síntomas y no contra la tendencia hacia el totalitarismo en cuanto tal. También lo es contentarse con la mera crítica del burocratismo.
Los críticos ‘progresistas’ del burocratismo dirigen sus ataques, en primer término, contra la burocratización de las grandes empresas privadas. Su razonamiento es el siguiente:
En el pasado, las empresas eran relativamente pequeñas. El empresario estaba en una posición que le permitía vigilar todas las partes de su empresa y tomar personalmente todas las decisiones importantes. Era el propietario de todo el capital invertido, o al menos de la mayor parte. Se hallaba vitalmente interesado en el éxito de su empresa. Por eso dedicaba lo mejor de sus aptitudes a intentar que su equipo fuese lo más eficiente posible y evitar el despilfarro.
Mas, con la inexorable tendencia a la concentración económica, las condiciones han cambiado radicalmente. Hoy la escena está dominada por grandes sociedades anónimas. La propiedad está ausente; los propietarios legales, los tenedores de títulos, realmente no tienen voz en la dirección. Esta tarea se cede a administradores profesionales (managers). Las empresas son tan grandes que las funciones y las actividades han de ser distribuidas entre departamentos y subdivisiones administrativas. La gestión de los negocios se convierte necesariamente en burocrática.
Los actuales defensores de la libre empresa son unos románticos comparables a los panegiristas de las artes y oficios medievales. Yerran por completo al atribuir a las compañías gigantescas las cualidades que, en otro tiempo, caracterizaban a las empresas pequeñas y medianas. El problema no se resuelve dividiendo los grandes agregados en pequeñas unidades. Por el contrario, prevalecerá la tendencia hacia una ulterior concentración de poder económico. Los grandes monopolios se congelarán en un rígido burocratismo. Sus directores, responsables ante nadie, se convertirán en una aristocracia hereditaria. Los gobiernos vendrán a ser meros juguetes de una omnipotente pandilla de hombres de negocios.
Es indispensable frenar el poder de esta oligarquía de directores mediante la acción del gobierno. Tal como están las cosas, sólo cabe elegir entre el gobierno de una irresponsable burocracia de directores y el gobierno de la nación.
Es obvio el carácter apologético de semejante razonamiento. A la crítica general referente a la extensión del burocratismo gubernamental, los ‘progresistas’ y los New Dealers replican que la burocracia en modo alguno se limita al gobierno: es un fenómeno universal igualmente presente en la empresa privada. Su causa principal es «el enorme tamaño de la organización»[6]. De ahí que sea un mal inevitable.
El presente libro intentará demostrar que la empresa que no busca el beneficio, sea cual fuere su tamaño, se halla expuesta a burocratizarse aun en el supuesto de que las manos de sus directores no estén atadas por la interferencia del gobierno. La corriente hacia la rigidez burocrática no es inherente a la evolución de los negocios. Se trata de una consecuencia de la intromisión del gobierno en los mismos. Es un resultado de los programas políticos destinados a eliminar el papel de la motivación del beneficio en el ámbito de la organización económica de la sociedad.
En estas observaciones introductorias quisiéramos insistir solamente acerca de un punto de las quejas populares en torno a la creciente burocratización de los negocios. La burocratización, dice la gente, se debe «a la falta de un liderazgo competente, efectivo»[7]. Lo que se necesita es un ‘liderazgo creador’.
La queja de la falta de líderes en el campo político constituye la actitud característica de todos los heraldos de la dictadura. A sus ojos, la deficiencia principal del gobierno democrático consiste en su incapacidad para producir grandes führers y grandes duces.
En el terreno de los negocios, el liderazgo creador se manifiesta en el ajuste de la producción y la distribución a las condiciones cambiantes de la demanda y la oferta y en la adaptación de las mejores técnicas a los usos prácticos. El gran hombre de negocios es aquél que produce bienes más abundantes, mejores y más baratos; el que, como un pionero del progreso, ofrece a sus conciudadanos objetos y servicios hasta entonces desconocidos para ellos o fuera de su alcance. Podemos llamarle líder porque su iniciativa y su actividad obligan a sus competidores a emular sus logros, o bien a abandonar los negocios. Su inventiva infatigable y su afición a las innovaciones impiden que las empresas degeneren en una rutina burocrática. Encarna en su persona el dinamismo incansable y el progresismo inherente al capitalismo y a la libre empresa.
Sería ciertamente una exageración afirmar que en la Norteamérica actual faltan líderes creadores. Muchos de los antiguos héroes de los negocios norteamericanos viven todavía y siguen al frente de sus empresas. Sería delicado expresar una opinión acerca de la creatividad de hombres más jóvenes. Se requiere cierto distanciamiento temporal para apreciar correctamente sus logros. Un genio auténtico muy raramente es reconocido como tal por sus contemporáneos.
La sociedad no puede contribuir a la producción y la formación del hombre genial. El genio creador no se prepara. No hay escuelas para la creatividad. Un genio es, precisamente, un hombre que desafía todas las escuelas y todas las reglas, que se aparta de los rutinarios caminos tradicionales y abre nuevos senderos a través de un campo anteriormente inaccesible. Un genio es siempre un maestro, jamás un alumno; se trata siempre de alguien que se hace a sí mismo. No debe nada al favor de quienes están en el poder. Mas, por otra parte, el gobierno puede establecer condiciones que paralicen los esfuerzos de un espíritu creador y le impidan prestar servicios útiles a la comunidad.
Tal es hoy la situación en el campo de los negocios. Consideremos solamente un ejemplo, el impuesto sobre la renta. En el pasado, un ingenioso recién llegado puso en marcha un nuevo proyecto. Se trataba de un modesto punto de partida; era pobre, sus fondos eran pequeños y en su mayor parte prestados. Al producirse el éxito inicial, no aumentó su consumo, sino que reinvirtió la mayor parte de sus beneficios. De esta manera su negocio creció rápidamente. Se convirtió en líder en su ramo. Su amenazadora competencia obligó a las empresas ricas ya establecidas y a las grandes compañías a adaptarse a las condiciones originadas por su intervención. Éstas no podían desdeñarle y abandonarse a la negligencia burocrática. Se hallaban ante la necesidad de vigilar día y noche contra tales peligrosos innovadores. Si no podían encontrar un hombre capaz de rivalizar con el recién llegado para la gestión de sus propios asuntos, tenían que unirse a él y reconocer su liderazgo.
Pero en la actualidad el impuesto sobre la renta absorbe el 80 por 100 o más de tales beneficios iniciales del recién llegado. Éste no puede acumular capital; no puede ampliar sus negocios; jamás su empresa llegará a ser grande. No representa ya una amenaza para los viejos intereses establecidos. Las antiguas firmas y sociedades poseen ya un capital considerable. Los impuestos sobre la renta y sobre las sociedades les impiden acumular más capital, mientras que al recién llegado le impiden que lo forme. Está condenado para siempre a seguir con una empresa pequeña. Las empresas ya existentes están protegidas contra el peligro que representan los emprendedores parvenus. No están amenazadas por su competencia. Gozan virtualmente de un privilegio, en la medida en que se contenten con mantener sus negocios según las líneas y el tamaño tradicionales[8]. Por supuesto que su desarrollo ulterior queda cortado: el continuo drenaje de sus beneficios por los impuestos les hace imposible ampliarse mediante sus propios recursos. Origínase así una tendencia a la rigidez.
En todos los países, las leyes fiscales se redactan hoy como si la finalidad principal de los impuestos consistiera en impedir la acumulación de nuevo capital y los progresos que esto podría reportar. La misma tendencia se manifiesta en muchas otras ramas de la política. A los ‘progresistas’ les va mal el nombre cuando se quejan de la falta de liderazgo creador en los negocios. No se trata de falta de hombres, sino de falta de instituciones que les permitan utilizar sus cualidades. Los programas políticos modernos acaban atando las manos a los innovadores, no menos que lo hiciera el sistema de gremios en la Edad Media.
Como se mostrará en este libro, la burocracia y los métodos burocráticos son muy viejos, pues tienen que estar presentes en el aparato administrativo de todo gobierno cuya soberanía se extienda sobre un área amplia. Los faraones del antiguo Egipto y los emperadores de China construyeron una enorme máquina burocrática, y lo mismo hicieron todos los demás gobiernos. El feudalismo medieval fue un intento de organizar el gobierno de amplios territorios sin burócratas ni métodos burocráticos. En tales esfuerzos fracasó por completo, abocando a una total desintegración de la unidad política y a la anarquía. Los señores feudales, originariamente meros funcionarios y, en cuanto tales, sujetos a la autoridad del gobierno central, se transformaron virtualmente en príncipes independientes, en lucha casi continua entre sí y desafiando al rey, a los tribunales y a las leyes. A partir del siglo XV la principal tarea de varios monarcas europeos consistió en poner coto a la arrogancia de sus vasallos. El Estado moderno ha sido edificado sobre las ruinas del feudalismo. Sustituyó la supremacía de una multitud de insignificantes príncipes y condes por la dirección burocrática de los asuntos públicos.
A la cabeza de esta evolución estuvieron los reyes de Francia. Alexis de Tocqueville ha mostrado cómo los reyes Borbones persiguieron sin descanso la abolición de la autonomía de poderosos vasallos y de los grupos oligárquicos de aristócratas. A este respecto, la revolución francesa se limitó a concluir lo que los reyes absolutos habían comenzado. Eliminó la arbitrariedad de los monarcas, estableció la supremacía de la ley en el campo de la administración y restringió el ámbito de los asuntos sometidos al juicio discrecional de los funcionarios. No liquidó la administración burocrática, sino que se limitó a ponerle una base legal y constitucional. El sistema administrativo de Francia durante el siglo XIX fue un intento de domeñar en lo posible la arbitrariedad de los burócratas mediante el derecho. Sirvió de modelo a otras naciones liberales, a excepción del ámbito de la common law anglosajona, que deseaban vivamente establecer la supremacía de la ley y de la legalidad en la administración civil.
No es suficientemente conocido que el sistema prusiano de administración, tan admirado por todos los partidarios del gobierno omnipotente, no fue en sus comienzos más que una imitación de las instituciones francesas. Federico II el Grande importó de la Francia monárquica no sólo los métodos, sino también el personal para ponerlos en práctica. Entregó la administración de las alcabalas y de las aduanas a una plana mayor de varios centenares de burócratas franceses importados. Nombró Director general de Correos a un francés y a otro le hizo presidente de la Academia. Los prusianos del siglo XVIII tenían aún mejores razones para considerar no prusiano al burocratismo que los norteamericanos actuales para considerarlo no norteamericano.
La técnica jurídica de la actividad administrativa en los países en que regía la common law anglosajona era muy diferente de la de los países continentales europeos. Tanto los ingleses como los norteamericanos estaban plenamente convencidos de que su sistema les otorgaba una protección más eficaz contra las transgresiones de la arbitrariedad administrativa. Sin embargo, la experiencia de las últimas décadas ha puesto claramente de manifiesto que ninguna precaución legal es suficiente para resistir a una tendencia apoyada por una poderosa ideología. Las ideas populares sobre la interferencia del gobierno en los negocios y las del socialismo han socavado los diques erigidos por veinte generaciones de anglosajones contra la avalancha del gobierno arbitrario. Muchos intelectuales y numerosos electores, organizados en grupos de presión de agricultores y de obreros, desacreditan el tradicional sistema de gobierno norteamericano como ‘plutocrático’ y suspiran por la adopción de los métodos rusos que no conceden en absoluto al individuo protección alguna contra el poder discrecional de las autoridades.
El totalitarismo consiste en mucho más que en la mera burocracia. Se trata de la subordinación de la vida entera de cada individuo, de su trabajo y de su ocio, a las órdenes de quienes ocupan el poder. Consiste en la reducción del hombre a un diente de rueda de la máquina de coacción y compulsión que todo lo abarca. Obliga al individuo a renunciar a cualquier actividad que no merezca la aprobación del gobierno. No tolera ninguna manifestación disidente. Equivale a la transformación de la sociedad en un ejército laboral estrictamente disciplinado (como afirman los abogados del socialismo) o en una penitenciaría (como constatan sus contrincantes). En todo caso se trata de la ruptura radical con el modo de vida adoptado en el pasado por las naciones civilizadas. No consiste simplemente en la vuelta de la humanidad al despotismo oriental, bajo el cual —como observara Hegel— sólo un hombre era libre y todos los demás esclavos, porque los monarcas orientales no interferían en la rutina diaria de sus súbditos. A los campesinos, a los ganaderos y a los artesanos se les dejaba un campo de actividades en cuya práctica no eran perturbados ni por el soberano ni por sus satélites. Gozaban de cierta dosis de autonomía dentro de sus propios hogares y familias. Con el socialismo moderno ocurre algo muy distinto. Éste es totalitario en el estricto sentido del término. Mantiene al individuo sujeto de la rienda desde la matriz hasta la tumba. En cualquier momento de su vida el ‘camarada’ se halla obligado implícitamente a obedecer las órdenes emitidas por la autoridad suprema. El Estado es a la vez su guardián y su patrono. El Estado determina su trabajo, su dieta y sus placeres. El Estado le dice qué tiene que pensar y en qué tiene que creer.
La burocracia es el instrumento para ejecutar esos planes. Pero la gente es injusta cuando juzga al burócrata individual por los vicios del sistema. El fallo no radica en las personas que llenan las oficinas y los despachos. Éstas son tan víctimas como los demás de esta nueva forma de vida.
Lo malo es el sistema, no las personas que le sirven. Un gobierno no puede hacer nada sin oficinas y sin métodos burocráticos. Y como la cooperación social no puede funcionar sin un gobierno, una cierta dosis de burocracia es siempre indispensable. Lo que la gente rechaza no es el burocratismo en cuanto tal, sino la intromisión de la burocracia en todas las esferas de la vida y de la actividad humanas. La lucha contra las usurpaciones burocráticas es esencialmente una rebelión contra la dictadura totalitaria. Es equívoco rotular la lucha por la democracia y la libertad como lucha contra la burocracia.
Hay, no obstante, cierto fundamento en la queja general contra los métodos y los procedimientos burocráticos, ya que sus fallos indican los defectos esenciales de cualquier esquema socialista o totalitario. El estudio del problema de la burocracia acabará demostrándonos por qué las utopías socialistas son completamente impracticables y que, si se ponen en práctica, provocarán no sólo un empobrecimiento general, sino la desintegración de la cooperación social, el caos. Así, pues, el estudio de la burocracia constituye una buena aproximación a la comprensión de ambos sistemas de organización social: el capitalismo y el socialismo.
Si queremos averiguar lo que realmente significa la burocracia, tenemos que comenzar con un análisis del modo de operar de la motivación del beneficio en la estructura de una sociedad capitalista. Los aspectos esenciales del capitalismo no son menos desconocidos que los de la burocracia. Leyendas espurias, popularizadas por una propaganda demagógica, han presentado equívocamente el sistema capitalista. El capitalismo ha tenido éxito, de una forma que no tiene precedentes, en elevar el nivel de bienestar material de las masas. En los países capitalistas las cifras de población son ahora varias veces mayores que al iniciarse la ‘revolución industrial’, y todos los ciudadanos de estas naciones gozan de un nivel de vida mucho más elevado que el de los acomodados de épocas anteriores. Sin embargo, una gran parte de la opinión pública desacredita la libre empresa y la propiedad privada de los medios de producción como instituciones denigrantes que perjudican a la inmensa mayoría de la nación y favorecen solamente los egoístas intereses de clase de un pequeño grupo de explotadores. Políticos cuyo principal logro consistió en restringir la producción agrícola y en obstaculizar el progreso técnico de los métodos industriales, desacreditan el capitalismo como una ‘economía de la escasez’ y hablan acerca de la abundancia que ha de traer el socialismo. Los dirigentes de los sindicatos obreros, cuyos miembros conducen sus propios automóviles, se entusiasman exaltando las condiciones de los desarrapados y descalzos proletarios soviéticos y alabando la libertad de que gozan los obreros en Rusia, donde los sindicatos han sido suprimidos y las huelgas son constitutivas de delito.
No es preciso investigar con detalle semejantes fábulas. Nuestra intención no es elogiar ni condenar. Queremos saber lo que realmente son los dos sistemas en cuestión, cómo funcionan y cómo sirven a las necesidades de la gente.
A pesar de la gran vaguedad del término burocracia, parece existir unanimidad respecto a la distinción entre dos métodos opuestos de hacer las cosas: la vía del ciudadano privado y la vía en que las oficinas del gobierno y de los municipios son las que operan. Nadie niega que sean esencial y radicalmente diferentes los principios según los cuales opera un departamento administrativo y los principios aplicables al comportamiento de una empresa que busca el beneficio. Resultará adecuado, por lo tanto, comenzar analizando los métodos empleados en estas dos clases de instituciones y compararlos entre sí.
La burocracia, sus méritos y deméritos, su trabajo y su modo de actuar, sólo pueden entenderse mediante el contraste con la motivación del beneficio tal como funciona en la sociedad de mercado capitalista.