Nación y Estado

I. Nación y nacionalidad

1. La nación como comunidad lingüística

Los conceptos de nación y nacionalidad, tal como hoy los entendemos, son relativamente recientes. Ciertamente, el término «nación» es muy antiguo: deriva del latín y no tardó en pasar a todas las lenguas modernas; pero estaba ligado a un significado distinto. Sólo a partir de la segunda mitad del siglo XVIII va adquiriendo poco a poco el significado que hoy le damos y sólo en el siglo XIX este uso del término se generaliza[1]. Y a medida que, junto con el concepto, se desarrolla su significado político, la nacionalidad se convierte en el centro del pensamiento. El término y el concepto de nación pertenecen por entero al universo ideal moderno del individualismo político y filosófico; sólo con la democracia moderna adquieren una importancia práctica.

Para conocer realmente la esencia de la nacionalidad, no podemos partir de la nación misma, sino del individuo. Es decir, debemos preguntarnos qué es lo que en el individuo constituye el elemento nacional y qué es lo que decide su pertenencia a una determinada nación.

Y entonces reconocemos inmediatamente que este elemento no puede ser ni el lugar en que el individuo habita ni el Estado a que pertenece. No todos los que residen en Alemania o que poseen la ciudadanía alemana son por ello alemanes; por otra parte, existen alemanes que no residen en Alemania y que no poseen la ciudadanía alemana. La común residencia y el vínculo común con el Estado tienen un papel propio en el desarrollo de la nacionalidad, pero no constituyen su esencia. Lo mismo puede decirse de la descendencia común. La concepción genealógica de la nacionalidad no es más utilizable de lo que puedan serlo la geográfica o la estatalista. Nación y raza no coinciden; no existe una nación de sangre pura[2]. Todos los pueblos han surgido de una mezcla de razas. La estirpe no decide la pertenencia a una nación. No todos los que descienden de antepasados alemanes son por esta sola razón alemanes. De otro modo, ¿cuántos ingleses, americanos, magiares, checos, rusos deberían llamarse alemanes? Y viceversa, hay alemanes entre cuyos antepasados no se encuentra ningún alemán. Por lo general, cuando se reconstruye el árbol genealógico de personas pertenecientes a las clases altas de la población, o de hombres y mujeres célebres, sucede que se encuentran antepasados de otra estirpe con mucha mayor frecuencia de lo que sucede con personas de clase baja y de origen oscuro. Sin embargo, es más raro de lo que se está dispuestos a creer que estos últimos sean de sangre pura.

Algunos escritores se han esforzado honestamente en indagar la importancia de la estirpe y de la raza para la historia y la política; con qué resultado, no es este el lugar para discutirlo. Otros escritores, a su vez, pretenden que se puede atribuir un significado político a la comunidad de razas y hacer una política basada en la raza. Sobre la legitimidad de esta pretensión se pueden tener opiniones diferentes, y no es tarea nuestra examinarlas. Tampoco es claro si —y hasta qué punto— esta pretensión se satisface actualmente, si —y en qué modo— se hace realmente una política de la raza. Sin embargo, hay algo incuestionable a este respecto: puesto que los conceptos de nación y de raza no coinciden, tampoco pueden coincidir la política nacional y la política racial. También el concepto de raza, en el sentido en que lo emplean quienes hacen de él el centro de su política, es un concepto reciente, y en todo caso notablemente más reciente que el de nación. Dicho concepto fue introducido en la política conscientemente como opuesto al concepto de nación, con el fin de refutar la idea individualista de comunidad nacional a través de la idea colectivista de comunidad racial. Estos intentos no han tenido éxito hasta ahora. El escaso significado que reviste el momento racial en los movimientos culturales y políticos actuales contrasta de manera estridente con la enorme importancia que asumen los valores nacionales. Lapouge, uno de los fundadores de la escuela de sociología antropológica, expresó hace un siglo la opinión de que en el siglo XX serían masacrados millones de hombres a causa de uno o dos grados más o menos de índice encefálico[3]. Efectivamente, eso es lo que ha ocurrido. En todo caso, nadie podrá sostener que en esta guerra las partes en conflicto hayan luchado en nombre de la dolicocefalia o de la braquicefalia. Es cierto que nos encontramos tan sólo a finales del segundo decenio del siglo para el que Lapouge lanzó su profecía, y es posible que en todo caso lleve razón; pero en el terreno de las predicciones proféticas nosotros no podemos seguirle y no queremos discutir cosas que todavía están oscuramente ocultas en el seno del futuro. En la política actual el momento de la raza no desempeña ningún papel, y esto es lo único que cuenta para nosotros.

El diletantismo que domina ampliamente en los escritos de nuestros teóricos de la raza no puede, desde luego, inducirnos a tomar a la ligera el problema racial en cuanto tal. Seguramente ningún otro problema como este, una vez aclarado, puede contribuir en mayor medida a la profundización de nuestra comprensión histórica. Probablemente el camino que lleva a los conocimientos últimos en el terreno de las alternas peripecias del devenir histórico pasa por la antropología y la doctrina de la raza. Lo que hasta ahora estas ciencias han descubierto es realmente poco y está atestado de numerosos errores, de fantasías y de misticismo. Pero incluso en este terreno hay quien hace genuina ciencia; también aquí hay problemas importantes. Es posible que nunca veamos la solución; pero esto no debe impedirnos seguir buscando y no puede inducirnos a negar la importancia del aspecto racial para la historia.

Negar que la esencia de la nacionalidad consista en la afinidad de raza no significa negar la influencia que la afinidad racial ejerce en toda política y en la política nacional en particular. En la vida actúan múltiples fuerzas distintas, cada una en una dirección diversa; para reconocerlas debemos tratar de separarlas mentalmente en lo posible. Lo cual, sin embargo, no significa que en el momento de considerar una de esas fuerzas hayamos de olvidar totalmente las otras que siguen actuando junto o contra ella.

Sabemos que una de esas fuerzas es la comunidad lingüística; y este es un hecho que no se puede negar. Si ahora decimos que la esencia de la nacionalidad reside en la lengua, esta no es una cuestión puramente terminológica sobre la cual nada hay que discutir. Constatamos por de pronto que en esto coincidimos con el uso lingüístico general. Es a la lengua ante todo y sólo a la lengua en el sentido originario a la que referimos aquella indicación que luego se convierte en la indicación de la nacionalidad. Hablamos de lengua alemana, y cualquier otra cosa que lleve el atributo de alemán lo recibe de la lengua alemana; cuando hablamos de escritura alemana, de literatura alemana, de hombres y mujeres alemanes, la referencia a la lengua es inmediatamente evidente. Y en tal caso es indiferente que la indicación de la lengua sea más antigua que la del pueblo o que en cambio sea derivada de esta última; desde el momento en que resulta ser indicación de la lengua, es esta la que resulta decisiva para la ulterior evolución del uso de esta expresión. Y cuando finalmente hablamos de ríos alemanes y de ciudades alemanas, de historia alemana y de guerra alemana, no es difícil comprender que, en último análisis, también este modo de expresarse se refiere a la indicación originaria de la lengua en cuanto lengua alemana. El concepto de nación, como hemos dicho, es un concepto político. Si queremos definir su contenido, debemos mirar a la política en la que desempeña un papel. Y entonces veremos que todas las batallas nacionales son batallas lingüísticas, batallas en torno a la lengua. El elemento específicamente «nacional» está en la lengua[4].

La comunidad de la lengua es ante todo consecuencia de una comunidad étnica o social; pero ella como tal, con independencia de su origen, se convierte luego a su vez en un nuevo vínculo que provoca determinadas reacciones sociales. Al aprender la lengua, el niño asimila los modos de pensar y de expresar su pensamiento que la lengua le traza, y de este modo recibe de ella una impronta que no podrá borrar nunca de su propia vida. La lengua abre al hombre el camino del intercambio mental con todos aquellos que de ella se sirven; él puede influir sobre ellos como ellos pueden influir sobre él. La comunidad de la lengua une a los hombres, la diferencia de lengua los separa. Si a alguien puede parecerle insuficiente la explicación de la nación como comunidad lingüística, que piense tan sólo en la enorme importancia que la lengua tiene para el pensamiento y para la expresión del pensamiento, para las relaciones sociales y para todas las manifestaciones de la vida.

Si a pesar del conocimiento de estas conexiones hay quien de algún modo se opone a la idea de identificar la esencia de la nación con la comunidad lingüística, ello depende de ciertas dificultades que comporta la determinación de las distintas naciones sobre la base de ese concepto[5]. Naciones y lenguas no son categorías inmutables, sino resultados provisionales de un proceso perennemente fluido; ambas se modifican de día en día, de modo que nos encontramos continuamente en presencia de una riqueza de formas intermedias cuya identificación comporta cierto quebradero de cabeza.

Es alemán quien piensa y habla alemán. Así como existen diversos grados de dominio de la lengua, así también existen diversos grados de ser alemán. Las personas cultas penetran en el uso y en el espíritu de la lengua de un modo completamente distinto que las personas incultas. La capacidad de formar conceptos y el dominio de la palabra son el criterio de la cultura; justamente la escuela da una importancia fundamental a la adquisición de la capacidad de comprender lo que se dice y se escribe y de expresarse de manera comprensible oralmente y por escrito. Ciudadanos de pleno derecho de la nación alemana son solamente quienes se han apropiado completamente de la lengua alemana. Los incultos son alemanes sólo en la medida en que pueden comprender un discurso alemán. Un campesino de un pueblo perdido que sólo conoce el dialecto local, que no es capaz de entenderse con otros alemanes y no sabe leer la lengua escrita, no forma parte propiamente de la nación alemana[6]. Si todos los demás alemanes desaparecieran y permanecieran tan sólo personas que conocen exclusivamente su propio dialecto, habría que decir que la nación alemana se ha extinguido. Tampoco esos campesinos son neutros desde el punto de vista nacional; pero no pertenecen a la nación alemana, sino más bien a una minúscula nación formada por quienes hablan el mismo dialecto.

El individuo pertenece por regla general a una sola nación. Sucede, sin embargo, a veces que alguien pertenezca a dos naciones. Esto sucede no cuando habla dos lenguas, sino sólo cuando domina dos lenguas de tal modo que piensa y habla en cada una de ellas, y cuando se ha apropiado plenamente del particular modo de pensar que caracteriza a cada una de las mismas. Personas de esta clase existen más de lo que se cree. En los territorios con población mixta y en las grandes plazas comerciales internacionales suelen encontrarse entre los comerciantes, los funcionarios, etc. Con frecuencia son personas no muy cultas. Entre los hombres o mujeres de cultura más profunda los bilingües son más raros, porque esa perfección absoluta en el dominio de la lengua que caracteriza a la persona verdaderamente culta se alcanza en una sola lengua. La persona culta puede dominar varios idiomas, y todos mejor que el bilingüe; pero esta persona debe adscribirse a una sola nación si piensa en una sola lengua y si todo lo que absorbe de las lenguas extranjeras lo filtra a través del pensamiento que se ha formado sobre la estructura y los modos de conceptualizar de la propia lengua. Pero también ente los «millonarios de la cultura»[7] existen los bilingües, hombre y mujeres que han reelaborado en sí enteramente la cultura de ambos ambientes culturales. Se encontraban y se encuentran aún con alguna mayor frecuencia que de ordinario allí donde entran en colisión una lengua antigua y plenamente desarrollada de una civilización antigua y una lengua aún poco desarrollada de un pueblo todavía en fase de ingreso en la civilización. En ese caso es física y psíquicamente más fácil alcanzar el dominio de dos lenguas y de dos ambientes culturales. Así, por ejemplo, en Bohemia entre la generación que precedió inmediatamente a la actual, los bilingües eran mucho más numerosos que hoy. En cierto sentido se pueden contar entre ellos todos aquellos que además de la lengua de cultura dominaban también un dialecto.

Todo individuo pertenece, normalmente, por lo menos a una nación. Sólo los niños y los sordomudos no tienen nación; los primeros adquieren una patria espiritual sólo cuando entran en una comunidad lingüística, los segundos la adquieren a través de la educación de su capacidad de pensar para alcanzar la posibilidad de entenderse con los miembros de una nación. El proceso en cuestión es en todo parecido a aquel a través del cual los adultos que ya pertenecen a una nación pasan a pertenecer a otra[8].

Se ha intentado trasladar inmediatamente a las naciones el método de investigación de los lingüistas, los cuales encuentran una serie de parentelas entre las lenguas, descubren familias y cepas lingüísticas, y hablan de lenguas hermanas y leguas hijas. Otros a su vez han querido transformar la afinidad etnológica en una afinidad nacional. Pero ambas metodologías son inadmisibles. Si se quiere hablar de afinidad nacional, se puede hacer sólo respecto a la posibilidad de entenderse entre quienes pertenecen a una nación. En este sentido los dialectos son afines entre ellos y a una o más lenguas de cultura. También entre estas últimas —por ejemplo, entre varias lenguas eslavas— existe esa afinidad, cuyo significado se agota en facilitar el paso de una nacionalidad a otra.

Por el contrario, es políticamente del todo irrelevante que la afinidad gramatical entre las lenguas facilite su aprendizaje. De semejante circunstancia no surge un acercamiento cultural o político ni sobre ella se pueden edificar construcciones políticas. El concepto de afinidad etimológica no deriva de la esfera ideal del individualismo político-nacional sino del ideal del colectivismo político-racional, y se ha formado en consciente antítesis con la moderna idea liberal de la autonomía. Panlatinismo, paneslavismo y pangermanismo son ideas quiméricas que se han llevado siempre la peor parte cuando han chocado con las aspiraciones nacionales de los distintos pueblos. Muy en boga durante los ritos de hermanamiento entre pueblos que persiguen momentáneamente fines políticos paralelos, fracasan apenas elevan el nivel de sus ambiciones. Son ideas que nunca tuvieron fuerza suficiente para formar un Estado. Y de hecho no existe un solo Estado que se haya basado en ellas.

A la larga aversión hacia la concepción que considera la lengua como la característica distintiva de la nación contribuyó también de manera decisiva la circunstancia de que nunca se ha conseguido armonizar esta teoría con la realidad, la cual —se afirma— nos muestra casos en que una única nación habla varias lenguas y otros casos en cambio en que varias naciones se sirven de una lengua. La afirmación de que es posible que los miembros de una única nación pertenezcan a varias naciones es sufragada por el ejemplo de la situación de la nación «checoslovaca» y «eslavo-meridional». Checos y eslovacos entraron en la última guerra como una nación unitaria. Las aspiraciones particularistas de pequeños grupos eslovacos por lo menos no tienen un eco externo y no han sido capaces de obtener resultado político alguno. Ahora se prevé la formación de un Estado checoslovaco al que pertenecerán todos los checos y los eslovacos. Pero no por esto checos y eslovacos forma aún una única nación. Los dialectos con que se ha formado la lengua eslovaca son extraordinariamente afines a los dialectos de la lengua checa, y para un campesino eslovaco que hable solamente su propio dialecto no es difícil entenderse con los checos, especialmente con los de Moravia, cuando hablan entre ellos. Si los eslovacos, antes aún de formar una propia lengua de cultura autónoma —lo cual tuvo lugar entre finales del siglo XVIII y principios del XIX— hubieran establecido relaciones políticas más estrechas con los checos, sin duda se habría llegado tan escasamente a la formación de una lengua de cultura eslovaca como, en Suabia, a la formación de una lengua de cultura autónoma suaba. Al intento de crear en Eslovaquia una lengua autónoma contribuyeron de manera decisiva ciertas circunstancias políticas. Pero esta lengua de cultura eslava, elaborada enteramente según el modelo de la lengua checa afín a la misma bajo todos los aspectos, no consiguió desarrollarse, también por circunstancias políticas. Excluida de la enseñanza, de las oficinas y de los tribunales bajo el dominio magiar, fue tirando a duras penas en los almanaques populares y en los panfletos de la oposición. Fue de nuevo el escaso desarrollo de la lengua eslovaca el que hizo que volvieran a ganar terreno los repetidos intentos, iniciados precisamente en Eslovaquia, para adoptar la lengua de cultura checa. Hoy en Checoslovaquia se enfrentan dos tendencias: una que aspira a extirpar de la lengua eslovaca toda traza de lengua checa y a desarrollar una lengua propia pura y autónoma; y otra que desea adherirse a la lengua checa. Si ganara esta última, los eslovacos se harían checos y el Estado checoslovaco se convertiría en un Estado nacional puramente checo. Si en cambio ganara la primera tendencia, el Estado checo se vería obligado —para no aparecer como opresor— a conceder autonomía y probablemente, al final, también la plena independencia a Eslovaquia. No existe una nación checoslovaca compuesta por ciudadanos que hablan checo y ciudadanos que hablan eslovaco. La lucha a la que asistimos es una lucha por la posibilidad de existencia de una particular nación eslava. El resultado dependerá de circunstancias políticas, sociales y culturales. Desde el punto de vista estrictamente lingüístico, ambos desarrollos son posibles.

No es distinto el caso de las relaciones entre los eslovenos y la nación yugoslava. También la lengua eslovena, desde su nacimiento, se halla en conflicto entre la autonomía y el acercamiento o completa fusión con el croata. El movimiento ilírico quería introducir también la lengua eslovena en el paquete de las reivindicaciones unitarias. Si el esloveno fuera capaz de conservar su autonomía en el futuro, el Estado esloveno no podría dejar de asegurar la autonomía de los eslovenos.

Los eslavos meridionales ofrecen también uno de los ejemplos más citados de dos naciones que hablan la misma lengua. Croatas y serbios se sirven de una misma lengua. La diversidad nacional entre ellos, se afirma, sería exclusivamente de carácter religioso, por lo que nos hallaríamos ante un caso que la teoría que determina el carácter distintivo de una nación en la lengua no estaría en condiciones de explicar. El pueblo serbo-croata es presa de los más agudos contrastes religiosos. Una parte de la población sigue a la Iglesia ortodoxa, otra a la Iglesia católica y otra aún, no ciertamente irrelevante, está formada aún por musulmanes. Estos contrastes religiosos son resultado de antiguas rivalidades políticas que en parte se remontan a épocas cuyas condiciones políticas fueron hace mucho tiempo superadas. Los dialectos de todas estas poblaciones desgarradas por conflictos religiosos y políticos son en cambio extraordinariamente afines. Y lo eran hasta tal punto que los intentos realizados desde varias partes por crear una lengua de cultura llevaron indefectiblemente al mismo resultado: de todos los esfuerzos resultó siempre y solamente la misma lengua de cultura. Vuk Stefanovic Karadzic quería crear una lengua serbia, Ljudevit Gaj una lengua eslava meridional unitaria; pan-serbismo e ilirismo se contraponían duramente. Pero como disponían de un material dialectal, el resultado de su trabajo fue también idéntico. Las diferencias entre las lenguas que han creado son tan escasas que estas han acabado fundiéndose en una sola lengua. Si los serbios no usaran exclusivamente los caracteres cirílicos y los croatas los latinos, no existiría externamente ningún elemento caracterizador para atribuir un escrito a una u otra nacionalidad. La diversidad de los signos gráficos no puede a la larga dividir a una nación unitaria. También los alemanes emplean escrituras distintas sin que esto haya tenido nunca un significado nacional. Los desarrollos políticos de los últimos años antes y durante la guerra han demostrado que la diversidad confesional entre croatas y serbios, sobre la cual la política austríaca del archiduque Francisco Fernando y su entorno construyó tantos castillos en el aire, desde hace mucho tiempo no tiene ya aquella importancia que tuvo en otro tiempo. No parece que haya ninguna duda sobre el hecho de que también en la vida política de los serbios y de los croatas el momento nacional de la lengua común rechazará todas las influencias paralizantes y que la diversidad religiosa en la nación serbo-croata no tendrá un papel más importante que el que tiene en el pueblo alemán.

Otros dos ejemplos que suelen traerse a colación para demostrar que comunidad lingüística y nación no coinciden son el anglosajón y el danés-noruego. La lengua inglesa, se dice, la usan dos naciones, los ingleses y los americanos, lo cual demuestra ya que es inadmisible buscar la connotación nacional únicamente en la lengua. En realidad los ingleses y los americanos son una nación unitaria.

La tendencia a verlos como dos naciones depende de la costumbre de interpretar el principio de nacionalidad en el sentido de que implicaría necesariamente la reivindicación de todas las partes de la nación en una unidad estatal. En la segunda sección de este capítulo demostraremos que este concepto es erróneo y que por lo tanto no hay que buscar en modo alguno el criterio de la nación en la aspiración a formar un Estado unitario. Que ingleses y americanos pertenezcan a Estados distintos; que la política de estos dos Estados siempre haya sido concorde; y que sus contrastes hayan desembocado a veces incluso en guerra: nada de esto demuestra de por sí que ingleses y americanos no sean una nación. Nadie ha podido jamás dudar de que Inglaterra esté ligada a sus dominions y a los Estados Unidos por un vínculo nacional, que en tiempos de graves crisis políticas mostrará toda su fuerza solidaria. La guerra mundial ha demostrado que entre los distintos componentes de la nación anglosajona sólo pueden surgir contrastes cuando la colectividad no está amenazada por otras naciones.

Más difícil parece, a primera vista, conciliar el problema de los irlandeses con la teoría lingüística de la nación. Los irlandeses formaban en otro tiempo una nación autónoma que usaba una particular lengua céltica. Todavía a principios del siglo XIX el ochenta por ciento de la población hablaba céltico y más del cincuenta por ciento no entendía una palabra de inglés. Desde entonces la lengua irlandesa ha perdido mucho terreno. Sólo poco más de 600 000 personas siguen usándola, y es raro encontrar aún en Irlanda gente que no entienda el inglés. Es cierto que aún hoy en Irlanda se hacen intentos para revitalizar la lengua irlandesa y generalizar su uso. Pero es un hecho que muchos de los partidarios del movimiento político irlandés son, desde el punto de vista nacional, ingleses. El conflicto entre ingleses e irlandeses es de naturaleza social, religiosa, no exclusivamente nacional, y así puede suceder que se adhieran al movimiento en gran número también aquellos habitantes de Irlanda que desde el punto de vista nacional no son irlandeses. Si los irlandeses consiguieran la autonomía, no se excluye que gran parte de la población inglesa de Irlanda se asimile a la nación irlandesa.

Tampoco el tan citado ejemplo danés-noruego puede invalidar la tesis que considera que el elemento nacional reside en la lengua. Durante la secular unión política entre Noruega y Dinamarca la antigua lengua de cultura noruega había sido totalmente barrida por la lengua de cultura danesa, manteniéndose a duras penas en los numerosos dialectos de la población rural. Tras la separación de Noruega de Dinamarca (1814) florecieron las aspiraciones a crear una lengua nacional propia. Pero los intentos de quienes se esforzaron en crear una nueva lengua de cultura noruega basándola en la antigua fracasaron definitivamente. En cambio tuvieron éxito quienes trataron simplemente de enriquecerla introduciendo expresiones tomadas del léxico de los dialectos noruegos, manteniendo por lo demás la lengua danesa. En esta lengua se escriben las obras de los grandes poetas noruegos Ibsen y Björson[9]. Y daneses y noruegos todavía hoy forman una nación unitaria aun perteneciendo políticamente a dos Estados.

2. Dialecto y lengua de cultura

En los tiempos primitivos toda migración origina una separación no sólo espacial sino también cultural de los clanes y de las tribus. No existen aún relaciones de intercambio económico; no existe un mercado que pueda actuar en contra de la diferenciación y la aparición de nuevas costumbres. El idioma de cada tribu se aleja cada vez más del hablado por los antepasados cuando las tribus aún convivían. La diferenciación de los idiomas avanzaba de manera imparable. Las generaciones sucesivas ya no se entendían.

La necesidad de una unificación lingüística surge entonces de dos lados. Los comienzos del comercio hacen realmente necesaria la comprensión entre miembros de tribus diferentes. Y esta exigencia se satisface cuando algunos mediadores del mercado adquieren los conocimientos necesarios de la lengua. Para los tiempos primitivos, en los que el intercambio entre regiones lejanas tenía tan sólo una importancia relativamente escasa, se podían hacer por esta vía de uso más general solamente algunas expresiones y vocablos. Mayor importancia en orden a la unificación de los diversos idiomas debían tener las transformaciones políticas producidas por conquistadores que crearon Estados y sistemas políticos de todo tipo. Los jefes políticos de territorios distantes establecieron relaciones personales más estrechas; la llamada a las armas reunía a miembros de todas las clases sociales de numerosas tribus. En parte independientemente de la organización política y militar, y en parte en estrecha vinculación con ella, nacen instituciones religiosas que pasan de una tribu a otra. A los intentos de unidad política y religiosa acompañan al mismo tiempo los intentos de unificación lingüística. El idioma hablado por la estirpe del señor o por la casta sacerdotal no tarda en hacerse preponderante sobre los idiomas hablados por los súbditos y los laicos, y de los distintos dialectos de los miembros del Estado y del clero surge un dialecto mixto unitario.

La adopción de la escritura se convierte en el puntal más sólido de la unificación lingüística. Las doctrinas religiosas, los cantos, las disposiciones jurídicas y los documentos fijados por escrito confieren la hegemonía al idioma en que se expresan. Se pone así un freno a la ulterior fragmentación de la lengua; existe un ideal lingüístico al que poder referirse como modelo a perseguir y alcanzar. El halo de misterio que envuelve las letras del alfabeto en los tiempos primitivos y que todavía no ha desaparecido enteramente —por lo menos respecto a las impresas— aumenta el prestigio del dialecto en que está redactado. Del caos de los dialectos surge la lengua oficial, la lengua del señor y de las leyes, de los sacerdotes y de los cantores, la lengua escrita. Y mientras se convierte en la lengua de las clases altas y cultas, la legua del Estado y de la cultura[10], presentándose al fin como la única lengua correcta y noble, los idiomas de los que procede se van devaluando poco a poco, en cuanto se les considera una lengua literaria corrupta y como lenguaje de la gente común.

La formación de lenguas unitarias está siempre influida desde el principio por el concurso de acontecimientos políticos y culturales. El elemento primigenio en el idioma popular lo da el hecho de que toma su fuerza de la vida de quien lo habla. Al contrario, la lengua de cultura y oficial es producto de los estudios y de las cancillerías. Por supuesto, también ella, en última instancia, deriva de la lengua hablada por el hombre común y de las creaciones de poetas y escritores de talento. Pero en todo caso se emplea con una dosis más o menos alta de pedantería y de artificialidad.

El niño aprende el idioma de la madre. En cambio, la lengua oficial se la enseñan en la escuela.

En la disputa que ahora surge entre la lengua de cultura y el dialecto, este último lleva la ventaja de ser el primero que se adueña del individuo desde su periodo más receptivo. Pero tampoco la lengua de cultura carece de apoyos. El hecho de ser la lengua de todos, la que más allá de la fragmentación regional permite entenderse con ambientes más amplios, la convierte en un instrumento indispensable del Estado y de la Iglesia. Ella es el soporte de la tradición escrita y de la mediación cultural. Y por tanto puede triunfar sobre los distintos dialectos. Pero si se separa de estos, si es o se hace, con el paso del tiempo, tan ajena a ellos que sólo puede ser entendida por quien se aplica diligentemente a aprenderla, entonces tiene asegurada la derrota; entonces surge del dialecto una nueva lengua de cultura. Así el latín fue sustituido por el italiano y el eslavo eclesial por el ruso; así probablemente en el griego moderno la lengua vulgar conseguirá triunfar sobre el catharevousa del clasicismo.

El brillo con que la escuela y los gramáticos solían rodear a la lengua de cultura, el culto que tributan a sus reglas y el desprecio que muestran hacia quien las quebranta, colocan bajo una falsa luz la relación entre lenguas de cultura y dialectos. El dialecto no es una lengua literaria corrompida, sino una lengua primigenia. Sólo a partir de los dialectos se ha formado la lengua de cultura, ya sea que se haya elevado a lengua de cultura un determinado dialecto o bien una forma mixta artificialmente formada por los diversos dialectos. No se puede, pues, plantear la cuestión de la pertenencia de un determinado dialecto a esta o aquella lengua de cultura. La relación entre lengua de cultura y dialecto no siempre es una relación de coordinación segura o incluso de superioridad o inferioridad, ni están determinadas a este respecto sólo las relaciones histórico-lingüísticas y gramaticales. También los acontecimientos políticos, económicos y generalmente culturales del pasado y del presente deciden a qué lengua de cultura se inclinan los individuos que hablan un determinado dialecto, y así puede suceder que de esta forma un dialecto unitario se adhiera en parte a una lengua y en parte a otra.

El proceso por el cual individuos que hablan un determinado dialecto pasan luego a servirse exclusivamente, o junto al dialecto, de una determinada lengua de cultura es un caso específico de asimilación nacional. Su signo particular es el paso a una lengua de cultura gramaticalmente afín a través de un recorrido que en el caso en cuestión suele ser el único imaginable. El hijo del campesino bávaro no tiene ante sí en general otra vía para acceder a la cultura que la que pasa por la lengua de cultura alemana, aunque en casos raros puede suceder que se haga directamente francés o checo sin pasar por aquel rodeo. El bajo-alemán, en cambio, tiene ya dos posibilidades: la asimilación a la lengua de cultura alemana, o bien a la holandesa. Cuál de las dos elegirá, no depende ni de factores lingüísticos ni de factores genealógicos, sino de factores políticos, económicos o sociales. Hoy no existe ya una sola aldea en la que se hable bajo-alemán; en todas partes predomina por lo menos el bilingüismo. Si se quisiera separar hoy de Alemania un distrito en el que se habla bajo-alemán y anexionarlo a los Países Bajos, sustituyendo la escuela, la lengua burocrática y jurídica alemana por las holandesas, los interesados directos interpretarían un acto semejante como una opresión nacional. Pero hace cien o doscientos años la separación de una franja de territorio alemán habría sido posible sin dificultad alguna, y los descendientes de los separados de entonces serían hoy buenos holandeses como hoy son buenos alemanes.

En Europa oriental, donde la escuela y la burocracia no tienen aún la importancia que tienen en Occidente, aún es posible una cosa semejante. El lingüista podrá establecer si la mayoría de los dialectos eslavos hablados en la Alta Hungría están más próximos al eslovaco o bien al ucraniano, y tal vez de decidir en muchos casos también, en lo que respecta a Macedonia, si un determinado dialecto está más próximo al serbio o al búlgaro. Pero a pesar de todo no habrá dado aún una respuesta a la cuestión de si la gente que habla ese dialecto se convierte en eslovaca o ucraniana, serbia o búlgara. Pues esto depende no sólo de presupuestos lingüísticos, sino también de precondiciones políticas, confesionales y sociales. Una aldea en la que se hable inequívocamente un dialecto más próximo al serbio puede adoptar en un tiempo relativamente rápido y en mayor o menor medida la lengua de cultura búlgara si al mismo tiempo adquiere una iglesia y una escuela búlgaras.

Sólo de este modo se puede avanzar en la comprensión del muy difícil problema ucraniano. Planteada en estos términos, la cuestión de los ucranianos, es decir si son una nación autónoma o solamente rusos que hablan un dialecto particular, es absurda. Si los ucranianos en el siglo XVII no hubieran perdido su independencia por obra del Estado gran-ruso de los zares, se habría ciertamente desarrollado una lengua de cultura específicamente ucraniana. Y si lo más tarde en la primera mitad del siglo xex todos los ucranianos, y por tanto también los de la Galizia, de Bucovina y de la Alta Hungría, hubieran caído bajo el dominio zarista, esto tal vez no habría impedido el desarrollo de una literatura ucraniana específica, y esta probablemente no habría tenido, respecto a la de la Gran Rusia, una posición distinta de la mantenida por la literatura bajo-alemana respecto a la alemana; habría quedado como poesía dialectal sin mayores pretensiones culturales y políticas. Sin embargo, la circunstancia de que muchos millones de ucranianos fueran sometidos al dominio austríaco y también en el plano religioso fueran independientes de Rusia, creó las condiciones para la formación de una particular lengua de cultura rutena. Indudablemente el gobierno austríaco y la Iglesia Católica prefirieron que los reussen austríacos desarrollaran una lengua propia en lugar de adoptar el ruso. En este sentido hay una brizna de verdad en la afirmación de los polacos de que los rutenos serían una invención austríaca. Sólo en un punto se equivocan los polacos: cuando piensan que sin este apoyo desde arriba a los primeros conatos de reivindicaciones rutenas no se hubiera formado el dialecto reussen en la Galizia oriental. En realidad, no habría sido posible sofocar el levantamiento nacional de los galizianos orientales ni el despertar de las otras naciones sin historia. Si el Estado y la Iglesia no hubieran tratado de dirigirlos por otros carriles, desde el principio se habrían desarrollado mucho más marcadamente en sentido gran-ruso.

El movimiento ucraniano en Galizia por lo menos favoreció sensiblemente las aspiraciones separatistas de los ucranianos ruso-meridionales, y hasta es posible que las hiciera nacer. Los cambios políticos y sociales han estimulado hasta tal punto el ucranianismo ruso-meridional, que no puede excluirse completamente que el mismo no será superado por el movimiento gran-ruso. Pero este no es un problema etnográfico o lingüístico. No será el grado de afinidad de las lenguas y de las razas lo que decida si prevalecerá la lengua ucraniana o la rusa; serán en cambio las circunstancias políticas, económicas, confesionales y culturales en general. Y es muy probable que la decisión última en las zonas antes austríacas y húngaras sea distinta respecto a las zonas que siempre fueron rusas.

Análoga es la situación de Eslovaquia. También la autonomía de la lengua eslovaca respecto a la checa es fruto de un desarrollo en cierto modo casual. Si entre los moravos y los eslovacos no hubiera habido conflictos de naturaleza confesional, y si Eslovaquia, lo más tarde en el siglo XVIII, hubiera estado unida políticamente a Bohemia y Moravia, ciertamente no se habría desarrollado una lengua de cultura escrita eslovaca. Si, por otra parte, el gobierno húngaro se hubiera dedicado menos a la magiarización de los eslovacos y hubiera asegurado un espacio mayor a su lengua en la escuela y en la administración, habría tenido esa lengua un desarrollo mayor y hoy tendría una mayor capacidad de resistencia frente al checo[11].

El lingüista puede no considerar imposible en general trazar límites lingüísticos coordinando los diversos dialectos con determinadas lenguas de cultura. Pero su decisión no está al margen del transcurso histórico. El elemento decisivo está en los acontecimientos políticos y culturales. La lingüística no puede explicar por qué checos y eslovacos se han convertido en dos naciones separadas y no podría encontrar una explicación si por ventura en el futuro se unieran en una sola nación.

3. Transformaciones nacionales

Durante mucho tiempo se ha considerado que las naciones son categorías inmutables, sin advertir que pueblos y lenguas sufren a lo largo de la historia enormes transformaciones. La nación alemana del siglo X es distinta de la nación alemana del siglo XX. Se observa también externamente en el hecho de que los alemanes de hoy hablan una lengua distinta de la de los contemporáneos de los Otones.

La pertenencia a una nación no es una cualidad invariable del individuo; se puede uno acercar más a la propia nación o alejarse de ella; se puede perderla del todo o cambiarla por otra.

La asimilación nacional, que ciertamente hay que distinguir de la mezcla y de la transformación de las razas, con las que en cierto modo interactúa, es un fenómeno cuya importancia histórica nunca será suficientemente apreciada. Es una de las formas fenoménicas de aquellas fuerzas que hacen la historia de los pueblos y de los Estados y las vemos en acción por doquier. Si lográramos comprender plenamente sus condiciones y su esencia, habríamos dado un gran paso en el camino que conduce al conocimiento del desarrollo histórico. En estridente contradicción con la importancia de este problema está el total desinterés que hasta ahora han demostrado la ciencia histórica y la ciencia social a este respecto.

La lengua sirve para relacionarse con el prójimo. Quien desea hablar con su prójimo y entender lo que este dice debe servirse de su lengua. Cada uno, pues, debe esforzarse en comprender y hablar la lengua de su ambiente. Por eso los individuos y las minorías asimilan la lengua de la mayoría. Pero esto supone siempre que entre mayoría y minoría existen relaciones; si no las hay, no existe tampoco asimilación nacional. La asimilación procede con tanta mayor rapidez cuanto más estrechas son las relaciones entre la mayoría y la minoría y más débiles las relaciones dentro de la propia minoría y entre esta y los connacionales que residen en lugares más alejados. De esto se sigue inmediatamente la singular importancia que acaba adquiriendo aquí la posición social de las diversas nacionalidades, ya que las relaciones personales están más o menos estrechamente ligadas a la pertenencia de clase. Así, los distintos estratos sociales insertos en un ambiente nacional ajeno pueden no sólo conservar durante siglos su carácter específico y su lengua particular, sino también asimilar otros. Un noble alemán que en 1850 emigrara a la Galizia oriental no se hacía ruteno sino polaco; un francés que se hubiera establecido en Praga en torno a 1800 no se hacía checo sino alemán. Pero en la Galizia oriental se hacía polaco también el campesino ruteno que hubiera arribado a la clase señorial, y se hacía alemán el hijo del campesino checo que se hubiera elevado socialmente en la burguesía[12].

En una sociedad articulada en estamentos y clases, naciones distintas pueden cohabitar durante siglos en un mismo territorio sin perder su autonomía nacional. La historia nos ofrece numerosos ejemplos de ello. En los países bálticos como Livonia, Estonia y Curlandia, en Carniola y en la Estiria meridional se conservó durante generaciones una nobleza alemana en un ambiente nacional ajeno, así como se conservó una burguesía alemana en las ciudades bohemias, húngaras y polacas. Otro ejemplo son los zíngaros. Cuando entre las naciones no existen relaciones sociales, cuando entre ellas no hay connubium y el commercium se limita simplemente a ámbitos restringidos; cuando cambiar de estado o clase sólo es posible en casos muy excepcionales, entonces es raro que existan las condiciones para la asimilación. Por esta razón ciertos asentamientos campesinos homogéneos han podido perpetuarse dentro de un país habitado por una población que habla otra lengua, mientras los estratos rurales estaban ligados a la gleba. Pero una vez que el ordenamiento económico liberal hubo eliminado toda exclusión corporativa, abolido todos los privilegios de las ciudades e instaurado la libertad de circulación para los trabajadores, un gran dinamismo se adueñó de las instituciones nacionales rígidas. El ascenso social y las migraciones llevaron a la rápida desaparición de las minorías nacionales o por lo menos las confinaron en una posición defensiva que sólo con muchas dificultades se puede mantener.

El derribo de las barreras que impedían el paso de una clase social a otra, la libre circulación de las personas y todo lo que ha hecho libre al hombre moderno facilitaron enormemente el avance de las lenguas de cultura respecto a los dialectos. Hace ya algunos decenios un filósofo inglés observaba: «Allí donde hoy las relaciones comerciales, en tan gran medida facilitadas, desplazan y mezclan desordenadamente a los hombres de un modo imprevisto, los dialectos, las costumbres, las tradiciones y los usos locales acaban desapareciendo: el silbido de la locomotora fue su canto fúnebre. En pocos años desaparecerán y tal vez sea demasiado tarde para catalogarlos y seguir protegiéndolos»[13]. Ya hoy en Alemania no es posible vivir como campesino o como obrero sin comprender y en su caso saber usar la lengua de cultura alto-alemana. La escuela alemana, por su parte, contribuye a acelerar este proceso.

Hay que distinguir cuidadosamente entre la asimilación natural debida a relaciones personales con quien habla otra lengua y la asimilación artificial, o sea la desnacionalización impuesta coactivamente por el Estado y otros. La asimilación como proceso social está ligada a determinados supuestos; sólo puede realizarse cuando existen las condiciones apropiadas. Los medios coactivos no sirven para nada; jamás podrán tener éxito si no existen o no se crean las condiciones previas. A veces la coacción autoritaria puede dar origen a otras condiciones y propiciar así la asimilación; pero no puede provocar directamente la transformación nacional. Trasladad los individuos a un ambiente en el que, rotas las relaciones con sus conciudadanos, sólo pueden tenerlas con los extranjeros, y habréis preparado el camino a la asimilación. Pero si se está en condiciones de recurrir sólo a medios coactivos, que no influyen en el uso de la lengua corriente, los intentos de opresión nacional no tienen ninguna perspectiva de éxito.

Antes del advenimiento de la democracia moderna, cuando las cuestiones nacionales no habían adquirido aún el significado que hoy tienen, no se podía hablar, sólo por este motivo, de opresión nacional. Cuando la Iglesia Católica o el Estado de los Habsburgo, en el siglo XVII, llevaron a cabo la represión contra la literatura checa en Bohemia, tanto una como otro se guiaban por motivos religiosos y políticos, no político-nacionales. Perseguían a las brujas y a los rebeldes, no a la nación checa. Sólo la época más reciente ha conocido los intentos de opresión nacional en gran escala. Rusia, Prusia y Hungría sobre todo han sido los países clásicos de la desnacionalización forzada. Pero conocemos bien el éxito que han tenido los procesos de rusificación, de germanización y de magiarización. Tras estas experiencias, el pronóstico sobre los futuros intentos de polonización o chequización no es favorable en absoluto.

II. El principio de nacionalidad en política

1. El nacionalismo liberal o pacifista

Que la política deba ser nacional, es un postulado moderno.

En la mayor parte de los países europeos, desde que empezó la Edad Moderna, el Estado del príncipe sustituyó al Estado medieval de las clases. La idea política que constituye la base del Estado absoluto es el interés del soberano. La célebre máxima de Luis XIV «l’État c’est moi» expresa, en su extrema concisión, la idea que aún estaba viva en los tres imperios europeos hasta los últimos cambios. No menos clara es la fórmula que Quesnay, cuyas doctrinas van a permear la nueva concepción del Estado, antepone a su obra: «Pobre campesino, pobre reino; pobre reino, pobre rey». A él no le basta demostrar que del bienestar de la agricultura depende también el del Estado; considera además necesario demostrar que también el rey puede ser rico sólo si es rico el campesino. Sólo así resulta demostrada la necesidad de adoptar medidas para elevar el bienestar de los campesinos. Ya que el fin del Estado es precisamente el príncipe.

Contra el Estado absoluto surgirá luego en los siglos XVIII y XIX la idea liberal. Ésta renueva la idea política de las repúblicas de la Antigüedad y de las ciudades libres de la Edad Media, relacionándose con la enemistad contra los príncipes de los monarcómacos; mira al modelo de Inglaterra, donde la monarquía ya en el siglo XVII había sufrido una decisiva derrota; y combate con todas las armas de la filosofía, del racionalismo, del derecho natural y de la historia; conquista a las multitudes con la poesía, que se pone enteramente a su servicio. La monarquía absoluta sucumbe al ímpetu del pensamiento liberal. En su lugar entra, según los países, la monarquía parlamentaria o la república.

Para el Estado del príncipe no existen confines naturales. El ideal del príncipe es aumentar sus posesiones, su máxima aspiración es dejar a su heredero un territorio más extenso que el heredado de su padre. El máximo deseo del rey, en la adquisición de nuevas posesiones, es llegar hasta el punto en que choca con un adversario de mayor o igual fuerza. En principio su hambre de tierra no conoce límites; y en esto coinciden el comportamiento de los distintos soberanos y las doctrinas de los defensores de la idea monárquica. Este principio amenaza sobre todo la existencia de todos los Estados más pequeños y más débiles. Si logran sobrevivir, es sólo por los celos de los grandes que se ocupan escrupulosamente de que nadie se haga más fuerte. Tal es el principio del equilibrio europeo, que hace y deshace coaliciones. Donde es posible hacerlo sin comprometer el equilibrio, los Estados más débiles son aniquilados. Un ejemplo por todos: el reparto de Polonia. Los soberanos consideran a los países como un propietario considera sus bosques, prados y campos. Los venden y los intercambian (por ejemplo, para «redondear») y siempre se transfiere también la soberanía sobre los habitantes. Las repúblicas, según esta concepción, aparecen como bienes libres de los que cada uno puede apropiarse si está en condiciones de hacerlo. Esta política, por lo demás, alcanzó su apogeo sólo en el siglo XIX, en las decisiones de la Comisión imperial de 1803, en la creación de los Estados napoleónicos y en las deliberaciones del Congreso de Viena.

Países y pueblos, a los ojos de los príncipes, no son otra cosa que objeto de posesión; los primeros constituyen la base de la soberanía, los otros las pertenencias de la posesión territorial. De los hombres que viven en «su» tierra el príncipe pretende obediencia y fidelidad, ya que los considera propiedad suya. Este vínculo que le liga a cada uno de sus súbditos acaba siendo, sin embargo, el único elemento que mantiene juntos a todos los individuos y forma con ellos una unidad. El soberano absoluto no sólo considera peligroso cualquier otro vínculo que lo asocie a los súbditos, y por tanto trata de cortar entre ellos todas las relaciones corporativas tradicionales que no tengan origen en las leyes estatales que él ha emanado, y mira con hostilidad a cualquier nueva formación asociativa; pero tampoco permite que los súbditos de sus diversos territorios empiecen a sentirse, en cuanto súbditos, también connacionales. Naturalmente, en el momento mismo en que el príncipe trata de romper todos los vínculos de clase para reducir nobles, burgueses y ciudadanos a súbditos, atomiza el cuerpo social y de este modo crea las premisas para la aparición de un nuevo sentir político. El súbdito, que ha dejado de sentirse miembro de una restringida esfera social, empieza a sentirse hombre, ciudadano de una nación, de un Estado, del mundo. Queda libre el camino para una nueva visión de la realidad.

La teoría liberal del Estado, hostil a los príncipes, condena su sed de conquistas y el mercadeo de los territorios. Parte también del axioma de la coincidencia entre Estado y nación, como ocurre en Gran Bretaña, modelo de libertad, y en Francia, tierra clásica de la lucha por la libertad. Esta teoría considera ese principio tan obvio que ni siquiera lo enuncia explícitamente. Porque cabalmente Estado y nación coinciden y no hay necesidad alguna de modificar este principio, sobre este punto no hay ningún problema.

El problema de los confines del Estado surge solamente cuando la idea liberal conquista Alemania e Italia. Aquí y en Polonia, tras la figura medieval de los déspotas del presente se alarga la sombra de la desaparición de un Estado unitario. Alemanes, polacos e italianos tienen un gran objetivo político: la liberación del propio pueblo del dominio de los príncipes. Es esto lo que, inicialmente, les da una inicial unidad de pensamiento político y luego una unidad de acción. Más allá de los confines del Estado, vigilados por aduaneros y gendarmes, los pueblos se tienden la mano para unirse. A la alianza de los príncipes contra la libertad se contrapone la liga de los pueblos que luchan por la propia libertad.

Al principio absolutista que impele al soberano a someter al propio dominio todos los territorios que consigue conquistar, el liberalismo contrapone el principio del derecho de autodeterminación de los pueblos, corolario necesario del principio de los derechos del hombre[14]. Ningún pueblo y ninguna parte de un pueblo deben ser retenidos contra su voluntad en un conjunto estatal que rechazan. La nación política es la expresión del conjunto de aquellos que, animados del sentimiento de libertad, quieren formar un Estado; el nombre de patria pasa a indicar el país que ellos habitan y «patriota» se convierte en sinónimo de «liberal»[15]. En este sentido los franceses empiezan a sentirse nación en el momento en que combaten el despotismo de los Borbones e inician la lucha contra la coalición de los monárquicos, que amenazaba su libertad apenas conquistada. Los alemanes y los italianos adquieren un sentimiento nacional porque los príncipes extranjeros, unidos en la Santa Alianza, les impiden erigir el Estado liberal. Este nacionalismo no se dirige contra aquéllos, sino contra los déspotas que mantienen en la servidumbre también a otros pueblos. El odio de los italianos, inicialmente, no se dirige contra los alemanes, sino contra los Borbones y los Augsburgo; el odio de los polacos no se dirige contra los alemanes o contra los rusos, sino contra el zar, contra el rey de Prusia y contra el emperador austríaco. Y la lucha toma el signo de la lucha contra el extranjero sólo porque extranjeras son las tropas en las que se apoya el despotismo del tirano. Pero incluso en el fragor de la batalla los garibaldinos gritan a los soldados austríacos: «¡Pasad los Alpes y volveremos a ser hermanos!»[16]. Entre las distintas naciones que luchan por la libertad el acuerdo es perfecto. Todos los pueblos saludan la lucha de liberación de los griegos, de los serbios, de los polacos. En la joven Europa los combatientes de la libertad están unidos sin distinción de nacionalidad.

El principio de nacionalidad no se lanza contra los miembros de otras naciones, se lanza in tyrannos.

De ahí que, en principio, no exista ni siquiera una antítesis entre nacionalismo y cosmopolitismo[17]. La idea liberal, nacional y cosmopolita al mismo tiempo, es revolucionaria porque quiere abatir toda autoridad que no esté de acuerdo con sus principios, pero es también pacifista[18]. ¡Qué motivo de guerra podría haber si todos los pueblos estuvieran liberados! En esto el liberalismo político coincide con el liberalismo económico, que proclama la solidaridad de intereses entre los pueblos.

Esto es preciso tener presente si se quiere comprender el originario internacionalismo de los partidos socialistas desde Marx en adelante. También el liberalismo es cosmopolita en su lucha contra el absolutismo del Estado monárquico. Como los monarcas se coaligan entre ellos, así también los pueblos se coaligan contra los monarcas. Cuando el Manifiesto Comunista llama a los proletarios de todos los países a unirse en la lucha contra el capitalismo, esta es una consigna que se deriva directamente de la afirmación de que existe de hecho una explotación capitalista idéntica en todos los países. Pero esta afirmación no es contraria a la reivindicación liberal del Estado nacional. No es contraria al programa de la burguesía, ya que también ésta, en tal sentido, es internacional. El acento no se pone en la expresión «de todos los países», sino en el término «proletarios», en el tácito supuesto de que las clases que en todos los países tienen la misma ideología y se encuentran en la misma situación social tengan que asociarse. Si una intención polémica puede haber en el llamamiento, ésta se refiere a los intentos pseudonacionales que se oponen a todo cambio de las instituciones tradicionales en cuanto lesivo del carácter específico nacional.

Las nuevas ideas políticas de libertad y de igualdad se afirmaron primero en Occidente. Inglaterra y Francia se convirtieron así en países modelos para el resto de Europa. Pero cuando los liberales pidieron la adopción de instituciones extranjeras, fue natural que la resistencia que ejercían las viejas potencias recurriera al viejo y probado instrumento de la xenofobia. Los conservadores alemanes y rusos combatieron las ideas liberales incluso con el argumento de que se trataba de cosas ajenas y extrañas a sus pueblos. Hay aquí ciertamente un uso torcido de los valores nacionales por motivos políticos[19], pero no se trata absolutamente de una aversión hacia la nación extranjera en su conjunto o hacia sus ciudadanos.

El principio nacional, pues, cuando están en juego las relaciones entre los pueblos, es ante todo indiscutiblemente pacifista. Como ideal político, es conciliable con la coexistencia pacífica entre los pueblos lo mismo que el nacionalismo de Herder como idea cultural es conciliable con su cosmopolitismo. Sólo en el curso del tiempo el nacionalismo pacifista, hostil solamente a los monarcas pero no a los pueblos, se convierte en nacionalismo militarista. Pero este cambio se produce solamente en el momento en que los principios políticos modernos, en su avance victorioso desde Occidente hacia Oriente, alcanza los territorios con población mixta.

La importancia del principio de nacionalidad en su configuración pacifista originaria resalta con particular evidencia si consideramos la evolución de su segundo postulado. Al comienzo el principio de nacionalidad contiene sólo el rechazo de alguna dominación extranjera; pide autodeterminación, autonomía. Pero luego se extiende el contenido; no sólo libertad, sino también unidad, es la palabra de orden. Pero cuando reivindica la unidad nacional es absolutamente pacifista.

Una de sus fuentes, como hemos mencionado, es la memoria histórica. Desde el presente oscuro la mirada se proyecta hacia atrás en un pasado mejor. Y este pasado muestra las imágenes del Estado unitario, imágenes no tan fascinadoras para todos los pueblos como pueden serlo para los alemanes y los italianos, pero sin embargo suficientemente atractivas para la mayoría de ellos.

Pero la idea de unidad no es sólo romanticismo, es también importante en el plano del realismo político. En la unidad se busca la fuerza para contrarrestar la alianza de los opresores. La unidad en el ámbito de un Estado unitario ofrece a los pueblos la más alta garantía de poder conservar su libertad. Y tampoco aquí el nacionalismo se contrapone al cosmopolitismo, ya que la nación unificada no quiere la hostilidad hacia los pueblos vecinos, sino la paz y la amistad.

Y así vemos también que la idea unitaria no consigue manifestar su fuerza, capaz al mismo tiempo de destruir y construir Estados, allí donde la libertad y el autogobierno existen ya y parecen estar garantizados sin ella. Hasta ahora, Suiza no ha sido contagiada en modo alguno por esa fuerza, y los que menos muestran tentaciones secesionistas son los suizos alemanes. Y se comprende perfectamente por qué, visto que no podrían hacer otra cosa que cambiar su libertad por la sumisión al Estado autoritario alemán. Pero también los franceses y, en definitiva, los propios italianos se han sentido en Suiza de tal manera libres que no tienen deseo alguno de unirse políticamente a sus connacionales.

Pero aún puede hacerse una tercera consideración en relación con el Estado unitario nacional. No hay duda de que ya hoy el grado de desarrollo alcanzado por la división internacional del trabajo requiere una amplia unificación del derecho y de las instituciones comerciales en general, y esta exigencia se dejará sentir con tanta más urgencia cuanto más la economía se transforme en economía mundial. Cuando las relaciones de intercambio económicas estaban aún en sus comienzos y se extendían a duras penas más allá de los límites de una aldea, la fragmentación de la superficie terrestre en un número infinito de distritos jurídicos y administrativos era la forma natural de organización política. Con independencia de los intereses militares y de política exterior —que por lo demás no impulsaron por doquier la agregación y formación de grandes imperios, y también allí donde actuaron en tal sentido, en la era feudal y más aún en la del absolutismo, no condujeron a la formación de Estados nacionales—, no existían circunstancias que postularan la unificación del derecho y de la administración. Esta unificación se hizo necesaria en la medida en que las relaciones económicas comenzaron progresivamente a sobrepasar los confines regionales, nacionales y, finalmente, continentales.

El liberalismo, que postula la plena libertad económica, trata de resolver las dificultades que la diversidad de las instituciones políticas pone al desarrollo del mercado sustrayendo la economía al Estado. Tiende a la máxima unificación posible del derecho, al límite a un único derecho mundial. Sin embargo, no cree que para alcanzar este objetivo sea necesario crear grandes imperios o incluso un imperio mundial. Mantiene el punto de vista que adopta ante el problema de las fronteras estatales: que sean los propios pueblos los que decidan en qué medida quieren uniformar sus normas jurídicas; cualquier coerción de su voluntad se rechaza firmemente. Así pues, un profundo abismo separa el liberalismo de todas aquellas concepciones que en razón de la economía quieren crear forzosamente el gran Estado.

Pero la Realpolitik debe ante todo tener en cuenta la realidad de los Estados y las dificultades contra las que tropieza la creación de un derecho por encima de los Estados y de una libertad de cambio entre los Estados. Con verdadera envidia, los patriotas y las naciones que viven dispersas en muchos Estados miran entonces a los pueblos que en cambio tienen una unidad nacional. Ellos ven las cosas con ojos distintos de los de los doctrinarios liberales. En Alemania, cuando formaba parte de la Confederación germánica, se reconocía la necesidad y urgencia de una unificación del derecho y de la jurisprudencia, de las estructuras de mercado y de toda la administración. Se había podido crear una Alemania libre mediante una revolución dentro de los distintos Estados, sin necesidad alguna de agregaciones previas. Para los políticos realistas, está a favor del Estado unitario no sólo la necesidad de contraponer en genera] a la alianza de los opresores la alianza de los oprimidos para conquistar ante todo la libertad[20], y la ulterior necesidad de permanecer unidos para tener en la unidad la fuerza de conservar también esta libertad. Más allá de todo esto, es la necesidad del mercado la que empuja a buscar la unidad. Ya no es posible tolerar que se haga añicos la vida jurídica, el sistema monetario, los transportes y muchas otras realidades. En todos estos ámbitos la historia exige la unificación más allá de las confrontaciones nacionales. Y ya los pueblos se disponen a adoptar las primeras medidas para realizarla a escala mundial. Lo primero que hay que hacer entonces, ¿no es tal vez obtener en Alemania lo que los demás pueblos ya han obtenido, es decir, crear un derecho privado alemán que anticipe el futuro derecho mundial, un derecho penal alemán como estadio preparatorio del ordenamiento penal mundial, una unión ferroviaria alemana, un sistema monetario alemán, un correo alemán? Todo esto debe garantizarlo el Estado unitario alemán. Pero el programa de los liberales no puede por tanto limitarse a una «subasta pública de treinta coronas principescas» (Freiligrath); debe ya exigir el Estado unitario, como exige el nivel alcanzado por el desarrollo económico.

Así, en la aspiración al Estado unitario está ya la semilla del nuevo modo de concebir el principio de nacionalidad, que desde el principio pacifista de impronta liberal da el salto al nacionalismo militarista, al nacionalismo basado en la política de poder, al imperialismo.

2. El nacionalismo militarista o imperialista

a) La cuestión nacional en los territorios con población mixta

El Estado absoluto aspira constantemente a expandir el territorio del Estado y a aumentar el número de sus súbditos. Por una parte empieza a conquistar territorios y estimula la inmigración, por otra castiga severamente la emigración. Cuanto más aumentan los territorios y los súbditos, más aumentan los ingresos y los soldados. Sólo en la grandeza geográfica del Estado está la garantía de su conservación. Los pequeños Estados corren el riesgo de ser engullidos por los más grandes.

Todos estos argumentos no valen para el Estado nacional libre. El liberalismo no conoce ni conquistas ni anexiones; como permanece indiferente respecto al Estado en general, no concede importancia alguna ni siquiera al problema de la dimensión del Estado. No obliga a nadie a permanecer contra su voluntad en el conjunto estatal. Al que quiere emigrar no se le retiene. Si una parte de la población del Estado desea apartarse de la Unión, el liberalismo no se lo impide. Las colonias que quieran hacerse autónomas pueden hacerlo libremente. La nación como forma orgánica no puede ser aumentada ni disminuida por modificaciones de naturaleza política, ni el mundo en su conjunto puede ganamos o perdemos por una circunstancia de este tipo.

El liberalismo ha conseguido afirmarse de manera duradera sólo en la Europa occidental y en América. En Europa central y oriental, tras un nuevo florecimiento, ha habido un nuevo rechazo; su programa democrático ha sobrevivido sólo en los programas y más raramente en las acciones de los partidos socialistas. La praxis estatal ha transformado en gran medida el principio pacifista de nacionalidad del liberalismo en el principio militarista e imperialista de nacionalidad basado en la opresión. Esa praxis ha acuñado un nuevo ideal que pretende tener un valor propio: el de la grandeza exterior, puramente numérica, de la nación.

Desde el punto de vista cosmopolita hay que decir que la fragmentación de la humanidad en diversas etnias es una circunstancia que comporta enormes costes y sacrificios. Una gran cantidad de trabajo se dedica a aprender las lenguas extranjeras y otra tanta se gasta en traducciones. El progreso cultural se realizaría más fácilmente y los intercambios entre los hombres mejorarían si hubiera una sola lengua. Esto debe admitirlo también quien sabe apreciar el valor cultural inestimable de la diferenciación de las inclinaciones físicas y espirituales y del desarrollo de caracteres individuales y étnicos específicos, y no se puede negar que el progreso de la humanidad resultaría enormemente más difícil si junto a los pequeños pueblos que cuentan tan sólo con algunos centenares de millares o algunos millones de almas no hubiera también pueblos numéricamente más grandes.

Pero incluso el individuo particular podrá advertir que la multiplicidad de lenguas puede resultar incómoda. Lo percibe, por ejemplo, cuando viaja al extranjero, cuando lee escritos extranjeros, cuando quiere hablar o escribir a extranjeros. Para el hombre común puede ser indiferente que su pueblo sea numéricamente más grande o más pequeño; pero para quien trabaja en el campo cultural la cosa tiene la máxima importancia, porque para él «la lengua es algo más que un simple medio de comprensión en el intercambio social: es uno de sus instrumentos privilegiados, a menudo el único, y tal que no puede ser fácilmente cambiado»[21]. Para tener éxito en el campo literario es decisivo que el número de personas a las que el autor pueda darse a entender sea mayor o menor. Nadie más que los poetas y los escritores, que son los guías de los pueblos, desean ardientemente que su propia nación sea numéricamente grande. Y también es fácil comprender la razón de su entusiasmo. Pero por sí mismo esto no basta para explicar la popularidad de este ideal.

Puesto que en primer lugar estos guías no están en condiciones, a la larga, de indicar al pueblo un objetivo que éste no haya elegido autónomamente, y en segundo lugar, existen otras vías para ampliar el público de los escritores, si se amplía la formación cultural de la propia gente, se crearán así más lectores y oyentes que a través de la difusión de la lengua nacional en el exterior. Tal es la vía que han elegido las naciones escandinavas, que se van a buscar en su propia casa las conquistas nacionales, no en el exterior.

Determinadas circunstancias, ajenas al liberalismo de matriz occidental y a su principio pacifista de nacionalidad, han sido decisivas para determinar la transformación en sentido imperialista del Estado nacional, y para hacer que éste, arrinconando los principios antiguos, haya podido identificar el fin de la propia política primero en la conservación y luego en la multiplicación del número de connacionales, incluso a costa del derecho de autodeterminación de las distintas etnias nacionales y de pueblos enteros.

Determinante, ante todo, ha sido el hecho de que los pueblos del Este no poseen territorios de asentamiento netamente separados en amplias zonas, sino que viven amalgamados a las realidades étnicas locales, y también el hecho de que esta mezcolanza étnica se reforma constantemente como consecuencia de las migraciones étnicas. Estos dos problemas han marcado el nacionalismo militarista o imperialista, que es ciertamente de origen alemán, ya que los problemas que los generaron vieron históricamente la luz cuando el liberalismo hubo alcanzado suelo alemán. Pero ciertamente no quedó en absoluto confinado en Alemania, ya que todos los pueblos que se encuentran en la situación de ver, gracias a tales circunstancias, a una parte de sus propios conciudadanos expuestos a la enajenación territorial, siguieron la misma vía que el pueblo alemán, y lo seguirán mientras la historia no consiga encontrar una solución distinta del problema.

Cualquier consideración de los problemas que ahora nos ocupan debe partir de la realidad de la diferencia de las condiciones en que los hombres viven en las distintas partes de la superficie terrestre. Si las condiciones de vida sobre la faz de la tierra fueran iguales en todas partes, no habría ningún motivo, ni para los individuos ni para los pueblos, de cambiar el lugar de residencia[22].

En cambio, el hecho de que las condiciones de vida sean distintas hace que —en expresión de Ségur— la historia humana consista en la aspiración de los pueblos a pasar de un lugar peor a otro mejor en el que habitar. La historia mundial es la historia de las migraciones étnicas.

Las migraciones étnicas se producen o en forma violenta, o sea militar, o bien en formas pacíficas. La forma militar fue la dominante en el pasado. Los godos, los vándalos, los longobardos, los normandos, los hunos, los ávaros y los tártaros conquistaron con la violencia sus nuevos territorios de asentamiento, erradicando o sojuzgando a las poblaciones residentes. De este modo se formaron en el territorio dos clases diversas de nacionalidad, los señores y los siervos, que no sólo se contraponían como clases políticas y sociales, sino que también eran extraños entre sí por estirpe, cultura y lengua. A lo largo del tiempo estos contrastes nacionales fueron desapareciendo, bien porque los vencedores fueron absorbidos étnicamente por los vencidos o bien porque, al contrario, los vencidos se asimilaron a los vencedores. Se precisaron siglos para que este proceso se realizara en España, en Italia, en Galia y en Inglaterra.

En Europa oriental existen todavía vastas zonas en las que este proceso de asimilación ni siquiera ha empezado o está apenas en sus comienzos. Entre los barones bálticos y sus colonos, entre la nobleza magiar o magiarizada de Hungría y los campesinos eslavos de raíz románica, entre los burgueses alemanes de las ciudades moravas y los proletarios checos, entre los propietarios de tierras italianas de Dalmacia y los colonos y campesinos eslavos, existe todavía una diversidad nacional abismal.

La doctrina del Estado moderno y de la libertad moderna, que se formó en Europa occidental, no conoce estas situaciones. El problema de la población nacional mixta no existe para ella. Para ella la formación de las naciones es un proceso histórico concluido. Franceses e ingleses no acogen hoy en sus lugares de residencia europeos a elementos ajenos, habitan en territorios de asentamiento homogéneos, y si algún extranjero aparece entre ellos es asimilado rápidamente de manera indolora. En tierra inglesa o francesa, al menos en Europa (ya que es distinta la situación en las colonias y en Estados Unidos) la aplicación del principio de nacionalidad no podría generar fricción alguna. Y así se podría considerar también que la plena aplicación del principio de nacionalidad consigue garantizar la paz perpetua. Desde el momento en que —según la concepción liberal— las guerras nacen de la codicia de conquista de los reyes, no podrá ya haber guerra una vez que cada pueblo se haya constituido en Estado particular. El principio de nacionalidad, en sus raíces, es pacifista: no quiere guerra entre los pueblos y tampoco cree que haya motivo para ello.

Pero de pronto se descubre que el mundo no tiene el mismo rostro que muestra en las orillas del Támesis y del Sena. Los movimientos de 1848 levantan por primera vez el velo que el despotismo había desplegado sobre la mezcla de pueblos que constituían el imperio de los Habsburgo; seguidamente los movimientos revolucionarios que estallaron en Rusia, en Macedonia y Albania, en Persia y en China, revelaron también allí los mismos problemas. Mientras el absolutismo del Estado monárquico los había sofocado a todos del mismo modo, eso no se podía barruntar. Pero ahora explotan con su carga amenazante apenas comienza la lucha por la libertad[23].

En un primer momento se intentó resolverlos con los instrumentos tradicionales de la doctrina liberal occidental y se recurrió al principio de mayoría, que se consideraba indicado para solventar todas las dificultades, sin importar si se aplicaba en la forma de plebiscito o en otra forma. Ésta es la respuesta que la democracia conoce. Pero una solución de este género, ¿era imaginable y posible en aquellas circunstancias? ¿Habría podido fundamentar el reino de la paz?

La idea de fondo del liberalismo y de la democracia es la armonía de los intereses de todos los componentes del pueblo y por tanto la armonía de los intereses de todos los pueblos. Puesto que el interés bien entendido de todos los estratos de la población conduce a las mismas finalidades e instancias políticas, se puede dejar la solución de los problemas políticos al voto de todo el pueblo. La mayoría también puede equivocarse. Pero sólo a través de los propios errores y sus consecuencias sufridas en la propia carne puede un pueblo llegar a la consciencia y a la madurez política. Los errores cometidos no se repiten, y se llega a comprender dónde está realmente lo mejor. La teoría liberal niega que existan intereses particulares de algunas clases o de grupos que se oponen al interés general. En las decisiones de la mayoría, pues, no puede menos de ver la justicia, ya que los errores cometidos los pagan caro todos, incluso la mayoría que les ha apoyado, mientras que a la minoría derrotada no le queda sino descontar su incapacidad de tener a la mayoría de su parte.

Ahora bien, apenas se admite la posibilidad, mejor dicho, la necesidad de intereses contrapuestos, el principio democrático ipso facto pierde su validez de principio «justo». En el momento mismo en que el marxismo y la socialdemocracia ven por todas partes un inconciliable antagonismo de intereses de clase, deben rechazar coherentemente también el principio democrático. Durante mucho tiempo todo esto no se ha tenido en cuenta, porque el marxismo perseguía objetivos no sólo socialistas sino también democráticos precisamente en el ámbito de los pueblos entre los cuales conseguía obtener el mayor número de seguidores, es decir, los alemanes y los rusos. Pero esto no pasa de ser un hecho histórico casual, consecuencia de un concurso de circunstancias totalmente particulares. Los marxistas se batían por el derecho de voto, por la libertad de prensa y por el derecho de reunión y de asociación mientras no eran el partido dominante. Allí donde llegaron al poder no hallaron nada más urgente que hacer que eliminar esta libertad[24]. Esto coincide perfectamente con el comportamiento de la Iglesia, que también adopta una actitud democrática allí donde dominan los otros, mientras que no quiere saber nada de democracia cuando es ella la que domina. Para los marxistas, una decisión de la mayoría nunca puede ser «justa» del mismo modo en que lo es para el liberalismo, ya que para ellos esa decisión es siempre y sólo la expresión de la voluntad de una determinada clase. Socialismo y democracia, pues, considerados ya desde este punto de vista, son antítesis insolubles; la palabra «socialdemócrata» implica una contradictio in adjecto. Los marxistas confían sólo en la victoria del proletariado, como objetivo y término previo de la evolución histórica; todo lo demás no vale.

También los nacionalistas, al igual que los marxistas, niegan la teoría de la armonía de todos los intereses. Según ellos, entre los pueblos subsisten contrastes inconciliables; en modo alguno podemos someternos a la decisión de la mayoría cuando se tiene la fuerza de oponerse a ella.

La democracia trata ante todo de resolver las dificultades políticas que obstaculizan la fundación del Estado en los territorios con población de nacionalidad mixta con los medios que han demostrado ser eficaces en los países que ya tenían una unidad nacional. La mayoría debe decidir, la minoría debe adaptarse a las decisiones de la mayoría. Pero esto demuestra que no ve el problema y no capta en absoluto el punto difícil. La confianza en la justeza del principio de mayoría en su capacidad de ser la panacea de todos los males ha sido tan inquebrantable que durante mucho tiempo no se ha querido comprender que en este caso, en cambio, era inservible. Los fracasos evidentes se atribuían siempre a otras causas. Hubo ensayistas y políticos que recondujeron las turbulencias nacionales en Austria al hecho de que en sus territorios faltaba aún la democracia; cuando en el país haya un régimen democrático, todas las fricciones entre las diversas nacionalidades desaparecerán. Pero es exactamente lo contrario. Los conflictos nacionales pueden nacer tan sólo en el terreno de la libertad; donde todas las nacionalidades son conculcadas —como sucedía en la Austria anterior a marzo de 1848 (Vormärz)— no puede haber discordias entre ellas[25]. La aspereza de los conflictos entre las nacionalidades creció en la medida en que la vieja Austria se acercaba a la democracia. La disolución del Estado no eliminó en absoluto tales conflictos; y estos se han exacerbado aún más en los nuevos Estados en los que a las minorías nacionales se oponen las mayorías dominantes sin la mediación de un Estado autoritario capaz de limar ciertas asperezas. Para comprender las razones de fondo del fracaso de la democracia frente a los conflictos entre las nacionalidades en nuestro tiempo hay que intentar arrojar luz ante todo sobre la naturaleza del gobierno democrático.

Democracia es autodeterminación, autogestión, autogobierno. También en la democracia el sujeto se somete a las leyes y obedece a órganos y funcionarios estatales. Pero esas leyes han nacido con su colaboración, y quienes ostentan la autoridad la han obtenido con su ayuda directa o indirecta. Las leyes pueden ser derogadas o modificadas, los funcionarios pueden ser sustituidos si la mayoría de los ciudadanos lo quiere. Tal es la esencia de la democracia, y por eso en democracia los ciudadanos se sienten libres.

Quien se ve forzado a obedecer leyes sobre cuya aprobación no ha tenido ninguna influencia, quien debe soportar estar dominado por un gobierno sobre cuya formación no puede influir, no es libre en sentido político; carece políticamente de derechos aun cuando esté garantizado en su esfera jurídica privada[26]. Esto no significa que en el Estado democrático ninguna minoría sea políticamente libre. Las minorías pueden convertirse en mayoría, y esta posibilidad influye en la posición de la mayoría y en el comportamiento de la misma en relación con las minorías. Los partidos mayoritarios deben cuidarse en todo momento de no reforzar a las minorías con sus comportamientos, de no ofrecerles la posibilidad de llegar al poder, ya que las ideas y los programas de la minoría influyen políticamente sobre el pueblo, con independencia de que consigan o no imponerse. La minoría es, ciertamente, el partido derrotado, pero en la lucha entre los partidos ha tenido la posibilidad de ganar, y normalmente conserva también la esperanza, a pesar de la derrota, de poder ganar un día y convertirse en mayoría.

Quienes pertenecen a minorías nacionales que no gozan de una posición particularmente privilegiada no son políticamente libres. Aunque se comprometan políticamente, jamás podrán tener éxito, ya que los medios para influir políticamente sobre el resto de la población —o sea, la palabra y los escritos— están estrechamente relacionados con la nacionalidad. En el gran debate político nacional del que salen las decisiones políticas, los ciudadanos de distinta nacionalidad quedan marginados como espectadores mudos. Tal vez sean objeto de las decisiones, pero no concurren a tomarlas. El alemán de Praga debe pagar los transportes públicos y someterse a cualquier disposición municipal, pero debe permanecer ajeno a cualquier batalla política que se refiera al gobierno municipal. Lo que él desea y auspicia para el municipio es totalmente indiferente a sus conciudadanos checos. Porque él no posee ningún medio para influir sobre ellos, a no ser que renuncie a su especificidad étnica y se homologue a los checos, aprenda su lengua y acepte su modo de pensar y de sentir. Mientras no lo haga, mientras permanezca cerrado en su ámbito lingüístico y cultural heredado, estará excluido de cualquier posibilidad de acción política. Aunque formalmente, como corresponde a la literalidad de la ley, sí es un ciudadano de pleno derecho; aunque, por su posición social, sí pertenece a las clases políticamente privilegiadas, en realidad carece políticamente de derechos, es un ciudadano de segunda clase, un paria, porque está sometido al poder ajeno sin tener parte alguna en este poder.

Las ideas políticas que hacen nacer y morir a los partidos, fundar y destruir Estados, están hoy tan poco vinculadas a la nación como cualquier otro fenómeno cultural. Como las ideas artísticas y científicas, son patrimonio común de todos los pueblos; ningún pueblo puede sustraerse singularmente a su influencia. Pero cada pueblo plasma de manera específica y elabora de manera distinta esta serie de ideas. En cada pueblo estas ideas encuentran un carácter nacional diferente y una diferente constelación de situaciones. El romanticismo fue un ideal internacional, pero cada pueblo lo desarrolló de manera distinta y le dio un contenido diverso, haciendo de él algo diferente. Justamente por esto hablamos de un romanticismo alemán como orientación artística particular que podemos contraponer al romanticismo francés o ruso. Lo mismo puede decirse de las ideas políticas. El socialismo tuvo que ser de una manera en Alemania, de otra en Francia y de otra aún en Rusia, ya que en cada uno de estos países encontró un modo particular de pensar y de sentir políticamente, un distinto desarrollo social e histórico, en una palabra, hombres distintos y condiciones diferentes.

Ahora comprendemos la razón profunda de que las minorías nacionales, que gracias a particulares privilegios tienen el poder político, se apegan a tales privilegios y a la conexa posición de dominio en una medida incomparablemente más obstinada que otros estratos privilegiados. Una clase dominante que desde el punto de vista nacional no es distinta de los dominados, aun cuando sea derrotada conserva siempre una influencia política mayor que la que le correspondería bajo los nuevos dominadores en razón de su consistencia numérica. Conserva como mínimo la posibilidad de batirse en las nuevas condiciones como partido de oposición para conquistar de nuevo el poder, defender sus ideas políticas y hacer que triunfen de nuevo. En Inglaterra los tories han experimentado una resurrección política siempre que una reforma les ha privado de sus privilegios. Las dinastías francesas destronadas no han perdido todas las perspectivas de reconquistar la corona. Éstas pudieron formar poderosos partidos que aspiraban a la restauración, y si sus aspiraciones no se realizaron en la Tercera República, ello dependió de vez en vez de la intransigencia y de la miseria personal de los presidentes, no del irrealismo in se y per se de tales aspiraciones. En cambio, los dominadores ajenos a la nación, una vez salidos de escena, no pueden ya reconquistar el poder a no ser que acudan a la ayuda de las armas extranjeras; y lo que más cuenta es que apenas han perdido el poder, no sólo son despojados de sus privilegios sino que son completamente impotentes desde el punto de vista político. No sólo no consiguen mantener la influencia correspondiente a su consistencia numérica, sino que, ajenos como son a la nación, no tienen ya la posibilidad de actuar políticamente o de influir sobre los otros, puesto que las ideas políticas que ahora se imponen pertenecen a una esfera cultural que les es ajena, y son pensadas, dichas y escritas en una lengua que ellos no comprenden, y por eso ellos mismos no están en condiciones de hacer valer sus propias ideas en este milieu. De dominadores que eran, no se convierten en ciudadanos normales con los mismos derechos de todos los demás, sino en auténticos parias sin poder, que no pueden participar en las decisiones que se toman sobre ellos. Si —dejando a un lado por un momento todas las perplejidades teóricas y ocasionales que puedan dirigirse contra él— identificamos en el antiguo postulado de los estados, nihil de nobis sine nobis, un principio de la democracia moderna, nos damos cuenta de que el mismo es inaplicable cuando se trata de minorías, pues éstas son gobernadas pero no concurren a la acción de gobierno. Políticamente, en realidad están sometidos. Pueden incluso ser «tratados» por la mayoría nacional del mejor modo posible y también pueden conservar numerosos privilegios de naturaleza no política e incluso algunos de naturaleza política, pero mantienen la sensación de estar oprimidos, precisamente porque son «tratados» sin que tengan ningún derecho a participar en las decisiones que les afectan.

Los grandes terratenientes alemanes de los territorios de la corona austríaca de mayoría parlamentaria eslava se sentían oprimidos a pesar de poseer un derecho de voto privilegiado que les aseguraba una representación particular en el Parlamento y en las comisiones regionales, y esto porque, precisamente, tenían enfrente una mayoría sobre cuyas ideas políticas ellos no podían influir. Por las mismas razones, se sentían oprimidos los funcionarios y los propietarios de viviendas alemanes que en un municipio con mayoría eslava en los consejos municipales tenían un derecho de voto privilegiado que les aseguraba una tercera parte de los mandatos.

No menos impotentes políticamente son las minorías que jamás han tenido el poder político. Esto no es siquiera necesario subrayarlo particularmente por lo que respecta a quienes pertenecen a las naciones sin historia, y que han seguido viviendo durante siglos como colonizados bajo dominación extranjera; y mucho menos por lo que respecta a los inmigrados en los territorios coloniales de ultramar. Ciertas circunstancias accidentales pueden acaso darles provisionalmente la posibilidad de ejercer cierta influencia política, pero se excluye que esto suceda de forma permanente. Si no quieren permanecer completamente privados de cualquier influencia política no tienen más remedio que adaptar sus propias ideas políticas a las del ambiente en que viven, renunciando a su propia especificidad y a su propia lengua nacional.

Así pues, en las áreas de lengua mixta la introducción de una constitución democrática no significa sin más la introducción de la autonomía democrática. La hegemonía de la mayoría adquiere aquí un significado muy distinto del que tiene en las áreas uniformes desde el punto de vista nacional; para una parte del pueblo no significa democracia sino hegemonía extranjera[27]. Cuando las minorías nacionales se oponen a las instituciones democráticas y, según las instituciones, acaban por preferir el absolutismo monárquico, el régimen autoritario o una constitución oligárquica, lo hacen porque saben muy bien que para ellos la democracia es sinónimo de sometimiento al poder de otros. Así es por doquier y, hasta ahora, así ha sido en todo tiempo. El ejemplo de Suiza, mencionado con frecuencia, aquí está fuera de lugar. La administración local democrática suiza, dadas las condiciones nacionales del país, puede funcionar sin fricciones sólo porque ya desde hace mucho tiempo las migraciones internas entre las distintas naciones no son absolutamente significativas. Si un día las migraciones de los suizos franceses hacia el Este llevaran a la formación de minorías extranjeras más consistentes en los cantones alemanes, la paz nacional de Suiza no tardaría en ser un recuerdo del pasado.

Esto no puede menos de suscitar graves preocupaciones en todos los amigos de la democracia, es decir, en todos aquellos que ven el remedio político en la autogestión y en el autogobierno del pueblo. En esta situación se encuentran sobre todo los demócratas alemanes en Austria y los pocos demócratas honestos con que el pueblo magiar contaba. Fueron ellos los que contemplaron nuevas formas de democracia que hiciera posible la democracia también en países de lengua mixta.

Contra los defectos congénitos del sistema mayoritario algunos invocan como remedio el sistema electoral proporcional. Pero para los territorios de nacionalidad mixta la elección con el sistema proporcional no es una forma de superar estas dificultades. El sistema de voto proporcional sólo es aplicable a las elecciones, no a las decisiones sobre actos legislativos, administrativos y jurisdiccionales. La elección con el sistema proporcional, por una parte, hace imposible que, debido a una artificiosa delimitación de las circunscripciones electorales, un partido esté representado en el organismo electivo de un modo que no corresponde a su fuerza; por otra, puede asegurar a la minoría una representación en los organismos electivos y ofrecerle así la posibilidad de controlar a la mayoría y hacer oír claramente su propia voz. Todo esto, en cambio, está excluido cuando se trata de una minoría nacional. Si ésta es minoría en la nación, jamás puede esperar obtener la mayoría en el organismo representativo a través de la elección con el sistema proporcional. Le quedaría tan sólo el segundo significado del sistema electoral proporcional. Pero la mera posibilidad de obtener algún escaño en el organismo representativo tiene escaso valor para la minoría nacional. Aun cuando sus diputados pudieran sentarse en el organismo representativo, participar en las deliberaciones, en la discusión y en las decisiones, quedaría en todo caso excluida de la coparticipación en la vida política. Políticamente, en el verdadero sentido de la palabra, es tan sólo aquella minoría cuyo voto se tiene en cuenta porque tiene la perspectiva de llegar un día al gobierno. Pero como para una minoría nacional esto está excluido, la actividad de sus diputados está limitada a priori a la crítica estéril. En las votaciones sus votos pueden ser decisivos sólo si en el orden del día hay cuestiones de escasa importancia en el plano nacional; en todas las demás cuestiones —y son numerosísimas— la mayoría nacional se cierra en banda contra ellos. Para percatarse de cuanto estamos diciendo basta pensar tan sólo en el papel que los daneses, los polacos y los alsacianos han desempeñado en el Parlamento alemán y los croatas en el húngaro, o bien en la colocación que corresponde a los alemanes en el Parlamento bohemo. Si en la Cámara de los diputados austríaca la situación era distinta, si en ella, no teniendo ninguna nación la mayoría absoluta, la delegación de cada una de las naciones tenía la posibilidad de entrar en la mayoría, esto no demuestra nada contra cuanto hemos dicho, porque Austria era precisamente un Estado autoritario en el que las riendas estaban no en el Parlamento sino en el gobierno. Precisamente la Cámara de diputados austríaca, en la que la formación de los partidos estaba condicionada en primer lugar por los contrastes nacionales, puso de relieve la escasa posibilidad de una colaboración parlamentaria de los diversos pueblos.

Se puede comprender entonces por qué tampoco el principio de la elección con el sistema proporcional puede considerarse como un medio viable para eliminar las dificultades derivadas de la cohabitación de las distintas nacionalidades. Allí donde se ha introducido, la experiencia ha demostrado que, si bien para algunos objetivos es sin duda utilizable y elimina otras fricciones, sin embargo está muy lejos de ser ese medio que soluciona las dificultades nacionales que utópicos bienintencionados han considerado que fuera.

En Austria, tierra clásica de los conflictos interétnicos, en los primeros decenios del siglo XX se formuló la propuesta de eliminar las dificultades nacionales introduciendo la autonomía nacional en razón del principio de personalidad. La propuesta presentada por los socialdemócratas Karl Renner[28] y Otto Bauer[29] preveía la transformación del Estado autoritario austríaco en Estado nacional democrático. La legislación y la administración del Estado en su conjunto y la administración local de los distritos autónomos no deberían extenderse a las cuestiones controvertidas en el plano nacional; éstas deberían ser tratadas, en las administraciones locales, por los miembros de las naciones mismas, organizadas según el principio de personalidad, por encima de las cuales debería haber unos consejos nacionales como instancias supremas de las diversas naciones. Como cuestiones nacionales controvertidas deberían ser consideradas en primer lugar el sistema escolar y la promoción de las artes y de la ciencia.

Dejemos a un lado la importancia que el programa de la autonomía nacional tuvo en la evolución histórica de los programas germano-austríacos sobre las nacionalidades, así como los presupuestos fundamentales en los que se apoyaba. La única pregunta que aquí debemos hacernos es si este programa habría sido capaz de ofrecer una solución satisfactoria a las dificultades fundamentales que surgen de la cohabitación de pueblos distintos. La respuesta no puede menos de ser negativa. Seguirían intactas como siempre todas aquellas circunstancias que excluyen a una minoría de la participación en el poder, y que, a pesar de la literalidad de las leyes que la llaman a participar en el gobierno, la dejan en cambio en la condición de ser sólo gobernada. Es inimaginable a priori seccionar todas las funciones por nacionalidades. Es imposible, por ejemplo, en una ciudad de nacionalidad mixta, crear dos servicios de seguridad, uno alemán y otro checo, cada uno de los cuales operara sólo con respecto a los miembros de la propia nación. Es imposible, en un país bilingüe, crear una doble administración ferroviaria, una dependiente exclusivamente de los alemanes y otra de los checos. Pero si se hace, surgen puntualmente aquellas dificultades de las que acabamos de hablar. El hecho es que las dificultades de carácter nacional no atañen simplemente al modo de afrontar los problemas ligados inmediatamente a la lengua, sino que afectan a toda la vida pública.

La autonomía nacional habría ofrecido a las minorías nacionales la posibilidad de administrar y organizar autónomamente su sistema escolar. Pero esta posibilidad la tenían en cierta medida también sin la aplicación de este programa, si bien a su cargo. La autonomía nacional les habría asegurado un derecho fiscal específico para tales fines y por otro lado los habría liberado de la obligación de contribuir a la financiación de las escuelas de la otra nacionalidad. Pero esto, en cuanto tal, no tiene toda aquella importancia que le atribuyen los redactores del programa de autonomía nacional.

El estatus que la minoría nacional habría obtenido si se hubiera garantizado la autonomía habría sido parecido al estatus de aquellas colonias de extranjeros privilegiados establecidos por el Estado medieval de clases y luego por el Estado absoluto sobre el modelo heredado del primero, algo semejante a la condición de los sajones en Transilvania. En la democracia moderna esto no habría representado una solución satisfactoria. En general, toda la problemática de la autonomía nacional remite más a las condiciones medievales del Estado de clases que a las de la democracia moderna. En la imposibilidad de crear en el Estado plurinacional una democracia moderna, a los partidarios de esta última que, como demócratas, rechazaban el Estado absoluto, no les quedó otra salida que optar necesariamente por los ideales del Estado medieval de las clases.

Cuando se pretende descubrir un prototipo de autonomía nacional en ciertos problemas de organización de las minorías religiosas, se hace una comparación que es exacta sólo en un sentido puramente exterior. Se elude, en efecto, que entre los miembros de Iglesias distintas, hoy, cuando la fuerza de la fe no está ya en condiciones de determinar la conducta civil total del individuo como sucedía en otro tiempo, no existe ya aquella imposibilidad de comprensión política que en cambio persiste entre diversos pueblos en virtud de la diversidad de la lengua y de la consiguiente diversidad del modo de pensar y ver las cosas.

El principio de personalidad no puede ofrecer ninguna solución a las dificultades que presenta nuestro problema, porque está expuesto a una enorme decepción sobre la entidad de los problemas controvertidos. Si el objeto del conflicto nacional fueran sólo las llamadas cuestiones de la lengua, se podría razonablemente pensar en construir la paz entre los pueblos afrontando estas cuestiones de un modo particular. Pero el conflicto nacional no se limita en absoluto a las escuelas y centros culturales, a la lengua oficial de los tribunales y de la burocracia, sino que afecta a toda la vida pública, incluida aquella realidad que Renner y muchos otros como él creen que une a las naciones con un fuerte vínculo, o sea, la llamada realidad económica. Sorprende que esto haya podido desconocerse precisamente por los austríacos, que sin embargo se ven obligados a ver a diario cómo todo se ha convertido en manzana de la discordia nacional: las instalaciones ferroviarias y las reformas fiscales, la creación de bancos y los suministros públicos, los aranceles y las exposiciones, las fábricas y los hospitales. Por no hablar de las cuestiones exquisitamente políticas. Todo problema de política exterior en el Estado plurinacional es objeto de controversia entre las distintas nacionalidades, y en ningún país se ha visto más claramente que en Austria-Hungría durante la guerra mundial, cuando cualquier noticia procedente del teatro de la guerra era interpretada de manera diversa por las distintas nacionalidades, y unos se alegraban mientras otros lloraban y se sentían abatidos cuando los otros triunfaban. Todas estas cuestiones siguen controvertidas en el plano nacional, y si no se las incluye en la solución de la cuestión nacional, la propia solución será incompleta.

El problema que nos plantea la cuestión nacional es precisamente éste: que el Estado y la administración, en el nivel actual de desarrollo económico, deben fundarse necesariamente sobre una base territorial y por tanto abarcar necesariamente, en zonas de lengua mixta, a ciudadanos de distinta nacionalidad.

Hoy los grandes Estados plurinacionales como Rusia, Austria, Hungría y Turquía se han desintegrado. Pero tampoco ésta es una solución del problema constitucional en las áreas de lengua mixta. La disolución del Estado plurinacional elimina muchas complicaciones superfluas porque separa entre ellos los territorios habitados por una población étnicamente homogénea[30]. Debido a la disolución de Austria, el problema nacional para la Bohemia central, para la Galizia occidental, para la mayor parte de la Carniola, está resuelto. Pero sigue siendo un problema en las ciudades y en los pueblos alemanes aislados, englobados en el área lingüística checa de Bohemia, en Moravia, en la Galizia oriental, en el área de Gottsche.

En las zonas de lengua mixta la aplicación del principio de mayoría no lleva a la libertad de todos, sino a la hegemonía de la mayoría sobre la minoría. Ni la situación mejora por el hecho de que la mayoría, íntimamente convencida de que no lleva razón, se muestra proclive a asimilar coactivamente en la propia nacionalidad a las minorías. En esto naturalmente hay que ver —como ha notado agudamente un escritor— también una expresión del principio de nacionalidad, una concesión a la exigencia de que los confines estatales no superen los confines nacionales[31]. Pero los pueblos torturados esperan su Teseo que aplaste a este moderno Procusto.

Una vía de salida a estas dificultades puede encontrarse en todo caso, ya que no se trata sólo de pequeñas minorías, en los restos de movimientos migratorios desde hace tiempo agotados, como se vería inclinado a pensar quien juzgara esta situación sólo desde el ángulo visual de algunas ciudades alemanas en Moravia o en Hungría o de las colonias italianas en la costa oriental del Adriático. Las grandes migraciones étnicas contemporáneas han conferido una mayor importancia a todos estos problemas. Ya que todos los días nuevos movimientos migratorios crean nuevas zonas de lengua mixta, y el problema que hace algunos decenios era visible sólo en Austria, se ha convertido en un problema mundial bajo otra forma.

La catástrofe de la guerra mundial nos ha hecho ver hacia qué abismo ha sido llevada la humanidad. Y todos los torrentes de sangre que han corrido en esta guerra no han acercado un milímetro la solución del problema. En las zonas de lengua mixta la democracia se le presenta a la minoría como opresión. Donde se es libre de elegir entre oprimir o ser oprimido, es fácil decidirse por el primer término del dilema. El nacionalismo liberal cede así al imperialismo militarista antidemocrático.

b) El problema migratorio y el nacionalismo

La diversidad de las condiciones de vida en las distintas áreas de la superficie terrestre provoca migraciones de los individuos y de pueblos enteros. Si la economía mundial estuviera dirigida por las decisiones de una autoridad suprema capaz de controlarlo y organizarlo todo del modo más funcional, serían valoradas solamente las condiciones de producción más favorables. En ningún lugar se explotaría una mina o una finca poco rentables si en otro lugar estuvieran aún inutilizadas minas o fincas más rentables. Antes de pasar a la explotación en unas condiciones de producción menos rentables habría que comprobar cada vez que no existen ya otras más rentables, y, en el caso de que las menos rentables estuvieran ya en explotación, éstas serían inmediatamente abandonadas siempre que se pudiera encontrar otras cuya rentabilidad fuera de tal manera superior que se pudiera obtener de su abandono, y de la explotación de las nuevas, un beneficio mayor, a pesar de la pérdida que significaría la inutilización del capital ya invertido. Como los trabajadores se ven obligados a instalarse en los lugares de producción o en zonas próximas, las consecuencias para la situación del asentamiento saltan a la vista.

Las condiciones de producción naturales no son en absoluto inmutables, sino que más bien a lo largo de la historia han experimentado drásticas transformaciones. En la naturaleza misma ante todo pueden verificarse transformaciones, por ejemplo a consecuencia de cambios climáticos, catástrofes telúricas y otros acontecimientos físicos elementales. Luego están las transformaciones inducidas por la acción del hombre, por ejemplo el agotamiento de las minas o de la fertilidad del suelo. Pero más importantes todavía son las transformaciones del conocimiento humano que invalidan los conceptos tradicionales de productividad de los factores de producción. Se suscitan nuevas necesidades, bien por la evolución del carácter humano o bien porque las ha estimulado el descubrimiento de nuevos materiales y de nuevas energías. Se hallan ignotas posibilidades productivas gracias al descubrimiento y la utilización de fuentes de energía antes desconocidas, o bien gracias a los progresos de la técnica de producción, que hace posible emplear fuerzas naturales antes inutilizables o escasamente utilizables. De donde se sigue que al hipotético dirigente supremo de la economía mundial no le bastaría localizar definitivamente las zonas de producción; debería realizar continuos cambios según el cambio de las circunstancias, y cada cambio debería ir acompañado de un traslado de los trabajadores.

Esto que en un socialismo mundial ideal sucedería por disposición del director general de la economía mundial, en el ideal de la economía mundial libre lo realiza la ley de la competencia. Las empresas menos rentables sucumben a la competencia de las más rentables. La producción de materias primas y las industrias se desplazan de las áreas con condiciones de producción menos favorables a las que tienen condiciones más favorables, y con ellas migran los capitales mobiliarios y los trabajadores. El resultado para la dinámica étnica es, pues, en cada caso el mismo: la corriente demográfica va de los territorios menos productivos a los más productivos.

Tal es la ley fundamental de las migraciones individuales y étnicas. Vale lo mismo para la economía mundial socialista y para la libre, y es idéntica a la ley en virtud de la cual se verifica la distribución de la población en todo territorio más restringido, apartado del mundo exterior. Vale siempre, aunque su eficacia puede ser perturbada en medida más o menos relevante por el desconocimiento de la situación, por aquellos factores sentimentales que solemos llamar amor a la patria o por la influencia de una fuerza externa que impide la migración.

La ley de la migración y de la localización nos permite formarnos una idea exacta de la superpoblación relativa. El mundo, o un país aislado del que es imposible emigrar, deben considerarse absolutamente superpoblados cuando se supera el optimum de la población, es decir, aquel punto más allá del cual un incremento del total de la población equivaldría no a un aumento sino a una disminución del bienestar[32]. En cambio, está relativamente superpoblado aquel país en el cual la elevada densidad demográfica impele a utilizar condiciones de producción menos favorables que en otros países, de modo que, cæteris paribus, con la misma inversión de capital y de trabajo se obtiene una cantidad menor de producto. En régimen de libre circulación de los hombres y de los bienes, las áreas relativamente superpobladas cederían su excedente demográfico a otras áreas hasta hacer desaparecer la desproporción.

Los principios de libertad, que se han afirmado gradualmente por doquier desde el siglo XVIII, han dado a los hombres absoluta libertad de circulación. El grado creciente de certeza jurídica facilita el desplazamiento de los capitales, y la mejora de los medios de transporte reduce las distancias entre los lugares de producción y los lugares de consumo. Esto coincide —no por casualidad— con una poderosa revolución de todas las técnicas de producción y con la inclusión de toda la superficie del planeta en el mercado mundial. Así el mundo se acerca gradualmente a una condición de libre circulación de hombres y de capitales.

Comienza un imponente movimiento migratorio. En el siglo XIX millones de personas abandonaron Europa para encontrar una nueva patria en el Nuevo Mundo o se desplazaron en el interior del Viejo Mundo. Y no menos importante es la migración de los medios de producción, o sea, la exportación de capitales. Capital y trabajo se trasladan desde las áreas con condiciones de producción menos favorables hacia áreas con condiciones de producción más favorables.

La Tierra sin embargo —por efecto de un proceso histórico del pasado— está dividida en naciones. Toda nación ocupa territorios habitados exclusiva o prevalentemente por sus ciudadanos. Sólo una parte de estos territorios se caracteriza por una población que, gracias a las condiciones de producción, permanecería en ellos incluso en régimen de libertad absoluta de circulación de las personas, y que por tanto no conocería ni emigración ni inmigración. Los demás territorios se caracterizan por asentamientos que en régimen de libertad absoluta de circulación se verían necesariamente constreñidos a ceder o a recibir población.

De este modo las migraciones llevan a los ciudadanos de algunas naciones al territorio de otras naciones. Esto provoca una serie de conflictos específicos entre los distintos pueblos.

Con esto no nos referimos solamente a los conflictos derivados simplemente de fenómenos económicos, que acompañan a todas las migraciones. En los territorios de emigración, ésta provoca una subida del tipo salarial, mientras que lo baja en los países de inmigración. Éste es un fenómeno concomitante necesario de la emigración de los trabajadores, y no, como pretende hacernos creer la doctrina socialdemócrata, una consecuencia accidental del hecho de que los emigrantes provienen de zonas menos civilizadas en las que los salarios son bajos; el motivo que mueve al emigrante es cabalmente el hecho de que en su patria de origen no puede obtener un salario más elevado a causa de la superpoblación que le caracteriza. Eliminado este motivo, no habría diferencia alguna entre la productividad del trabajo entre Galizia y Massachusetts, y ningún habitante de la Galizia emigraría. Si se quiere elevar las áreas de emigración europeas al nivel de civilización de los Estados de la costa este de Estados Unidos, lo único que se puede hacer es dejar que prosiga la emigración hasta que la superpoblación relativa de las primeras y la subpoblación de los segundos desaparezcan. Es evidente que los trabajadores americanos ven esta inmigración con la misma hostilidad con que los empleadores europeos ven la emigración. Pero sobre la fuga de trabajadores el Junker del este del Elba no piensa de otro modo si su jornalero emigra a Alemania occidental en vez de a América; y el flujo migratorio desde los territorios al este del Elba irrita al trabajador sindicalmente organizado de la Renania no menos que al inscrito en un sindicato de Pensilvania. Pero el hecho de que en un caso exista la posibilidad de prohibir o dificultar la emigración y la inmigración, mientras que en el otro caso puedan pensar una cosa semejante a lo sumo unos pocos extravagantes retrasados un par de siglos en la historia, debe atribuirse a la circunstancia de que en el caso de la emigración interétnica entran en juego también otros intereses además de los intereses de los individuos.

Los emigrantes que se establecen en territorios deshabitados pueden conservar y mantener viva su identidad étnica también en la nueva patria. La separación espacial puede llevar, con el paso del tiempo, a la formación de una nueva nacionalidad autónoma por parte de los emigrantes. Este proceso de autonomización, en todo caso, era más fácil en la época en que los transportes eran sumamente dificultosos y la transmisión escrita de los valores culturales nacionales estaba fuertemente obstaculizada por la escasa difusión de la escritura. Con el actual desarrollo del transporte, el nivel relativamente elevado de la instrucción y la difusión de los clásicos de la literatura nacional, esta separación nacional y la formación de nuevas culturas nacionales se han hecho mucho más difíciles. La época se orienta prevalentemente hacia un acercamiento de las culturas de los pueblos distantes en el espacio si no ya hacia una fusión entre las naciones. El vínculo de la lengua y de la cultura comunes que une Inglaterra a sus lejanos dominions o a los Estados Unidos, políticamente independientes desde hace ya siglo y medio, no se ha debilitado sino que más bien se ha hecho más fuerte. Un pueblo que hoy envía colonizadores a tierras deshabitadas puede estar seguro de que los emigrantes conservarán su identidad étnica.

Si en cambio la emigración se dirige hacia territorios ya habitados, las posibilidades son varias. Puede ocurrir que la afluencia de inmigrantes sea tan masiva o que los mismos tengan características físicas, éticas o intelectuales de tal modo superiores que desplacen a las poblaciones indígenas, como sucedió con los indios de las praderas, que fueron expulsados por los rostros pálidos y condenados a la decadencia; o por lo menos puede suceder que logren conquistar el predominio en la nueva patria, como probablemente habría sucedido a los chinos en los Estados occidentales de la Unión si la legislación no hubiera oportunamente frenado la inmigración; o como podría suceder en el futuro a los inmigrantes europeos en América del Norte y en Australia. Otro es el caso si la inmigración se refiere a un país cuyos habitantes son superiores a los inmigrantes, ya sea numéricamente, ya sea desde el punto de vista de la organización política y cultural. En tal caso son los inmigrantes los que antes o después tienen que recibir la nacionalidad de la mayoría[33].

Desde finales de la Edad Media los grandes descubrimientos permitieron a los europeos conocer toda la superficie terrestre. Todas las imágenes tradicionales sobre la habitabilidad de la Tierra hubieron, pues, de cambiar gradualmente; el Nuevo Mundo, con sus extraordinarias condiciones de producción, atrajo a colonizadores de la vieja Europa relativamente superpoblada. Al principio, naturalmente, fueron tan sólo aventureros y gente políticamente insatisfecha los que se trasladaron a aquellas tierras lejanas para encontrar en ellas una nueva patria. La fama de sus éxitos arrastró luego a otros tras sus huellas, primero pocos, luego cada vez más, hasta que en el siglo XIX, al perfeccionarse los medios de transporte marítimos y la eliminación de las limitaciones a la libre circulación, emigraron millones de personas.

No es éste el lugar para analizar el proceso histórico a través del cual todos los territorios coloniales apropiados para el asentamiento de hombres blancos europeos fueron colonizados por ingleses, españoles y portugueses; aquí puede bastarnos el resultado, es decir el hecho de que de ese modo las zonas mejores de la superficie terrestre habitables por los blancos se convirtieron en patrimonio nacional inglés, y lo mismo sucedió paralelamente también con los españoles y los portugueses en América, y en menor medida con los holandeses en Sudáfrica y los franceses en Canadá. Y es un resultado sumamente importante. A él se debe el que los anglosajones sean la nación más populosa entre las naciones civilizadas blancas, y esta circunstancia, unida al hecho de que los ingleses poseen la mayor flota mercante del mundo y administran políticamente los mejores territorios de la zona tropical, ha llevado a la situación actual según la cual el mundo ha acabado tomando un aspecto inglés y la lengua y la cultura inglesas han impreso su marca sobre el presente.

Para Inglaterra esto significa sobre todo que los ingleses que dejan la isla de Gran Bretaña a causa de su superpoblación relativa pueden trasladarse más o menos siempre a áreas dominadas por la lengua y por la cultura inglesas. Cuando el británico va al extranjero, a Canadá o bien a Estados Unidos, a Sudáfrica o a Australia, deja de ser británico pero no anglosajón. Es cierto que los ingleses hasta hace muy poco no han sabido apreciar esta circunstancia; que no han prestado particular atención a la emigración; que han mirado a los dominions y a los Estados Unidos con indiferencia, frialdad y hasta con hostilidad; y que sólo bajo la presión de los esfuerzos que Alemania dirigía contra ellos, trataron de establecer relaciones económicas y políticas más estrechas primero con los dominions y luego con Estados Unidos. Y es igualmente cierto que también los otros pueblos que tuvieron menos suerte en la adquisición de posesiones en ultramar descuidaron esta evolución de las cosas al menos tanto como los propios ingleses, y que envidiaron a estos últimos más las ricas colonias tropicales, las colonias comerciales y marítimas, la navegación, la industria y el comercio, que la posesión de los territorios de colonización, que eran menos apreciados.

Sólo cuando la corriente migratoria, procedente inicialmente tan sólo de Inglaterra, se agigantó y empezó a ser alimentada también por otras áreas europeas, surgieron las primeras preocupaciones acerca del destino nacional de los emigrantes. Se notó que, mientras los emigrantes ingleses lograban conservar también en la nueva patria su lengua madre y la cultura nacional, así como los usos y costumbres de sus padres, los otros emigrantes europeos renunciaban gradualmente a ser holandeses, noruegos, etc., y se adaptaban a la realidad nacional del ambiente en que vivían. Se percataron de que la pérdida de la identidad nacional era inevitable; que podía producirse más o menos rápidamente según las zonas, pero que era ineluctable, y que los emigrantes de la tercera generación a lo sumo, a menudo ya de la segunda y no raramente ya de la primera, se asimilaban a la civilización anglosajona. Los nacionalistas, enamorados de la grandeza de su nación, seguían el fenómeno con preocupación, a pesar de tener la sensación de que nada se podía hacer para contrarrestarlo. Formaron asociaciones que a su vez crearon para los colonizadores escuelas, bibliotecas y periódicos con el fin de contener la pérdida de la identidad de los emigrantes, pero no obtuvieron gran cosa, pues nadie se hacía ilusiones sobre el hecho de que los motivos que impelían a emigrar no eran de orden estrictamente económico, y que la posibilidad de impedir la emigración en cuanto tal no existía. Sólo un poeta como Freiligrath podía pedir a los emigrantes:

Oh sprecht! warum zogt ihr von dannen?

Das Neckartal hat Wein und Korn.

[¡Oh, decid! ¿Por qué os marcháis?

El valle del Neckar es rico en vino y trigo.]

Tanto los políticos como los economistas sabían perfectamente que allí había más vino y más trigo que en su patria.

Todavía a principios del siglo XX a duras penas se sospechaba la importancia de este problema. La teoría del comercio exterior de Ricardo parte aún de la premisa de que la movilidad del capital y del trabajo existe sólo dentro de las fronteras nacionales. En el interior del país cualquier diversidad local del tipo de beneficio y de salario se nivela mediante las migraciones de capital y de los trabajadores, lo cual no sucede entre diferentes países. Aquí, según Ricardo, falta aquella libre circulación que en último análisis hace que el capital y el trabajo se muevan desde el país que ofrece condiciones de producción menos favorables al que ofrece condiciones más favorables. Lo impiden una serie de factores sentimentales («which I should be sorry to see weakened» [que lamentaría ver debilitados], añade el patriota y político en medio de la argumentación teórica). Capital y trabajo permanecen en el país a pesar de sufrir por ello una disminución de renta, y se orientan hacia aquellos sectores de producción que poseen, si no en absoluto por lo menos relativamente, condiciones más favorables[34]. Como fundamento de la teoría librecambista, por tanto, está el hecho de que capital y trabajo, por razones no económicas, no traspasan los confines nacionales aunque ello parezca ventajoso por motivos económicos. En tiempos de Ricardo esta teoría podía ser válida, pero hoy está completamente superada.

Pero si falla la premisa principal de la teoría ricardiana de los efectos del libre cambio, con ello falla también la propia teoría. No hay ninguna razón para tener que buscar una diferencia de principio entre los efectos del libre cambio en el comercio interno y los que se producen en el comercio exterior. Si entre la movilidad del capital y del trabajo en el interior de un país y la movilidad de los mismos entre Estados no hay más que una movilidad de grado, tampoco la teoría económica puede establecer una diferencia de principio entre ambas. Esta debe más bien llegar a la conclusión de que al libre intercambio le es connatural la tendencia a atraer las fuerzas del trabajo y el capital con independencia de los confines políticos y nacionales y teniendo en cuenta solamente localidades en que existen las condiciones de producción naturales más favorables. En última instancia, por tanto, el libre cambio ilimitado debe conducir a una modificación de las relaciones de asentamiento sobre toda la superficie terrestre: de los países con condiciones de producción menos favorable, el capital y el trabajo afluyen a los países con condiciones de producción más favorables.

También la teoría librecambista así modificada llega a la misma conclusión que la ricardiana, es decir que, desde el punto de vista puramente económico, nada habla contra el libre cambio y todo habla contra el proteccionismo. Pero llevando a resultados totalmente distintos en relación con el libre cambio sobre los desplazamientos del capital y del trabajo de un lugar a otro, la misma ofrece un criterio también totalmente distinto para examinar las razones extraeconómicas que militan en pro y en contra del proteccionismo.

Si se acepta la tesis ricardiana de que el capital y el trabajo, incluso ante condiciones de producción más favorables, no se ven inducidos a emigrar al exterior, se deduce que en los distintos países iguales empleos de capital y trabajo llevan a resultados distintos. Existen polos más ricos y polos más pobres. Las intervenciones de política comercial no pueden en absoluto modificar esta situación. No pueden hacer más ricos los polos más pobres. Pero parece completamente absurdo el proteccionismo de los pueblos más ricos. Si en cambio se abandona la tesis ricardiana, observamos que en el mundo entero prevalece la tendencia a la nivelación de los tipos de beneficio y de salario. Entonces no existen ya pueblos más pobres y pueblos más ricos, sino sólo pueblos más densamente poblados y más intensamente cultivados y países que lo están menos.

No cabe la menor duda de que Ricardo y su escuela, en el caso mencionado, no habrían propuesto otra política que la librecambista, ya que no podían ignorar que los aranceles protectores no son el modo de superar estas dificultades. Pero este problema no existió nunca en Inglaterra, a la que la posesión de vastos territorios coloniales hizo que, desde el punto de vista nacional, le pareciera indiferente la emigración. Los emigrantes británicos pueden conservar su identidad étnica incluso lejos de su patria, y si dejan de ser ingleses y escoceses siguen en todo caso siendo anglosajones. Y la última guerra ha demostrado de nuevo qué significa esto en el plano político.

Distinta es la situación del pueblo alemán. Por razones que se remontan al pasado, el pueblo alemán no dispuso de colonias en las que sus emigrantes pudieran conservar su identidad germánica. Alemania es un país relativamente superpoblado; antes o después debe ceder su población excedente, y si por un motivo cualquiera no pudiera o no quisiera hacerlo, esto llevaría inevitablemente a una reducción del tenor de vida de los alemanes a niveles casi mínimos. Pero cuando los alemanes emigran, pierden su identidad nacional, si no ya en la primera generación, seguramente en la segunda, en la tercera o a lo sumo en la cuarta.

Este fue el problema con el que se encontró la política alemana tras la fundación del imperio de los Hohenzollern. El pueblo alemán se halló ante una de esas decisiones que ningún pueblo se ve en la necesidad de adoptar cada siglo. Y fue una fatalidad que la solución de este gran problema se hiciera improrrogable antes de que se resolviera otro no menor, como era el de la formación del Estado nacional alemán. Sólo para comprender en todo su alcance una cuestión de tal importancia y de tal gravedad histórica se habría necesitado una estirpe libre de disponer sin ningún temor de su propio destino. Pero esto no le estaba permitido al pueblo alemán del imperio gran-alemán, a los súbditos de los veintidós príncipes confederados. Tampoco en esta ocasión tomó en sus manos su propio destino, sino que confió esta importantísima decisión a los generales y a los diplomáticos; obedeció ciegamente a sus caudillos, sin percatarse de que era arrastrada al abismo. Al final sólo había la derrota.

En Alemania habían empezado a ocuparse del problema de la emigración ya desde principios de los años treinta del siglo XIX. Muy pronto fueron los propios emigrantes los que emprendieron el intento —fallido— de fundar en América del Norte un Estado alemán, y de nuevo fueron los alemanes los que trataron de tomar en sus manos la organización de la emigración. No hay que extrañarse de que estos conatos no pudieran tener éxito alguno. ¿Cómo habría podido triunfar el intento de fundar un nuevo Estado por alemanes que no habían sido capaces ni siquiera en la madre patria de transformar en un Estado nacional la deplorable multiplicidad de decenas y decenas de principados patrimoniales, cada uno con su enclave, sus uniones hereditarias y sus leyes locales? ¿Cómo habrían podido los alemanes encontrar la fuerza para mantener un espacio propio en el mundo entre yanquis y criollos si en su propia casa no habían sido capaces de acabar con el ridículo señorío de los tronos en miniatura de los diversos príncipes de Rusin y Schwarzburg? ¿De dónde habría podido venirle al súbdito alemán ese discernimiento político que la gran política requiere, siendo así que en su propia casa se le impedía «juzgar los actos de la suprema autoridad del Estado con el metro de su limitada capacidad de discernimiento»?[35]

A mediados de los años setenta del siglo pasado el problema de la emigración había alcanzado tal importancia que no se podía retrasar más su solución. El punto decisivo no era el crecimiento constante de la emigración. Según los datos recogidos en Estados Unidos la emigración de alemanes (excluidos los austríacos) había aumentado desde las 6761 unidades en el decenio 1821-30 a las 822 007 en el decenio 1861-70; pero precisamente a partir de 1874 se había producido una contracción, aunque inicialmente sólo momentánea. Mucho más relevante es el hecho cada vez más evidente de que en Alemania las condiciones de producción fueron tan desfavorables para la agricultura y para los más importantes sectores industriales que hacían imposible la competencia con el exterior. La extensión de la red ferroviaria en los países del Este europeo y el desarrollo de la navegación marítima y fluvial favorecieron la importación en Alemania de productos agrícolas en cantidades tales y a precios tan bajos que amenazaban seriamente la supervivencia de un gran número de empresas agrícolas alemanas. Ya a partir de los años cincuenta Alemania era un país importador de centeno y desde 1875 lo fue también de trigo. Y también una serie de sectores industriales, especialmente la industria siderúrgica, tuvo que afrontar crecientes dificultades.

Es evidente cuáles fueron las causas de todo esto, aunque los contemporáneos sólo tuvieron un vago barrunto. La superioridad de las condiciones de producción naturales de los países extranjeros se dejaba sentir cada vez de manera más incisiva cuanto más reducía sus costes de envío el desarrollo progresivo de los medios de transporte. Se ha intentado también dar una explicación distinta a la realidad de la menor competitividad de la producción alemana contentándose prevalentemente —como es típico de la discusión de los problemas político-económicos en la Alemania de los últimos decenios— con cuestiones secundarias y no esenciales, descuidando en cambio completamente el gran significado de principio que asume el problema.

Si se hubiera reconocido la fundamental importancia de este problema, así como sus conexiones más profundas, se habría tenido que admitir inevitablemente que Alemania estaba relativamente superpoblada y que para conseguir una distribución de la población en toda la superficie terrestre que correspondiera a las condiciones de producción, una parte de los alemanes tenían que emigrar. Quien no hubiera compartido las perplejidades de orden político nacional respecto a una disminución de la población, o por lo menos una detención de su incremento en Alemania, tenía que contentarse con esta explicación. En todo caso, se habría consolado pensando que el traslado a otra parte de algunos sectores de producción habría comportado la apertura de empresas en el extranjero por parte de empresarios alemanes, de suerte que el consumo de la renta empresarial se habría producido en el imperio alemán, con una consiguiente ampliación del margen de maniobra para los productos alimenticios del pueblo alemán.

El patriota que contempla su ideal en los altos índices demográficos tenía que haber admitido que su objetivo habría sido inalcanzable sin bajar el tenor de vida de la nación, a menos que se diera a la nación, con la adquisición de colonias de asentamiento, la posibilidad de conservar una parte de la población excedente a pesar de su traslado físico lejos de la madre patria. Todas sus energías, pues, tenían que haberse dirigido a la adquisición de un territorio de colonización. A mediados de los años setenta del siglo XIX, y durante un decenio, la situación no era todavía tal que hiciera imposible un objetivo de este tipo. En todo caso, sólo se podía alcanzar por medio de una alianza con Inglaterra. En aquella época, e incluso mucho tiempo después, Inglaterra tenía una gran preocupación, el temor de una seria amenaza rusa sobre sus posesiones en la India. Por ello necesitaba un aliado capaz de mantener a raya a Rusia. Y para esto sólo podía contar con el imperio alemán. Alemania era bastante fuerte para garantizar a Inglaterra la posesión de la India; Rusia no habría osado agredir a la India mientras no estuviera segura de Alemania en sus fronteras occidentales[36]. A cambio de esta garantía Inglaterra habría podido garantizar a su vez una buena contrapartida, y ciertamente lo habría hecho. Acaso habría cedido a Alemania sus extensas posesiones sudafricanas, que entonces contaban solamente con una exigua presencia de colonos anglosajones; acaso habría ayudado también a Alemania a adquirir un territorio colonial más vasto en Brasil o en Argentina, o en la parte occidental de Canadá. Pero que todo esto fuera realizable podía también ponerse en duda[37].

Es cierto que entonces el único modo que tenía Alemania de obtener algún resultado en esta dirección era aliarse con Inglaterra. Pero el Reich gran-prusiano de los Junkers al este del Elba no quería una alianza con la Inglaterra liberal. Por razones de política interior creía que la Alianza de los tres emperadores, continuación de la Santa Alianza, era el único pacto que podía suscribir, y cuando esta alianza acabó revelándose insostenible, y el imperio alemán, puesto ante la alternativa entre aliarse con Rusia contra Austria-Hungría o bien con esta última contra Rusia, eligió la alianza con Austria, Bismarck trató en todo caso de mantener una relación amistosa con Rusia. Y así se desaprovechó la ocasión para Alemania de adquirir un vasto territorio de asentamiento.

En lugar de tratar de adquirir una colonia de asentamiento aliándose con Inglaterra, el imperio alemán pasó a partir de 1879 al proteccionismo. Como sucede siempre en los momentos de grandes cambios políticos, tampoco aquí se percibió el significado más profundo del problema, así como el sentido de la nueva política que se había emprendido. A los liberales el proteccionismo les pareció una recaída momentánea en un sistema superado; los políticos realistas —esa mezcla de cinismo, falta de principios y egoísmo manifiesto— valoraron aquella política exclusivamente desde el punto de vista de sus propios intereses, en cuanto conducía al aumento de las rentas de los propietarios de tierras y de los empresarios. Los socialdemócratas desempolvaron sus desvaídas reminiscencias ricardianas, pero la fidelidad a la doctrina marxista impidió una visión más profunda de las cosas, que ciertamente no habría sido difícil teniendo a Ricardo como guía. Sólo mucho más tarde, y también entonces solamente con muchos titubeos, se comprendió el gran significado de aquel giro no sólo para el pueblo alemán sino para todos los pueblos[38].

La circunstancia que más hay que destacar en la política proteccionista del imperio alemán es su falta de una profunda motivación. Para el político realista estaba suficientemente justificada por el hecho de tener la mayoría en el Parlamento alemán. En cuanto a motivaciones teóricas, en cambio, la cosa se presentaba muy mal. La apelación a la teoría de List de los aranceles de incentivo industrial no era convincente en absoluto. No se refuta el argumento librecambista sosteniendo que el sistema proteccionista sirve para valorizar las fuerzas productivas no explotadas. El hecho de que sin el proteccionismo estas fuerzas no sean valorizadas demuestra que su explotación es menos rentable que la de otras fuerzas productivas utilizadas en su lugar. Tampoco el arancel de incentivo industrial tiene una justificación económica. En cierto modo, las viejas industrias están en ventaja respecto a las jóvenes. Pero desde el punto de vista de la colectividad el nacimiento de nuevas industrias sólo puede considerarse productivo si la menor rentabilidad en la fase inicial tiene por lo menos su cobertura en la mayor rentabilidad que se obtiene en la fase sucesiva. Pero en ese punto las nuevas empresas no sólo son económicamente productivas sino también rentables bajo la óptica económica privada, y habrían nacido también sin incentivos. Toda empresa recién creada tiene que ocuparse de estos costes de fundación que posteriormente se recuperan. No convence la tesis de quien replica diciendo que casi todos los Estados han sostenido el nacimiento de la industria con aranceles protectores y otras medidas proteccionistas. Queda por ver si el desarrollo de industrias vitales no se habría puesto en marcha también sin tales incentivos. En el interior del territorio del Estado se producen cambios en la localización de la industria sin ninguna ayuda externa. En zonas anteriormente no industriales vemos aparecer industrias que no sólo se consolidan junto a las de las antiguas zonas industriales, sino que a veces expulsan a estas últimas del mercado.

Por lo demás, se puede decir que ninguno de los aranceles protectores fue de incentivo; ni al arancel sobre el trigo ni al arancel sobre el acero ni a ninguno de los demás se les puede dar este nombre. Y List jamás defendió otro tipo de aranceles que los de incentivo, ya que en principio él era partidario del libre comercio.

Por lo demás, en Alemania no se ha intentado nunca formular una teoría del proteccionismo[39]. En efecto, no pueden llamarse tales las prolijas y contradictorias argumentaciones sobre la necesidad de proteger cualquier trabajo nacional y establecer una lista completa de tarifas. Éstas indicaban, ciertamente, la dirección en que se buscaban las razones de la política proteccionista, pero por el hecho mismo de renunciar a priori a toda lógica económica y de obedecer a criterios de pura política de poder, no eran apropiadas para afrontar la cuestión de fondo: es decir si los fines que esperaban alcanzar podían alcanzarse efectivamente por ese medio.

De los argumentos de los proteccionistas debemos apartar ante todo el argumento militar, o, como se dice hoy, de la «economía de guerra», de la autarquía en caso de guerra. De esto volveremos a ocupamos más tarde. Todos los demás argumentos parten del dato de que en Alemania, para toda una serie de grandes e importantes sectores de producción, las condiciones naturales de producción son más desfavorables que en otros países, y que, por tanto, para producir hay que compensar las desventajas naturales con los aranceles protectores. En agricultura el problema sólo podía ser el de defender el mercado interior; en la industria, el de defender los mercados exteriores, un objetivo que sólo podía alcanzarse con una política de dumping de los sectores de producción cartelizados bajo la protección de los aranceles. Alemania, como país relativamente superpoblado que trabaja en una serie de sectores de producción en condiciones más desfavorables que los demás países, tenía que exportar mercancías u hombres. Se decidió a favor de las primeras, pero olvidando que la exportación de mercancías sólo es posible si se entra en competencia con los países que tienen condiciones de producción más favorables, es decir sólo si, aun teniendo costes de producción mayores, se consigue vender a los mismos precios bajos que los países que trabajan con costes de producción inferiores. Pero esto comporta la reducción del salario de los trabajadores y del tenor de vida de toda la nación.

Durante años en Alemania se ha tendido a alimentar grandes ilusiones a este respecto. Para comprender este conjunto de cuestiones se habría tenido que adoptar una lógica económica y no una lógica estatalista y de política de poder. Pero un buen día tenía que imponerse en la mente de todos, con lógica irrefutable, la idea de que el sistema proteccionista en definitiva está destinado a fracasar. Mientras aún se podía registrar el crecimiento absoluto de la riqueza nacional, se podía fingir ignorar que se estaba erosionando el bienestar relativo del pueblo alemán. Pero observadores atentos del desarrollo económico mundial no podían menos de manifestar su perplejidad sobre el desarrollo futuro del comercio exterior alemán. ¿Cuál sería el destino de las exportaciones de mercancías alemanas cuando en los países que representaban todavía el área de venta de la industria alemana se llegara a desarrollar una industria autónoma capaz de trabajar en condiciones más favorables?[40]

De esta situación surgió en el pueblo alemán el deseo de grandes colonias de asentamiento y territorios tropicales que pudieran abastecer a Alemania de materias primas. Pero como Inglaterra impedía la realización de estas intenciones, aunque poseía vastos territorios en los que los alemanes habrían podido establecerse y disponía de extensas colonias tropicales, se desarrolló en Alemania el deseo de agredir a la propia Inglaterra y de derrotarla en una guerra. Tal fue la lógica que condujo a la construcción de la flota de combate alemana.

Inglaterra intuyó a tiempo el peligro. Al principio intentó un arreglo pacífico con Alemania, dispuesta incluso a pagar un precio elevado. Pero cuando esta intención chocó con la resistencia de la política alemana, Inglaterra se comportó en consecuencia. Estaba firmemente resuelta a no esperar a que Alemania dispusiera de una flota superior a la suya y, por tanto, a anticiparse a romper las hostilidades. Para ello buscó aliados contra Alemania, y, cuando esta última entró en guerra en 1914 contra Rusia y Francia a causa de la cuestión de los Balcanes, también Inglaterra atacó, porque sabía que en caso de una victoria de Alemania se habría liberado sólo por pocos años de una guerra contra ésta. La construcción de la flota de combate alemana tenía que llevar a la guerra contra Inglaterra antes de que la propia flota alcanzara superioridad sobre la inglesa. En efecto, los ingleses sabían que los buques alemanes no habrían podido tener otro empleo que el de atacar la flota y las costas de Inglaterra. El pretexto con el que Alemania intentó ocultar las verdaderas intenciones que perseguía con la construcción de una poderosa flota militar fue que la necesitaba para proteger su ya extenso comercio marítimo. Los ingleses sabían qué interpretación tenían que dar a esta justificación. En otro tiempo, cuando todavía había piratas, los buques mercantes tenían que ser protegidos en los mares peligrosos con los cruceros. Desde que se instituyó la seguridad sobre el mar (aproximadamente desde 1860 en adelante), esto no era ya necesario. Con mayor razón era imposible explicar la construcción de una flota de guerra, utilizable sólo en aguas europeas, alegando la intención de proteger el comercio.

Se puede también comprender perfectamente por qué las simpatías de casi todos los Estados del mundo se pusieron desde el principio de parte de Inglaterra. La mayoría de ellos tenían buenos motivos para temer el hambre de colonias de Alemania. Existían pocos pueblos de Europa en la misma situación alemana de tener que alimentar a la población en el propio territorio en condiciones más desfavorables que las que se podían encontrar en el resto del mundo. Entre ellos estaban sobre todo los italianos, pero también los checos, y la culpa de que estos dos pueblos acabaran apoyando a nuestros enemigos la tuvo Austria[41].

La guerra ya se combatió y nosotros la hemos perdido. La economía alemana ha quedado completamente descompuesta por la larga «economía de guerra», y sobre todo deberá pechar con pesadas cargas de indemnización. Pero mucho más grave que todas estas consecuencias inmediatas de la guerra será la repercusión sobre la posición económica de Alemania en el mundo. Alemania ha pagado hasta ahora la adquisición de las materias primas de las que depende, en parte con la exportación de productos industriales, en parte con lo obtenido de sus empresas y de sus capitales exteriores. Todo esto no será ya posible en el futuro. Las instalaciones alemanas en el extranjero fueron expropiadas durante la guerra o utilizadas para pagar la importación de diversos bienes. Pero la exportación de productos industriales encontrará enormes dificultades. Muchos mercados se perdieron durante la guerra y no será fácil volver a conquistarlos. Tampoco aquí la guerra creó ninguna situación nueva, sino que sólo aceleró el desarrollo que se habría producido también sin ella. El bloqueo del comercio provocado por la guerra ha hecho nacer nuevas industrias en las áreas tradicionales de exportación de Alemania. Habrían surgido en todo caso aunque no hubiera habido guerra, pero más tarde. Ahora que existen y trabajan en condiciones más favorables que aquellas en las que se ven obligadas a operar las empresas alemanas, harán una aguerrida competencia a las exportaciones alemanas. El pueblo alemán se verá obligado a limitar sus propios consumos. Trabajará con salarios más bajos, lo cual significa que tendrá que vivir peor que los demás pueblos. El resultado será un descenso del nivel de la civilización alemana. En efecto, la civilización es riqueza. Sin bienestar, sin riqueza, no ha habido nunca civilización.

Ciertamente, quedaría abierta la emigración. Pero los habitantes de zonas eventualmente interesadas no quieren acoger inmigrantes alemanes porque temen la presión que necesariamente ejercería la inmigración sobre los salarios. Ya mucho antes de la guerra, Wagner podía afirmar que aparte de los judíos no existe otro pueblo que, como el alemán, esté «disperso en tantos fragmentos étnicos e individuos esparcidos casi por toda la faz de la Tierra entre otros pueblos civiles y otras naciones, de las que unas veces forma el elemento de absoluta solidez y otras sólo una especie de fertilizante cultural, raramente a niveles sociales de dirección, sino con mayor frecuencia a niveles intermedios que llegan hasta las posiciones sociales inferiores de los hombres y mujeres más humildes». Y añadía que esta «diáspora alemana» no es mucho más querida, aunque sí más respetada, que la de los judíos y los armenios, y por lo general está expuesta a un rechazo mucho más drástico por parte de la población indígena[42]. ¿Y qué sucederá entonces después de esta guerra?

Sólo ahora podemos darnos cuenta plenamente del daño adicional que el abandono de los principios liberales ha infligido al pueblo alemán. ¡Qué distinta sería hoy la posición de Alemania y de Austria si éstas no hubieran llevado a cabo el desafortunado retorno al proteccionismo! Ciertamente, el total de la población no sería tan elevado como lo es actualmente. Pero una población numéricamente inferior podría vivir y trabajar en las mismas condiciones favorables que los demás países del mundo. El pueblo alemán sería más rico y feliz de lo que es hoy, no tendría enemigos y nadie que le envidiara. Hambre y anarquía, tal es el resultado de la política proteccionista.

El desenlace del imperialismo alemán, que ha precipitado al pueblo alemán en la miseria más negra, reduciéndole a un pueblo de parias, demuestra que los jefes a los que ha obedecido en la última generación no iban por el buen camino. Por ese camino no era posible conquistar ni gloria ni honor ni riqueza ni felicidad. Las ideas de 1789 no habrían conducido al pueblo alemán al punto en el que hoy se encuentra. Los hombres del Iluminismo, a los que hoy se les reprocha una falta de sentido del Estado[43], ¿acaso no comprendieron mejor qué es lo que favorece al pueblo alemán y al mundo entero? El curso de nuestra historia demuestra, con más claridad de lo que podrían hacerlo todas las teorías, que el patriotismo rectamente entendido lleva al cosmopolitismo, que la salvación de un pueblo no consiste en oprimir a otros pueblos sino en la cooperación pacífica. Todo su patrimonio, toda su cultura espiritual y material, los ha sacrificado el pueblo alemán inútilmente a un fantasma, sin salvar a nadie y perjudicándose sólo a sí mismo.

Un pueblo que cree en sí mismo y en su propio futuro, un pueblo que piensa que recuperar el sentimiento seguro de lo que une a los ciudadanos no es simplemente una casualidad de nacimiento sino la posición común de una cultura que para cada uno de ellos vale más que cualquier otra cosa, debería ser capaz de soportar tranquilamente el éxodo de algunos individuos hacia otras naciones. Un pueblo consciente de su propia valía renunciará a retener coactivamente a quien quiere irse y a insertar coactivamente en la comunidad nacional a quienes se prestan a ello voluntariamente. Dejar que la fuerza de atracción de la propia cultura se demuestre en la libre competencia con los demás pueblos: sólo esto es digno de una nación orgullosa, sólo esto sería auténtica política nacional y cultural. Para hacer esto no se necesita recurrir a la fuerza y a la dominación política.

El hecho de que ciertos pueblos favorecidos por el destino se arroguen la posesión de vastos territorios coloniales no podía ser una razón válida para adoptar una política distinta. Es cierto, esas colonias no se conquistaron con bellos discursos, y no se puede pensar sin horror en los espantosos genocidios que prepararon el terreno a algunos de los más florecientes asentamientos coloniales actuales. Pero también otras páginas de la historia mundial se escribieron con sangre, y nada es más insensato que intentar justificar el imperialismo de nuestro tiempo, con todas sus brutalidades, refiriéndose a los crímenes de generaciones lejanas. Es preciso reconocer que el tiempo de las expediciones de conquista ha pasado definitivamente, y que hoy por lo menos no es ya admisible usar violencia a pueblos de raza blanca. Quien quiera atacar este principio básico del derecho público internacional moderno, que es el sedimento de las ideas liberales de la era de las Luces, debería meterse contra todos los demás pueblos del mundo. Fue un error fatal querer proceder a un nuevo reparto del globo con los cañones y los acorazados.

Los pueblos que padecen una superpoblación relativa en el territorio en que viven no pueden ya servirse hoy de los instrumentos a los que se recurría normalmente en la época de las grandes migraciones étnicas. Hoy debemos reivindicar absoluta libertad de emigración e inmigración e ilimitada circulación de capitales. Sólo así se podrán obtener las condiciones económicas favorables e indispensables para sus connacionales. Ciertamente, el conflicto entre las nacionalidades por la conquista de la hegemonía estatal no podrá desaparecer jamás completamente de los territorios de lengua mixta, pero perderá su virulencia en la medida en que se limiten las funciones del Estado y se amplíen en cambio las libertades del individuo. Quien quiera la paz entre los pueblos debe combatir el estatismo.

c) Las raíces del imperialismo

Suelen buscarse las raíces del imperialismo moderno en el deseo de conquistar territorios de asentamiento y colonias de explotación. En este sentido el imperialismo se explica como una necesidad económica. Que esta es una concepción inadecuada, se comprende perfectamente en cuanto consideramos la posición del liberalismo respecto al mismo problema. La consigna del liberalismo es la libertad de circulación; al mismo tiempo, es contrario a todas las empresas coloniales. Es irrefutable la demostración aportada por la escuela liberal de que el libre cambio y sólo el libre cambio está justificado desde el punto de vista económico y de que sólo él garantiza de manera óptima el sostenimiento de todos, esto es, la máxima renta del trabajo al mínimo coste.

Este dogma liberal no puede ser invalidado ni siquiera por la afirmación —sobre cuya veracidad no queremos pronunciarnos aquí— según la cual existirían pueblos que no están ni estarán nunca maduros para autogobernarse. Estas razas inferiores —se afirma— deberían, pues, ser gobernadas por las razas superiores sin que en ningún caso sea limitada la libertad económica. Así es como los ingleses han entendido durante mucho tiempo su dominio sobre la India, y del mismo modo se entendió el Estado libre del Congo: puerta abierta a la actividad económica de todas las naciones en libre competencia tanto con los ciudadanos de la raza dominadora como con los propios indígenas. El que luego la praxis de la política se aparte de este ideal; que la misma considere, hoy como siempre, a los indígenas sólo como un medio y no como un fin en sí mismo; que excluya de los territorios coloniales —como hacen sobre todo los franceses con su sistema de asimilación político-comercial— a todos aquellos que no pertenecen a la raza dominante, todo esto no es más que la consecuencia de la lógica imperialista. Pero ¿cuál es el origen de esta lógica?

Se puede encontrar para el imperialismo también una motivación individualista. Tal es la motivación que brota de las situaciones de las áreas con población mixta. Aquí las consecuencias de la aplicación del método democrático tenían que llevar inevitablemente al nacionalismo militarista, agresivo. No es diferente la situación de aquellos territorios hacia los cuales se orienta hoy la corriente de inmigración. Aquí el problema de la lengua mixta se presenta constantemente, y por tanto no puede menos de presentarse también el nacionalismo imperialista. Así en América y en Australia vemos crecer las tendencias a limitar la indeseada inmigración de nacionalidad extranjera, por el miedo de ser puestos en minoría en el propio país por los extranjeros. Y se trata de tendencias que se han impuesto inevitablemente en el momento mismo en que surgió el temor de no poder ya asimilar completamente a los inmigrados de origen extranjero.

No hay duda de que ha sido este el punto del que partió el renacimiento de la idea imperialista. A partir de entonces el espíritu del imperialismo ha venido socavando gradualmente los fundamentos de toda la construcción ideal del liberalismo, hasta sustituir la misma motivación individualista de que había partido por una motivación colectivista. En la base de la idea del liberalismo está la libertad del individuo; esta concepción rechaza cualquier dominio de una parte de los hombres sobre otra y no reconoce pueblos dominadores y pueblos esclavos, así como, en interés del propio pueblo, no distingue entre amos y esclavos. El imperialismo integral no atribuye ningún valor al individuo. Para él el individuo vale tan sólo como elemento de una totalidad, como soldado de un ejército. El liberal no da excesiva importancia al número de conciudadanos. No ocurre lo mismo con el imperialismo, el cual aspira más bien a una magnitud numérica de la nación. Para llevar a cabo las conquistas y mantenerlas es preciso tener la supremacía militar, y la importancia militar depende también siempre del número de combatientes de que se dispone. Así, alcanzar y mantener una población numerosa se convierte en un fin específico de la política. El demócrata aspira al Estado nacional unitario porque cree que tal es la voluntad de la nación. El imperialista quiere un Estado lo más grande posible y para obtenerlo le es indiferente que corresponda o no al deseo de la nación[44].

En el modo de concebir el poder y sus límites el Estado nacional imperialista apenas se distingue del viejo Estado absoluto. Al igual que este último, no reconoce otros límites a la extensión de su dominio que los que le impone una potencia igualmente fuerte que a él se opone. También su afán de conquista es ilimitado. Del derecho de los pueblos no quiere ni siquiera oír hablar. Cuando «tiene necesidad» de un territorio lo toma y acaso pretenda también que los pueblos sometidos consideren todo esto justo y razonable. Considera a los pueblos extranjeros no como sujetos sino como objeto de la política. Éstos son —precisamente como en otro tiempo ocurría con el Estado absoluto— una pertenencia del territorio en el que residen. Tal es la razón de que también en la terminología imperialista moderna se repitan expresiones que se creían olvidadas.

En efecto, se habla de confines geográficos[45], de la necesidad de usar una franja de territorio como «bastión»; de nuevo se redondean territorios, intercambiándolos y vendiéndolos por dinero.

Estas doctrinas imperialistas son hoy comunes a todos los pueblos. Ingleses, franceses y americanos, que arremetieron contra el imperialismo, no son menos imperialistas que los alemanes. Hay que decir, sin embargo, que su imperialismo se distingue del alemán anterior a noviembre de 1918 sobre un punto importante. Mientras que los demás dirigieron sus intentos imperialistas solamente hacia los pueblos tropicales y subtropicales, respetando en cambio fielmente los principios de la democracia moderna con respecto a los pueblos de raza blanca, los alemanes, precisamente por su situación en las áreas de lengua mixta de Europa, practicaron abiertamente su política imperialista también contra los pueblos europeos[46]. Las grandes potencias coloniales se atuvieron firmemente, en Europa y en América, al principio democrático pacifista de nacionalidad practicando el imperialismo solamente con los pueblos africanos y asiáticos. Por tanto, no cayeron en contradicción con el principio de nacionalidad de los pueblos blancos como hizo el pueblo alemán, el cual intentó practicar el imperialismo por doquier, también en Europa.

Para justificar la aplicación de los principios imperialistas en Europa, la teoría alemana se vio obligada a combatir el principio de nacionalidad, sustituyéndolo por la doctrina del Estado unionista, según la cual los Estados pequeños hoy no estarían ya legitimados para existir por ser demasiado pequeños y débiles para formar un área económica autónoma. Por ello deberían buscar un Anschluss, una anexión a Estados más grandes, para formar junto con ellos una «comunidad económica y de trinchera»[47].

Si con esto se quiere simplemente decir que los Estados pequeños no están en condiciones de oponer una resistencia adecuada al afán de conquista de los vecinos más poderosos, no hay nada que objetar. En efecto, los Estados pequeños no pueden medirse en el campo de batalla con los grandes, y, en el caso de guerra entre ellos y un gran Estado, están destinados a sucumbir, a no ser que reciban ayuda del exterior. Ayuda que raramente viene a faltar, porque la prestan Estados grandes o pequeños no por compasión o por razones de principio, sino por su estricto interés. En realidad, observamos que durante siglos los Estados pequeños se han conservado tan bien como las grandes potencias, y el transcurso de la guerra mundial indica que también en el presente los Estados pequeños en el fondo no parecen ser los más débiles. El hecho de que se intente inducirles con amenazas a la anexión a un Estado más grande o de obligarles con la violencia de las armas a someterse, no es una prueba a favor de quien afirma que «las soberanías de los Estados pequeños son un anacronismo»[48]. Esta afirmación no es hoy menos verdadera o falsa de lo que fue en tiempos de Alejandro Magno, de Tamerlán o de Napoleón. Las ideas políticas de la edad moderna señalan como más segura que en siglos anteriores la existencia de un Estado pequeño. La circunstancia de que las potencias centrales a lo largo de la guerra mundial obtuvieran victorias militares sobre algunos Estados pequeños no nos autoriza en modo alguno a afirmar que «la pequeña gestión de la realidad estatal» está hoy tan superada como la de una pequeña siderurgia. Cuando Renner, considerando las victorias militares que las tropas alemanas y austríacas obtuvieron sobre los serbios, cree liquidar el principio de nacionalidad con la fórmula marxista «las condiciones materiales de la realidad estatal se rebelan a sus condiciones ideales —una contradicción teórica que en la práctica resulta fatal para el pueblo y el Estado—»[49], olvida el hecho de que la debilidad militar fue fatal para los Estados pequeños también en los milenios precedentes.

La afirmación de que todas las pequeñas realidades nacionales están superadas la justifican Naumann, Renner y sus seguidores diciendo que un Estado debe por lo menos disponer de un territorio que garantice una autosuficiencia económica. Lo dicho en páginas anteriores demuestra que este argumento no se sostiene. El criterio de la autosuficiencia económica de un Estado no tiene sentido en una época en que la división del trabajo abarca áreas extensísimas si no directamente al mundo entero. Es totalmente indiferente que los habitantes de un Estado hagan frente a sus necesidades directamente o indirectamente a través de la producción interna; lo único importante es que estén en condiciones de hacerles frente. La pregunta que Renner oponía a las naciones austríacas que aspiraban a la autonomía política —¿dónde pensaban adquirir esta o aquella mercancía una vez que se hubieran separado de la comunidad del Estado austro-húngaro?— era totalmente absurda. Incluso cuando la estabilidad estatal unitaria era una sólida realidad, aquellas naciones recibían esas mercancías no gratuitamente sino sólo a cambio de algo equivalente, lo cual no resulta mayor cuando la unidad política se quebró. Esta objeción habría tenido sentido solamente si viviéramos en una época en la que fuera imposible el comercio internacional.

La verdadera cuestión, pues, no es la dimensión del territorio estatal. Distinta, en cambio, es la cuestión de la capacidad de un Estado para sobrevivir con una población poco numerosa. En tal caso se trata de saber si los costes de un gran número de estructuras estatales son mayores para los Estados pequeños que para los grandes. Los pequeños Estados que aún existen en gran número en Europa, como Liechtenstein, Andorra, Mónaco, pueden, por ejemplo, crear una organización judicial propia jerárquicamente articulada sólo si se agregan a un Estado vecino. Es claro que la existencia de un Estado de este género sería absolutamente imposible desde el punto de vista financiero si quisiera tratar de montar una organización judicial amplia semejante a la que un Estado más grande pone a disposición de sus propios ciudadanos, por ejemplo creando un Tribunal Supremo. Puede decirse que, desde este punto de vista, los Estados que cuentan con una población numéricamente inferior a las unidades administrativas de los Estados más grandes, consiguen sobrevivir sólo excepcionalmente, es decir, cuando la población es particularmente rica. Los Estados más pequeños en los que no existe este supuesto deben apoyarse administrativamente en un Estado vecino más grande, al menos por razones financieras[50]. Pero naciones que son demográficamente tan pequeñas que no responden a estas condiciones no existen ni pueden existir, ya que el desarrollo de una lengua de cultura autónoma presupone siempre la existencia de centenares de millares de ciudadanos.

Cuando Naumann, Renner y sus numerosos seguidores recomiendan a los pequeños pueblos de Europa la anexión a una Europa central guiada por Alemania, malinterpretan la esencia de la política proteccionista. Por motivos políticos o militares, una alianza con el pueblo alemán que asegurase a todas las partes la independencia sería desde luego deseable para los pequeños pueblos de la Europa oriental y occidental. Pero en absoluto podría parecer aceptable por ellos una unión en función exclusiva de los intereses alemanes. Pero precisamente esto era lo que tenían en mente los fautores de la Europa central. En efecto, éstos querían una liga que pusiera a Alemania en condiciones de sostener militarmente la competencia de las grandes potencias mundiales en lucha por la posesión de las colonias; una posesión colonial cuyas ventajas habrían favorecido tan sólo al pueblo alemán. Además, ellos imaginaban el imperio centroeuropeo como una comunidad proteccionista. Pero es precisamente esto lo que no quieren estos pueblos más pequeños, que no desean ser únicamente áreas para la venta de los productos de la industria alemana, ni quieren renunciar en su casa a aquellos sectores industriales que tienen allí su ubicación natural ni a importar las mercancías producidas fuera de Alemania a precios inferiores. Para los Estados prevalentemente agrarios, para los cuales se preveía la incorporación al imperio centroeuropeo, se pensó que como motivo de atracción habría bastado el aumento de los precios de los productos agrícolas que se habría producido inevitablemente como consecuencia de la acogida en el área aduanera centroeuropea. Es innegable que por lo menos Rumania, una vez admitida en una unión aduanera austro-húngara, habría experimentado un aumento de los precios de sus propios productos agrícolas. Pero se olvida que, por otra parte, habrían aumentado los precios de los productos industriales, por lo que Rumania habría tenido que pagar los precios internos alemanes más altos mientras paga precios más bajos en el mercado mundial manteniéndose fuera de la unión aduanera con Alemania. Si hubiera sido admitida en esta unión, las pérdidas habrían sido superiores a las ganancias, ya que actualmente Rumania es un país relativamente poco poblado, o por lo menos no superpoblado; lo cual significa que buena parte de sus productos de exportación puede exportarlos, hoy y en un futuro previsible, sin recurrir al dumping. Rumania no tiene empresas en la producción primaria, y tiene pocas en la industria que no tengan una ubicación natural. Distinta es la situación de Alemania, la cual precisamente en los principales sectores de producción trabaja en condiciones más desfavorables que las de los países extranjeros.

La lógica imperialista, que alberga la pretensión de ayudar al desarrollo económico moderno a ser justo, es en realidad prisionera de las concepciones feudales de la economía natural. En la época de la economía mundial es incluso un contrasentido hacer pasar por propuesta económica la propuesta de crear grandes áreas económicas autárquicas.

En tiempos de paz es indiferente producir medios de subsistencia y materias primas para el propio país o venderlos al extranjero a cambio de otros productos propios, siempre que el cambio sea económico. Cuando un príncipe medieval adquiría una franja de tierra en la que funcionaba una industria minera, tenía el derecho de declarar suya esa industria. Si en cambio un Estado moderno se anexiona una posesión minera, no por esto las minas son propiedad de sus súbditos. Éstos tienen que comprar los productos del propio trabajo exactamente como lo han hecho siempre, y la circunstancia de que se hayan producido cambios en el ordenamiento político no tiene ninguna consecuencia en lo que respecta a la propiedad de esas minas. Si el príncipe celebra la anexión de una nueva provincia, si se ufana por la grandeza de su reino, ello es perfectamente comprensible. Pero si el pequeño burgués se regocija porque «nuestro» reino se ha hecho más grande, porque «nosotros» hemos adquirido una nueva provincia, esta alegría no brota de la satisfacción de necesidades económicas.

Desde el punto de vista político-económico el imperialismo no corresponde en absoluto al nivel de desarrollo económico alcanzado en 1914. Cuando los hunos atravesaron Europa matando y quemando, las cenizas que dejaban tras sí perjudicaron sólo a sus enemigos. Cuando, en cambio, las tropas alemanas destruyeron minas de carbón y fábricas, infligieron un golpe también al aprovisionamiento del consumidor alemán. Cualquiera que esté dentro del comercio internacional se dará cuenta de que en el futuro el carbón y muchos productos industriales sólo podrán fabricarse en medida reducida y a costes más altos.

Una vez que esto se ha comprendido, a favor de la política de expansión nacional no queda más que el argumento militar. La nación debe ser numerosa para poder proporcionar muchos soldados. Pero se precisan los soldados para conquistar territorios en los que poder criar otros soldados. Éste es el círculo al que la lógica imperialista no puede escapar.

d) El pacifismo

Fanáticos y filántropos han abanderado siempre la idea de la paz universal perpetua. De la miseria y la desesperación en que las guerras han precipitado a individuos y pueblos ha surgido la nostalgia profunda de la paz que nadie deberá ya perturbar jamás. Los utópicos describen con los más vivos colores las ventajas de una situación sin guerras e incitan a los Estados a unirse en un pacto de paz duradero que comprenda a todo el mundo. Apelan a la nobleza de ánimo de los emperadores y de los reyes, y se refieren a los mandamientos divinos y prometen la gloria eterna a quienes quieran realizar sus ideales, una gloria con mucho superior a la de los grandes héroes de la guerra.

La historia ha archivado sistemáticamente tales propósitos de paz. Estos no han sido nunca otra cosa que curiosidades literarias que nadie tomó jamás en serio. Los poderosos jamás pensaron renunciar a su poder y jamás se les ocurrió subordinar sus propios intereses a los de la humanidad, como pretendían los ingenuos utópicos.

Muy distinto del juicio sobre este viejo pacifismo que confía en genéricas consideraciones filantrópicas y siente horror por la sangre vertida, es el juicio que hay que formular sobre el pacifismo de la filosofía iluminista del ius-naturalismo, del liberalismo económico y de la democracia política que floreció a partir del siglo XVIII. Este no brota de un sentimiento que pide al individuo y al Estado renunciar a perseguir sus intereses terrenales por amor a la gloria y en la esperanza de una recompensa ultraterrena, ni se afirma como un postulado abstracto, carente de una conexión orgánica con otras exigencias éticas. Aquí, más bien, el pacifismo emana con necesidad lógica del entero sistema de la vida social. Quien desde un punto de vista utilitarista rechaza el dominio del hombre sobre el hombre y postula el derecho íntegro de los individuos y de los pueblos a la autodeterminación, ha rechazado ya implícitamente la guerra. Quien ha puesto como base de su concepción del mundo la armonía de los intereses rectamente entendidos de todas las clases en el interior de la nación y de todas las naciones entre sí no puede encontrar un motivo razonable para hacer la guerra. Quien piensa que los aranceles protectores y las prohibiciones comerciales son medidas que perjudican a todas las partes interesadas puede comprender todavía menos cómo se puede considerar la guerra de otro modo que como un acto destructor y nihilista, en una palabra, como un mal que castiga a todos, vencedores y vencidos. El pacifismo liberal postula la paz porque considera inútil la guerra. Y esta es una concepción que sólo se puede entender desde el punto de vista de la libertad económica elaborado por la teoría clásica de Hume, Smith y Ricardo. Quien quiera preparar una paz duradera debe ser, como Bentham, un defensor de la libertad de comercio y de la democracia, intervenir decididamente para que sea abolida toda dominación política de colonias por parte de la madre patria, y luchar por la total libertad de circulación de las personas y de los bienes[51]. Ya que estas y no otras son las premisas de una paz perpetua. Si se quiere conseguir la paz, hay que eliminar de la faz de la tierra la posibilidad de conflictos entre los pueblos.

Y la fuerza para hacerlo la poseen sólo las ideas del liberalismo y de la democracia[52].

Apenas se abandona este punto de vista, nada plausible puede oponerse a las guerras y al conflicto. Si se está seguro de que entre los distintos estratos de la sociedad existen antagonismos de clase inconciliables que no pueden resolverse más que mediante la victoria violenta de una clase sobre otra, y si se cree que entre distintos pueblos no es posible otra relación que aquella en que uno vence y el otro pierde, entonces, naturalmente, hay que admitir que las revoluciones en el interior y las guerras en el exterior son inevitables. El socialista marxista rechaza la guerra exterior porque ve el enemigo no en el pueblo extranjero sino en la clase poseedora del propio pueblo. El imperialista nacionalista rechaza la revolución porque está convencido de la solidaridad de intereses de todos los estratos sociales de la nación en la lucha contra el enemigo exterior. Ambos no son fundamentalmente contrarios a la intervención armada y a las soluciones cruentas como lo son en cambio los liberales, los cuales admiten la guerra sólo con fines defensivos. Por ello no hay nada más vil que la indignación de los socialistas marxistas por la guerra y los chovinistas por la revolución motivada por consideraciones filantrópicas por la sangre inocente derramada. Quis tulerit Gracchos de seditione querentes?

El liberalismo rechaza la guerra de agresión no por consideraciones filantrópicas sino por un criterio de utilidad. La rechaza porque juzga nociva la victoria que de ella debe seguirse y no quiere conquistas porque ve en ellas un medio inútil para alcanzar los objetivos últimos que persigue. No con las guerras y las victorias, sino sólo con el trabajo, puede un pueblo crear las condiciones para la prosperidad de sus conciudadanos. Los pueblos conquistadores al final decaen, ya sea porque son aniquilados por pueblos más fuertes, o bien porque como clase dominante son superados culturalmente por los pueblos sometidos. Ya una vez los germanos conquistaron el mundo, pero al final tuvieron que sucumbir. Ostrogodos y vándalos acabaron combatiendo; visigodos, francos y longobardos, normandos y varegos quedaron vencedores en el campo de batalla, pero fueron vencidos culturalmente por los pueblos sometidos; los vencedores adoptaron la lengua de los vencidos y fueron absorbidos gradualmente por ellos. Como dice el coro de La Sposa di Messina, «los conquistadores van y vienen; nosotros obedecemos, pero permanecemos». A la larga, la espada resulta ser el medio menos indicado para expandir una nación. Es «la impotencia de la victoria» de que habla Hegel[53], [54].

El pacifismo filantrópico quiere eliminar la guerra sin eliminar sus causas.

Alguien ha propuesto resolver la controversia entre los pueblos por tribunales de arbitraje. Como en las relaciones entre los individuos, no se admite ya que uno se tome la justicia por sí mismo, y la parte ofendida, excepto en casos particulares excepcionales, tiene sólo el derecho de apelar al tribunal, así debería ser también en las relaciones entre los pueblos. También aquí la fuerza debería ceder al derecho. Resolver pacíficamente las controversias entre los pueblos no sería en definitiva más difícil que resolverlas entre ciudadanos de una nación. Los adversarios de la jurisdicción arbitral en las controversias internacionales deberían ser juzgados de manera no diferente a como son juzgados los pendencieros señores feudales, los cuales, cuando podían, ofrecían resistencia a la jurisdicción estatal. Ciertamente, habría que vencer ciertas resistencias. Si se hubiera hecho ya hace muchos años, se habría evitado la guerra mundial, con todas sus trágicas consecuencias. Otros partidarios de la jurisdicción arbitral entre los Estados no llegan tan lejos en sus reivindicaciones. Auspician la introducción obligatoria de la jurisdicción arbitral por lo menos para el próximo futuro, y no para todas las controversias sino sólo para aquellas que no se refieren ni al honor ni a las condiciones de existencia de los pueblos, es decir, sólo para los casos pequeños, mientras que para los demás podría mantenerse el viejo método de la decisión en el campo de batalla.

Pero es una ilusión pensar en reducir de este modo el número de guerras. Ya desde hace muchas décadas las guerras sólo han sido posibles por causas importantes. Sobre esto no es ni siquiera necesario citar ejemplos históricos ni dar una larga explicación. Los Estados absolutos hicieron la guerra siempre que lo requería el interés de los príncipes que confiaban en la expansión de su poder. Los príncipes y sus consejeros pensaban que la guerra era un medio como cualquier otro: libres de cualquier consideración por las vidas humanas que ponían en juego, se aplicaban fríamente a ponderar las ventajas y los inconvenientes de la intervención militar lo mismo que un jugador de ajedrez calcula sus jugadas. La vía de los reyes estaba literalmente sembrada de cadáveres. Las guerras no se iniciaban, como suele afirmarse, «por motivos fútiles». El motivo de la guerra era siempre el mismo: el afán de poder de los soberanos absolutos. Lo que en el exterior aparecía como causa de la guerra era tan sólo un pretexto (piénsese, por ejemplo, en la guerra por Silesia de Federico el Grande). La época democrática no conoce ya guerras emprendidas por el soberano sin el conocimiento de la nación. Incluso las tres potencias imperiales europeas, últimas representantes de la vieja concepción absolutista del Estado, no tenían ya desde hacía mucho tiempo fuerza para desencadenar tales guerras. La oposición interna democrática era ya demasiado fuerte. Desde el momento en que la victoria de la idea liberal del Estado contribuyó a la afirmación del principio de nacionalidad, las guerras sólo fueron posibles por motivos nacionales. Esta realidad no podían cambiarla ni la circunstancia de que el avance del socialismo pusiera en peligro el liberalismo, ni el hecho de que al timón estuvieran todavía las viejas potencias militares de la Europa central y oriental. Esto es un éxito de la idea liberal que nada podrá ya borrar; y no deberían olvidarlo todos aquellos que se dedican a denigrar sistemáticamente el liberalismo y el iluminismo.

Si, pues, para los casos de conflicto menos importantes que surgen en las relaciones entre los pueblos hubiera que elegir entre acudir al procedimiento arbitral o bien dejar la decisión a las negociaciones entre las partes en causa, es una cuestión que aquí nos interesa menos, por importante que sea. Sólo hay que constatar que todos los compromisos de los que se ha hablado en los últimos años parece que son indicadores simplemente para resolver tales contenciosos menos relevantes, y que hasta ahora todos los intentos de extender ulteriormente el ámbito de la jurisdicción arbitral internacional han fracasado.

A quien afirma que se pueden eliminar todas las controversias internacionales a través de los tribunales de arbitraje, de modo que quedara neutralizada enteramente la solución bélica, habría que recordarle que toda jurisdicción presupone en primer lugar la existencia de un derecho universalmente reconocido, y en segundo lugar la posibilidad de aplicar los principios jurídicos a los casos singulares. Ahora bien, ni una cosa ni otra son adecuadas para aquellas controversias internacionales de las que hablamos. Todos los intentos realizados para crear un derecho internacional material cuya aplicación pudiera resolver las controversias entre los pueblos han fracasado. Hace cien años la Santa Alianza intentó levantar como pilar del derecho internacional el principio de legitimidad. La situación patrimonial de los soberanos absolutos de entonces tenía que ser protegida y garantizada contra otros soberanos y también, como correspondía al pensamiento político de la época, contra las pretensiones de los súbditos revolucionarios. No es necesario indagar mucho sobre las causas del fracaso de este intento. Y, sin embargo, parece que hoy aflora de nuevo un gran deseo de repetirlo y de crear, con la Sociedad de Naciones de Wilson, una nueva Santa Alianza. Y el hecho de que hoy no existan soberanos absolutos que garanticen su situación patrimonial, sino que existan pueblos, es una diferencia que no modifica la esencia de las cosas. El hecho decisivo es que se garantice una situación patrimonial. Como hace cien años, se trata una vez más de un reparto del mundo que pretende ser eterno y definitivo. Pero esta situación no durará más que la otra, y, no menos que la otra, acarreará sangre y miseria a la humanidad.

Cuando fue arrollado el principio de legitimidad tal como lo entendía la Santa Alianza, el liberalismo proclamó un nuevo principio para regular las relaciones internacionales. Se pensó que el principio de nacionalidad significaba el fin de todas las controversias internacionales y que tenía que ser la norma para resolver pacíficamente cualquier conflicto. La Sociedad de Naciones nacida en Versalles acoge también este principio, naturalmente sólo para los pueblos de Europa. Olvida sin embargo que precisamente la aplicación de este principio enciende las rivalidades étnicas allí donde conviven desordenadamente elementos de distintas etnias. Aún pesa más en el platillo de la balanza el hecho de que la Sociedad de Naciones no reconozca la libre circulación de las personas y que los Estados Unidos gocen de la prerrogativa ulterior de rechazar a los inmigrantes indeseables. Una Sociedad de Naciones así puede durar mientras tiene el poder de mantener a raya a los adversarios; su prestigio y la fuerza de sus principios se basan en el poder coercitivo al que sus miembros tienen que plegarse pero que no reconocerán nunca como una norma jurídica que hay que respetar. Los alemanes, los italianos, los checos, los japoneses, los chinos, etc., no podrán nunca considerar justo que los inmensos territorios de América del Norte, de Australia y de las Indias Occidentales tengan que seguir siendo propiedad exclusiva de la nación anglosajona y que los franceses puedan cercar millones de quilómetros cuadrados de la mejor tierra como si se tratara de una finca privada.

La doctrina socialista espera de la realización del socialismo la instauración de la paz perpetua. «En ese punto —piensa Bauer— cesan aquellas migraciones individuales que, gobernadas como están por las ciegas leyes de la competencia capitalista, están sustraídas casi completamente a los efectos de una normativa consciente. En su lugar se pone la reglamentación planificada de las migraciones por parte de las comunidades socialistas. Éstas atraerán inmigrantes a las zonas en que un aumento del número de trabajadores eleva la productividad del trabajo, e inducirán a una parte de la población a emigrar cuando la tierra, aumentando el número de ocupados, dé rendimientos decrecientes. Desde el momento en que la emigración y la inmigración son reglamentadas conscientemente por la sociedad, el poder sobre los confines lingüísticos está en manos de cada nación. De tal modo las migraciones sociales no podrán ya violar, contra la voluntad de la nación, el principio de nacionalidad»[55].

Podemos imaginarnos la realización del socialismo de dos maneras. La primera es la maximalista de la realización del Estado socialista mundial, del socialismo que unifica a todo el mundo. Aquí la autoridad a la que corresponde la dirección suprema de la producción definirá las localizaciones de cada producción y por tanto regulará también las migraciones de los trabajadores; así pues, desempeñará las mismas funciones que en la economía libre —hasta ahora no realizada ni siquiera aproximadamente— corresponden a la competencia entre productores. Esta función trasladará a los trabajadores desde las zonas en que las condiciones de producción son más desfavorables a aquellas en que son más favorables. Pero de este modo también en la comunidad socialista aparecerán los problemas nacionales. Si se quiere limitar en Alemania y ampliar en Estados Unidos la industria textil y la siderúrgica, no hay más que desplazar obreros alemanes al área anglosajona. Son estos traslados los que, como dice Bauer, violan continuamente, contra la voluntad de la nación, el principio de nacionalidad. Pero lo violan no sólo, como él opina, en el sistema económico capitalista, sino también en el socialista. El hecho de que en la organización económica liberal esos traslados estén gobernados por la «ciega» ley de la competencia capitalista mientras que en la comunidad socialista sean «conscientemente» regulados por la sociedad, es puramente secundario. Ya que si la regulación consciente de las migraciones obreras obedece a criterios de pura racionalidad económica —algo que también Bauer, y con él todo marxista, presupone como un hecho axiomático—, entonces llevará inevitablemente al mismo resultado al que conduce la libre competencia, es decir, al hecho de que, saltando las relaciones de asentamiento nacional históricamente heredadas, los obreros son trasladados a las zonas en que se necesitan para explotar las condiciones de producción más favorables. Pero aquí es donde está la raíz de todas las fricciones nacionales. Sería una simple utopía suponer que en la comunidad socialista las migraciones obreras más allá de los confines de las áreas de asentamiento nacional no deben llevar a los mismos conflictos nacionales que se verifican en la comunidad libre. Naturalmente, tal suposición es admisible si se piensa en la comunidad socialista como una comunidad no democrática, ya que, como hemos visto, todas las fricciones nacionales se verifican tan sólo en democracia. El socialismo mundial, entendido como un imperio mundial de la esclavitud universal de los pueblos, aportaría seguramente la paz nacional.

Pero la realización del socialismo también es posible de otro modo distinto del Estado mundial. Podemos imaginar que una serie de entidades estatales socialistas autónomas coexistan —como Estados nacionales unitarios— una junto a otra sin que se instaure una dirección colectiva de la producción mundial. Las distintas comunidades, que en tal caso son propietarias de los medios de producción naturales y de los productos que se encuentran en su territorio, mantienen simplemente una relación de intercambio recíproco de bienes. En semejante socialismo los conflictos nacionales, respecto a lo que sucede en los países que tienen una organización económica liberal, no sólo no se atenuarían sino que se exasperarían sustancialmente. El problema migratorio no perdería nada de su capacidad potencial de generar conflictos étnicos. Los Estados probablemente no se cerrarían totalmente a la inmigración, pero negarían a los inmigrantes la estabilidad de residencia y la obtención de la plena participación en la renta de la producción nacional. Se produciría, a nivel internacional, una situación parecida a la de los trabajadores temporeros que emigran a Sajonia para la recolección de la remolacha de azúcar. Como toda comunidad socialista dispondría del producto de los recursos naturales que se encuentran en su propio territorio, y por tanto la renta de los ciudadanos de los distintos territorios sería distinta —mayor para un pueblo, menor para otro—, bastaría este motivo para oponerse a la afluencia de elementos extranjeros. En el sistema económico liberal los ciudadanos de todos los pueblos tienen la posibilidad de adquirir la propiedad privada de los medios de producción de todo el mundo, de suerte que, por ejemplo, también los alemanes tienen la facultad de asegurarse una parte de los recursos naturales de la India, y por otra parte el capital alemán a su vez puede emigrar hacia la India para contribuir a explotar allí las condiciones de producción más favorables. En un sistema social socialista esto no sería posible, pues en él el poder político y la explotación económica tienen que coincidir. Los pueblos europeos serían excluidos de la posesión de otras partes de la tierra. Deberían tolerar impasibles que de los inmensos recursos naturales de los territorios de ultramar se beneficiaran sólo los residentes, y deberían asistir pasivamente a la no utilización de una parte de estos recursos naturales por la imposibilidad de crear el capital que los explote.

Todo pacifismo que no se base en un orden económico liberal, basado a su vez en la propiedad individual de los medios de producción, será siempre utópico. Quien desee la paz entre los pueblos debe intentar poner fuertes límites al Estado y a su influencia.

No es casual que las ideas principales del imperialismo moderno puedan encontrarse en los escritos de dos padres del socialismo alemán y del socialismo moderno en general, es decir, en las obras de Engels y de Rodbertus. Para la concepción estatalista de un socialista es natural que un Estado, por necesidades geográficas y comerciales, no pueda permitir que se le cierre el acceso al mar[56]. La cuestión del acceso al mar —que siempre ha guiado la política de conquista rusa en Europa y en Asia y ha dictado los comportamientos del Estado alemán y austríaco respecto a Trieste y del Estado húngaro en lo que atañe a los eslavos meridionales, y que ha parido las tristemente célebres teorías del «corredor» a las cuales se quiere sacrificar la ciudad de Danzig— para los liberales ni siquiera se plantea. El liberal no comprende cómo se puede usar a hombres como «corredor», ya que el criterio a priori del que parte es que hombres y pueblos no pueden nunca ser usados como medios, pues son siempre fines, y no puede concebir a los hombres como una pertenencia del territorio en que habitan. El partidario del liberalismo comercial que asume el criterio de la plena libertad de circulación no logra comprender qué ventaja puede ofrecer a un pueblo la facultad de transportar las mercancías de exportación hasta la costa atravesando un territorio que pertenece al propio Estado. Si la vieja Rusia zarista hubiera adquirido un puerto noruego y además un «corredor» que condujera hasta este puesto atravesando Escandinavia, no por ello habría conseguido acortar las distancias de las distintas regiones internas de Rusia desde el mar. Lo que la economía nacional rusa siente como una desventaja es la circunstancia de que los lugares de producción rusos están muy distantes del mar y por tanto no pueden beneficiarse, desde el punto de vista de los transportes, de las ventajas que ofrece la facilidad del transporte marítimo de las mercancías. Pero la eventual adquisición de un puerto escandinavo no modificaría esta situación; si existe el libre cambio, es absolutamente indiferente que los puertos más cercanos estén gestionados por funcionarios rusos o extranjeros. El imperialismo en realidad necesita puertos porque tiene necesidad de puntos de apoyo para su flota en cuanto quiere desencadenar guerras económicas. La economía no estatizada del libre cambio no conoce este argumento.

Rodbertus y Engels se oponen ambos a las reivindicaciones políticas de los pueblos no alemanes de Austria. Engels echa en cara a los paneslavistas que no comprendieran que los alemanes y los magiares, cuando en Europa las grandes monarquías eran una necesidad histórica, «fundieran en un gran imperio a todas aquellas pequeñas naciones entumecidas, impotentes, anémicas, permitiéndolas participar en desarrollos históricos a los que, abandonadas a sí mismas, habrían permanecido siempre ajenas». Y admite que «hechos tales no pueden verificarse sin aplastar por la fuerza millares de tiernas florecillas nacionales. Pero en la historia, sin la fuerza, sin una férrea crueldad, no se obtiene nada; y si Alejandro, César, Napoleón, hubieran tenido los mismos sentimentalismos, la misma capacidad de conmoverse que los paneslavistas invocan a favor de sus clientes fracasados, ¿qué habría sido de la historia universal? ¿Acaso los persas, los celtas o los germanos cristianos no valen lo que los checos, los ogulinos, los sereshanos?»[57]. Estas frases podrían haber sido escritas por un escritor partidario del pangermanismo o, mutatis mutandis, por un chovinista checo o polaco. Engels prosigue: «Hoy, sin embargo, la centralización política se ha convertido, como consecuencia de los gigantescos progresos de la industria, del comercio y de las comunicaciones, en una necesidad mil veces más imperiosa que en los siglos XV y XVI. Todo lo que todavía debe centralizarse, hoy se centraliza. ¡Y ahí están los paneslavistas que no piden “liberar” a los eslavos semigermanizados suprimiendo una centralización que todos sus intereses reclaman!». Esto no es, en esencia, otra cosa que la teoría de Renner de la tendencia a la centralización que domina la vida del Estado, y de la necesidad económica que domina al Estado plurinacional. Como se ve, los marxistas ortodoxos han sido injustos con Renner al llamarle hereje «revisionista».

El camino hacia la paz perpetua no pasa por el reforzamiento del centralismo estatal, según las aspiraciones del socialismo. Cuanto más se amplía el espacio que el Estado pretende ocupar en la vida del individuo, tanto más importante resulta para él la política y tantas más áreas de fricción se crean en las zonas con población mixta. Reducir al mínimo el poder estatal, como ha exigido siempre el liberalismo, significaría atenuar de manera esencial los conflictos que surgen entre las distintas naciones que conviven en el mismo territorio. La única verdadera autonomía nacional es la libertad del individuo frente al Estado y a la sociedad. La «estatización integral» de la vida y de la economía lleva inevitablemente a la lucha entre los pueblos.

La plena libertad de circulación de las personas, la defensa más amplia posible de la propiedad y de la libertad de cada uno, la eliminación de cualquier coerción estatal en la escuela; en una palabra, la más puntual y completa ejecución de las ideas de 1789: tales son los presupuestos de una situación pacífica. Si entonces cesan las guerras, quiere decir que «la paz ha brotado de las fuerzas interiores de los seres humanos, que los hombres, o mejor los hombres libres, se han hecho pacíficos»[58].

Nunca como hoy hemos estado tan lejos de este ideal.

3. Sobre la historia de la democracia alemana

a) Prusia

Uno de los fenómenos más extraordinarios de la historia de los últimos cien años nos lo ofrece el hecho de que las ideas políticas modernas de libertad y de autogobierno no han conseguido penetrar en el pueblo alemán, mientras que han sabido imponerse casi por doquier sobre la faz de la Tierra. La democracia ha sabido superar en todas partes el viejo absolutismo estatal. Sólo en Alemania y en Austria —además, naturalmente, de en Rusia— la revolución democrática ha sido repetidamente derrotada. Mientras que todo pueblo de Europa y de América ha atravesado una época de liberalismo político-constitucional y político-económico, solamente en Alemania y en Austria el liberalismo ha encontrado pocos éxitos. Ciertamente, en el terreno político, el viejo Estado absoluto, representado en su expresión más pura en la Constitución de Prusia bajo Federico el Grande, tuvo que hacer algunas concesiones, pero estaba muy lejos de transformarse en una monarquía parlamentaria de tipo inglés o italiano; como resultado de los grandes movimientos políticos del siglo XIX aquí hemos tenido el Estado autoritario.

El Estado democrático que vemos realizado casi por todas partes a principios del siglo XX se apoya en la identidad del gobierno y de los gobernados, del Estado y del pueblo. Gobierno y gobernados, Estado y pueblo, son aquí una misma cosa. No ocurre lo mismo en el Estado autoritario. Aquí están por una parte los elementos que rigen el Estado, los cuales se consideran a sí mismos y sólo a sí mismos como el Estado; el gobierno brota de ellos y con ellos se identifica. Por otra parte está el pueblo, que aparece sólo como objeto y no sujeto de la acción de gobierno, que se dirige al Estado a veces rogando y a veces exigiendo, pero sin identificarse con él. Esta antítesis ha encontrado su expresión más elocuente en el lenguaje del primer parlamentarismo austríaco, en el cual se contraponen las «necesidades estatales» a las «necesidades nacionales». Con las primeras se entendía la cuota de gasto financiero que el Estado obtiene tomándolo para sí del presupuesto; con las segundas, la cuota que trataba de arrancar el pueblo; y los diputados sudaban la gota gorda para obtener, como compensación por la aprobación de las necesidades estatales, la aprobación de las «necesidades nacionales», las cuales a veces coincidían con las de los distintos partidos, si no ya simplemente con las del diputado individual. A un político inglés o francés estas contraposiciones le habrían parecido inconcebibles, ya que nunca habría podido comprender cómo puede ser necesario para el Estado sin ser al mismo tiempo necesario para el pueblo, y viceversa.

La contraposición entre autoridad y pueblo que caracteriza al Estado autoritario no es totalmente idéntica a la que existe entre soberano y pueblo que caracteriza al Estado absoluto; y es aún menos idéntica a la contraposición entre el soberano y las clases en el viejo Estado de clases. Sin embargo, todas estas formas dualistas conllevan una connotación común en su contraposición al Estado democrático moderno, con su fundamental unidad de gobierno y pueblo.

No han faltado intentos de explicar el origen y el fundamento de esta peculiaridad de la historia alemana. La explicación más simple la dieron aquellos estudiosos que creyeron entender el Estado autoritario como emanación de un particular espíritu alemán y trataron de caracterizar al Estado nacional democrático como «no alemán», como algo que no encaja en el ánimo del alemán[59]. También se ha intentado aducir como explicación la particular situación política de Alemania, en el sentido de que un Estado amenazado por enemigos externos, como el alemán, no habría podido tolerar en su interior una constitución liberal. «Es razonable que el grado de libertad que puede permitirse en las instituciones gubernamentales deba ser universalmente proporcional a la presión político-militar que se ejerce en los confines del Estado».[60] Nadie puede negar que existe un nexo íntimo entre la situación política y la constitución de un pueblo. Lo que sorprende es que nunca nos preocupemos de aducir tan sólo la situación política externa y no también la interna para explicar el orden constitucional. En las páginas siguientes seguiremos el procedimiento inverso. Trataremos de explicar la muy discutida especificidad de la vida constitucional alemana sobre la base de las relaciones políticas internas, es decir, sobre la base de la posición de la Prusia alemana y de Austria en los territorios de lengua mixta.

Cuando los súbditos de los príncipes alemanes empezaron a despertar de su secular sueño político, encontraron su patria reducida a harapos, repartida como un bien patrimonial entre una serie de familias cuya impotencia en el exterior era apenas enmascarada por la tiranía que ejercían en el interior. Sólo dos príncipes territoriales eran bastante poderosos para mantenerse con autonomía; pero sus instrumentos de poder no se apoyaban en su posición en Alemania sino en sus posesiones extra-alemanas. Para Austria esta afirmación no precisa de ulterior demostración, ya que el hecho jamás fue negado. Distinto, en cambio, es el caso de Prusia. De ordinario se ignora la circunstancia de que la posición de Prusia en Alemania y en Europa permaneció siempre insegura hasta que los Hohenzollern consiguieron —primero con la anexión de Silesia, entonces medio eslava, luego con la conquista de Posnania y la Prusia occidental— formar una entidad estatal mayor y territorialmente homogénea. Precisamente aquellas empresas en las que Prusia basaba su posición de poder —su participación en la victoria sobre el sistema napoleónico, el aplastamiento de la revolución de 1848 y la guerra de 1866— habrían sido imposibles sin la ayuda de los súbditos no alemanes de sus provincias orientales. Ni siquiera la adquisición de nuevos territorios alemanes por medio de las batallas de 1813 y 1866, combatidas con la ayuda de sus súbditos no alemanes, desplazó el centro de gravedad del Estado prusiano de Oriente a Occidente. Conservar íntegramente sus posesiones al este del Elba continuó siendo para Prusia una condición de su existencia.

El pensamiento político del alemán, que poco a poco maduraba espiritualmente, acercándose a la vida pública, no podía mirar a ninguno de los Estados existentes en suelo alemán. Lo que el patriota alemán veía ante sí era tan sólo las ruinas del antiguo esplendor imperial y la lamentable y desordenada administración de pequeños príncipes alemanes. La vía para la construcción del Estado alemán sólo podía pasar por la aniquilación de estos pequeños déspotas. Sobre esto todos estaban de acuerdo. Pero ¿qué hacer con las dos potencias alemanas?

La dificultad del problema puede apreciarse mejor por la comparación con Italia. La situación en Italia era parecida a la de Alemania. Al Estado nacional moderno se contraponía una multitud de pequeños príncipes y la gran potencia de Austria. Con los primeros los italianos no tardaron en acabar, pero con la otra nunca lo consiguieron solos. Y Austria no sólo dominaba directamente gran parte de Italia, sino que también en las restantes regiones protegía la soberanía de los distintos príncipes. Sin la intromisión de Austria, Joaquín Murat y el general Pepe ya habrían construido el Estado nacional italiano. En cambio los italianos tuvieron que esperar aún mucho tiempo antes de que el cambio de relaciones entre Austria y las demás potencias les ofreciera la posibilidad de alcanzar su objetivo. Italia debe su libertad y su unidad a la ayuda francesa y prusiana y, en cierto sentido, también a la inglesa. Para conquistar luego también Trieste para el reino de Italia se precisó la ayuda del mundo entero. Los italianos, por sí solos, perdieron todas las batallas contra Austria.

En Alemania la situación era distinta. ¿Cómo habría podido triunfar el pueblo alemán sobre dos poderosas monarquías militares como Austria y Prusia? Con la ayuda extranjera, como en el caso de Italia, no se podía contar. Lo más natural habría sido que la idea nacional alemana se hubiera impuesto a los alemanes de Prusia y de Austria con tanta fuerza que les hicieran desear la unificación de Alemania. Si los alemanes, que en el ejército prusiano eran una amplísima mayoría y constituían un elemento importante en el austríaco, se hubieran demostrado alemanes como en 1849 los magiares se habían demostrado magiares, de las turbulencias de la revolución de 1848 habría surgido un imperio alemán libre y unido desde el Belt al Adigio. Los elementos no alemanes en los ejércitos austríaco y prusiano seguramente no habrían estado en condiciones de resistir con éxito el asalto de todo el pueblo alemán.

Pero los alemanes de Austria y de Prusia eran también contrarios, o por lo menos partidarios sólo con ciertas condiciones, a las aspiraciones unitarias, y éste era el hecho decisivo. Los hombres de Paulskirche habían naufragado no —como quiere la leyenda— por doctrinarismo, idealismo o abstracción profesoral, sino por la circunstancia de que la mayoría del pueblo alemán participó solamente con un interés escaso en la causa del pueblo, y que quería no sólo el Estado alemán, sino al mismo tiempo el Estado austríaco y prusiano, por no hablar de aquellos que no se sentían en absoluto alemanes sino solamente austríacos o prusianos.

Nosotros, que hoy estamos acostumbrados a hacer coincidir el prusiano puro y el austríaco puro solamente con las figuras del conservador del este del Elba y del clerical alpino; nosotros, que percibimos en la apelación a Prusia y a Austria tan sólo pretextos de los enemigos del Estado nacional, difícilmente podemos luego estar dispuestos a conceder aunque sólo sea la buena fe a los patriotas negro-amarillos y negro-blancos de otro tiempo. Hay en esto no sólo una grave injusticia hacia hombres de cuyas honestas aspiraciones no se debería permitir dudar, sino que a través de esta visión absolutamente antihistórica cerramos el camino para comprender algunos procesos muy importantes de la historia alemana.

Todo alemán conoce aquel pasaje del viejo Goethe en Dichtung und Wahrheit (Poesía y verdad) en el que el poeta describe la profunda impresión que suscitó en los contemporáneos la figura de Federico el Grande[61]. Es cierto que tampoco el Estado de los Hohenzollern, que en la historiografía cortesana ha sido exaltado como la realización de todas las utopías, era mejor que los demás Estados alemanes, y Federico Guillermo I y Federico II no eran déspotas menos odiosos que cualquier señorón del Württemberg o de Hesse. Pero una cosa distinguía a la Prusia brandenburguesa de los demás territorios alemanes: el Estado no era ridículo, y su política tenía un propio fin consciente y cierto en su ambición de potencia. Se podía odiar a este Estado, temerle, pero no ignorarle.

Así, pues, si los pensamientos políticos de los mismos alemanes no prusianos, sin el apremio de su existencia estatal, se orientaban furtivamente hacia Prusia, y si incluso los extranjeros formulaban un juicio no del todo desfavorable sobre este Estado, ¿por qué sorprenderse de que inicialmente el pensamiento político en tierra prusiana se aferrara con mayor frecuencia al Estado que, con todos sus errores, tenía en todo caso de su parte la ventaja de existir realmente, en lugar de a la imagen soñada de un Estado alemán cotidianamente contradicha por la miseria del Sacro Romano Imperio? Así, en Prusia se formó una conciencia estatal prusiana, y los que pensaban y sentían de este modo no eran solamente los miembros pagados por el aparato estatal prusiano y sus numerosos beneficiarios, sino también hombres de segura fe democrática como Waldek[62], y con él miles y miles de personas.

Se suele reducir la cuestión alemana a la antítesis demasiado estrecha entre la visión gran-alemana y la pequeño-alemana. En realidad el problema era más profundo y más amplio. Era sobre todo la antítesis neta entre el sentimiento nacional alemán, por un lado, y la conciencia austríaca y prusiana del Estado, por otro.

El Estado unitario alemán sólo habría podido construirse sobre las ruinas de los Estados alemanes; quien hubiera querido hacerlo, habría tenido ante todo que erradicar la mentalidad que trataba de conservar los Estados prusiano y austríaco. En marzo de 1848 este pareció un objetivo fácil de alcanzar. Entonces se podía esperar que los demócratas prusianos y austríacos, colocados ante la necesidad de decidir, optaran —aunque probablemente tras una serie de luchas intestinas— por una gran Alemania unida. Sin embargo, en ambos grandes Estados alemanes la democracia fue derrotada antes de que se considerara posible. En Viena y en Berlín esta resistió durante pocas semanas, luego entró en escena el Estado autoritario y optó por echar el freno. ¿A qué se debía ello? En efecto, el vuelco había sido extraordinariamente repentino. Inmediatamente después, la completa victoria de la democracia en marzo, la fuerza del nuevo espíritu, había empezado a ceder y ya al poco tiempo el ejército prusiano, guiado por el príncipe de Prusia, apenas huido del país, pudo pasar a la ofensiva contra la revolución.

Fue general la opinión de que la actitud de las provincias orientales de Prusia fue decisiva[63]. Si se tiene en cuenta este punto, no resulta demasiado difícil aclarar las causas de ese cambio tan repentino. En aquellas provincias orientales los alemanes eran minoría en una población que hablaba otra lengua, y de la aplicación de los principios democráticos debían temer la pérdida de la hegemonía de que habían gozado hasta entonces. Se habrían convertido en una minoría que jamás habría podido contar con la conquista del poder, saboreando inevitablemente las delicias de aquella ilegitimidad política que es el destino de todas las minorías extranjeras.

Los alemanes de las provincias de Prusia, de la Posnania y de Silesia no podían esperar nada bueno de la democracia. Fue esto lo que condicionó la actitud de los alemanes de Prusia, ya que en los territorios de lengua mixta los alemanes tenían un peso político superior al que les habría correspondido en razón de su número. Entre ellos estaban casi todos aquellos que pertenecían a las clases sociales más altas de aquellas provincias: funcionarios, profesores, comerciantes, propietarios de tierras y los principales hombres de negocios. Así, pues, en los estratos superiores de los alemanes de Prusia los ciudadanos de las zonas limítrofes amenazados representaban una fracción numéricamente superior a la de los propios alemanes de las zonas limítrofes de toda la población alemana de Prusia. La masa de los habitantes de las zonas limítrofes se unió compacta a los partidos que apoyaban al Estado dándoles la preponderancia. Sobre los súbditos no alemanes de Prusia la idea del Estado alemán no consiguió ejercer poder alguno, mientras que sus súbditos alemanes temían a la democracia alemana. Tal fue la tragedia de la idea democrática en Alemania.

Aquí están, pues, las raíces del particular tipo de mentalidad política del pueblo alemán. Fue la situación de peligro de los alemanes de las zonas limítrofes la que hizo palidecer rápidamente el ideal de la democracia en Alemania y la que hizo regresar a los súbditos de Prusia tras la breve luna de miel de la revolución, y echarse, humildemente arrepentidos, en brazos del Estado militar. Ellos sabían, pues, qué les esperaba en la democracia. Por más que execraran el despotismo de Potsdam, se veían obligados a plegarse a su voluntad, a no ser que quisieran caer bajo el dominio de Polonia o de Lituania. A partir de entonces se convirtieron en la guardia fiel del Estado autoritario. Con su ayuda el Estado militar prusiano aplastó a los liberales. Todos los problemas políticos de Prusia en aquel punto fueron valorados exclusivamente a la luz de la situación en Oriente. Fue esa situación la que determinó la actitud débil de los liberales prusianos a lo largo del conflicto constitucional. Y fue también esa situación la que indujo a Prusia, por lo menos mientras fue posible, a buscar la amistad con Rusia y a frustrar las esperanzas en la alianza natural con Inglaterra.

Nada más fácil en aquella situación para el Estado autoritario prusiano que aplicar también a la solución del máximo problema nacional alemán los métodos empleados para conquistar y mantener su posición en Alemania. En Alemania las armas de los Junkers habían triunfado. Habían derrotado a la burguesía alemana, neutralizado la influencia de los Habsburgo, dado a los Hohenzollern la hegemonía sobre los pequeños y medianos príncipes. El poder militar prusiano oprimió a los elementos no alemanes que vivían en las provincias orientales eslavas de Prusia, en el Schleswig septentrional y en la Alsacia-Lorena. Ofuscado por el fúlgido esplendor de las victorias obtenidas en tres guerras, el militarismo prusiano, como habría hecho añicos por la fuerza cualquier obstáculo que se le hubiera puesto en su camino, así creía que tenía que emplear la fuerza incluso para resolver todos los problemas nuevos que iban surgiendo. Con la fuerza de las armas había que defender la posición gravemente amenazada de los Habsburgo y de los alemanes en la monarquía danubiana, y proceder a nuevas conquistas en Oriente, Occidente y Ultramar.

El error implícito en este cálculo hacía tiempo que lo había descubierto la teoría liberal del Estado. Los teóricos y los políticos del poder deberían haber recordado aquellas famosas palabras de Hume según las cuales todo dominio se basa en el poder que ejerce sobre las mentes, todo gobierno es siempre y solamente minoría y sólo puede dominar a la mayoría porque esta última o está convencida del buen derecho de los dominadores o considera deseable su dominio en interés propio[64]. Además, no habría tenido que descuidar el hecho de que el Estado autoritario alemán, también en Alemania, se basaba en último análisis no en la fuerza de las bayonetas sino, sobre todo, en una determinada disposición del espíritu alemán, determinada por las condiciones nacionales de asentamiento del pueblo alemán en el Este. No deberían haberse hecho ilusiones a propósito del hecho de que en realidad la derrota del liberalismo alemán era reconducible exclusivamente a la circunstancia de que las condiciones de asentamiento en el Este eran de tal naturaleza que la llegada de la democracia habría llevado a la represión y a la deslegitimación de los alemanes, de suerte que se había creado en amplias franjas del pueblo alemán una predisposición a las corrientes antidemocráticas. Habrían tenido que confesarse a sí mismos, finalmente, que también el Estado autoritario alemán, como cualquier otro, se basa no en la victoria de las armas sino en la del espíritu, sobre las victorias conseguidas por los principios autoritario-dinásticos sobre los liberales. Nadie fue tan miope respecto a esta serie de contextos como aquella escuela de políticos realistas alemanes que negaba cualquier influencia de las corrientes espirituales en la vida de los pueblos y pensaba que todo se reduce a las «relaciones de fuerza objetivas». Cuando Bismarck afirmaba que sus éxitos se debían únicamente al poder del ejército prusiano y se burlaba de los ideales de la Paulskirche, pasaba por alto el hecho de que también el poder del Estado prusiano se basaba en ideales, si bien en ideales opuestos, los cuales se habrían derrumbado sin más si las ideas liberales hubieran penetrado en el ejército más de lo que realmente sucedió. Esto lo sabían perfectamente aquellos círculos que se esforzaban afanosamente en mantener al ejército lejos del «derrotismo moderno».

El Estado autoritario prusiano no podía derrotar a todo el mundo. Un pueblo irremediablemente condenado a permanecer en minoría habría podido obtener una victoria de este género sólo con la fuerza de las ideas, gracias a la opinión pública, nunca con las armas. Pero el Estado autoritario, sumergido en el desprecio absoluto a la prensa y a toda la «literatura», desdeñaba los instrumentos de lucha ideales. Para sus adversarios, sin embargo, el pensamiento democrático hacía sólo propaganda. Sólo en plena guerra, cuando era ya demasiado tarde, en Alemania se comprendió el poder que se ocultaba en esta propaganda y lo inútil que era usar la espada contra el espíritu.

Si el pueblo alemán consideraba injusto el reparto de los territorios coloniales sobre la faz de la tierra, tenía que haber tratado de cambiar la idea a la opinión pública mundial, la cual consideraba injusto este reparto. Que lo hubiera conseguido, es otra cuestión. Pero no es del todo inverosímil pensar que para esta batalla se habría podido encontrar un conjunto de aliados, junto a los cuales se habría podido obtener mucho y tal vez todo. Es cierto que un pueblo de 80 millones de individuos que empiece dando batalla a todo el resto del mundo no tenía esperanza de futuro, a no ser que hubiera utilizado instrumentos ideales. Una minoría no puede doblegar a la mayoría con las armas; sólo puede hacerlo con el espíritu. Una auténtica Realpolitik es sólo aquella que sabe poner las ideas a su servicio.

b) Austria

La concepción teleológica de la historia, según la cual todos los acontecimientos históricos son efecto de determinados objetivos que se fijan al desarrollo humano, ha asignado al Estado danubiano de los Habsburgo, que durante cuatrocientos años ha mantenido su posición entre las potencias europeas, distintas tareas. Ahora tenía que ser el escudo de Occidente contra la amenaza del Islam, ahora el baluarte y el refugio del catolicismo contra las herejías; unos quisieron ver en él el puntal del conservadurismo en general, y otros aún del Estado cuya variada composición nacional destinó a ser mediador ejemplar de la paz entre los pueblos[65]. Como se ve, las misiones eran muchas; y según como se fuera configurando la situación política, se prefería uno a otro aspecto. Pero la historia sigue en curso sin fijarse en estas quimeras. Príncipes y pueblos se preocupan muy poco de lo que la filosofía de la historia les prescribe como misión a cumplir.

La historiografía causal no busca la «misión» o la «idea» que pueblos y Estados deben realizar, sino la idea política que transforma pueblos y unidades étnicas en Estados. La idea política que constituía el fundamento de todas las formaciones estatales de los últimos siglos de la Edad Media y de los primeros de la Edad Moderna era el principado. El Estado existía por voluntad del rey y de su casa. Esto vale tanto para el Estado de Habsburgo austríaco —desde Fernando, que como emperador alemán se llamó I, hasta el Fernando que fue el único que se llamo I como emperador austríaco— como para todos los demás Estados de aquella época. En esto el Estado austríaco no era distinto de los demás Estados de su tiempo. Las tierras patrimoniales de Leopoldo I no eran distintas del Estado de Luis XIV o de Pedro el Grande. Pero luego los tiempos cambiaron. El Estado absoluto sufrió el ataque del movimiento liberal y en su lugar surgió el Estado nacional libre. El principio de nacionalidad se convirtió en el pilar de la cohesión estatal, en la idea misma del Estado. En esta evolución no pudieron participar todos los Estados sin modificar sus confines geográficos; muchos tuvieron que aceptar modificaciones territoriales. Pero para la monarquía danubiana el principio de nacionalidad significó la negación de su misma legitimidad para existir.

Algunos patriotas italianos clarividentes pronunciaron ya desde 1815 la condena a muerte del Estado de la dinastía Habsburgo-Lorena; no más tarde de 1848 en todos los pueblos que formaban el imperio hubo hombres que sostenían esta idea, y de más de una generación pudo decirse tranquilamente que toda la juventud intelectual de la monarquía —a excepción de una parte de los alemanes de los Alpes educados en escuelas católicas— era hostil al Estado. Todos los no alemanes del imperio esperaban ardientemente el día que había de llevarles la libertad y un Estado nacional propio, ya que deseaban separarse del Estado nacido de la «política matrimonial». Algunos llegaron a comprometerse. Veían lúcidamente cuál era la situación en Europa y en el mundo, no se hacían excesivas ilusiones sobre los obstáculos que todavía se interponían a la realización de sus ideales, y por ello estaban dispuestos por el momento a contentarse con su propia condición, adecuándose a la realidad de hecho del Estado austríaco y húngaro, o, mejor, haciendo de la doble monarquía una pieza de su juego. Los polacos, los eslavos meridionales, los ucranianos y, en cierto sentido, también los checos, trataron de aprovecharse para sus fines del peso de este gran Estado que aún conservaba todo su poder. Algunos observadores superficiales han querido sacar de esta actitud la consecuencia de que estos pueblos se habían reconciliado con la existencia de hecho del Estado y que más bien lo deseaban. Nada más equivocado. El irredentismo no desapareció jamás realmente del programa de uno cualquiera de los partidos no alemanes. Se toleraba que las esferas oficiales no declararan abiertamente en Viena los fines últimos de sus aspiraciones nacionales, pero en privado —aun observando externamente las limitaciones impuestas por los párrafos del Código penal sobre la alta traición— no se pensaba ni se hablaba de otra cosa que de la liberación y del día en que se sacudirían el yugo de la dinastía extranjera. Los ministros checos y polacos e incluso numerosos generales eslavo-meridionales no olvidaron jamás que eran hijos de pueblos oprimidos y jamás se sintieron, a pesar del rango que ocupaban en la corte, otra cosa que precursores del movimiento liberal que quería separarse de este Estado.

Sólo los alemanes han adoptado una actitud distinta respecto al Estado de los Habsburgo. Es cierto que también en Austria ha habido un irredentismo alemán, aunque no puede interpretarse en tal sentido cualquier viva a favor de los Hohenzollern o de Bismarck en las fiestas del solsticio, en las asambleas estudiantiles o en los comicios electorales. Pero si bien los gobiernos austríacos en los últimos cuarenta años de existencia del imperio, salvo raras excepciones, han sido más o menos antialemanes y han perseguido a menudo con leyes draconianas ciertas manifestaciones relativamente inofensivas de los sentimientos nacionales alemanes, mientras que ciertos actos mucho más violentos de las otras nacionalidades gozaban de una benévola tolerancia, los partidos fieles al Estado han tenido siempre la ventaja entre los alemanes. Hasta los últimos días del imperio los alemanes se han sentido como los auténticos pilares de la idea del Estado, como los ciudadanos de un Estado alemán. ¿Fue ofuscación? ¿Fue inmadurez política?

Sin duda, una gran parte, mejor dicho la mayor parte del pueblo alemán en Austria, era y sigue siendo hoy políticamente atrasada. Pero no podemos contentarnos con esta explicación. No puede satisfacernos la explicación de una congénita inferioridad política del alemán; más bien, debemos tratar precisamente de descubrir las causas que han llevado al pueblo alemán a la cola de los rutenos y de los serbios. Lo que nos preguntamos es cómo ha podido suceder que, mientras todos los demás pueblos del imperio acogieron con entusiasmo las ideas modernas de libertad y de independencia nacional, los austríacos alemanes se identificaron de tal modo con el Estado de los Habsburgo que acabaron por aceptar de buena gana, para salvarlo, los inmensos sacrificios materiales y de sangre que les impuso la guerra durante más de cuatro años.

Eran alemanes los escritores que formularon la teoría de que el doble Estado austro-húngaro no era una construcción artificial, como pretendía una doctrina desviada del principio de nacionalidad, sino una unidad geográfica natural. No es necesario demostrar la enorme arbitrariedad de este planteamiento. Con este método se puede incluso demostrar tanto que los húngaros y los bohemios tenían que formar un único Estado, como lo contrario. ¿Qué es una entidad geográfica individual, qué son los confines «naturales»? Nadie puede decirlo. Con el mismo método Napoleón I, en su tiempo, motivó las pretensiones de Francia sobre Holanda, ya que los Países Bajos no habrían sido otra cosa que un terreno de aluvión originado por ríos franceses; y con el mismo método ciertos escritores austríacos han intentado sostener, para contrastar la realización de las aspiraciones unitarias italianas, el derecho de Austria sobre las tierras bajas de la Alta Italia[66]. Si los alemanes estuvieron del lado del Estado de los Habsburgo, ciertamente no lo hicieron porque fueran entusiastas de las doctrinas geográficas ya perfiladas en todos los extremos previstos.

Otra concepción es la del Estado como área económica, una concepción sostenida sobre todo por Renner, que, además de esto, considera también válida la concepción geográfica del Estado. Para Renner el Estado es una «comunidad económica», «un área económica organizada». Según él, las áreas económicas homogéneas no deben ser disgregadas, razón por la que sería una locura querer empezar a destruir la realidad territorial de la monarquía austro-húngara[67]. Pero los pueblos no alemanes de Austria han rechazado precisamente esta área económica y no se han dejado influir por los teoremas de Renner. ¿Por qué, en cambio, los alemanes, y precisamente los alemanes en Austria, han creado, y en parte justificado, estas doctrinas orientadas a demostrar la necesidad de este Estado?

El hecho de que los alemanes hayan tenido siempre una simpatía por el Estado austríaco, aunque no fuera en absoluto un Estado alemán y cuando le convenía oprimiera a los alemanes no menos que a los demás pueblos o acaso más, debemos intentar comprenderlo en razón del propio principio que nos explica la evolución de la mentalidad política del conservadurismo y militarismo alemán-prusiano.

El pensamiento político de los alemanes de Austria sufría de la doble orientación hacia el Estado alemán y el Estado austríaco. Ciertamente, los alemanes de Austria, desde cuando se habían despertado del sueño secular en que los había sumergido la Contrarreforma, y en la segunda mitad del siglo XVIII habían comenzado tímidamente a ocuparse de problemas políticos, dirigieron su pensamiento también al imperio y algunos temerarios soñaron ya en el Vormärz [marzo de 1848] en el Estado unitario alemán. Pero nunca llegaron a comprender claramente que se trataba de elegir entre ser alemanes o ser austríacos, y que no se podía querer al mismo tiempo el Estado alemán y el austríaco. No se dieron cuenta o no quisieron darse cuenta de que una Alemania libre sólo es posible si ante todo es destruida Austria, y que Austria sólo puede sobrevivir si arrebata al imperio alemán una parte de sus mejores hijos. Tampoco se dieron cuenta de que los objetivos que perseguían eran inconciliables, y que lo que querían era absurdo. No se percataron de su superficialidad, de aquella superficialidad que ha generado toda la lamentable indecisión de su política y que ha llevado al fracaso de todo lo que han emprendido.

Desde Königgrätz se puso de moda en Alemania del Norte dudar de los sentimientos filoalemanes de los alemanes de Austria. Identificando sin más al alemán con el alemán del imperio, y luego también —fieles a la mentalidad estatalista vigente— a todos los austríacos con la política de la corte vienesa, no fue difícil encontrar una base para esta explicación. Esto no quita que fuera absolutamente injusta. Los alemanes de Austria no olvidaron nunca sus raíces étnicas; nunca, ni siquiera en los primeros años que siguieron al fracaso de la campaña bohema, les abandonó el sentimiento de la común pertenencia a la nación alemana más allá del recinto negro-amarillo. Eran y querían seguir siendo también alemanes; que luego quisieran ser también austríacos, los últimos que se lo reprocharían serían aquellos que anteponían el pensamiento prusiano al alemán.

No menos injusta es la concepción difundida en los círculos de corte austríacos, según la cual los alemanes de Austria no tomarían en serio su ser austríacos. Los historiadores de orientación católica lamentaban tristemente el ocaso de la vieja Austria, de aquel Estado absoluto austríaco que desde Fernando II hasta el estallido de la revolución de marzo era el refugio del catolicismo y del legitimismo europeo. Su total incomprensión de todo lo que desde Rousseau se ha pensado y escrito y su rechazo de todos los cambios políticos que se habían producido en el mundo desde la Revolución francesa les inducía a creer que aquel viejo Estado de los Habsburgo que exaltaban habría podido seguir existiendo si «judíos y masones» no lo hubieran llevado a la ruina. Todo su rencor se dirigía contra los alemanes de Austria y sobre todo contra el partido alemán-liberal, a los cuales atribuían la culpa del declive del viejo imperio. Asistían a la gradual e inexorable disgregación interna del imperio y echaban la culpa de ello precisamente a los únicos que sostenían la idea del Estado austríaco, a los únicos que aceptaban ese Estado, o más bien lo querían.

En el momento mismo en que las ideas de libertad superaban también los confines austríacos ansiosamente vigilados por Metternich y Sedlnitzky, fue el final para el viejo Estado familiar de los Habsburgo. Si no había caído antes, si había conseguido mantenerse durante otros setenta años, ello se debía exclusivamente al pensamiento político de los austríacos alemanes: el mérito exclusivo era de los partidos alemán-liberales, de aquellos cabalmente que más que todos los demás habían sido objeto del odio y de la persecución de la corte, incluso más que aquellos que abiertamente amenazaban y combatían la estabilidad del Estado.

La base material del pensamiento político de los austríacos alemanes estaba en el hecho de que los asentamientos alemanes estaban dispersos en todo el territorio del imperio de Habsburgo. Como resultado de la colonización, en Austria y en Hungría la burguesía y la intelectualidad de las ciudades eran por doquier alemanas, y la gran propiedad agraria estaba en gran parte germanizada, y por todas partes había asentamientos alemanes, incluso en medio de los territorios de habla extranjera. Toda Austria tenía exteriormente una huella alemana, por todas partes se podía encontrar cultura y literatura alemana. Los alemanes estaban presentes por doquier, incluso entre la pequeña burguesía, entre los obreros y los campesinos, si bien en algunas regiones de Hungría y las zonas costeras esta presencia de la minoría alemana era bastante escasa en las clases más bajas. Pero en todo el imperio (excluida la Alta Italia) el porcentaje de alemanes entre los hombres de cultura y las personas de clase social más alta era realmente notable, y todos los hombres de cultura y los grandes burgueses que no eran alemanes y no querían reconocerse en la nación alemana eran en realidad alemanes por formación cultural, hablaban alemán, leían alemán y se mostraban por lo menos exteriormente como alemanes. La parte de la población austríaca que sentía con mayor intensidad la tiranía del gobierno de Viena y que parecía ser la única capaz de sustituir al poder de los círculos de la corte estaba formada por grandes burgueses y profesionales libres, por hombres de cultura, es decir, de aquellas clases que solemos definir cabalmente como «burguesas» e «intelectuales». Pero en todo el imperio éstos eran alemanes, al menos en los países que formaban parte de la Confederación germánica. Y si Austria no era de por sí alemana, alemán era su aspecto político. Cualquier austríaco que hubiera querido participar en la cosa pública tenía que conocer la lengua alemana. Para los ciudadanos de población checa o eslovena la vía de la cultura y el ascenso social pasaba por el germanismo, ya que no había una literatura que les diera la posibilidad de prescindir de los tesoros de la cultura alemana. Quien subía la escala social era alemán porque precisamente las personas de las clases más altas eran alemanas.

Todo esto los alemanes lo sabían perfectamente y estaban convencidos de que así tenía que ser. Estaban muy lejos de querer germanizar a todos los no alemanes, pero pensaban que esto sucedería espontáneamente. Creían que cada checo y eslavo meridional trataría por su propio interés de convertirse en ciudadano de cultura alemana. Creían que sería siempre así, es decir, que para los eslavos la vía de la cultura pasaba por el pangermanismo y que el ascenso social estaba estrictamente ligado a la germanización. Que también estos pueblos pudieran desarrollar una cultura y una literatura autónomas, y que de su seno pudiera surgir también una burguesía nacional autónoma, nadie en absoluto lo pensaba. Y así pudo nacer entre ellos la ingenua creencia de que toda Austria sentía y pensaba políticamente como ellos, y que todos debían necesariamente poner su ideal en el grande y poderoso Estado unitario de Austria, el cual no podría tener otra fisonomía que la alemana.

Éstas fueron las ideas políticas con las que los austríacos alemanes entraron en la revolución. La decepción que recibieron fue aguda y dolorosa.

Hoy, contemplando retrospectivamente el conjunto del desarrollo de los últimos siete decenios, es fácil decir qué punto de vista deberían haber asumido los alemanes frente a la nueva situación de hecho; es fácil indicar qué vía mejor habrían podido emprender. Hoy podemos mostrar claramente cuánto mejor habría sido si la nación alemana en Austria hubiera trazado en 1848 aquel programa que luego en 1918 fue obligada a hacer propio. El papel que le habría correspondido al pueblo alemán en 1848 en caso de descomposición de Austria en tantos Estados nacionales autónomos, habría tenido que ser mucho mayor que el que le ha tocado en suerte en 1918 tras la terrible derrota sufrida en la guerra mundial. ¿Qué es lo que entonces impidió a los alemanes emprender una neta separación entre alemanes y no alemanes? ¿Por qué no fueron ellos los que hicieron la propuesta, y por qué la rechazaron cuando fueron los eslavos los que la hicieron?

Ya se observó antes que estaba ampliamente difundida entonces entre los alemanes la opinión de que la germanización de los eslavos era sólo una cuestión de tiempo, y que se habría realizado sin coerción externa alguna, por una evolución necesaria. Esta convicción tuvo sin duda que influir en toda la actitud sobre el problema de las nacionalidades. Pero la razón de fondo era otra, y consistía en que los alemanes no podían ni querían renunciar a las minorías diseminadas como enclaves en los territorios habitados prevalentemente por otros pueblos. En territorio eslavo tenían por todas partes hermanos de estirpe, todas las ciudades eran enteramente o en gran parte alemanas. En realidad, de ese modo habrían renunciado tan sólo a una fracción de toda la población alemana en Austria. Pero en lo que respecta al significado que habría adquirido la pérdida que habrían sufrido, lo importante no era el peso numérico de estos enclaves étnicos respecto a todo el resto de la población alemana presente en Austria. Estos enclaves étnicos estaban formados en su mayor parte por las clases más altas de la nación. Renunciar a ello significaba una pérdida mucho más grave de lo que podía parecer por su simple expresión numérica. Significaba renunciar a la parte mejor del pueblo alemán en Austria, perder la Universidad de Praga, los comerciantes e industriales de Praga, de Brno, Pilsen, Budwein, Olmütz, Trieste, Leibach, Lemberg, Czernowitz, Pest, Pressburg, Timisoara, etc., que tanta importancia tenían para Austria. Significaba destruir una labor de colonización secular, exponer a los campesinos alemanes de todos los territorios del vasto imperio, y a los oficiales y funcionarios alemanes, a la pérdida de todos sus derechos.

Se comprende ahora toda la trágica situación en que se encontraba el pueblo alemán en Austria. Los alemanes se habían levantado con un audaz y tozudo espíritu de rebelión para quebrar el despotismo y tomar el gobierno del Estado, para hacer del patrimonio hereditario dinástico una Austria grande y libre. Y aquí tuvieron que reconocer que la gran mayoría del pueblo no quería en absoluto esta Austria grande y libre, y que ellos mismos preferían permanecer siendo súbditos de los Habsburgo en vez de ciudadanos de una Austria que tuviera un marchamo alemán. Descubrieron con horror que la aplicación de los principios democráticos habría llevado inevitablemente a la disolución de ese imperio, el imperio en que ellos habían sido y seguían siendo espiritualmente hegemónicos. Tuvieron que reconocer que la democracia privaría inevitablemente de los derechos políticos a los ciudadanos alemanes de los territorios habitados prevalentemente por eslavos. Tuvieron que reconocer que los alemanes de Praga y de Brno estaban ciertamente en condiciones de quitar el cetro a los Habsburgo y establecer el gobierno parlamentario, pero que con esto no tenían nada que ganar sino mucho que perder. En efecto, bajo el despotismo de los funcionarios regios podían siempre vivir como alemanes; podían también ser súbditos, pero súbditos que gozaban de los mismos derechos que los demás súbditos. En cambio, en un Estado libre se habrían convertido en ciudadanos de segunda clase, mientras que los demás —extranjeros cuya lengua no entendían, cuya mentalidad les era ajena, sobre cuya política no habrían podido ejercer influencia alguna— habrían recogido los frutos de su lucha de liberación. Reconocieron que contra la corona eran impotentes, porque ésta siempre podía movilizar contra ellos a pueblos a los que nunca habrían podido hacer llegar su voz; reconocieron —y tuvieron que percatarse de ello con dolor, cuando los regimientos eslavos aplastaron la insurrección de los ciudadanos y de los estudiantes alemanes— que no tenían ninguna perspectiva de liberarse del yugo que los oprimía. Pero al mismo tiempo comprendieron que se veían obligados a preferir la victoria de la vieja Austria reaccionaria a la del nuevo Estado liberal, porque bajo el cetro de los Habsburgo se podía aún vivir como alemanes, mientras que bajo el predominio eslavo para ellos habría sido solamente la muerte política.

Raramente un pueblo se ha encontrado en una situación política más difícil que aquella en que vinieron a encontrarse los austríacos alemanes tras las primeras jornadas cruentas de la revolución de marzo. Su sueño de una Austria alemana libre se había desvanecido precozmente. La presencia de numerosos connacionales dispersos en áreas de asentamiento extranjeras no los inducía ciertamente a querer la disolución de Austria en tantos Estados nacionales; tenían que auspiciar la supervivencia del Estado y por tanto no les quedaba más que apoyar el Estado totalitario. Pero los Habsburgo y sus partidarios no querían la alianza con los liberales anticlericales. Habrían preferido ver perecer el Estado con tal de no compartirlo con el partido alemán liberal. Por otra parte, una vez que comprendieron que los alemanes de Austria tenían que apoyar al Estado lo quisieran o no, y que en Austria se podía gobernar sin ningún peligro sin, o mejor, contra los alemanes, porque no estaban en condiciones de formar una oposición seria, los Habsburgo regularon en consecuencia su política.

Así, a los alemanes de Austria se les hizo imposible cualquier política rectilínea. No podían mirar seriamente a la democracia porque habría sido un suicidio político, ni podían renunciar al Estado austríaco, porque, a pesar de todo, ofrecía una protección contra la durísima opresión extranjera. De este conflicto interior brotó toda la ambivalencia de la política de los alemanes.

El centro de gravedad de esta política consistía en conservar el patrimonio nacional, como fue llamado, o sea, el esfuerzo de detener el gradual proceso de aniquilación de las minorías alemanas dispersas en las áreas de asentamiento extranjeras. Una empresa destinada a priori al fracaso, ya que estas minorías se encaminaban a la desaparición.

Sólo los asentamientos rurales, en los que los residentes alemanes vivían en aldeas, encerrados en sí mismos, tenían la posibilidad de seguir salvaguardando sus propias características germánicas. Naturalmente, también el proceso de desgermanización es imparable. Ya las relaciones económicas con los vecinos de etnias distintas, que se hacen más intensas cuanto más avanza el desarrollo económico, liman las diversidades haciendo difícil a una pequeña columna separada de la corriente principal étnica de origen conservar la lengua madre. Luego está la acción que ejerce la escuela; también la escuela alemana en tierra extranjera se ve forzada a acoger en los programas de estudio la lengua del país si no quiere dificultar excesivamente el avance sucesivo de los niños. Pero una vez que la juventud ha aprendido la lengua del país en el que vive, comienza ese proceso de adaptación al ambiente circunstante que al final lleva a la completa absorción por este último. El impulso decisivo, sin embargo, lo da una precisa circunstancia: que una localidad inserta en un organismo económico moderno en el cual los procesos migratorios son inevitables, no puede vivir a la larga sin acoger a la población procedente del exterior y sin ceder población al exterior. En el primer caso, está expuesta a la inundación por parte de elementos de otra nacionalidad y, como consecuencia ulterior, a la pérdida del carácter nacional originario también por parte de la población indígena; en el segundo caso, la parte de población que permanece logra conservar la nacionalidad originaria, pero los emigrantes pierden su identidad nacional. De los muchos asentamientos rurales dispersos y aislados en tierra de Habsburgo han perdido sus caracteres genéricos sólo aquellos en los cuales ha surgido la moderna empresa industrial o minera. En los demás no ha habido ninguna aportación de población externa. Pero los elementos mejores y más dinámicos se van trasladando poco a poco; incluso logran hacer fortuna económicamente, pero pierden sus caracteres nacionales. Los que permanecen, en cambio, consiguen tal vez conservar su identidad étnica, pero a menudo, lamentablemente, a través del emparejamiento entre consanguíneos.

Las minorías alemanas de las ciudades dispersas en tierra eslava estaban destinadas a una completa e irremediable desaparición. Con la eliminación de los vínculos anteriores a 1848 también en Austria empezó el movimiento migratorio. Hubo migraciones internas de enormes dimensiones. Millares de personas se trasladaron del campo a la ciudad y a las zonas industriales, los recién llegados eran sobre todo eslavos que los alemanes se apresuraron a considerar numéricamente minoría[68].

Y así los alemanes de las ciudades asistieron al subir concéntrico de la oleada eslava. En torno al núcleo de la ciudad en la que durante siglos los alemanes habían habitado se formó un anillo de suburbios en los cuales no se oía una sílaba de alemán. En el interior de la vieja ciudad todo seguía teniendo un cariz alemán, alemanas eran las escuelas, alemán hablaba la administración municipal y en manos alemanas seguían estando todos los servicios municipales. Pero día tras día el número de alemanes se iba contrayendo. La primera en desaparecer fue la pequeña burguesía alemana. Para la artesanía, en otro tiempo terreno fértil sobre el que había crecido la colonización de estas tierras, habían llegado tiempos oscuros; se redujo ininterrumpidamente, al no poder competir con la industria de fábrica, aquella industria que precisamente atraía a los trabajadores eslavos. La artesanía alemana se hundió en el proletariado, y sus hijos, en el contacto con sus nuevos compañeros, se eslavizaron. Pero también el número de familias patricias alemanas se redujo cada vez más. Incapaces ya de adaptarse a las nuevas condiciones, se empobrecieron o extinguieron. Antes, quien procedía de abajo se había germanizado. Ahora ya no. El eslavo, enriquecido, no se avergonzaba ya de sus orígenes étnicos. Si las viejas familias alemanas se cerraban a los nuevos emergentes, éstos formaban una nueva sociedad eslava de clases altas.

La política alemana en Austria, basada en el mantenimiento de la posición del poder político de estas minorías, se convirtió así en una política conservadora, reaccionaria. Pero toda política conservadora está destinada a priori al fracaso, ya que por su naturaleza quiere conservar lo que no se puede conservar, impidiendo una evolución que no se puede impedir. En el mejor de los casos, no consigue más que ganar tiempo; pero hay que preguntarse si esto merece la pena. Todo reaccionario carece de autonomía espiritual. Dicho con las imágenes de la estrategia militar, como suele hacerse en Alemania siempre que se razona de política, se podría afirmar que el conservadurismo es la defensa, y, como toda defensa, obedece a las reglas operativas dictadas por el adversario, mientras que es el atacante quien dicta las suyas al defensor.

Toda la estrategia de la política alemana en Austria se reducía a mantener posiciones indefendibles durante el mayor tiempo posible. Aquí se batía por un puesto en la administración municipal, allí por una cámara de comercio, más allá aún por una caja de ahorros o simplemente por un puesto de empleado. Se daba un significado enorme a cuestiones insignificantes. Era ya bastante penoso ver cómo, al comportarse así, los alemanes se ponían sistemáticamente en contra de la justicia, negando por ejemplo a los eslavos la apertura de una escuela, o bien tratando de impedir con todos los instrumentos de poder disponibles la creación de asociaciones o la convocatoria de una asamblea. Peor aún era ver cómo en estas batallas acabaron normalmente siendo derrotados, saliendo de ellas humillados y acostumbrándose así a retroceder siempre, a ser siempre los perdedores. La historia de la política alemana en Austria es una secuela ininterrumpida de fracasos.

El efecto que tal situación tuvo sobre los alemanes fue devastador. Poco a poco fueron acostumbrándose a ver cualquier medida, cualquier ocasión política, exclusivamente bajo la óptica de su significado local. Toda reforma de la vida pública, toda medida económica, ya fuera la construcción de un ferrocarril o la instalación de una fábrica, se convirtió en cuestión de patrimonio nacional. Ciertamente, también los eslavos consideraban todo esto o cualquier cosa desde este punto de vista, pero el efecto sobre el carácter de la nación para ellos fue distinto, ya que los alemanes, comportándose de este modo, se hicieron reaccionarios, enemigos de cualquier innovación, adversarios de cualquier institución democrática. Y de este modo dejaron a los eslavos la fama gratuita de ser los defensores del espíritu moderno en Austria, reservándose para sí la de inmóviles defensores de una realidad anacrónica. Todo proceso cultural y económico, especialmente toda reforma democrática que se consiguió realizar en Austria, tenía que chocar inevitablemente contra las minorías alemanas en las regiones de lengua mixta. Por ello fue obstaculizada por los alemanes, y cuando al fin triunfó, la victoria fue una derrota de los alemanes.

Esta política quitó a los alemanes toda libertad con respecto a la corona. En la revolución de marzo los alemanes de Austria se sublevaron contra los Habsburgo y su absolutismo. Pero el partido alemán-liberal, que había escrito en su propia bandera los principios de 1848, no fue capaz de liderar la lucha contra la dinastía y la corte. En efecto, al no tener una fuerte radicación en las regiones de lengua mixta, se encontró a la completa merced del gobierno. La corte podía aniquilarlo cuando y como quisiera.

Y así lo hizo.

El imperio de los Habsburgo había sido erigido por Fernando II sobre los escombros de las libertades de las Dietas y sobre las ruinas del protestantismo. Había tenido que combatir no sólo contra la Dieta bohemia, sino también contra las de la Estiria y de Austria. Los rebeldes bohemios lucharon al lado de los de la Baja y la Alta Austria contra el Kaiser, y la batalla de la Montaña Blanca estableció el dominio absoluto de los Habsburgo no sólo sobre Bohemia, Moravia y Silesia, sino también en tierra austríaca. En su origen el imperio de los Habsburgo no fue ni alemán ni checo, y cuando en 1848 tuvo que combatir de nuevo por su propia supervivencia, los movimientos liberales checo y alemán se rebelaron contra él al unísono. Después de la institución del pseudo-constitucionalismo de los años sesenta, la corte habría preferido mucho más apoyarse en los eslavos que en los alemanes. Durante años gobernó con los eslavos contra los alemanes porque a nada odiaba más que al elemento alemán, al cual no podía perdonar la pérdida de la propia posición política en el imperio alemán. Pero la buena voluntad de la corte no consiguió asegurar la fidelidad de los checos y de los eslavos meridionales al Estado austríaco. En todos los demás pueblos de Austria la idea liberal triunfó sobre el autoritarismo, y con ellos el Estado autoritario a la larga no consiguió establecer forma alguna de colaboración. Sólo con los alemanes fue distinto. Contra su propia voluntad, éstos no podían separarse del Estado austríaco. Cuando el Estado los llamaba, se ponían siempre a su servicio. En la agonía del imperio, los alemanes permanecieron fieles a los Habsburgo.

Un giro en la historia de los alemanes austríacos fue la paz de Praga, que expulsó a Austria de Alemania como entidad política. La ingenua fe en la posibilidad de unificar Alemania y Austria había desaparecido. Pareció entonces que había que elegir entre ser alemanes o austríacos. Pero los alemanes en Austria se negaron a aceptar la necesidad de esta elección; querían seguir siendo, mientras fuera posible, al mismo tiempo alemanes y austríacos.

El dolor con que en 1866 los alemanes-austríacos advirtieron el cambio repentino de la situación fue profundo. De ese golpe en realidad nunca se recuperaron. La decisión había caído sobre ellos de manera tan imprevista y los acontecimientos en el campo de batalla se habían desarrollado de manera tan rápida que no les dejó ni siquiera tiempo para comprender la gravedad de lo que había sucedido. La patria alemana los había expulsado. ¿Acaso no eran también alemanes? ¿Y no seguían siendo alemanes aunque para ellos no hubiera ya un lugar en la nueva entidad estatal erigida sobre las ruinas de la Confederación germánica?

Nadie ha expresado con más sinceridad este dolor que el viejo Grillparzer. El que había puesto en boca de Ottokar von Horneck la alabanza de Austria «jovencita de rosadas mejillas», y que a Libusse le hace predecir con arcanas palabras un gran futuro para los eslavos[69]. Él, que era completamente austríaco y completamente alemán, encuentra su equilibrio en los orgullosos versos:

Als Deutscher ward ich geboren,

Bin ich noch einer?

Nur was ich deutsch geschrieben,

Das nimmt mir keiner.

[Alemán nací,

Pero ¿lo soy aún?

Sólo lo que escribí en alemán

Nadie me lo quitará.]

Pero los alemanes-austríacos tuvieron que plegarse al hecho de que ya no existía una Alemania, sino sólo una Gran Prusia, y ellos mismos desde aquel momento no existían para los alemanes del imperio; nadie se habría afligido ya por ellos, y las bellas palabras pronunciadas en los torneos y festivales de tiro al blanco eran a diario desmentidas por los hechos. La política de la Gran Prusia se disponía a recorrer las sendas que acabarían llevándola al Mame. Para los alemanes de Austria no había ya ningún interés. Los pactos que desde 1879 la monarquía austro-húngara firmó con el imperio alemán fueron cerrados por el gobierno autoritario de la Gran Prusia con el emperador de Austria y con la oligarquía magiar de Hungría. Y fueron precisamente estos pactos los que quitaron a los alemanes de Austria la esperanza de poder contar con la ayuda de los alemanes del imperio para sus aspiraciones irredentistas.

La derrota sufrida en Königgrätz por la idea de la Gran Alemania fue inicialmente enmascarada por el hecho de que precisamente debido al infeliz resultado de la guerra el partido alemán-liberal consiguió durante breve tiempo ejercer cierta influencia directa, aunque limitada, sobre la gestión del Estado. Durante una decena de años fue candidato a varios ministerios y proporcionó también ministros e incluso un presidente del Consejo, llevando a cabo algunas reformas importantes contra la voluntad de la corona, de la aristocracia feudal y de la Iglesia, hasta el punto de que alguien ha llamado a esta fase, con cierta exageración, la dictadura del partido liberal en Austria. En realidad en Austria el partido liberal no ha dominado nunca, ni podía hacerlo. La mayoría de la población jamás siguió sus banderas. ¿Cómo habrían podido los no alemanes adherirse a este partido alemán? Y entre los mismos alemanes, incluso durante su periodo áureo, encontró una virulenta oposición entre los campesinos de los Alpes, ciegamente fieles al clero. Su colocación en la Cámara de los diputados no se debía a que contara con la mayoría de la población, sino simplemente al sistema electoral, que de un modo refinado favorecía a la gran burguesía y a los intelectuales mientras que negaba a las masas el derecho de voto. Bastaba una ampliación cualquiera del derecho electoral, una modificación cualquiera de las circunscripciones y de las reglas electorales, para perjudicarle. Era un partido democrático obligado a temer la aplicación coherente de los principios democráticos. Tal era la contradicción interna que le amenazaba y que habría acabado llevándole a la desaparición: una contradicción que se derivaba con férrea necesidad de aquel proton pseudos (vicio básico) de su programa que aspiraba a unir el elemento alemán y el elemento austríaco.

El partido alemán-liberal pudo ejercer cierta influencia sobre el gobierno mientras se le permitió desde arriba. Las repetidas derrotas militares y políticas sufridas por el viejo Estado absoluto austríaco obligaron momentáneamente a la corte a ceder. Tenían necesidad de los liberales, y si fueron llamados a desempeñar funciones ministeriales no fue porque no se podía resistir a su presión, sino porque sólo de ellos se esperaba la reordenación de las finanzas públicas y la realización de la reforma del ejército. Sin saber a qué atenerse, se les confió la reconstrucción, ya que era el único partido que aceptaba Austria. Cuando luego se pensó que ya no se le necesitaba, cayó en desgracia. Y cuando pensó resistir, fue aniquilado.

Aquello fue realmente el suicidio de Austria, ya que el partido alemán liberal había sido el único que aceptó este Estado, el único que lo quiso sinceramente y que obró en consecuencia. Los partidos en los que se apoyaron los gobiernos sucesivos no querían a Austria. Los polacos y los checos, que tenían ministros con cartera, eran con frecuencia técnicamente hábiles y a veces hicieron una política que benefició al Estado austríaco y a sus pueblos. Pero todas sus aspiraciones se dirigían constantemente hacia los futuros proyectos nacionales de su propio pueblo. Su relación con Austria obedecía a la exclusiva consideración de las aspiraciones autonomistas de su pueblo. Ante su propia conciencia y ante sus propios conciudadanos, la función pública que ejercían tenía valor tan sólo por los éxitos que obtenían en la lucha de emancipación nacional. Su gente, cuya opinión era la única que contaba verdaderamente para ellos en cuanto parlamentarios, no les atribuía el mérito de haber desempeñado bien la función pública sino el de haber hecho algo por sus exclusivas aspiraciones nacionales.

Además de los checos, de los polacos y de algunos eslavos meridionales y de los alemanes clericales, ocuparon los más altos cargos en el gobierno autoritario austríaco funcionarios cuyo único fin político era la perpetuación de aquel gobierno y su único medio político el divide et impera. Aquí y allá aparecía también de vez en cuando algún viejo liberal, por lo general un profesor, que intentaba en vano nadar contra corriente para luego desaparecer a su vez definitivamente, tras muchas decepciones, de la escena política.

El punto en el que los intereses de la dinastía y los alemanes parecían encontrarse era el rechazo de la democracia. Los alemanes de Austria no podían menos de temer cualquier paso en la vía de la democratización, porque esto los habría puesto en minoría y expuesto a la arbitrariedad despiadada de mayorías de distintas nacionalidades. El partido alemán-liberal así lo había comprendido y por tanto luchó enérgicamente contra cualquier intento de democratización. La contradicción en que de tal modo vino a encontrarse respecto a su programa liberal decretó su fin. No hay duda de que, colocado ante una gran decisión histórica en la que tuvo que elegir entre una miserable prórroga del Estado austríaco por algunos decenios al precio de la renuncia a los principios liberales de su programa, y la inmediata destrucción de este Estado abandonando a su destino las minorías alemanas en territorios de lengua mixta, hizo la elección equivocada. Por esto se le puede criticar. Pero tampoco hay duda de que en la situación en que se encontraba no podía elegir libremente. No podía libremente abandonar a su destino las minorías, así como no pudo hacerlo ninguno de los partidos alemanes que le sucedieron en Austria.

Por eso no hay reproche menos legítimo que aquel según el cual los alemanes liberales habían sido malos políticos. Este juicio suele basarse en su actitud en la cuestión de la ocupación de Bosnia y Herzegovina. Bismarck especialmente la tomó tremendamente a mal porque el partido alemán liberal se manifestó contra las tendencias imperialistas del militarismo de los Habsburgo. Hoy el juicio sobre esto sería distinto. Lo que hasta ahora se ha reprochado al partido alemán liberal —es decir, haber intentado oponerse al militarismo y haber pasado a la oposición precisamente al principio de la política expansionista que terminó llevando al final del imperio— redundará en el futuro en su honor, no en su censura.

En todo caso, el partido alemán liberal tenía un conocimiento de las condiciones del Estado austríaco mucho más profundo que el que pudieran tener todas las demás fuerzas y todos los demás partidos del país. Fue especialmente la dinastía la que hizo todo lo posible para acelerar la disgregación del imperio. Su política se debía más al resentimiento que a consideraciones racionales. Su ira ciega y su odio persiguieron al partido liberal incluso hasta después de su desaparición. Puesto que los alemán-liberales se hicieron antidemocráticos, la dinastía, cuya única voluntad estaba siempre orientada a restaurar el viejo absolutismo estatal, y a la que incluso el autoritarismo estatal le parecía una forma demasiado moderna de constitución política, creyó que se podía permitir de vez en cuando pequeños trucos democráticos. Y así se lanzó repetidamente a ampliar el derecho electoral contra la voluntad de los alemanes, obteniendo puntualmente el resultado del descenso de los diputados alemanes en la Cámara de diputados, con el creciente aumento de la influencia de los radical-nacionales no alemanes, hasta la supresión final del Parlamento austríaco. Con la reforma electoral del gobierno Badeni, del año 1896, el imperio entró en una fase de crisis abierta. El Parlamento se convirtió en un lugar en el que los diputados no perseguían otro fin que demostrar la imposibilidad de supervivencia de este Estado. Quienquiera que observara los informes parlamentarios en la Cámara de los diputados austríaca no podía menos de ver que este Estado seguía en pie sólo porque la diplomacia europea se esforzaba en alejar lo más posible el riesgo de guerra. La situación política interna de Austria estaba madura para el derrumbe ya a veinte años del final de la guerra.

También los partidos alemanes que sucedieron al partido alemán-liberal demostraron dominar la situación política mucho menos que los tan denigrados alemán-liberales. Las fracciones alemán-nacionales, que tan duramente se opusieron a los alemán-liberales, al principio de su actividad parlamentaria (cuando su problema entonces era ganar a los alemán-liberales) hicieron profesión de democracia. Pero muy pronto se dieron cuenta de que en Austria la democratización se identificaba con la desgermanización y también ellos se hicieron antidemocráticos como lo habían sido los alemán-liberales. Los alemán-nacionales —si se prescinde de las sonoras palabras con las que intentaron en vano enmascarar la pobreza de su programa, y de sus tendencias antisemitas, que desde el punto de vista de la defensa de los caracteres étnicos alemanes en Austria eran absolutamente suicidas— se distinguían de los alemán-liberales sólo en un punto. En el programa de Linz renunciaron a las pretensiones alemanas sobre la Galizia y sobre Dalmacia, contentándose con reivindicar para el grupo étnico alemán las tierras de la ex Confederación germánica. Pero al hacer esta reivindicación cometieron el mismo error ya cometido por los alemán-liberales, es decir, infravaloraron la capacidad de desarrollo y las perspectivas futuras de los eslavos de Austria occidental. Al igual que los alemán-liberales, no se decidieron a abandonar a su destino a las minorías alemanas dispersas en los territorios de lengua mixta, ya que su política estaba empapada de la misma indecisión de los viejos alemán-liberales. Es cierto que jugaron con las ideas irredentistas con mayor frecuencia que aquéllos, pero en realidad jamás miraron a otra cosa que a mantener el Estado austríaco bajo la guía y la hegemonía alemanas. Al encontrarse ante la misma elección frente a la cual se habían encontrado antes los alemán-liberales, acabaron por seguir el mismo camino: es decir, decidieron conservar el imperio y rechazar la democracia. Y así también su destino fue idéntico al de los viejos alemán-liberales. Fueron usados por la dinastía de la misma manera. La dinastía pudo maltratarlos a su gusto, sabiendo que siempre podía fiarse de ellos.

El error capital que cometieron los alemán-liberales al valorar a sus conciudadanos de otra lengua fue ver en todos los no alemanes nada más que enemigos del progreso, aliados de la corte, de la Iglesia y de la aristocracia feudal. Nada más fácil que comprender cómo pudo surgir esta idea. Los pueblos no alemanes de Austria eran igualmente contrarios tanto al proyecto de la Gran Alemania como al de la Gran Austria. Habían comprendido antes que todos los demás, mucho antes incluso que el partido alemán-liberal, que el único soporte de Austria había que buscarlo en el partido que unía a los alemán-liberales. Por tanto, destruir este partido se convirtió en objetivo prioritario, y al principio exclusivo, de su política, y para hacerlo buscaron y encontraron aliados en todos aquellos que como ellos lo combatían hasta la muerte. Tal fue la génesis del grave error que los liberales pagaron muy caro. Éstos no comprendieron el elemento democrático presente en la lucha de las naciones eslavas contra el imperio. En los checos no vieron otra cosa que los aliados y los humildes servidores de los Schwartzenbergs y de los Clam-Martinics. El movimiento eslavo, a sus ojos, se había comprometido aliándose con la Iglesia y con la corte. Quien había combatido en las barricadas de 1848, ¿cómo podía olvidar que la insurrección de la burguesía alemana había sido aplastada por los soldados eslavos?

De este desconocimiento del contenido democrático de los movimientos nacionalistas se derivó la insensata actitud del partido alemán-liberal respecto a los problemas nacionales. Así como no dudaba de la victoria final de la luz sobre las tinieblas, del iluminismo sobre el clericalismo, del mismo modo tampoco dudó de la victoria final del grupo étnico progresista alemán sobre las masas reaccionarias eslavas. En cualquier concesión hecha a las pretensiones eslavas no veía otra cosa que una concesión al clericalismo y al militarismo[70].

Que la actitud de los alemanes respecto a los problemas políticos de Austria estaba condicionada por la situación forzada en que la historia los había puesto, lo demuestra del modo más evidente la evolución del programa sobre las nacionalidades elaborado por la socialdemocracia alemana en Austria. La socialdemocracia había arraigado inicialmente entre los alemanes, y durante muchos años no fue otra cosa que un partido alemán con muchos compañeros de viaje entre los intelectuales de las demás naciones. En este periodo, al no poder desempeñar un papel en el Parlamento a causa del sistema electoral, pudo considerarse ajena a las luchas nacionales. Pudo aceptar la idea de que todas las discordias nacionales no eran otra cosa que un asunto interno de la burguesía. Sobre las cuestiones vitales para el grupo étnico alemán en Austria no asumió una actitud distinta de la que adoptó en Alemania el partido hermano frente a los Junkers, los nacional-liberales o incluso los pangermanistas. Si aquellos partidos alemanes que libraban la batalla nacional les reprochaban —exactamente como hacían con los alemanes clericales y los cristiano-sociales— que perjudicaban con su actitud al propio pueblo, el reproche entonces estaba plenamente justificado, si bien la entidad del daño era en realidad mínima precisamente por la escasa incidencia política de la socialdemocracia de entonces. Sin embargo, cuanto más aumentó el peso político de la socialdemocracia en Austria —y aumentó sobre todo porque en la situación austríaca la socialdemocracia era el único partido democrático entre los alemanes de Austria— tanto más en la misma tuvo que asumir la responsabilidad que correspondía a cualquier partido alemán en Austria en las cuestiones nacionales. La socialdemocracia empezó a hacerse alemán-nacional, y de este modo no pudo evitar —precisamente como los dos más viejos partidos de Austria— aquella situación que en Austria había llevado al antagonismo entre germanismo y democracia. Al igual que el partido alemán-liberal, que al final tuvo que abandonar sus principios democráticos para no perjudicar al grupo étnico alemán, y del partido alemán-nacional, que había hecho lo mismo, también la socialdemocracia habría tenido que uniformarse si la historia no la hubiera precedido disgregando el Estado austríaco antes de que este giro se hubiera realizado enteramente.

Inicialmente la socialdemocracia —después de que una serie de declaraciones programáticas de valor puramente académico fueran superadas por los hechos— probó con el programa de la autonomía nacional[71].

No hay duda de que este programa se basa en una comprensión más profunda de los problemas nacionales respecto al programa de Linz, en el que sin embargo a su tiempo colaboró la flor y nata de la Austria alemana de entonces. En los decenios que transcurrieron entre ambos programas habían sucedido muchas cosas que habían hecho abrir los ojos también a los alemanes de Austria. Pero tampoco entonces pudieron éstos liberarse de la situación forzada en la que la necesidad histórica los había confinado. Tampoco el programa de la autonomía nacional, aunque hablase de autonomía y de autogestión, en el fondo era muy distinto de lo que habían sido, en su núcleo efectivo, los programas sobre las nacionalidades de los alemán-liberales y de los alemán-nacionales: es decir, un programa para salvar al Estado austríaco de la hegemonía de Habsburgo-Lorena sobre las tierras patrimoniales imperial-regias. Tras la impresión de su mayor modernidad respecto a los programas anteriores, en esencia este no era en absoluto distinto de los otros. Ni siquiera se puede decir que fuera más democrático, ya que democracia es un concepto absoluto, no de grado.

La diferencia más importante entre el programa de la autonomía nacional y los anteriores programas alemanes sobre las nacionalidades consiste en la necesidad que el primero advierte de justificar y demostrar la legitimidad y la necesidad de que el Estado austríaco exista no sólo desde el punto de vista de la dinastía y del de los alemanes, sino también desde el de las demás naciones. Además, no se contenta con la retórica de la que hacían amplio uso los llamados escritores negro-amarillos cuando por ejemplo se referían a la frase de Palacky según la cual Austria tenía que haber sido inventada si no hubiera existido. Sin embargo, esta motivación, debida especialmente a la contribución de Renner, no es en absoluto convincente. Parte de la idea de que el mantenimiento del área aduanera austro-húngara como área económica especial es interés de todas las poblaciones de Austria, y que por tanto cada una de ellas está interesada en crear un sistema que garantiza al Estado una capacidad de supervivencia. Que esta argumentación no es exacta lo vimos hace poco, y una vez que se ha descubierto el error de fondo del programa de autonomía nacional nos damos cuenta también sin dificultad de que el mismo no contiene sino el intento de encontrar una salida de emergencia de las luchas nacionales sin disgregar el Estado de los Habsburgo. No era, pues, del todo equivocado el epíteto de «imperial-real» dado a los socialdemócratas, ya que precisamente en el momento del caleidoscópico cambio de la constelación de los partidos en Austria, en el momento en que los alemán-nacionales renuncian en parte a sus sentimientos austríacos y adoptan actitudes irredentistas, ellos, los socialdemócratas, aparecen como el único partido del Estado en Austria.

El derrumbamiento de Austria evitó a la socialdemocracia que llegara demasiado lejos en esta dirección. En los primeros años de la guerra mundial, Renner, especialmente, con sus teorías, que sus adversarios tacharon de social-imperialismo, hizo todo cuanto pudo en tal sentido. El que la mayoría de su partido no siguiera ciegamente por este camino no fue mérito particular de aquella mayoría, sino la consecuencia de la creciente insatisfacción respecto a una política que infligía a la población grandes sacrificios cruentos y la condenaba al hambre y la miseria.

Los socialdemócratas alemanes y alemán-austriacos podían hacerse pasar por demócratas porque fueron partidos de oposición sin ninguna responsabilidad mientras el pueblo alemán no conseguía aceptar plenamente los principios democráticos, temiendo de su aplicación un empeoramiento de la situación de los alemanes en las áreas de lengua mixta del Este. Cuando, con el estallido de la guerra mundial, cayó también sobre ellos una parte —y acaso la mayor parte— de la responsabilidad del destino del pueblo alemán, también ellos recorrieron el camino ya emprendido anteriormente en Alemania y en Austria por los partidos democráticos. Con Scheidemann en el Reich alemán y con Renner en Austria, ellos llevaron a cabo aquel cambio que estaba destinado a alejarlos de la vía de la democracia. Si la socialdemocracia no se adentró ulteriormente en este camino, si no se convirtió en el nuevo gendarme del Estado autoritario que en cuestión de democracia se habría a duras penas distinguido de los nacional-liberales en Alemania y de los alemán-nacionales en Austria, se debe al cambio repentino de toda la situación.

Ahora bien, tras la derrota en la guerra mundial, con todas las consecuencias que ha tenido para la posición alemana en los territorios multiétnicos, fueron eliminadas las circunstancias que hasta ahora han mantenido alejados de la democracia a todos los partidos alemanes. El pueblo alemán puede buscar su salvación hoy tan sólo en la democracia, en el derecho de autodeterminación de los individuos y de los pueblos[72].