El espíritu militarista-totalitario del Estado prusiano tiene su contrapartida y culminación en las ideas de la socialdemocracia y del socialismo alemán en general. Para quien observe las cosas superficialmente, el Estado autoritario y la socialdemocracia se presentan como antítesis irreconciliable, entre las cuales no existe mediación alguna. En efecto, durante más de cincuenta años se han enfrentado con dura hostilidad. Sus relaciones no eran las de una oposición política que rigen entre partidos políticos también distintos en otros pueblos; eran en cambio relaciones de total extrañeza y de enemistad mortal. Entre Junkers y burócratas, por una parte, y socialdemócratas por otra estaba excluido todo contacto personal y puramente humano; jamás por una parte o por otra se hizo el intento de comprender al adversario o de discutir con él.
El odio implacable de la monarquía de los Junker no se refería, sin embargo, al programa económico-social del partido socialdemócrata alemán. Este programa contiene dos elementos de distinto origen unidos sólo por un nexo muy lábil. Por una parte, hace suyas todas aquellas reivindicaciones políticas que el liberalismo, especialmente su ala izquierda, representa, y que en parte también ya ha realizado en muchos estados civilizados. Esta parte del programa del partido socialdemócrata se basa en la gran idea política del Estado democrático que quiere sustituir el Estado absoluto y autoritario y transformar a los súbditos en ciudadanos. Haber perseguido este fin, haber recogido la bandera de la democracia de las manos impotentes del liberalismo alemán agonizante y haberla mantenido alta en los decenios más oscuros de la política alemana a pesar de todas las persecuciones, constituye un timbre de gloria del partido socialdemócrata. A esto es a lo que se debe la simpatía que despierta en todo el mundo y que ha conducido bajo sus banderas a tantos de sus hombres mejores y a las masas de los oprimidos y de los «compañeros de viaje burgueses». Pero el solo hecho de ser republicano y democrático le ha procurado el odio implacable de los Junker y de los burócratas; sólo esto le ha enfrentado con las autoridades y con los tribunales, transformándolo en una secta de enemigos del Estado proscrita y despreciada por todos los «bienpensantes».
La otra componente del programa de la socialdemocracia alemana era el socialismo marxista. La fuerza de atracción que ejerció sobre las masas la fórmula de la explotación capitalista de los trabajadores y la utopía del Estado futuro con todo su bagaje de esperanza, estaba en la base de la imponente organización sindical y de partido. Muchos, sin embargo, llegaron al socialismo sólo a través de la democracia. Una vez que la burguesía alemana, tras las derrotas irremediables sufridas por el liberalismo alemán, se sometió sin condiciones al Estado autoritario de Bismarck, y mientras la política proteccionista hacía que la clase empresarial se identificara con el Estado prusiano, de suerte que militarismo e industrialismo se convirtieron para Alemania en conceptos políticamente afines, el lado socialista del programa del partido recibió nuevos refuerzos de las aspiraciones democráticas. Muchos dejaron de criticar el socialismo para no perjudicar la causa de la democracia.
Muchos se hicieron socialistas porque eran demócratas y creían que democracia y socialismo están inseparablemente unidos.
En realidad, precisamente entre socialismo[1] y forma autocrático-autoritaria del Estado existen nexos muy estrechos[2]. Ésta es precisamente la razón por la que el Estado autoritario no combatió en absoluto las aspiraciones socialistas de la manera despiadada en que se opuso siempre a todos los conatos democráticos. Al contrario, el Estado autoritario alemán prusiano se desarrolló fuertemente en el sentido de la «monarquía social», y se habría acercado todavía más al socialismo si el gran partido obrero de Alemania hubiera estado dispuesto ya antes de 1914 a renunciar a su programa democrático a cambio de la realización gradual de sus objetivos socialistas.
La mejor manera de comprender la doctrina político-social del militarismo prusiano es examinar los resultados científicos de la escuela prusiana de política económica. En ella se establece una completa armonía entre el ideal del Estado autoritario y el ideal de una amplia socialización de la empresa industrial. Muchos representantes alemanes de la Sozialpolitik rechazan el marxismo no porque rechacen sus fines, sino porque no pueden compartir su concepción teórica del proceso social y económico. El marxismo, al margen de lo que pueda aducirse contra él, tiene sin embargo en común con toda la economía política científica el hecho de considerar que el proceso económico está dominado por leyes y de suponer que existe una conexión causal entre todos los acontecimientos. Sobre este punto el estatalismo alemán, que ve por doquier tan sólo rastros de la acción de grandes reyes y poderosos Estados, no puede seguirle. Está más cercana a su esencia la concepción heroica y teleológica que la causal, puesto que no admite leyes económicas y niega la posibilidad misma de una teoría económica[3]. En este aspecto el marxismo es superior a la doctrina de la Sozialpolitik alemana, la cual no tiene una base teórica y nunca intentó crearla.
Todos los problemas sociales se presentan a esta escuela como tareas de la administración y de la política estatal, y no hay problema a cuya solución no se aplique alegremente. Pero la receta que aconseja es siempre la misma: mandatos y prohibiciones como medios menores, estatización como gran medio que nunca falla.
En estas circunstancias, la socialdemocracia tenía una posición fácil. La teoría marxista de la economía política, que en Europa occidental y en América tenía sólo un escaso seguimiento y no conseguía mantener el paso respecto de la economía moderna, tenía poco que temer de la crítica de la escuela empírico-realista e histórica. El trabajo crítico que era preciso emprender respecto a la teoría económica marxista fue llevado a cabo por la escuela austríaca, que en Alemania estaba proscrita, y principalmente por Böhm-Bawerk[4]. El marxismo podía fácilmente desembarazarse de la escuela prusiana, ya que para él representaba un peligro no como adversaria sino como aliada. La socialdemocracia tenía que preocuparse de demostrar que la reforma social propugnada por la Sozialpolitik alemana no estaba en condiciones de sustituir a la revolución, y que la estatización en sentido prusiano no se identificaba con la socialización. Esta demostración no la hizo, pero su fracaso no la perjudicó, ya que era el partido condenado a una oposición eterna y estéril, que podía capitalizar sistemáticamente a favor de su punto de vista de partido la carencia de medidas sociales reformadoras y de medidas de socialización.
Si la socialdemocracia se convirtió en el partido más fuerte del Reich alemán se debe en primer lugar a la parte democrática de su programa, heredada del liberalismo. Pero al mismo tiempo el hecho de que el socialismo en cuanto tal gozara de las simpatías de la mayoría del pueblo alemán, hasta el punto de que sólo unas pocas voces eran críticas seria y radicalmente de la socialización, y el hecho de que incluso los partidos llamados burgueses quisieran socializar los sectores de producción que estuvieran «maduros» para serlo, todo esto era fruto de la propaganda del estatalismo. Las ideas socialistas no representan una superación del Estado autoritario prusiano, sino que son su desarrollo coherente; a su popularidad en Alemania el «socialismo» de cátedra de los consejeros secretos no ha contribuido menos de lo que pueda haberlo hecho la propaganda de los agitadores socialdemócratas.
Hoy el pueblo alemán, gracias a la tesis sostenida durante cincuenta años por la escuela prusiana de política económica, no tiene ni la más pálida idea del verdadero punto de contraste entre liberalismo político-económico y socialismo. Para muchos no está claro que la diferencia entre ambas orientaciones no está en el fin, sino en los medios. Incluso al alemán antisocialista el socialismo le parece la única forma económica justa que garantiza al pueblo la máxima satisfacción de sus necesidades, y si personalmente se rebela contra él, lo hace con la conciencia de que va contra el bien común por interés personal, porque se siente amenazado en sus derechos o en sus privilegios. Son sobre todo los burócratas los que adoptan este punto de vista, que sin embargo es también frecuente entre los empresarios.
En Alemania se ha olvidado desde hace tiempo que también el liberalismo, exactamente igual que el socialismo, defiende su sistema económico porque considera no los intereses de los individuos, sino los de la colectividad. Que el fin de la política tiene que ser «la máxima felicidad para el mayor número de personas» el primero en proclamarlo fue un partidario del libre cambio, Jeremy Bentham. Bentham, por ejemplo, libró su célebre batalla contra las leyes de la usura no considerando los intereses de los prestamistas sino los de la colectividad[5]. El punto de partida de todo liberalismo es la tesis de la armonía de los intereses bien entendidos de los individuos, de las clases y de los pueblos. Rechaza la idea fundamental del mercantilismo según la cual lo que uno gana otro lo pierde, considerándola una idea buena acaso para la guerra y la rapiña, pero no para la economía y el comercio. De ahí que el liberalismo no vea ningún motivo para un conflicto entre las clases, y es pacifista en lo que concierne a las relaciones internacionales. Si defiende la propiedad privada de los medios de producción, no lo hace porque se sienta llamado a representar los intereses particulares de los propietarios, sino porque en el ordenamiento de la vida económica basada en la propiedad privada ve el sistema de producción y de distribución mejor para todos los que integran la sociedad y que garantiza la máxima satisfacción material. Y como reivindica el libre intercambio en el interior del país no porque considere determinadas clases sino el bien de la colectividad, así lo reivindica también en el comercio internacional no por amor a los extranjeros sino por el del propio pueblo.
La política económica intervencionista adopta un punto de vista distinto. Percibe en las relaciones entre los Estados conflictos insuperables. El marxismo proclamó la lucha de clases, y sobre el inconciliable antagonismo entre las clases basa su doctrina y su táctica.
En Alemania jamás se comprendió el liberalismo y éste jamás arraigó allí. Sólo así se puede explicar el que incluso los adversarios del socialismo hayan más o menos absorbido las doctrinas socialistas. Esto aparece con toda evidencia en la posición que éstos adoptan respecto al problema de la lucha de clases. El socialismo marxista predica la lucha de la clase proletaria contra la burguesía. En otras partes a este grito de batalla se contrapone el de la solidaridad de los intereses. En Alemania no. Allí a los proletarios se contrapone la clase burguesa. Al partido proletario se contrapone el cartel de los partidos burgueses. Éstos no se percatan de que de este modo admiten la validez de los argumentos marxistas, no dejando ninguna perspectiva a la propia lucha. Quien no sabe aportar en pro de la propiedad privada de los medios de producción otro argumento que el de que su abolición dañaría los derechos de los propietarios, limitaría la esfera de los adeptos a los partidos antisocialistas exclusivamente a los no proletarios. En un Estado industrial naturalmente los «proletarios» tienen la mayoría sobre las demás clases. Y si la formación del partido está determinada por la pertenencia de clase, entonces es claro que el partido proletario no puede menos de alzarse con la victoria sobre los demás.
El marxismo concibe la llegada del socialismo como una necesidad ineluctable. Aun concediendo la exactitud de esta opinión, no es en absoluto necesario tomar partido por el socialismo. Es posible que no podamos escapar al socialismo; pero quien lo considera un mal, precisamente por esto no debe desearlo y hacer que se acelere su advenimiento. Nadie puede escapar a la muerte; pero el conocimiento de esta necesidad no nos fuerza en modo alguno a provocar lo más rápidamente posible nuestra propia muerte. Como no se nos fuerza a ser suicidas, del mismo modo los marxistas no deberían hacerse socialistas si estuvieran convencidos de que el socialismo no aportaría mejora alguna sino que más bien empeoraría nuestras condiciones sociales[6].
Socialistas y liberales coinciden en considerar como fin último de la política económica alcanzar una condición social que garantice la máxima felicidad al máximo número de personas. El bienestar para todos, el mayor bienestar para el mayor número posible de personas, es el fin tanto del liberalismo como del socialismo, si bien este hecho a veces no sólo se desconoce sino que incluso se niega. Ambos rechazan todos los ideales ascéticos que quieren reducir a los hombres a la frugalidad predicando abstinencia y negación de la vida; ambos desean la riqueza social. Sus concepciones empiezan a divergir sólo a propósito de los medios a través de los cuales este fin último de la política económica puede alcanzarse. Para el liberal este fin último sólo puede alcanzarse mediante un sistema económico que se base en la propiedad privada de los medios de producción, la cual asegura el mayor margen posible a la actividad libre y a la iniciativa del individuo. El socialista en cambio trata de alcanzar este fin a través de la socialización de los medios de producción.
El viejo socialismo y comunismo perseguían la igualdad de la posesión y la igual distribución de la renta. Para ellos la desigualdad es una injusticia que contrasta con las leyes divinas y debe ser eliminada. A lo cual los liberales replican que poner trabas a la libre actividad del individuo significaría perjudicar a todos. En la sociedad socialista la diferencia entre ricos y pobres desaparecería, nadie poseería más que otro, pero cada individuo sería más pobre de lo que hoy son los más pobres, ya que el sistema comunista tiene efectos que frenan la producción y el progreso. Es cierto —siguen diciendo los liberales— que el sistema económico liberal deja que existan grandes diferencias de renta, pero en este hecho no hay que ver una explotación de los pobres por parte de los más ricos. Lo que los ricos tienen de más no se lo han quitado a los pobres; su surplus en la sociedad socialista no podría ser dividido entre los pobres porque en semejante sociedad ni siquiera sería producido. El surplus producido en el orden económico liberal por encima de la cantidad que podría producirse también por un orden económico comunista, no se reparte enteramente entre quienes lo poseen; una parte del mismo va también a los no poseedores, de modo que cada uno, aun el más pobre, tiene interés en crear y en mantener un orden económico liberal. La lucha contra las erróneas doctrinas socialistas no es, pues, interés particular de una sola clase, sino de todos; ya que la reducción de la riqueza y del progreso provocada por el socialismo la sufren todos, el que uno tenga que perder más y otros menos es secundario respecto a la circunstancia de que todos saldrían perjudicados y que la inevitable miseria les castigaría en la misma medida.
Tal es el argumento a favor de la propiedad privada de los medios de producción que cualquier socialismo que no proponga ideales ascéticos debería refutar. Marx advirtió ciertamente la necesidad de semejante refutación. Cuando percibe el momento conductor de la revolución social en la circunstancia de que las relaciones de propiedad dejan de ser formas de desarrollo de las fuerzas productivas para convertirse en obstáculos de las mismas[7]; y cuando una vez trata, de paso, de ofrecer la demostración —por lo demás, sin conseguirlo— de que el modo de producción capitalista en un caso específico se opone y frena el pleno despliegue de la productividad[8]; pues bien, en estas dos ocasiones él reconoce la relevancia de este problema. Pero ni él ni sus seguidores podían dar al problema toda la importancia que de hecho tiene para decidir el dilema «socialismo o liberalismo». Se lo impedía ya toda la orientación de su pensamiento, basado en la concepción materialista de la historia. Para su determinismo es ya inconcebible que se pueda ser pro o contra el socialismo, puesto que la sociedad comunista es una necesidad ineludible del futuro. Para Marx, en cuanto hegeliano, se da por descontado que este desarrollo hacia el socialismo es, también en sentido hegeliano, racional y representa un progreso hacia un estadio más alto. La idea de que el socialismo podría significar una catástrofe de la civilización le habría parecido sencillamente inconcebible.
El socialismo marxista no tenía, pues, ningún motivo para ocuparse del problema de saber si el socialismo es superior o no al liberalismo. Para él se da por descontado que sólo el socialismo es sinónimo de bienestar para todos, mientras que el liberalismo enriquece tan sólo a algunos y deja en la miseria a la gran masa. Con la aparición del marxismo la controversia sobre las ventajas de ambos órdenes económicos desaparece. Los marxistas no aceptan esta discusión. No sólo no han refutado los argumentos de los liberales a favor de la propiedad privada de los medios de producción, sino que ni siquiera han intentado hacerlo ex profeso.
Según la concepción individualista, la propiedad privada de los medios de producción cumple su función social porque pone los medios de producción en manos de quien mejor sabe utilizarlos. Cada propietario debe emplear sus medios de producción de manera que den el mejor resultado, o sea, el máximo de utilidad para la sociedad. Si no lo hace, se dirige ineluctablemente al desastre económico y los medios de producción pasan a disposición de quien mejor sabe utilizarlos. Es este resultado ineluctable el que preserva del empleo irracional o negligente de los medios de producción y garantiza su máxima explotación. Esto no sucede de igual modo con los medios de producción que no son propiedad privada de los individuos sino propiedad estatal, ya que al faltar el estímulo del interés personal del propietario, la explotación del material no es completa como en la economía privada, y por tanto en igualdad de inversión no es posible obtener un producto igual. El resultado de la producción social, por tanto, es necesariamente inferior al de la producción privada. Y la demostración la han dado precisamente las empresas estatales y municipales. Está demostrado y es bien sabido que la productividad de tales empresas es inferior a la de las empresas privadas. El beneficio de empresas que estaban en manos privadas cayó inmediatamente cuando fueron estatalizadas o municipalizadas. La empresa pública no puede nunca hacer frente a la libre competencia de la privada; hoy esto es posible sólo cuando la empresa pública tiene un monopolio que excluye la competencia. Y esto basta para demostrar su menor rentabilidad económica.
Sólo pocos socialistas de orientación marxista han admitido la importancia de este contra-argumento; de otro modo habrían tenido que admitir que éste es el punto en torno al cual gira todo el resto. Si el modo de producción socialista no está en condiciones de obtener un producto mayor que la economía privada; si, por el contrario, produce menos que ésta, de ella no puede esperarse ninguna mejora, sino sólo un empeoramiento de la suerte de los trabajadores. Toda la argumentación de los socialistas debería, pues, centrarse en la demostración de que el socialismo logrará superar el nivel de producción que es posible en el ordenamiento económico individualista.
Sobre este punto la mayoría de los estudiosos socialdemócratas calla; los demás se limitan a rozarlo ocasionalmente. Kautsky, por ejemplo, habla de dos medios que el Estado futuro empleará para aumentar la producción. El primero sería la concentración de toda la producción en las empresas más perfeccionadas y el cierre de todas las demás empresas que están en un nivel inferior[9]. No puede excluirse que éste sea un medio para aumentar la producción. Pero este medio funciona de un modo óptimo precisamente si existe libre competencia. En efecto, es la competencia la que margina sin contemplaciones a las empresas menos rentables. Y el hecho de que lo haga se lo reprochan constantemente los interesados, razón por la que son precisamente las empresas más débiles las que invocan la intervención del Estado y una consideración especial en los suministros públicos, en la práctica una limitación de la competencia en cualquier modo posible. Incluso Kautsky se ve obligado a admitir que los trusts, que se basan en la economía privada, operan en gran medida con estos medios para alcanzar una mayor productividad; más aún, él los señala como modelos de la revolución social. Es más que dudoso que el Estado socialista advierta la misma necesidad impelente de mejorar efectivamente la producción. ¿No sucederá más bien que siga manteniendo en pie una empresa menos rentable para evitar que su cierre provoque inconvenientes locales? El empresario privado cierra sin más una empresa cuando ya no rinde, y de este modo obliga a los obreros a cambiar de sede e incluso de profesión. No hay duda de que en un primer momento esto constituye un perjuicio para los interesados, pero para la colectividad es una ventaja, ya que permite abastecer mejor y a precios más bajos el mercado. ¿Hará lo mismo el Estado socialista? ¿O más bien no tratará, por motivos políticos, de evitar crear insatisfacciones en el plano local? En los ferrocarriles austríacos todas las reformas de este tipo fracasaron cuando se intentó evitar a los pequeños centros los perjuicios que se habrían derivado del cierre de algunas oficinas administrativas superfluas, talleres y centrales térmicas. Incluso la administración del ejército encontró dificultades en el Parlamento cuando por razones militares manifestó la intención de trasladar una guarnición de una determinada localidad.
También el segundo medio para aumentar la producción que Kautsky menciona —«ahorros de todo género»— él mismo confiesa que lo encuentra ya aplicado en los actuales trusts. Señala sobre todo los ahorros en materias primas, en los costes de transporte, en los gastos de publicidad[10]. Por lo que respecta a los dos primeros, la experiencia nos dice que en ningún sector se da un comportamiento menos frugal y hay un tal derroche de fuerza de trabajo y de materiales que en los servicios públicos y en las empresas públicas. La empresa privada, por el contrario, trata siempre de trabajar lo más posible con ahorro, al menos por el interés del propietario.
El Estado socialista ahorrará tal vez en todos los gastos de publicidad, en los costes de los viajantes de comercio y de los agentes comerciales. Pero habrá que ver si en cambio no acabará colocando a muchas más personas al servicio del aparato de distribución social. Ya durante la guerra experimentamos lo oneroso y costoso que puede ser el aparato de distribución socialista. Pero los costes de las cartillas para el pan, la miel, la carne, el azúcar, ¿son realmente inferiores a los costes de los anuncios publicitarios? Y el enorme aparato de personas encargadas de la entrega y de la administración de estos expedientes para el racionamiento, ¿es realmente menos costoso que el empleo de viajantes de comercio y agentes comerciales?
El socialismo eliminará las pequeñas tiendas. Pero en su lugar tendrá que poner centros de distribución comerciales que no serán menos costosos. Tampoco las cooperativas de consumo tienen menos empleados de los que tiene la moderna organización del comercio al por menor, y con frecuencia, precisamente a causa de sus elevados gastos, no podrían sostener la competencia con los comerciantes si no gozaran de facilidades fiscales.
Se ve, pues, en qué frágiles bases se apoya la argumentación de Kautsky. Su afirmación de que «empleando estos dos medios un régimen proletario puede incrementar inmediatamente la producción a un nivel tal que será posible elevar notablemente los salarios reduciendo al mismo tiempo el horario de trabajo» nunca la demostró[11].
Las funciones sociales de la propiedad privada de los medios de producción no se limitan a asegurar el máximo nivel posible de productividad del trabajo. El progreso económico se basa en la acumulación progresiva de capital. Esto no ha sido nunca negado ni por los liberales ni por los socialistas. Los socialistas que se han ocupado un poco más de cerca del problema de la construcción de la sociedad socialista no dejan de advertir constantemente que en el Estado socialista la acumulación de capital que hoy aseguran los particulares será tarea de la sociedad.
En la sociedad individualista quien acumula es el individuo, no la sociedad. La formación de capital se produce a través del ahorro; el ahorrador espera, como compensación del propio ahorro, recibir la renta del capital ahorrado. En la sociedad comunista la sociedad como tal recibirá la renta que hoy va exclusivamente al capitalista; ella distribuirá luego esta renta de manera uniforme entre todos sus miembros o de otro modo la empleará a favor de la colectividad. Pero ¿bastará sólo esto para ofrecer un estímulo suficiente al ahorro? Para poder responder a esta pregunta hay que imaginarse que la sociedad del Estado socialista se encuentra cada día ante la elección de dedicarse principalmente a la producción de bienes de consumo o de bienes de capital; que se encuentra ante tener que elegir entre producciones que duran poco, pero que también dan menos renta, y producciones que duran más pero que también dan una renta mayor. El liberal considera que la sociedad socialista se decidirá siempre a elegir el periodo de producción más breve, es decir, que preferirá producir bienes de consumo en lugar de bienes de capital, o que consumirá, o en el mejor de los casos conservará pero no aumentará, los medios de producción que heredará de la sociedad liberal. Pero esto significaría que en el plano económico el socialismo llevará al estancamiento, cuando no a la verdadera decadencia de toda nuestra civilización, a la miseria y la indigencia para todos. No basta responder que el Estado y los municipios habrán desarrollado ya una política de inversiones a gran escala, ya que en todo caso lo habrían hecho con los medios del sistema liberal. En efecto, estos medios fueron reunidos recurriendo al préstamo, lo cual significa que fueron tomados por los particulares, los cuales esperaron de ellos un aumento de su renta de capital. Pero si en el futuro se planteara a la sociedad socialista el problema de elegir entre alimentar, vestir y alojar a los ciudadanos, o ahorrar todas estas cosas para construir carreteras y canales, abrir minas y emprender saneamientos agrícolas para las generaciones futuras, elegiría, al menos por motivos psicológicos, la primera opción.
Una tercera objeción contra el socialismo es el famoso argumento de Malthus según el cual la población tendería a crecer más rápidamente que los medios de subsistencia. En el sistema social basado en la propiedad privada, una limitación del aumento de la población la determinaría el hecho de que cada uno estaría en condiciones de criar un número limitado de hijos. En la sociedad socialista este freno al aumento demográfico desaparecería, ya que el cuidado de criar a las nuevas generaciones recaería no ya sobre el individuo sino sobre la sociedad. Pero de este modo no tardaría en producirse un crecimiento de la población tal que provocaría inevitablemente indigencia y miseria para todos[12].
Tales son las objeciones contra la sociedad socialista con las que cada uno debería medirse antes de optar por el socialismo.
No es ciertamente una refutación de las objeciones formuladas contra el socialismo el intento de los socialistas de tachar a quien no es de su opinión de «economista burgués», representante de una clase cuyos intereses particulares se oponen al interés general. Que los intereses de los propietarios son contrarios a los de la colectividad, debe ante todo ser demostrado. Y ésta es precisamente la cuestión en torno a la cual gira toda la controversia.
La doctrina liberal parte de la idea de que el sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción elimina el contraste entre interés privado e interés colectivo en cuanto que la persecución de un interés egoísta bien entendido por parte del individuo garantiza el máximo grado de bienestar general que puede alcanzarse. El socialismo quiere erigir un sistema social en el que el interés egoísta del individuo, los fines personales, sean eliminados; una sociedad en la cual cada uno tendrá que servir directamente al bienestar común. Los socialistas tendrían entonces que demostrar de qué modo puede alcanzarse este objetivo, ya que el hecho de que entre el interés particular del individuo y el de la colectividad exista ante todo una oposición directa, tampoco el socialista puede negarlo, y él tiene que admitir además que un sistema de trabajo no se puede construir solamente sobre un imperativo categórico, porque tanto valdría entonces basarlo en el poder coercitivo de una ley penal. Pero hasta ahora ningún socialista ha hecho ni siquiera el intento de mostrar cómo sea posible superar este hiato entre interés particular y bienestar colectivo. Pero los adversarios del socialismo, con Schäffle, opinan que en realidad éste es «el punto decisivo, aunque hasta ahora en absoluto resuelto, sobre el cual aún por mucho tiempo versará todo aquello de lo que vendría a depender la victoria o la derrota del socialismo, la reforma o la destrucción de la civilización en el aspecto económico»[13].
El socialismo marxista define el socialismo del pasado como socialismo utópico, porque se esforzó en construir los elementos de una nueva sociedad de un modo puramente conceptual, buscando luego las vías y los medios para realizar el plan social inventado. El marxista, por el contrario, se autodefine como socialista científico. Descubre en las leyes del desarrollo de la sociedad capitalista los elementos de la nueva sociedad, pero no construye un Estado futuro. Reconoce que el proletariado, en virtud de sus condiciones, no puede hacer otra cosa que eliminar cualquier antagonismo de clase y por tanto realizar el socialismo; pero, a diferencia de los utópicos, no busca filántropos dispuestos a hacer feliz al mundo introduciendo el socialismo. Si se quiere ver en esto el punto de diferenciación entre ciencia y utopía, entonces el socialismo científico reivindica justamente su nombre. Pero la diferenciación podría tratarse también en otro sentido. Si se definen como utópicas todas aquellas teorías de la sociedad que al proyectar el futuro sistema social parten de la idea de que los hombres, tras la introducción de un nuevo orden social, son guiados por impulsos sustancialmente distintos de los que motivan a nuestro actual estado de cosas[14], entonces también el ideal socialista del marxismo es utopía[15]. Ya que en esencia presupone hombres que no están en condiciones de perseguir ningún interés particular contrapuesto al interés general[16]. El socialista, siempre que se hace esta objeción, remite inmediatamente al hecho de que, si es por esto, también hoy en todo estado precedente de la sociedad mucha parte del trabajo, y precisamente del más cualificado, se efectúa como fin en sí mismo y para la colectividad, y no para provecho directo del trabajador. Y aquí cita los esfuerzos inagotables del hombre de ciencia, el espíritu de sacrificio del médico y el comportamiento del guerrero en el campo de batalla. En los últimos tiempos se ha podido oír repetidamente que los actos de heroísmo de los soldados en el campo de batalla sólo podían explicarse si estaban motivados por una dedicación pura a la causa y por un alto espíritu de sacrificio, en el peor de los casos tal vez por el deseo de destacarse, pero nunca por el deseo de obtener ganancia personal. Pero esta argumentación pasa por alto la diferencia básica que existe entre trabajo científico de especie normal y las particulares prestaciones laborales. El artista y el científico encuentran su satisfacción en el placer en sí que les proporciona el trabajo y en el reconocimiento que esperan obtener un día, aunque sólo sea por la posteridad, aun cuando no exista ningún éxito material. El médico en el campo epidemiológico y el soldado en la batalla reprimen no sólo su interés económico sino también el instinto de conservación, y basta esto para comprender que no puede tratarse de una condición normal sino de una condición excepcional transitoria de la cual no pueden sacarse conclusiones demasiado ambiciosas.
El tratamiento que el socialismo reserva al problema del interés egoísta remite claramente a su origen. El socialismo es hijo de círculos intelectuales ante cuya cuna velaron poetas y filósofos, escritores y literatos. No niega su origen en estas clases intelectuales que se ocuparon de ideales al menos por razones profesionales. Es un ideal de gente ajena a la realidad económica. Por ello no sorprende el hecho de que haya siempre sido seguido por una numerosa representación de escritores y literatos de todo tipo, y que siempre haya podido contar con un consenso de fondo en los ambientes de los funcionarios públicos.
La concepción típica de los funcionarios aparece claramente en el modo de afrontar el problema de la socialización. Según el punto de vista burocrático, el problema se referiría sólo a una serie de cuestiones de técnica empresarial y administrativa de fácil solución simplemente dejando a los funcionarios mayor libertad de acción. Entonces se podría socializar sin peligro de «eliminar la libre iniciativa y el sentido de responsabilidad del que dependen los éxitos de la gestión privada de las empresas»[17]. En realidad, en la economía socialista no puede haber una libre iniciativa de los individuos. Es un error fatal creer que se puede dejar espacio a la libre iniciativa también en la empresa socializada recurriendo a genéricas medidas organizativas. La falta de libre iniciativa no depende de carencias organizativas; depende de la naturaleza de la empresa socializada. Libre iniciativa significa arriesgar para ganar; significa hacer una apuesta en un juego en el cual se puede ganar o perder. Toda la actividad económica está hecha de estas empresas de riesgo. Toda producción, toda adquisición por parte del comerciante y del productor, toda duda en espera de vender representa uno de estos desafíos. Más aún, lo es cualquier decisión de proceder a una mayor inversión o cambio en la empresa, por no hablar del empleo de nuevos capitales. Capitalistas y empresarios deben arriesgar; no pueden menos de hacerlo porque no tienen perspectiva alguna de conservar su patrimonio sin estos desafíos.
Quien puede disponer de medios de producción sin ser propietario de ellos no tiene ni los mismos riesgos de perder ni las mismas posibilidades de ganar que el propietario. El funcionario o el encargado no tienen necesidad de temer perder, y por tanto no se les puede dejar decidir con la misma total libertad que tiene el propietario. En cierto modo, hay que ponerles límites, ya que si pudieran hacer sin restricciones, serían cabalmente propietarios. Querer imponer un sentido de responsabilidad individual a quien no es propietario significa jugar con las palabras. El propietario no tiene sentido de responsabilidad: tiene precisamente la plena responsabilidad, porque imagina las consecuencias de la propia acción. Quien actúa por delegación puede tener todo el sentido de responsabilidad que se quiera, pero no podrá jamás tener otra responsabilidad que la moral. Y cuanta más responsabilidad se le exige tanto más se limita su iniciativa. En una palabra, el problema de la socialización no se resuelve con las circulares de servicio y con las reformas organizativas.
La cuestión de establecer si nuestro desarrollo económico está ya «maduro» o no para el socialismo deriva de la idea marxista del desarrollo de las fuerzas productivas. El socialismo podrá ser realizado sólo cuando llegue su hora. Una forma de sociedad no puede desaparecer antes de que se hayan desarrollado todas las fuerzas productivas de que es capaz; sólo entonces será sustituida por una forma más alta. El socialismo no puede tomar la herencia del capitalismo antes de que éste haya concluido su tiempo.
Al marxismo le gusta comparar la revolución socialista con un parto. Los partos prematuros dan malos resultados: llevan a la muerte a la nueva criatura[18]. Desde este punto de vista los marxistas tratan de comprender si los intentos de los bolcheviques de construir una comunidad socialista en Rusia no serán prematuros. En efecto, para un marxista, que opina que una condición necesaria para la implantación del socialismo es un determinado grado de desarrollo del modo de producción capitalista y de la gran industria, tiene que ser difícil comprender por qué el socialismo ha conseguido triunfar precisamente en la Rusia de los pequeños campesinos y no en el Occidente altamente industrializado de Europa o de los Estados Unidos.
Otra cosa es preguntar si este o aquel sector de producción está maduro o no para la socialización. Esta cuestión suele plantearse de modo que en el hecho mismo de plantearla se admite en principio que las empresas socializadas tienen generalmente una productividad inferior a las que están en manos privadas, y que por tanto sólo pueden ser socializados determinados sectores de producción de cuya menor productividad no se pueden esperar excesivas desventajas. Y así se declara que las minas, sobre todo las de carbón, están ya maduras para la socialización. Evidentemente, aquí se parte de la idea de que es más sencillo gestionar una mina en lugar de una fábrica de encajes; es decir, se cree que en el caso de la mina se trata sólo de explotar recursos naturales, algo que incluso la más torpe de las empresas socialistas sabría hacer. Y quienes a su vez consideran madura para la socialización sobre todo a la gran empresa industrial parten de la consideración de que en la gran empresa que trabaja con un aparato burocrático de cierta magnitud existen ya los presupuestos organizativos de la socialización. Pero se trata en todo caso de consideraciones en las cuales se oculta un grave sofisma. Para demostrar la necesidad de la socialización de determinadas empresas no es suficiente demostrar que en ellas la socialización produce pocos daños, porque en realidad se trata de empresas que no cerrarían aunque trabajaran peor que si fueran gestionadas privadamente. Quien no cree que a través de la socialización se obtiene una mayor productividad, debe coherentemente pensar que cualquier socialización es un error.
Una admisión implícita de la menor productividad de la economía en el sistema socialista la podemos encontrar también en la idea con que muchos autores sostienen la tesis de que la guerra nos ha hecho retroceder desde el punto de vista del desarrollo, y que por tanto el tiempo de la maduración del socialismo gracias al desarrollo está aún por venir. Así, por ejemplo, Kautsky afirma: «El socialismo, o sea, el bienestar general en el ámbito de la civilización moderna, resulta posible sólo gracias al poderoso desarrollo de las fuerzas productivas que el capitalismo lleva consigo; sólo gracias a las enormes riquezas que el mismo crea y que se concentran en manos de la clase capitalista. Una forma estatal que ha derrochado estas riquezas con una política insensata, por ejemplo con una guerra perdida, no ofrece a priori ningún punto de partida favorable a la más rápida difusión del bienestar en todos los estratos sociales».[19] Pero quien espera del modo de producción socialista —como el propio Kautsky— una multiplicación de la productividad, en rigor debe ver precisamente en la circunstancia de que la guerra nos ha hecho a todos más pobres un motivo adicional para acelerar la socialización.
Mucho más coherentes son los liberales. Éstos no esperan que un modo de producción distinto —tal vez el socialista— haga al mundo maduro para el liberalismo; para ellos el tiempo del liberalismo ha estado siempre y por doquier dado, desde el momento en que afirman la superioridad sin excepciones del modo de producción basado en la propiedad privada de los medios de producción y en la libre competencia entre los productores.
La vía por la que se debería proceder a la socialización está clara y netamente trazada por los decretos de estatización y de municipalización. Se podría incluso decir que nada es más acorde con la sabiduría administrativa de los Estados y de los municipios alemanes que esta praxis ya plurianual. La socialización, en el aspecto técnico-administrativo, no es en absoluto una novedad, y los gobiernos socialistas que ahora trabajan en todas partes no deberían hacer otra cosa que proseguir lo que han hecho hasta ahora sus precursores del socialismo de Estado y municipal.
De esto naturalmente no quieren oír hablar ni quienes ahora tienen el poder ni sus electores. La masa que hoy pide ardientemente la más rápida realización del socialismo imagina que éste es algo muy distinto de la simple extensión de las empresas estatales y municipales. En efecto, siempre han oído decir a sus jefes que estas empresas públicas nada tienen en común con el socialismo. Pero qué otra cosa debería ser la socialización si no es estatalización y municipalización, nadie sabe decirlo[20]. Hoy se reprocha amargamente a la socialdemocracia precisamente la praxis que le ayudó a avanzar: su política demagógica, durante décadas, del día a día, en vez de la política radical por la victoria final. En realidad, la socialdemocracia ya ha abandonado desde hace tiempo el socialismo centralista; en la política cotidiana se ha hecho cada vez más sindicalista y «pequeño-burguesa» en el sentido marxista del término, y las reivindicaciones actuales del sindicalismo están en contradicción insuperable con el programa del socialismo centralista.
Ambas orientaciones tienen un objetivo común: transformar de nuevo al trabajador en propietario de los medios de producción. El socialismo centralista quiere alcanzar este objetivo transformando a la clase obrera de todo el mundo o por lo menos de todo un país en propietaria de los medios de producción; el sindicalismo en cambio quiere transformar a la clase obrera de las distintas empresas y de los diversos sectores de producción en propietaria de los medios de producción de que se sirve. El ideal del socialismo centralista es por lo menos discutible; el del sindicalismo es en tal grado un contrasentido que no merece la pena ni siquiera ocuparse de él.
Una de las grandes ideas del liberalismo es hacer valer exclusivamente el interés de los consumidores y no dar ninguna importancia al interés de los productores. Ninguna producción merece ser perpetuada si no es capaz de proveer al sostenimiento de los consumidores, del modo mejor y más económico. A ningún productor se le reconoce el derecho a oponerse a un cambio de las condiciones de producción por ser contrario a sus intereses de productor. Fin supremo de toda la actividad económica es obtener la mejor y más abundante satisfacción de las necesidades a un coste mínimo.
Esta posición es la lógica consecuencia de la consideración de que toda producción se emprende tan sólo en vistas al consumo, y que no es nunca un fin sino siempre y solamente un medio. La objeción formulada contra el liberalismo —es decir, que sólo tiene en cuenta el punto de vista del consumidor y de olvidarse del trabajador— es tan absurda que ni siquiera tiene necesidad de ser refutada. El privilegio concedido a los intereses del productor respecto a los del consumidor —que es la característica del antiliberalismo— no significa otra cosa que el deseo de perpetuar artificialmente condiciones de producción que el desarrollo ha hecho progresivamente irracionales. Un tal sistema puede ya parecer discutible si los intereses particulares de pequeños grupos son defendidos contra la gran masa de los demás, ya que entonces quien es privilegiado en cuanto productor gana, gracias a este privilegio, más de cuanto pierde por otro lado en cuanto consumidor: pero resulta completamente un contrasentido cuando se eleva a principio, ya que entonces cada uno como consumidor pierde en medida infinitamente superior a cuanto puede ganar como productor. La victoria del interés del productor sobre los intereses del consumidor constituye una desviación de la estructura racional de la economía y un impedimento a cualquier progreso económico.
Todo esto lo conoce perfectamente el socialismo centralista. Y en efecto se alía con el liberalismo para combatir todos los privilegios tradicionales de los productores. Parte de la opinión de que en la comunidad socialista no habrá un interés de los productores, ya que en ella cada individuo sabrá que el interés de los consumidores es el único que merece ser considerado. Aquí no interesa discutir si esta hipótesis está justificada o no; es claro en todo caso que el socialismo no podría ser lo que pretende en caso de que la hipótesis no fuera confirmada.
El sindicalismo en cambio privilegia conscientemente el interés de los trabajadores en cuanto productores. Transformando a los grupos de trabajadores en propietarios de los medios de producción (no nominalmente sino sustancialmente), no suprime la propiedad privada. Y no garantiza tampoco la igualdad. Elimina ciertamente la actual desigualdad en la distribución, pero introduce otra nueva, ya que el valor de los capitales invertidos en las distintas empresas y en los diferentes sectores de producción no corresponde en absoluto al número de obreros en ellos ocupados. La renta de cada obrero será mayor cuanto menor sea el número de obreros ocupados en su empresa o en su sector y cuanto mayor sea el valor de los medios de producción materiales empleados. El hipotético Estado organizado según la visión sindicalista no sería un Estado socialista sino un Estado del capitalismo obrero, ya que los distintos grupos de trabajadores serían propietarios del capital. El sindicalismo haría imposible cualquier reconversión de la producción en cuanto no deja campo libre al progreso económico. Por todo su habitus mental corresponde al ideal de una era campesina y artesanal en la que las relaciones económicas son bastante estacionarias.
El socialismo centralista de Karl Marx, que entonces venció sobre Proudhon y Lassalle, a lo largo del desarrollo de las últimas décadas ha sido a su vez desbancado por el sindicalismo. La lucha entre ambas orientaciones, que exteriormente ha tomado la forma de una batalla entre la organización del partido político y la organización del sindicato, y entre bastidores las formas de una batalla entre los jefes de procedencia obrera y los jefes intelectuales, ha terminado con la plena victoria del sindicalismo. Las teorías y los escritos de los representantes del partido tienen aún exteriormente el estilo del socialismo centralista, pero la praxis del partido se ha ido haciendo poco a poco sindicalista, y en la conciencia de las clases vive exclusivamente la ideología sindicalista. Los teóricos del socialismo centralista, por razones tácticas —es decir, para evitar la ruptura abierta entre ambas orientaciones como ha sucedido en Francia— no han tenido el valor de atacar resueltamente a la política sindicalista; pero si lo hubieran tenido, habrían sido seguramente derrotados. Bajo ciertos aspectos éstos han favorecido directamente el desarrollo de una lógica sindicalista en el momento mismo en que combatieron la evolución hacia el socialismo centralista. Se vieron obligados a hacerlo, por un lado, para marcar una neta diferencia entre su punto de vista y el del Estado autoritario, y por otro porque los fracasos económicos de las estatalizaciones y de las municipalizaciones eran tan visibles y generalizados que corrían el riesgo de debilitar el ardiente entusiasmo con que las masas miraban al confuso ideal del socialismo. Quien día tras día se daba cuenta de que los ferrocarriles y las empresas municipales de electricidad no eran en absoluto una primera etapa en la realización del Estado futuro, no podían ciertamente educar a la población para el socialismo centralista.
Era sindicalismo el intento de los obreros que se quedaron en paro, como consecuencia de la introducción de métodos de trabajo más perfeccionados, de destruir las nuevas máquinas. Sindicalista es el sabotaje, pero sindicalista es también en el fondo cualquier huelga, y sindicalista es la petición de introducir formas de proteccionismo social. En síntesis, todos aquellos instrumentos de la lucha de clase a los cuales el partido socialdemócrata no quiso renunciar porque temía perder la influencia sobre las masas obreras, no han hecho sino excitar los instintos sindicalistas —Marx habría dicho «pequeño-burgueses»— de éstas. Si hoy el socialismo centralista puede contar aún con algunos seguidores, no es mérito de la acción socialdemócrata, sino del estatalismo. Al socialismo centralista la propaganda se la han hecho el socialismo de Estado y el municipal; el socialismo de cátedra se ha ocupado de la propaganda cultural.
Lo que hoy tenemos ante los ojos no es naturalmente ni socialismo centralista ni sindicalismo; no es organización de la producción y tampoco organización de la distribución. Es sólo distribución y consumo de bienes de consumo ya existentes y dilapidación y destrucción de medios de producción ya existentes. Lo poco que aún se produce es fruto de los últimos residuos de economía a la que aún se le permite sobrevivir: donde este socialismo haya penetrado, no es ya el caso de hablar de producción. Las formas en que se realiza este proceso son realmente multiformes.
Las huelgas paralizan las empresas, mientras donde todavía se trabaja, y, junto con el propio sistema ca’canny (lentitud deliberada de los trabajadores), se encargan de reducir al mínimo el rendimiento. Con una fiscalidad elevada y con la obligación de pagar los salarios a los trabajadores aun cuando no tienen puesto de trabajo, el empresario se ve obligado a consumir su capital. En el mismo sentido operan las tendencias inflacionistas, las cuales, como ya hemos dicho, enmascaran y por tanto favorecen la destrucción del capital. Actos de sabotaje por parte de los obreros y torpes intervenciones de las autoridades convergen en la labor de desmantelamiento físico del aparato productivo y culminan la obra iniciada por la guerra y por las luchas revolucionarias.
En medio de toda esta ruina sólo la agricultura permanece, sobre todo la pequeña empresa campesina. También ésta ha sufrido gravemente bajo todas las circunstancias; también en ella gran parte del capital de ejercicio ha sido disipado y lo será aún en medida creciente. Las grandes empresas corren el riesgo probablemente de ser socializadas o fragmentadas en pequeñas explotaciones. En todo caso su productividad, aun sin calcular la reducción del capital de ejercicio, sufrirá por ello. Y, sin embargo, la devastación de la agricultura es aún relativamente poca cosa en comparación con la progresiva y sistemática disolución del aparato productivo industrial.
La extinción del espíritu de cooperación social, que constituye la esencia del proceso social-revolucionario al que estamos asistiendo, está destinada a tener en la industria, en los transportes y en el comercio, en una palabra, en la metrópolis, consecuencias distintas de las que tendrá en la agricultura. Un ferrocarril, una fábrica, una mina, no pueden ser gestionadas sin aquel espíritu que es el fundamento de la división y recomposición del trabajo. Muy distinto es el caso de la agricultura. Si el campesino se retira del mercado y reconvierte su producción a las dimensiones autárquicas de la economía familiar, acaso viva peor que antes pero en todo caso consigue sobrevivir. Y de hecho vemos cada vez más cómo los campesinos restringen la propia actividad a las puras necesidades personales. El campesino produce todo lo que desea consumir en el ámbito de su núcleo familiar, mientras limita su producción destinada a cubrir las necesidades del ciudadano[21].
Es evidente la importancia de todo esto para el futuro de la población urbana. La industria alemana y germano-austríaca ha perdido ya en máxima parte el área del mercado exterior y ahora se dispone a perder también el interior. Cuando retome el trabajo en las fábricas, los campesinos se preguntarán si no les conviene más comprar los productos industriales a costes inferiores en el exterior. El campesino se hará partidario del liberalismo económico, como lo era hace cuarenta años.
No es imaginable que este proceso pueda desarrollarse en Alemania sin generar violentas conmociones, ya que el mismo significa nada menos que el ocaso de la civilización urbana alemana, la lenta muerte por hambre de millones de habitantes de las ciudades alemanas.
Si el sindicalismo revolucionario y el destruccionismo no se limitaran a Alemania y se extendieran a toda Europa y hasta a los Estados Unidos, nos hallaríamos ante una catástrofe comparable tan sólo a la decadencia del mundo antiguo. También la civilización antigua estaba construida sobre una amplia división y recomposición del trabajo; también en ella la eficacia —aunque limitada[22]— del principio liberal había hecho florecer una gran cultura material y espiritual. Pero todo esto desapareció cuando se perdió el vínculo espiritual que mantenía unido a todo el sistema; y quien pudo se trasladó al campo para evitar la muerte por hambre[23]. También entonces —acompañado exteriormente de gravísimas sacudidas del sistema monetario— se cumplió el proceso de reconversión de la economía monetaria en economía natural, de la economía de intercambio en economía sin intercambio. Del proceso de declive de la civilización antigua se distingue el moderno proceso de decadencia sólo en que aquel que en otro tiempo requirió varios siglos hoy se realizaría en tiempos incomparablemente más rápidos.
Los primeros socialistas eran contrarios a la democracia. Los socialistas quieren hacer feliz al mundo entero y son intolerantes contra cualquiera que tenga una opinión distinta. Su forma de Estado preferida sería el absolutismo ilustrado, en el cual ellos sueñan secretamente ocupar el puesto de déspota ilustrado. Pero conscientes como son de que no pueden jamás tener y tampoco alcanzar este puesto, buscan al déspota que esté dispuesto a aceptar sus planes y a convertirse en instrumento de ellos. Otros socialistas, a veces, tienen tendencias oligárquicas y quieren ver el mundo dominado por una aristocracia, por los que ellos consideran que son efectivamente los mejores, no importa que estos aristócratas sean los filósofos de Platón o los sacerdotes de la Iglesia o el consejo newtoniano de Saint-Simon.
También aquí se produce con Marx un cambio radical en la concepción socialista. Según Marx, los proletarios forman la mayoría absoluta de la población. Por tanto, como la conciencia está determinada por el ser social, todos los proletarios tienen que hacerse necesariamente socialistas. De suerte que el socialismo, al contrario de todas las luchas de clase anteriores que han sido movimientos de minorías o en interés de minorías, es por primera vez en la historia el movimiento de la mayoría absoluta en interés de la mayoría absoluta. De ello se deriva que la democracia es el medio mejor para la realización del socialismo. La base real del socialismo democrático está constituida por el hecho de haber encontrado una propia radicación en Alemania, Austria y Rusia, es decir, en países en que la democracia no se había realizado. Aquí el programa democrático era el programa efectivo de todo partido de oposición y, por consiguiente, lo era también necesariamente del socialismo.
Cuando en Rusia a una pequeña minoría de socialistas —respecto a una población de millones de individuos— se les ofreció la posibilidad de adueñarse del poder conquistando los instrumentos autoritarios del zarismo derrotado, los principios de la democracia fueron tirados por la borda. En Rusia el socialismo no es ciertamente un movimiento de la mayoría absoluta. El que afirme que es un movimiento en interés de la mayoría absoluta, no es ninguna especial novedad: es lo que han sostenido todos los movimientos. Es cierto que el dominio de los bolcheviques en Rusia se basa en la posesión del aparato de gobierno exactamente como ocurría en tiempo de los Romanoff. Una Rusia democrática no sería bolchevique.
En Alemania el problema de la dictadura del proletariado no puede ser —como sostienen sus defensores— el problema de vencer la resistencia de la burguesía a la socialización de los medios de producción. Si se renuncia a priori —como el socialismo actual pretende— a la socialización de las pequeñas empresas campesinas y se desea salvaguardar las pequeñas rentas, en Alemania poco puede esperarse una resistencia a la socialización. En Alemania las ideas liberales, las únicas capaces de resistir al socialismo, nunca arraigaron verdaderamente y hoy son compartidas por una ínfima minoría. Pero una resistencia al socialismo motivada por una lógica de intereses privados no tendrá nunca —justamente— una perspectiva de éxito, y menos en un país en el que cualquier riqueza industrial y comercial ha sido siempre considerada por la masa como un delito. Su expropiación de la industria, de las minas y de la gran propiedad territorial y la eliminación del comercio son reivindicadas obstinadamente por una mayoría aplastante. Para ponerlo en práctica no se precisa en absoluto de una dictadura. El socialismo, por el momento, puede apoyarse en la gran masa; aún no tiene por qué temer la democracia.
La economía alemana se encuentra hoy en la situación más difícil que se pueda imaginar. Por una parte, la guerra ha destruido enormes valores patrimoniales y ha impuesto al pueblo alemán la obligación de pagar indemnizaciones altísimas a los adversarios; por otra, ha despertado la conciencia de la superpoblación relativa del país. Todos deben hoy reconocer que para la industria alemana de la posguerra será sumamente difícil, si no imposible, hacer frente a la competencia extranjera sin una fuerte reducción de los salarios. Centenares de miles, mejor dicho, millones de alemanes ven cómo hoy se reducen de día en día sus modestos haberes. Personas que todavía hace pocos meses se consideraban ricas, eran envidiadas por muchos y no gozaban propiamente de una gran estima por parte de una opinión pública que las acusaba de «haberse aprovechado de la guerra», hoy pueden exactamente calcular el momento en que habrán consumido lo poco que aún les queda de su pseudo-riqueza y se verán reducidas a la condición de mendigos. Los profesionales liberales ven cómo se reduce de día en día su tenor de vida sin ninguna esperanza de mejora.
No hay de qué sorprenderse porque un pueblo que se encuentra en semejante situación pueda ser víctima de la desesperación. Es fácil decir que contra el peligro de caer en la miseria de todo el pueblo alemán existe un solo remedio: retomar lo antes posible el trabajo y, modernizando el proceso de producción, tratar de reparar los daños causados a la economía alemana. Pero es comprensible que un pueblo al que durante décadas se le ha predicado la idea de poder, y cuyos instintos violentos han sido despertados por los horrores de una larga guerra, lo primero que haga sea buscar también en esta crisis refugiarse de nuevo en la política de poder. El terrorismo de los espartaquistas es una prosecución de la política de los Junker, así como el terrorismo de los bolcheviques lo es de la política del zarismo.
La dictadura del proletariado, se afirma, daría la posibilidad de remediar las dificultades económicas del momento expropiando los bienes de consumo que se encuentran en manos de las clases ricas. Que esto no es socialismo, y que ningún teórico socialista haya jamás propugnado ideas de este género, lo sabemos muy bien. De ese modo sólo se puede enmascarar malamente y sólo durante breve tiempo la dificultad de la producción sobre bases socialistas. Durante un cierto tiempo se podrá financiar la adquisición de medios de subsistencia en el exterior vendiendo títulos extranjeros y exportando obras de arte y joyas. Pero antes o después también estos medios faltarán.
La dictadura del proletariado sofocará mediante el terror cualquier germen o indicio de oposición. Se cree haber echado las bases del socialismo para la eternidad una vez que se ha despojado a la burguesía de todo lo que posee y cuando se ha eliminado cualquier posibilidad de ejercer públicamente la crítica. Naturalmente, no se puede negar que por esta vía es posible obtener mucho, y se puede sobre todo destruir toda la civilización europea; pero así no se construye un sistema social socialista. Si el sistema social comunista es menos idóneo que un sistema basado en la propiedad privada de los medios de producción para crear «la máxima felicidad para el mayor número de personas», ni siquiera el terrorismo conseguirá suplantar la idea del liberalismo.
El socialismo marxista como movimiento radicalmente revolucionario es una forma de imperialismo interno. Esto nadie querrá negarlo, y mucho menos los propios marxistas que predican abiertamente el culto a la revolución. Menor atención, en cambio, se presta al hecho de que el socialismo moderno tiene que ser necesariamente imperialista también hacia el exterior.
El socialismo moderno, en su propaganda, no se presenta como un postulado racionalista; es un partido político-económico que pretende ser una doctrina salvífica a la manera de las religiones. Como idea político-económica debería haber competido culturalmente con el liberalismo, debería haber intentado demoler en el plano lógico los argumentos de sus adversarios y rechazar las objeciones a sus propias teorías. En cambio, en conjunto, los socialistas se han preocupado escasamente de discutir científicamente ventajas y desventajas de los dos posibles sistemas de producción social. Se han limitado a anunciar el programa socialista como doctrina salvífica. Han presentado todo sufrimiento terrenal como una emanación del sistema social capitalista y han prometido eliminar sus causas mediante la implantación del socialismo. Han responsabilizado a la economía capitalista de todos los males del pasado y del presente. En el Estado futuro todo deseo y esperanza serán satisfechos; en él el inquieto encontrará la tranquilidad, el infeliz la felicidad, el débil la fuerza, el enfermo la salud, el pobre la riqueza, el necesitado el bienestar. En el Estado futuro florecerá un arte del que el arte «burgués» ni siquiera tiene una ligera idea y una ciencia que resolverá definitivamente todos los enigmas de la realidad. Toda necesidad sexual desaparecerá. El hombre y la mujer se darán recíprocamente una felicidad erótica que las generaciones anteriores no han sospechado siquiera. El carácter humano sufrirá un cambio profundo, se hará noble e inmaculado; el hombre no tendrá ya ningún defecto espiritual, ético o físico. Todo lo que el héroe germánico espera del Walhalla, el cristiano del seno de Dios, el musulmán del paraíso de Mahoma, el socialismo lo realizará en la tierra.
Los utópicos, ante todo Fourier, no se han contenido en la descripción colorista de los detalles de esta vida de jauja. El marxismo, en cambio, evitó rigurosamente toda descripción del Estado futuro. Pero esta prohibición se refería tan sólo a la descripción del sistema económico, jurídico y político del Estado socialista, y fue un movimiento propagandístico magistral. Dejando en la mayor oscuridad las estructuras institucionales del Estado futuro, se sustraía a los adversarios del socialismo toda posibilidad de criticar y también de mostrar que su realización no sería en modo alguno la creación de un paraíso en la tierra. La descripción de las consecuencias positivas de la socialización de la propiedad, por el contrario, no la proscribió el marxismo tanto como la de los medios de producción y de las vías a través de las cuales habría podido ser obtenida. Cuando denunció sistemáticamente todo mal terreno como fenómeno concomitante necesario del sistema social capitalista, explicando que el Estado futuro desaparecería, en lo tocante a la descripción utópica de la felicidad prometida el marxismo superó incluso a los más fervientes autores de novelas de fantasía política, convencido de que las alusiones misteriosas y los acentos místicos tienen efectos más duraderos que la esperanza aclamada.
El haberse presentado como soteriología ha favorecido al socialismo en su lucha contra el liberalismo. Quien intenta refutar con argumentos racionales el socialismo, no encuentra en la mayoría de los socialistas, como se espera, respuestas igualmente racionales, sino una fe en la redención por el socialismo sin ninguna base en la experiencia. Indudablemente se puede defender el socialismo también con argumentos racionales. Pero para la gran masa de sus adeptos es una doctrina de la salvación en la que creen y que para ellos representa una consolación y una esperanza en las aflicciones de la vida, suplantando a aquella fe religiosa cuyo mensaje de salvación ha perdido toda su fuerza. Y ante una convicción semejante toda crítica racional fracasa. Quien dirige al socialista y le previene de este tipo de objeciones racionalistas halla la misma incomprensión que la crítica racionalista de los dogmas encuentra en el cristiano creyente.
En este sentido ha sido del todo legítimo comparar el socialismo con el cristianismo. Pero el reino de Cristo no es de este mundo; el socialismo, en cambio, quiere realizar el reino de la salvación en esta tierra. Aquí está su fuerza pero también su debilidad, que le llevará a la ruina con la misma rapidez con que triunfó. Aun cuando el modo de producción socialista lograra realmente aumentar la productividad y crear incluso bienestar para todos, en mayor medida de lo que puede hacerlo el modo de producción liberal, no podrá evitar la amarga decepción de sus adeptos, que esperaban de él también el mayor incremento del sentido de felicidad interior. El socialismo no podrá eliminar la insuficiencia de toda la realidad terrena, calmar el impulso fáustico, satisfacer el deseo interior. Cuando el socialismo se haya hecho realidad, habrá que reconocer que una religión que no lleva a la vida trascendente es un absurdo.
El marxismo es una teoría evolucionista. Incluso la palabra revolución, en el sentido en que la entiende la concepción materialista de la historia, tiene el significado de evolución. Sin embargo, la atención al carácter mesiánico de la predicación socialista impele necesariamente al socialismo marxista a la constante reafirmación del derrocamiento violento, de la revolución en el sentido estricto del término. No podía admitir que el desarrollo acercara el socialismo por una vía distinta de la que preveía el agravamiento progresivo de las contradicciones del modo de producción capitalista y por tanto remitiera la inminencia del derrocamiento revolucionario del capitalismo. Si hubiera admitido que la evolución habría llevado a realizar gradualmente el socialismo, se habría encontrado en la embarazosa situación de tener que explicar por qué tampoco sus profecías soteriológicas se habían cumplido en la misma gradual medida. Por esta razón el marxismo, a menos de no querer renunciar al instrumento más incisivo de su propaganda —la doctrina de la salvación— se ha visto obligado a permanecer revolucionario; ésta es la razón de que, a pesar de toda su ciencia, ha tenido que mantenerse fiel a la teoría del empobrecimiento y del desplome, y también por esta razón tuvo que rechazar el revisionismo de Bernstein; y, finalmente, por esta razón no pudo renunciar ni a una sílaba de su ortodoxia.
Pero ahora el socialismo ha triunfado. El día de su realización ha llegado. Millones de personas piden ardientemente la salvación que esperaban; piden riqueza, felicidad.
¿Y ahora? ¿Tienen que venir los jefes a consolar a las masas diciéndoles que acaso durante décadas o durante siglos su única merced será un duro trabajo y que la felicidad interior no podrá jamás alcanzarse con medios exteriores? ¿Y todas las imprecaciones contra el liberalismo que recomendaba a los pobres que trabajaran duro y ahorraran? ¿Y todas las mofas lanzadas contra las teorías que se negaban a atribuir todos los males terrenales a las carencias de las instituciones sociales?
El socialismo tiene una sola vía para salir de esta situación. Tiene que intentar —ignorando el hecho de que ejerce el poder— seguir presentándose como una secta oprimida y perseguida a la que potencias hostiles impiden realizar la parte esencial de su programa, y de este modo descargar sobre otros la responsabilidad de que no se haya producido la feliz condición que había anunciado. Así la lucha contra estos enemigos de la salvación colectiva se convierte en una necesidad perentoria de la comunidad socialista. En el interior tiene que perseguir de un modo cruento a la burguesía, y en el exterior debe agredir a los países que aún no son socialistas. No puede esperar que los extranjeros se conviertan espontáneamente al socialismo, ya que, no pudiendo explicar el fracaso del socialismo sino recurriendo a las maquinaciones del capitalismo, llega necesariamente a formular un nuevo concepto de la internacional socialista en virtud del cual ésta adquiere un carácter ofensivo. El socialismo sólo puede ser realizado si el mundo entero se hace socialista, mientras que un socialismo aislado en una sola nación es imposible. Por tanto, todo gobierno socialista debe pasar inmediatamente a ocuparse de la difusión del socialismo en el exterior.
Se trata de un internacionalismo muy distinto del de El Manifiesto Comunista. Se concibe de un modo no defensivo sino ofensivo. Para ayudar al socialismo a triunfar debería bastar —se supone— con que los pueblos socialistas ofrezcan un orden tan atrayente a su comunidad que indujera a los demás a seguir su ejemplo. Y en cambio para el Estado socialista la opresión sobre los Estados capitalistas es una necesidad vital. Para mantenerse en el interior debe hacerse agresivo hacia el exterior. No puede encontrar paz mientras no haya socializado el mundo entero.
Tampoco el imperialismo socialista tiene una motivación fundada desde el punto de vista político-económico. No se ve por qué tampoco una comunidad socialista en relaciones de intercambio con el exterior no pueda procurarse todos los bienes que ella misma por sí sola no consigue producir. El último en rechazar este argumento podría ser el socialista que está convencido de la mayor productividad del modo de producción comunista[24].
El imperialismo socialista supera en extensión y en intensidad a cualquier imperialismo anterior. La propia necesidad interna inherente al mensaje salvífico socialista que está en su origen le impele fundamentalmente a superar las fronteras en todas direcciones. No puede detenerse mientras todo el mundo habitado no haya sido sometido y mientras no haya aniquilado todo lo que recuerde otras formas de sociedad humana. Todo imperialismo precedente podía renunciar a expandirse ulteriormente apenas encontraba obstáculos insuperables en su camino. El imperialismo socialista no podría hacerlo, pues de otro modo debería considerar tales obstáculos como dificultades no sólo de su expansión en el exterior sino también de su desarrollo interno. Por tanto, debe tratar de destruirlos o perecer.