Los fenómenos económicos de la guerra mundial son únicos en la historia por el modo y el grado en que se han verificado; nada parecido había sucedido jamás con anterioridad y jamás sucederá de nuevo. Esta combinación de circunstancias estaba efectivamente condicionada por el nivel de desarrollo actual de la división del trabajo y por el estado de la técnica militar de aquel tiempo, pero en particular por el agrupamiento de las potencias beligerantes, así como por las características específicas —geográficas y técnico-productivas— de los territorios. Sólo la conjunción de toda una serie de premisas podía llevar a aquella situación que en Alemania y Austria-Hungría ha sido resumida de un modo totalmente impropio en el término de «economía de guerra». Dejemos abierta la cuestión de si esta guerra será la última o si en cambio será seguida de otra. Pero una guerra que ponga a una de las partes en una situación económica semejante a aquella en la que vinieron a encontrarse las potencias centrales en esta guerra no se repetirá, no sólo porque es irrepetible la combinación de circunstancias histórico-económicas de 1914, sino también porque un pueblo no podrá nunca encontrar las precondiciones políticas y psicológicas que hicieron que el pueblo alemán esperara ganar finalmente una guerra de tantos años en tales condiciones.
No hay modo peor de desconocer el aspecto económico de la guerra mundial que el de decir que en todo caso «la comprensión de la mayoría de estos fenómenos no se obtiene de un buen conocimiento de la situación económica de paz en 1913, sino del examen de la situación de las economías de paz en el periodo que va del siglo XIV al XVIII o de la economía de guerra de la época napoleónica»[1]. La superficialidad de esta concepción y su incapacidad de permitirnos captar la esencia de los fenómenos resulta evidente si intentamos imaginar, por ejemplo, que la guerra mundial se llevó a cabo, cæteris paribus, al nivel de división internacional del trabajo alcanzado cien años antes. Si así hubiera sido, la guerra no habría podido convertirse en guerra de rendición por el hambre, pues esta fue la esencia de la guerra mundial. Otro agrupamiento de las potencias beligerantes habría dado una imagen completamente distinta.
Los fenómenos económicos que acompañaron a la guerra mundial sólo pueden comprenderse si no se pierde de vista ante todo su dependencia del desarrollo actual de las conexiones internacionales de las distintas economías, en primer lugar la alemana y la austro-húngara, luego también la de Inglaterra.
La historia de la economía es el desarrollo de la división del trabajo. En el punto de partida está la economía doméstica autárquica de la familia, que es autosuficiente porque produce todo lo que necesita o consume. Las distintas economías domésticas, desde el punto de vista económico, no están diferenciadas. Cada una sirve sólo a sí misma. No hay mercado económico, no hay intercambio de bienes económicos.
Lo que pone fin al aislamiento de las distintas economías es el reconocimiento de que el trabajo hecho en régimen de división del trabajo mismo es más productivo que el trabajo realizado sin esa división. El principio del mercado, el intercambio, conecta entre sí a los distintos productores particulares. La economía, de algo referente a los individuos particulares que era, se convierte en un asunto social. Paso a paso avanza la división del trabajo. Limitada primero a una esfera restringida, se extiende cada vez más. Y en esto fue la era del liberalismo la que generó progresos más considerables. Todavía en la primera mitad del siglo XIX gran parte de la producción rural europea vivía en general en condiciones de autosuficiencia. El campesino consumía sólo los medios de subsistencia que él mismo había producido; usaba vestidos de lana o de algodón cuyas materias primas él mismo había producido, con las que luego se hilaba, se tejía y se cosía dentro del grupo familiar. Su vivienda y las construcciones rurales las había construido y las mantenía él personalmente, acaso con ayuda de los vecinos con los que había intercambiado servicios análogos. En los valles aislados de los Cárpatos, de Albania y de Macedonia la guerra mundial reveló la existencia de condiciones semejantes. Pero es demasiado conocido como para que tengamos que estudiar aquí detalladamente en qué gran medida este orden económico no corresponde ya a la situación económica existente hoy en el resto de Europa.
El desarrollo de la división del trabajo tiende, en el aspecto espacial, a propagarse a toda la economía mundial, es decir a alcanzar una situación en la que cada producción se transfiere a las áreas más favorables a la productividad tras haber comparado todas las posibilidades de producción existentes sobre la faz de la tierra. Estas migraciones de la producción se producen continuamente, cuando, por ejemplo, la cría de ganado disminuye en Europa central y aumenta en Australia, o cuando la producción de lino en Europa es superada por la producción de algodón en América y en Asia.
No menos importante que la división espacial del trabajo es su división personal, que en parte está condicionada por la primera. Cuando los sectores de producción se diferencian espacialmente, no puede menos de seguir también una diferenciación personal de los productores. Si vestimos ropa de lana australiana y consumimos mantequilla siberiana, naturalmente no es posible que el productor de la lana y el de la mantequilla sean una única persona como sucedía en otro tiempo. Sin embargo, la división personal del trabajo se desarrolla también con independencia de la espacial, como puede constatar cualquiera que pasee por las calles de nuestras ciudades o recorra las secciones de una fábrica.
La dependencia de la dirección de la guerra del nivel de desarrollo alcanzado de vez en vez por la división espacial del trabajo no hace por sí misma imposible, ni siquiera hoy, cualquier guerra. Determinados Estados pueden encontrarse en estado de guerra sin que sus relaciones económicas se vean sustancialmente afectadas. Una guerra franco-alemana en 1914 no habría debido o podido llevar a un colapso económico de Alemania exactamente como habría debido o podido hacerlo en 1870-71. Pero hoy debe parecer absolutamente imposible una guerra que estuviera dirigida por uno o varios Estados excluidos del comercio mundial contra un adversario que en cambio mantuviera relaciones comerciales libres con el mundo externo.
Es también este desarrollo de la división del trabajo el que hace que carezcan de perspectiva las revueltas locales. Todavía en 1882 las poblaciones de Montenegro y de Herzegovina podían rebelarse durante semanas y meses contra el gobierno austríaco sin que se resintiera su sistema económico basado en la cooperación familiar autárquica. En Westfalia o Silesia un levantamiento extendido a un ámbito tan restringido se habría podido ya entonces sofocar en pocos días interrumpiendo los suministros. En los siglos pasados las ciudades podían entrar en guerra contra el campo; ya desde hace mucho tiempo no pueden hacerlo. El desarrollo de la división espacial del trabajo y su progresiva ampliación a toda la economía mundial tienen efectos pacíficos superiores a todos los producidos por los esfuerzos de los pacifistas. Habría bastado el conocimiento de la interconexión de los intereses materiales en toda la economía mundial para indicar a los militaristas alemanes la peligrosidad, o mejor dicho, la imposibilidad de sus ambiciones; pero estaban tan obsesionados con sus ideas de poder que no eran capaces de pronunciar la pacífica expresión «economía mundial» sino en el contexto de una lógica de guerra. Para ellos, «política mundial» era sinónimo de política militarista, construcción de la flota u odio a Inglaterra[2].
Que la dependencia económica del comercio mundial tuviera una importancia decisiva para quien inicia una campaña militar, no podía naturalmente pasar inadvertido ni siquiera a quienes en el Reich alemán se ocuparon durante decenios de preparar la guerra. Si a pesar de ello no lograron comprender que Alemania, al menos por su situación económica, no estaría en condiciones de mantener un esfuerzo bélico contra más de una gran potencia, los motivos decisivos son dos, uno político y otro militar. El primero ha sido sintetizado por Helfferich con estas palabras: «La propia configuración de los confines alemanes excluye toda posibilidad de una interrupción permanente de la importación de trigo. Nosotros tenemos tantos vecinos —ante todo un gran trecho de mar, luego Holanda, Bélgica, Francia, Suiza, Austria, Rusia— que resulta absolutamente impensable la eventualidad de una interrupción simultánea de todas las numerosas vías marítimas y terrestres de aprovisionamiento de víveres. El mundo entero tenía que aliarse contra nosotros; pero contemplar, aunque sólo sea por un instante, semejante eventualidad significa tener una desconfianza ilimitada en nuestra posición exterior»[3].
Pero desde el punto de vista militar se creía, considerando la experiencia de las guerras europeas de 1859, 1866 y 1870-71, que se podía pensar en una guerra de apenas unos pocos meses, si no ya de semanas. Todos los planes militares alemanes se basaban en la certeza de conseguir derrotar completamente a Francia en pocas semanas; en Berlín, quien se hubiera atrevido a declarar que la guerra llegaría a durar tanto que aparecieran los ingleses e incluso los americanos en el continente con sus ejércitos de millones de personas, habría sido el hazmerreír de todos. Nadie imaginó que la confrontación bélica tomaría el cariz de una guerra de posiciones; no obstante la experiencia de la guerra ruso-japonesa, se creía poder acabar la guerra europea en breve tiempo con una serie de rápidas ofensivas[4].
Los cálculos militares del estado mayor no se equivocaron menos que sus cálculos económicos y políticos.
Se equivoca, pues, quien sostiene que el imperio alemán descuidó afrontar los preparativos económicos indispensables para la guerra. Lo cierto es simplemente que calcularon que la guerra sería de breve duración, y para una guerra breve no había por qué tomar otras precauciones económicas que las de orden financiero y de política crediticia. Sin duda, antes de la guerra se habría juzgado absurda la idea de que Alemania se había de ver obligada un día a combatir sólo en alianza con Austria-Hungría (o mejor, con los alemanes-austríacos y con los magiares, ya que los eslavos y los rumanos de la monarquía estaban con el corazón, y muchos de ellos también con las armas, de parte del enemigo), con Turquía y Bulgaria contra casi todo el resto del mundo. Y en todo caso, si se hubiera reflexionado con calma, se habría llegado a comprender que una guerra de este tipo no podía ni debía emprenderse, y que, si una política increíblemente equivocada la emprendió, había que conseguir la paz lo antes posible, incluso a costa de sacrificios muy altos. En efecto, sobre una cosa no podía haber duda alguna: que al fin habría necesariamente una tremenda derrota que expondría al pueblo alemán, inerme, ante las condiciones más duras de sus enemigos Una paz rápida en tales circunstancias habría por lo menos ahorrado bienes y sangre.
Esto se habría podido comprender inmediatamente en las primeras semanas de la guerra, sacando las únicas consecuencias posibles. A partir del primer día de guerra, pero lo más tarde después de las derrotas sobre el Marne y en Galizia en septiembre de 1914, había para la política alemana un único objetivo razonable: la paz, aun al precio de graves sacrificios. Y aquí prescindimos completamente de que hasta el verano de 1918 se había presentado en múltiples ocasiones la posibilidad de llegar a la paz en condiciones medianamente aceptables, y que con ella se habría conseguido probablemente salvar del dominio extranjero a los alemanes de Alsacia, del Tirol del Sur, de los Sudetes y de las provincias orientales de Prusia. Aun admitiendo que con la prosecución de la guerra habría sido posible alcanzar una paz algo más favorable, no se debían afrontar los enormes y desproporcionados sacrificios que la continuación de la guerra requería. Que fuera así, que se quisiera en cambio proseguir durante años una disparatada lucha suicida, es culpa ante todo de los escrúpulos políticos reinantes y de los graves errores cometidos en la valoración militar de los acontecimientos[5]. Pero también contribuyeron mucho unas disparatadas ideas de política económica.
Nada más comenzar la guerra afloró una fórmula cuyas nefastas consecuencias que todavía hoy siguen sin poder ser del todo valoradas globalmente: la fórmula de la «economía de guerra», un auténtico fetiche verbal. Con esta expresión quedó marginada cualquier consideración que pudiera llevar a un resultado desfavorable a la prosecución de la guerra. Con este único término se liquidó cualquier lógica económica; todo cuanto concernía a la «economía de paz» no valía para la «economía de guerra», la cual obedecía a otras leyes. Armados de esta fórmula, un puñado de burócratas y de oficiales que habían obtenido plenos poderes gracias a los decretos de emergencia sustituyeron por el «socialismo de guerra» los restos de economía liberal que habían dejado en pie el socialismo de Estado y el militarismo. Y cuando el pueblo hambriento empezó a quejarse, se le tranquilizó con la idea de la «economía de guerra». Si un ministro inglés al principio de la guerra lanzó el eslogan «business as usual» —que, por lo demás, nadie siguió en Inglaterra en el curso de la guerra—, en Alemania y en Austria pusieron todo su empeño en recorrer con soberbia caminos que fueran lo más nuevos posible. Se pusieron a «organizar» sin percatarse de que sólo estaban organizando la derrota.
La empresa económica más importante realizada por el pueblo alemán durante la guerra —la reconversión de la industria a las necesidades bélicas— no fue obra de la intervención estatal; fue resultado de la economía libre. Aun cuando lo que se hizo en este terreno en el imperio es, en cifras absolutas, mucho más importante que lo que se hizo en Austria, no hay que olvidar, sin embargo, que eran muy superiores los problemas que la industria austríaca tenía que resolver en proporción con sus fuerzas. La industria austríaca, en efecto, no sólo tuvo que hacer frente a todo lo que la guerra requería además de a las necesidades de una economía de paz, sino que también tuvo que reparar lo que se había descuidado en tiempo de paz. Los cañones con los que la artillería de campo austro-húngara entró en guerra eran obsoletos; los obuses pesados y ligeros y los cañones de montaña eran anticuados ya cuando fueron empleados y no correspondían ni siquiera a las exigencias más elementales. Estos cañones procedían de fábricas estatales, mientras que la industria privada, que en tiempos de paz estaba excluida del suministro del material de artillería de campo y de montaña, mientras podían suministrarlo sólo a China y a Turquía, tuvo no sólo que fabricar el material para la potenciación de la artillería, sino también sustituir los modelos inutilizables de las viejas baterías por otros nuevos. No muy distinta era la situación del suministro de uniformes y de botas a las tropas austríacas. El tejido llamado gris-azul —o más exactamente azul-claro— se reveló inadecuado para los uniformes de campaña y tuvo que ser oportunamente sustituido por el de color gris. El suministro de botas al ejército, que en tiempo de paz había sido encargado a industrias de calzado mecanizadas que trabajaban para el mercado, tuvo que ser transferido precisamente a las fábricas antes excluidas de la intendencia.
La enorme superioridad técnica que los ejércitos alemán y austro-húngaro habían alcanzado en la primavera y en el verano de 1915 en el teatro bélico oriental, y que constituyó la base principal de la victoriosa campaña que los llevó de Tarnovo a Gorlicia, ya dentro de Volinia, fue obra tanto de la industria privada como de las extrañas prestaciones del trabajo alemán y austríaco al suministrar material bélico de todo tipo destinado al teatro de la guerra occidental y al italiano. Las administraciones militares de Alemania y de Austria-Hungría sabían muy bien por qué razón no cedieron a las presiones orientadas a estatalizar las empresas suministradoras de material bélico. Apartaron su explícita preferencia por la empresa pública, que habría correspondiendo mejor a su ideología inspirada en la política y en la omnipotencia del Estado, porque sabían muy bien que la poderosa función industrial que había que cumplir sólo podían afrontarla empresarios que actuaran bajo la propia responsabilidad y con medios propios. El socialismo de guerra sabía muy bien por qué razón no osó acercarse a las fábricas de armas en los primeros años de guerra.
El llamado socialismo de guerra ha sido considerado suficientemente motivado y legítimo por doquier sobre todo con referencia a la emergencia creada por la guerra. Se ha dicho que en la guerra no es posible dejar que siga operando la economía libre porque es inadecuada, y que debe ser sustituida por un sistema más perfeccionado, la economía administrada. El que una vez terminada la guerra se deba volver o no al sistema «no alemán» del individualismo, es una cuestión a la que —se dice— es posible dar respuestas distintas.
Esta motivación del socialismo de guerra es tan insuficiente como característica del pensamiento político de un pueblo al que el despotismo del partido de la guerra ha impedido toda manifestación libre de sus opiniones. Es insuficiente porque sólo podría tener cierta fuerza la persuasión si estuviera confirmado que la economía organizada está en condiciones de ofrecer rendimientos más elevados que los de la economía libre, algo que hay que demostrar. Para los socialistas, que en todo caso luchan por la socialización de los medios de producción en orden a eliminar la anarquía de la producción, no se necesita el estado de guerra para justificar las medidas de socialización. Pero para los adversarios del socialismo la referencia a la guerra y a las consecuencias económicas no es una circunstancia que pueda aconsejar la adopción de semejantes medidas.
Para quien opina que la economía libre es la forma superior de la acción económica, precisamente la emergencia provocada por la guerra debería representar el elemento nuevo para exigir la eliminación de todas las barreras que obstaculizan la libre competencia. La guerra como tal no exige una economía organizada, aunque en algunas direcciones puede poner ciertos límites a la persecución de los intereses económicos. En la época del liberalismo ni siquiera una guerra de las dimensiones de la guerra mundial (suponiendo que sea imaginable una guerra semejante en una época liberal y por tanto intrínsecamente pacifista) habría favorecido tendencias socializadoras.
La motivación más socorrida para justificar la necesidad de adoptar medidas socialistas era el argumento del asedio. Alemania y sus aliados se encontraban en la condición de una fortaleza asediada que el enemigo quiere doblegar mediante el hambre. Frente a semejante peligro había que adoptar todas las medidas típicas de una sociedad asediada. Había que considerar el conjunto de los recursos disponibles como un único bloque sometido a una administración unificada, del que poder disponer para cubrir de manera uniforme las necesidades de todos. Por consiguiente, había que racionar el consumo.
El argumento se basa en hechos incuestionables. Es un hecho evidente que la presión mediante el hambre (en el sentido más amplio del término), que en la historia de las guerras en general se había empleado tan sólo como un medio táctico, en esta guerra se empleó en cambio como medio estratégico[6]. Pero las consecuencias que de él se sacaban eran erróneas. Una vez que se había considerado que la situación de las potencias centrales era comparable a la de una fortaleza asediada, se deberían haber sacado las únicas consecuencias que se obtenían desde el punto de vista militar. Habría sido conveniente recordar que, según todas las experiencias de la historia de las guerras, una plaza fuerte asediada no puede menos de estar hambrienta, y que por tanto su caída puede evitarse sólo con la ayuda externa. El programa de «mantenerse firme» habría tenido sentido por tanto sólo si se hubiera podido contar con el hecho de que el tiempo trabajaba a favor de los asediados. Pero como no se podían esperar ayudas del exterior, no se habría debido cerrar los ojos ante la evidencia de que la posición de las potencias centrales empeoraba de día en día y que era indispensable cerrar la paz aun a costa de sacrificios no justificados por la posición táctica del momento. En efecto, los adversarios habrían estado aún dispuestos a hacer concesiones si a cambio hubieran obtenido la posibilidad de abreviar la duración de la guerra.
No es admisible que el estado mayor alemán desconociera todo esto. Si a pesar de ello se insistió en la consigna de «mantenerse firmes», fue no tanto por un desconocimiento de la situación militar como por la esperanza en una cierta condición psicológica del adversario. Un pueblo de mercaderes como el anglosajón se habría cansado antes que los pueblos de las potencias centrales, habituados a la guerra. Apenas hubieran sentido los ingleses la guerra sobre su propia piel, se habría visto que, ante la perspectiva de limitar su tenor de vida, serían mucho más sensibles que los centroeuropeos. Este error garrafal, esta incomprensión de la psique del pueblo inglés, les indujo también a adoptar la guerra submarina, primero limitada y luego ilimitada. La guerra submarina se basaba también en otros cálculos equivocados, es decir, en una sobrevaloración de las propias capacidades operativas y en una infravaloración de las medidas de defensa del adversario, y finalmente también en un total desconocimiento de los presupuestos políticos de la beligerancia y de lo que en la guerra está permitido. Pero no es tarea de este escrito afrontar tales cuestiones. Dejemos a los expertos establecer qué fuerzas precipitaron al pueblo alemán en esta aventura suicida.
Pero prescindiendo completamente de estas carencias, derivadas más que otra cosa del aspecto genéricamente militar de la cuestión, la teoría del socialismo «de asedio» tiene graves fallos también desde la óptica de la política económica.
Al comparar a Alemania con una ciudad asediada se pasaba por alto el hecho de que la comparación sólo era pertinente en lo relacionado con los bienes no producidos en el interior del país y no sustituibles por los que sí lo son. Para tales bienes, cuando no se trataba de artículos de lujo, el racionamiento del consumo era en todo caso oportuno desde el momento en que todas las posibilidades de aprovisionamiento estaban excluidas como consecuencia de la agravación del bloqueo y de la entrada en guerra de Italia y Rumania. Hasta ese momento habría sido mejor naturalmente garantizar la plena libertad de comercio y de transporte por lo menos para las cantidades importadas del exterior, para no reducir el incentivo a obtenerlas por vías indirectas. Fue en todo caso un error la iniciativa —tomada especialmente en Austria al principio de la guerra— de combatir el aumento de los precios de estas mercancías con el Código penal. Si los comerciantes animados por intenciones especulativas hubieran ocultado las mercancías para hacer subir los precios, ello habría contribuido eficazmente a limitar su consumo ya desde el principio de la guerra. La medida que limitaba el aumento de los precios no podía menos de tener consecuencias nocivas. Para los bienes que no podían en modo alguno ser producidos en el interior del país y tampoco podían ser sustituidos por sucedáneos producidos en el interior, el Estado habría tenido que imponer más bien precios mínimos en lugar de precios máximos para limitar lo más posible su consumo.
La especulación anticipa los futuros cambios de precio; su función económica consiste en nivelar las diferencias de precio entre las distintas localidades y los distintos periodos y equilibrar entre ellos las reservas disponibles y la necesidad, gracias a la presión que ejercen los precios sobre la producción y los costes. Cuando al principio de la guerra la especulación empezó a pedir precios más altos, ello conllevó ciertamente un aumento momentáneo de los precios por encima del nivel que se habría alcanzado espontáneamente en ausencia de especulación. Pero como en tal caso también se limitó el consumo, las reservas de bienes disponibles para la siguiente fase de la guerra aumentaron también y comportaron para la fase siguiente una atenuación de los precios respecto al nivel que se habría formado espontáneamente en ausencia de especulación. Para eliminar esta indispensable función económica de la especulación se tenía que haberla sustituido inmediatamente con alguna otra cosa, por ejemplo con la confiscación de todas las reservas, su gestión por el Estado y el racionamiento. Lo único que no había que hacer era contentarse simplemente con la aplicación del Código penal.
Cuando estalló la guerra, el ciudadano común pensó que duraría de tres a seis semanas. Con este cálculo reguló el tendero su especulación. Si el Estado hubiera estado mejor informado, habría tenido el deber de intervenir. Si pensaba que la guerra terminaría al cabo de cuatro semanas, habría podido intervenir para impedir que los precios subieran más de lo necesario y alcanzar el fin de armonizar sus reservas disponibles y sus necesidades. Incluso para hacer esto no habría sido suficiente fijar precios máximos. Si en cambio el Estado estaba convencido de que la guerra duraría mucho más de lo que pensaban los civiles, debería haber intervenido fijando precios mínimos o bien adquiriendo mercancías con el fin de acumular reservas estatales. En efecto, existía el riesgo de que la especulación comercial, ignorando las secretas intenciones y los planes del estado mayor, no habría impulsado inmediatamente al alza los precios en la medida en que era necesario para asegurar el reparto de las pocas reservas existentes para todo el tiempo que durase la guerra. Habría sido uno de esos casos de intervención absolutamente necesarios y legítimos del Estado sobre los precios. El hecho de que no se llegara a ello es fácilmente explicable. Las autoridades políticas y militares no sabían nada sobre la previsible duración de la guerra. Por tanto, todos sus preparativos fracasaron, los militares no menos que los políticos y los económicos.
Por lo que respecta a todas aquellas mercancías que, a pesar de la guerra, pueden producirse en el área de las potencias centrales libres del enemigo, el argumento del «asedio» era totalmente inaplicable. Fue un acto de diletantismo de la peor especie fijar precios máximos para esos bienes. Su producción habría podido ser estimulada sólo por precios elevados; limitando el aumento de los precios quedó estrangulada.
Será tarea de la historia económica ilustrar en detalle las locuras de la política económica de las potencias centrales durante la guerra mundial. Una vez, por ejemplo, se ordenó reducir, por falta de forraje, la cantidad de ganado e incrementar sus sacrificios; otra se decretó la prohibición del sacrificio y se adoptaron medidas para incrementar la cría de ganado. Análoga falta de planificación reinó en todos los demás sectores. Medidas y contramedidas se cruzaban hasta que toda la estructura del sistema económico se hizo añicos.
El efecto más deletéreo de la política del socialismo de asedio fue la política de aislacionismo de los distritos que registraban una producción agrícola excedentaria respecto a las áreas en las que el consumo superaba a la producción. Es fácil comprender cómo en los Sudetes las autoridades de distrito checas, que con el corazón estaban de parte de la Entente, se esforzaron en limitar al máximo la exportación de productos agrícolas desde los distritos sometidos a su jurisdicción a las zonas alemanas de Austria, sobre todo a Viena. Menos comprensible es que el gobierno vienés lo tolerase, y que tolerase también que los distritos alemanes los imitaran, y que incluso Hungría bloqueara las fronteras con Austria, de suerte que en Viena ya había carestía cuando en los campos y en Hungría todavía abundaban las provisiones. Pero es totalmente inconcebible que una política de aislamiento regional idéntica se aplicara también en el imperio alemán, donde fueron los distritos agrarios los que se cerraron respecto a los industriales. Que la población de las grandes ciudades no se rebelase contra esta política sólo se puede explicar con su total sometimiento a una visión estatalista de la vida económica, con su ciega confianza en la omnipotencia de las intervenciones oficiales y con su recelo de décadas respecto a cualquier libertad.
Si el estatalismo quería impedir el inevitable colapso, en realidad no hizo sino acelerarlo.
Cuanto más resultaba evidente, a medida que la confrontación proseguía, que los imperios centrales acabarían siendo derrotados en la guerra del hambre, tanto más enérgicamente subrayaron algunos la necesidad de prepararse de otro modo para la próxima guerra. La economía nacional tenía que ser transformada de tal modo que Alemania estuviera en condiciones de sostener incluso una guerra de varios años. Había que producir en el interior del país todo lo necesario para alimentar a su población y equipar y armar a sus ejércitos y sus flotas, para no depender ya, bajo este aspecto, del exterior.
No se precisan largas disquisiciones para demostrar que este programa era irrealizable. Lo era porque el imperio alemán tiene una densidad demográfica demasiado elevada para poder producir en el interior del país los productos alimenticios que necesita su población sin tener que recurrir a las materias primas extranjeras, y porque toda una serie de materias primas indispensables para la fabricación del armamento moderno ni siquiera existen en Alemania. Y es un sofisma tratar de demostrar, como hacen los teóricos de la economía de guerra, la posibilidad de una economía alemana autárquica alegando la posibilidad de emplear materiales sustitutivos. Según ellos, no siempre sería indispensable emplear productos extranjeros, ya que existirían productos indígenas que nada tienen que envidiar a los extranjeros en el aspecto cualitativo y económico. Al espíritu alemán y a su ya gloriosa tradición de perfección en la ciencia aplicada se le confiaría una gran tarea que cumpliría de manera espléndida. Los intentos hechos hasta ahora en este terreno habrían dado ya resultados favorables. Y ahora nosotros seríamos más ricos que antes porque habríamos aprendido a explotar mejor que antes materiales siempre desatendidos, empleados para fines menos importantes o no empleados de manera completa.
El error de este razonamiento salta a la vista. Es cierto que la ciencia aplicada aún no ha dicho la última palabra y que podemos aún contar con ulteriores perfeccionamientos de la técnica no inferiores en importancia a la invención de la máquina de vapor o del motor eléctrico. Y es posible que una u otra de estas invenciones encuentre precisamente en tierra alemana las condiciones naturales favorables a su aplicación, y que la misma consista acaso en hacer utilizable una materia prima que abunda en Alemania. Pero entonces la importancia de este hallazgo consiste precisamente en el hecho de modificar los parámetros de localización de una producción, es decir, de conferir a las condiciones de producción de un país consideradas hasta ahora poco favorables una forma más favorable en las circunstancias dadas. Históricamente se han producido numerosos casos de semejantes desplazamientos. Esperemos que en el futuro se den en Alemania tales y tantos que la conviertan —mucho más de lo que hoy es— en un país dotado de condiciones de producción más favorables. Si esto sucede, el pueblo alemán se habrá librado de muchas preocupaciones.
Pero estas transformaciones en la forma relativa de las condiciones de producción deben distinguirse netamente de la introducción del uso de sucedáneos y de la producción de bienes en condiciones de producción peores. Desde luego, siempre es posible sustituir el algodón por el lino y los zapatos de cuero por zuecos. Pero en el primer caso habremos sustituido un material menos costoso por otro más costoso, es decir, que tiene mayores costes de producción; en el segundo, en cambio, uno mejor por otro peor. Lo cual significa que habremos empeorado el tenor de vida.
Si en lugar de los sacos de yute empleamos sacos de papel y sustituimos las ruedas de goma de los automóviles por ruedas de hierro, si bebemos café «de guerra» en lugar de verdadero café, significa que nos hemos hecho más pobres, no más ricos. Y si aprendemos a utilizar inteligentemente los desperdicios que antes tirábamos a la basura, esto ciertamente no nos hace más ricos, más de lo que seríamos, por ejemplo, si obtuviéramos cobre de la fundición de obras de arte[7]. Ciertamente, el bienestar no es el bien supremo, y para el individuo no menos que para los pueblos puede haber razones para preferir una vida austera a una vida lujosa. Pero entonces dígase abiertamente sin recurrir a teoremas artificiosos que prefieren convertir lo blanco en negro y viceversa, y no se intente enmascarar la realidad de los casos con supuestos argumentos político-económicos[8].
Con esto no pretendemos en absoluto negar que la emergencia bélica pueda haber producido, y en efecto lo haya hecho, muchos inventos útiles. En qué proporción haya constituido todo esto un enriquecimiento duradero de la economía general alemana, lo veremos seguidamente.
Sólo los partidarios de la autarquía, que posponen todos los demás objetivos a los militares, proponen un argumento coherente. Quienes ven realizados todos los valores en el Estado y conciben este último como una organización militar siempre dispuesta a la guerra, deben pedir a la política económica del futuro que aparte todas las demás consideraciones y se centre en preparar las estructuras internas de la economía nacional para la autosuficiencia en caso de guerra. Sin mirar a los costes añadidos que surgirán, la producción —según éstos— debe ser dirigida dentro de las líneas que el estado mayor indique como las más oportunas. Si con todo esto sale perdiendo el bienestar de la población, ello no cuenta en absoluto en vistas al fin superior que hay que alcanzar. La mayor felicidad del hombre no consiste en el bienestar, sino en cumplir el propio deber.
Pero también este razonamiento oculta un grave error. Admitamos que, sin tener en cuenta los costes, sea posible producir en el interior del país todo lo que se precisa para sostener el esfuerzo bélico. Sin embargo, en la guerra el problema no se limita simplemente a la disponibilidad de armas y material bélico, sino que comprende también su disponibilidad en cantidad suficiente y en calidad óptima. Un pueblo que se vea obligado a fabricarlos en condiciones de producción menos favorables —o sea, a costes más elevados— entrará en liza en condiciones de avituallamiento, equipamiento y armamento peores que las de su enemigo. Ciertamente, la inferioridad de los medios materiales puede compensarse hasta cierto punto con el valor personal de los combatientes. Pero que existe un límite más allá del cual todo el valor y el espíritu de sacrificio de este mundo no sirven para nada, lo hemos experimentado por enésima vez en esta guerra.
El reconocimiento de la imposibilidad de realizar las ambiciones autárquicas dio origen al plan de una futura economía estatal de las reservas. El Estado, para prepararse a una posible nueva guerra de hambre, tenía que acumular reservas de todas las materias primas que no era posible producir en el interior. En el plan se contemplaban también reservas masivas de trigo e incluso grandes stocks de forraje[9].
En el aspecto económico, la realización de estas propuestas no parece impensable. En cambio, carece absolutamente de perspectivas en el aspecto político. Es difícil suponer que los demás pueblos asistan impasibles a esta acumulación de reservas de guerra en Alemania sin recurrir a su vez a contramedidas. Para desbaratar todo el plan les bastaría controlar la exportación de las materias primas estratégicas y permitirla de vez en cuando tan sólo en cantidades no superiores a las necesidades corrientes.
Lo que con expresión totalmente impropia se ha querido llamar economía de guerra en realidad oculta tan sólo los presupuestos económicos de la estrategia bélica. Toda estrategia bélica depende del nivel de vez en vez alcanzado por la división del trabajo. Las economías autárquicas pueden entrar en guerra una contra otra, mientras que las distintas partes de una comunidad que trabaja y comercia sólo pueden hacerlo en la medida en que están en condiciones de retroceder hacia la autarquía. Por eso vemos cómo disminuye cada vez más el número de guerras y de conflictos a medida que progresa la división del trabajo. El espíritu del industrialismo, que actúa incesantemente en pro del perfeccionamiento de las relaciones comerciales, aniquila el espíritu del militarismo. Los grandes progresos experimentados por la economía mundial en la era del liberalismo han reducido notablemente el espacio de las instituciones militares. Si aquellos estratos del pueblo alemán que tenían una visión lúcida de la interconexión de las distintas economías nacionales en el ámbito de la economía mundial dudaban de que pudiera desarrollarse una vez más una guerra, y a lo sumo contaban con un estado de guerra transitorio, con ello demostraban que comprendían la realidad de la vida mejor que los que se abandonaban a la ilusión de poder poner en práctica también en la era del comercio mundial los principios políticos y militares de la guerra de los Treinta años.
Examinada en sus contenidos, la fórmula de la economía de guerra revela que en el fondo no tiene otra cosa que la pretensión de reducir el desarrollo económico a una condición más favorable a la estrategia militar que la que existía en 1914. El problema se reduce a saber hasta qué punto se quiere llegar. ¿Se limitarán simplemente a hacer posible la dirección de la guerra entre grandes Estados, o bien se llegará a hacerla posible también entre distintas partes del país y entre la ciudad y el campo? ¿Se trata solamente de poner a Alemania en condiciones de hacer la guerra a todo el resto del mundo, o de dar la posibilidad también a Berlín de hacer la guerra al resto de Alemania?
Quien por razones éticas quiere que la guerra como fin en sí misma permanezca como un dispositivo permanente de las relaciones entre los pueblos, debe saber que esto sólo puede suceder a costa del bienestar general, ya que para realizar este ideal militar, aunque sólo sea aproximadamente, habría que retrotraer el desarrollo económico mundial por lo menos a la situación de 1830.
Las pérdidas que la economía mundial sufre a causa de la guerra consisten, dejando aparte las desventajas que comporta la exclusión del mercado mundial, en la destrucción de bienes como consecuencia de las operaciones militares, en el desgaste definitivo de toda clase de material bélico y en la suspensión del trabajo productivo que habrían desarrollado como civiles los efectivos dedicados al servicio militar. Se producen ulteriores pérdidas, siempre relativas a la suspensión del trabajo, en la medida en que el número de trabajadores disminuye constantemente en una cifra equivalente al número de caídos, y resultan menos productivos los supervivientes como consecuencia de las heridas sufridas, de las penalidades soportadas, de las enfermedades contraídas y de la mala alimentación. Estas pérdidas están compensadas sólo en una mínima parte por el hecho de que la guerra actúa como factor dinámico que impele a la población a mejorar las técnicas de producción. Ni siquiera el aumento numérico de los trabajadores que se produjo durante la guerra gracias a la utilización del trabajo femenino e infantil —de otro modo no utilizado— y a la prolongación del horario laboral, y ni tampoco el ahorro obtenido mediante la limitación del consumo, consiguen equilibrar tales pérdidas, de suerte que la economía nacional acaba siempre saliendo de la guerra con notables pérdidas en términos patrimoniales. Bajo la óptica económica, la guerra y la revolución son siempre un pésimo negocio, a no ser que de ello resulte una mejora en el proceso de producción tal que el excedente de bienes producido después de la guerra pueda compensar las pérdidas sufridas durante la misma. El socialista convencido de que el ordenamiento socialista de la sociedad actúa como multiplicador de la productividad económica puede desinteresarse de los sacrificios que costará la revolución social.
Sin embargo, incluso una guerra desventajosa para la economía mundial puede enriquecer a determinadas naciones o Estados. Si el Estado vencedor está en condiciones de imponer al derrotado cargas tales que no sólo cubran los propios gastos de guerra sino que generen un excedente, entonces la guerra ha sido ventajosa. El militarismo se basa precisamente en la creencia de que estos beneficios de guerra son posibles y pueden asegurarse de forma duradera. Cuando un pueblo cree que es más fácil ganar el pan con la guerra que con el trabajo, difícilmente se podrá convencerle de que es más grato a Dios sufrir una injusticia que cometerla. La teoría del militarismo puede ser refutable; pero si no se consigue hacerlo, es imposible apelar a principios éticos para convencer al poderoso de que renuncie al uso de la fuerza.
La argumentación pacifista se pasa cuando niega simplemente la posibilidad de que un pueblo pueda beneficiarse con la guerra. La crítica del militarismo debe empezar a plantearse la cuestión de si el vencedor puede fundadamente contar con permanecer siempre siendo el más fuerte, o si, por el contrario, no debe temer ser derrotado por otro más fuerte aún. La argumentación militarista puede defenderse de objeciones de este tipo sólo si parte del supuesto de que existen caracteres raciales inmodificables. Quienes pertenecen a la raza superior, y que en sus relaciones recíprocas se atienen a los principios pacifistas, se mantienen firmemente unidos contra las razas inferiores y tratan de someterlas asegurándose así un predominio eterno. Pero la misma posibilidad de que entre los pertenecientes a las razas superiores existan diferencias que inducen a una parte de ellos a aliarse con las razas inferiores para luchar contra todos los demás de la propia raza implica el peligro que la situación auspiciada por el militarismo representa para todas las partes. Y si se abandona enteramente el supuesto de la constancia de los caracteres raciales y se considera lógicamente posible que la raza que antes era la más fuerte es superada por la que antes era la más débil, es claro que cada una de las partes debe siempre pensar que tiene que afrontar nuevos conflictos en los cuales puede también lleva las de perder. Con estos supuestos, la teoría militarista no es defendible. No existe ya la seguridad de que la guerra implique una ganancia, y la situación auspiciada por el militarismo aparece por lo menos como una situación de conflictividad permanente que compromete en tal medida el bienestar que el vencedor acaba obteniendo menos de lo que habría podido cosechar en una situación pacífica.
En todo caso, no se precisaba tanta perspicacia económica para comprender que una guerra significa, por lo menos de inmediato, destrucción de bienes y miseria. Era claro para cualquiera que ya el estallido de la guerra habría comportado un funesto estancamiento de toda la vida productiva, y a principios de agosto de 1914 en Alemania y en Austria se miraba al futuro con mucha aprensión. Sorprendentemente, en cambio, parecía que la realidad era distinta. En lugar de la crisis esperada, se abrió un periodo de prosperidad económica y en lugar del desastre vino la expansión. La guerra se reveló como una coyuntura favorable; los hombres de negocios, que antes de la guerra habían sido tendencialmente, en su mayor parte, pacifistas, hasta el punto de que por el temor que demostraban ante cualquier barrunto de guerra habían sido constantemente atacados por los belicistas, empezaron a reconciliarse con la guerra. De pronto no había ya mercancías sin vender, y empresas que durante años habían trabajado sólo con pérdidas empezaron a obtener pingües beneficios. El paro, que había alcanzado dimensiones peligrosas en los primeros días y semanas de guerra, desapareció completamente y los salarios empezaron a subir. Toda la economía nacional ofrecía la imagen de una feliz expansión. Y no tardaron en aparecer también estudiosos que trataron incluso de explicar sus causas[10].
Quien esté libre de prejuicios, naturalmente, no puede tener duda sobre el hecho de que la guerra, por lo menos de inmediato, no puede provocar una expansión económica por el simple hecho de que una destrucción de bienes no puede originar un incremento de riqueza. No habría sido tan difícil comprender que la guerra es sin duda una buena ocasión de negociar para los fabricantes de armas, municiones y equipos militares de todo tipo, pero lo que éstos ganan se compensa por las pérdidas de los demás sectores de producción y que los verdaderos daños de la guerra que sufre la economía nacional no se mitigan en absoluto. La coyuntura bélica es semejante a la coyuntura causada por un terremoto o por una epidemia. El terremoto se traduce en buenos negocios para los constructores y el cólera en un incremento de los negocios de los médicos, de las farmacias y de los empresarios de pompas fúnebres. Pero aún nadie ha tratado por ello de exaltar el terremoto y el cólera como estímulo de las fuerzas productivas útiles para la colectividad.
Partiendo de la observación de que la guerra incrementa los negocios de la industria de armamentos, algunos autores han tratado de reconducir la guerra a las maquinaciones de los beneficiarios de la industria bélica, tesis que parece encontrar apoyo en el comportamiento de la industria de armamento y de la industria pesada en Alemania. A decir verdad, los defensores más acérrimos de la política imperialista podían encontrarse no en los ambientes industriales sino en los de las profesiones intelectuales, sobre todo de los funcionarios públicos y del personal docente; sin embargo, los medios financieros para la propaganda bélica procedían, antes y durante la guerra, de la industria de armamentos. La cual, no obstante, puede decirse que generó el militarismo y el imperialismo no más de lo que los destiladores de aguardiente generaron el alcoholismo y la industria editorial sea la responsable de la literatura de pacotilla. No fue la oferta de armas la que provocó su demanda sino al contrario. En sí y por sí los industriales no están sedientos de sangre; ganarían lo mismo, por supuesto, produciendo otros artículos de amplio consumo. Fabrican cañones y fusiles porque hay demanda de ellos; fabricarían igualmente artículos pacíficos si con ellos pudieran realizar negocios mejores[11].
Si el conocimiento de esta conexión de las cosas se hubiera difundido inmediatamente, no se habría tardado en comprender que la coyuntura bélica favorecía sólo a una pequeña parte de la población, y que por el contrario la economía nacional en su conjunto se empobrecía por días, aunque la inflación extendiera sobre estos procesos un velo que una mentalidad deshabituada por el estatalismo a todo sentido de la racionalidad económica no estaba en condiciones de rasgar.
Para comprender el significado de la inflación conviene imaginársela, con todas sus consecuencias, fuera del marco de la economía de guerra. Supongamos que el Estado hubiera renunciado a todas estas ayudas que hacía afluir a sus finanzas a través de la emisión de papel moneda de todo género. Es claro que la emisión de billetes, si prescindimos de la cantidad relativamente insignificante de bienes recibidos de los países extranjeros neutrales como contrapartida del oro sustraído a la circulación y exportado a esos países, no incrementó en modo alguno los medios materiales y personales empleados para hacer la guerra. Con la emisión de papel moneda no se fabricó ni un solo cañón ni una granada más de lo que se habría podido fabricar sin poner a funcionar la máquina de hacer billetes. La guerra no se combate con «dinero», sino con los bienes que se adquieren a cambio de dinero. En orden a la producción de bienes de uso bélico era indiferente que la cantidad de dinero con la que se adquirían fuera mayor o menor.
La guerra incrementó considerablemente la necesidad de dinero. Muchas empresas se vieron obligadas a aumentar sus existencias de caja debido a que, por una parte, el recurso más frecuente a los pagos al contado en lugar de a los créditos a largo plazo como antes era normal, y, por otra, el empeoramiento de las estructuras comerciales y la creciente inseguridad, habían alterado toda la estructura del sistema de pagos. Las numerosas cajas militares creadas sólo durante la guerra o que sólo entonces ampliaron su ámbito operativo, y la extensión de la circulación monetaria por parte de las potencias centrales a los territorios ocupados, contribuyeron por su parte a aumentar la necesidad de dinero de la economía nacional. Este aumento de la necesidad de dinero dio origen a una tendencia al aumento del valor del dinero, o sea, una tendencia al aumento de la capacidad de compra de la unidad monetaria, la cual actuó en sentido contrario a la tendencia opuesta desencadenada por el aumento de emisión de billetes.
Si este volumen de billetes emitidos no hubiera superado la dimensión que el mercado habría podido absorber —teniendo en cuenta la mayor necesidad de dinero inducida por los acontecimientos bélicos— sin aumentar el valor del dinero mismo, no valdría ni siquiera la pena gastar tantas palabras. En realidad el aumento de billetes circulantes fue muy superior. Cuanto más duraba la guerra, tanto más la actividad de la casa de la moneda se puso al servicio de la administración financiera. De aquí se derivaron aquellas consecuencias que la teoría cuantitativa del dinero prevé: los precios de todos los bienes y servicios se fueron por las nubes, y con ellos los precios de las letras sobre el exterior.
La caída del valor del dinero favoreció a los deudores y perjudicó a los acreedores. Pero los fenómenos sociales que acompañaron al cambio del valor del dinero no acabaron aquí. El aumento de los precios provocado por el aumento de la masa monetaria no afecta inmediatamente a toda la economía nacional y a todas las mercancías. En efecto, la incrementada masa monetaria se distribuye sólo gradualmente sobre las mismas. Inicialmente se vierte sobre determinadas empresas y sobre determinados sectores de producción, y por tanto provoca tan sólo la demanda de determinadas mercancías, no de todas: sólo posteriormente aumentan también los precios de otras mercancías. «Durante la emisión de billetes —afirman Auspitz y Lieben— la incrementada masa de medios en circulación se concentrará en manos de una pequeña fracción de la población, por ejemplo en manos de los proveedores y de los productores de mercancías de utilidad bélica. Como consecuencia, aumentará la demanda de artículos diversos por parte de estas personas y por tanto aumentarán los precios como las ventas de estos artículos, pero especialmente los precios de los artículos de lujo. De este modo mejora la situación de los productores de todos estos artículos; su demanda de otras mercancías aumentará, y el aumento de los precios y de las ventas continuará y se extenderá a un número cada vez mayor de artículos, hasta afectar a todos»[12].
Si la reducción del valor del dinero se verificase de golpe en toda la economía nacional y afectase a todas las mercancías en la misma medida, no comportaría una redistribución de la renta y la riqueza, que es lo que ocurre con la inflación. La economía nacional en cuanto tal no gana nada, y lo que unos individuos ganan otros tienen que perderlo. Quien lleva al mercado las mercancías y los servicios a los que primero afecta el movimiento ascendente de los precios, se encuentra en la favorable situación de poder vender ya a precios superiores, mientras que aún puede comprar a los viejos precios inferiores las mercancías y los servicios que desea comprar. Por otra parte, quien vende las mercancías y los negocios que sólo más tarde experimentan un aumento de los precios, se ve a su vez obligado a comprar ya a precios más altos mientras que al vender sólo puede obtener los viejos precios más bajos. Mientras el proceso de cambio del valor del dinero está aún en curso, se producirán siempre estos beneficios por parte de unos y estas pérdidas por parte de otros. Cuando finalmente el proceso se detenga, cesarán obviamente también estos beneficios y estas pérdidas, pero los beneficios y las pérdidas del periodo intermedio no serán reequilibrados. Los proveedores —en el sentido amplio del término, incluidos por tanto también los trabajadores de la industria bélica y el personal militar que obtuvieron mayores ingresos ligados a la situación bélica— no sólo, pues, ganaron por haber atravesado una buena coyuntura económica en el sentido usual del término, sino también por la circunstancia de que la masa monetaria añadida se vertió primeramente en sus bolsillos. El aumento del precio de los bienes y servicios que aportaron al mercado fue doble, ya que fue provocado una vez por la mayor demanda de sus artículos y una segunda vez por la incrementada oferta de dinero.
Tal es la esencia de la llamada coyuntura bélica, la cual enriquece a unos en lo que sustrae a otros. No es aumento de riqueza, sino sólo transferencia de patrimonios y de rentas[13].
La riqueza de Alemania y de la Austria alemana era sobre todo riqueza de capital. Por más que se sobrevaloren las riquezas agrícolas y naturales de nuestro país, hay que admitir que existen otros a los que la naturaleza ha dotado de riquezas mayores, que poseen tierras más fértiles, minas más rentables, energías hidráulicas más potentes y territorios más accesibles, gracias a su posición sobre el mar, a las cadenas montañosas y al curso de los ríos. Las ventajas de la economía nacional alemana no se deben al factor natural sino al factor personal de la producción y a una ventaja fruto de la historia. Tales ventajas se manifestaban en una acumulación de capital relativamente grande, especialmente en las mejoras de los terrenos de la superficie agrícola y forestal utilizada y en la rica dotación de medios de producción de todo tipo —carreteras, ferrocarriles y otras infraestructuras comerciales, edificaciones con sus correspondientes instalaciones, máquinas y herramientas— y finalmente de materias primas ya extraídas y de semielaborados. Este capital se había acumulado gracias al largo trabajo del pueblo alemán; era el instrumento que la nación industrial alemana precisaba para su trabajo, de cuya utilización vivía. Año tras año este patrimonio se iba incrementando por su frugalidad.
Las fuerzas naturales que yacen en el suelo no se destruyen si se utilizan de manera apropiada en el proceso de producción; forman en este sentido un factor de producción eterno. El fondo de materias primas acumulado en el suelo representa sólo una reserva limitada que el hombre consume poco a poco sin poder sustituirla en modo alguno. Tampoco los bienes de capital duran eternamente, ya que en el proceso de producción son gradualmente transformados de medios de producción producidos y semielaborados, en un sentido amplio del término, en bienes de consumo. La transformación es más rápida en el llamado capital circulante y más lenta en el llamado capital fijo. Por eso no sólo el incremento sino también el nuevo mantenimiento del capital patrimonial presupone una continua renovación de los bienes de capital. Las materias primas y los semielaborados que se destinan al consumo una vez transformados en mercancías listas para el uso, tienen que ser sustituidos por otros materiales y semielaborados, así como las máquinas y las herramientas de todo tipo empleadas en el proceso de producción tienen que ser sustituidas a medida que se van desgastando. La realización de esta tarea presupone una valoración exacta de las dimensiones del proceso de desgaste de los bienes productivos. Cuando se trata de medios de producción que hay que sustituir simplemente por medios homogéneos, la cosa no es difícil. Se puede conservar la red de carreteras de un país tratando de mantener en buenas condiciones sus distintos tramos mediante continuas actuaciones de mantenimiento técnico, y se puede ampliarla añadiendo poco a poco nuevas carreteras o prolongando las ya existentes. En una sociedad estática en la que no se produce cambio alguno en la economía, este modo de proceder sería aplicable a todos los medios de producción. Pero en una economía sometida a continuas transformaciones este procedimiento simple es insuficiente para la mayoría de los bienes de producción, ya que los medios de producción gastados y obsoletos no son sustituidos por medios homogéneos a ellos sino por otros medios distintos. Las instalaciones obsoletas no son sustituidas por instalaciones del mismo tipo, sino por otras de un tipo mejor, cuando incluso no se cambia toda la orientación productiva, en cuyo caso los bienes de capital obsoletos en uno de los sectores de producción —que es así redimensionado— se verifican a través de la inversión de nuevos bienes de capital en otros sectores de producción que hay que ampliar o poner en marcha de nueva planta. El cálculo en términos físicos, suficiente para las relaciones primitivas de una economía estacionaria, debe entonces ser sustituido por el cálculo del valor en dinero.
Los bienes singulares de capital desaparecen en el proceso de producción. El capital en cuanto tal se mantiene y aumenta. Pero esto no se produce por una necesidad natural, con independencia de la voluntad de los sujetos económicos, sino que es más bien el resultado de una actividad que regula conscientemente la producción y el consumo de tal modo que se conserve por lo menos el valor total del capital y se destina al consumo sólo los excedentes que se consigue obtener más allá de este valor total. Esto presupone el cálculo en términos de valor, cuyo instrumento es la contabilidad. Función económica de la contabilidad es examinar el resultado de la producción. La misma debe establecer si el capital ha sido incrementado, mantenido o bien reducido. Sobre los resultados conseguidos se construye luego el plan económico y el reparto de los bienes entre producción y consumo.
La contabilidad no es en absoluto un instrumento perfecto. La exactitud de sus cifras, que tanto impresiona a los no iniciados, es puramente aparente. La valoración de los bienes y de los derechos con la que debe operar se basa siempre en estimaciones que se fundan en la interpretación de elementos más o menos inciertos. Mientras esta incertidumbre provenga del lado de las mercancías, la praxis comercial aprobada por las normas de la legislación mercantil trata de prevenirla procediendo con la máxima cautela posible, es decir, pretendiendo una baja valoración de los asientos activos y una alta valoración de los pasivos. Pero las carencias de la contabilidad derivan también del hecho de que las valoraciones procedentes del lado monetario son poco fiables, porque también el valor del dinero está sujeto a cambios. En la vida cotidiana no se tiene en cuenta este defecto mientras se tenga en consideración el dinero real, el llamado dinero metálico de valor pleno. En efecto, tanto la praxis comercial como el derecho han adoptado de lleno la ingenua concepción del mercado según la cual el dinero tiene valor estable, o sea, la relación de intercambio existente entre el dinero y las mercancías no está sujeta a cambios por el lado del dinero[14]. La contabilidad asume que el valor del dinero es estable. En la praxis comercial se han tenido siempre en cuenta tan sólo las fluctuaciones del crédito y del dinero-signo, o sea, del llamado dinero-papel, respecto al dinero real, recurriendo a la provisión contable de las correspondientes reservas y amortizaciones. Por desgracia, la economía estatalista alemana también sobre este punto ha abierto el camino a un cambio de las perspectivas teóricas. Extendiendo, en la teoría nominalista del dinero, la idea de la estabilidad del valor del dinero metálico en el interior del fenómeno del dinero, ha creado las condiciones preliminares para que se verificaran aquellos malhadados efectos de reducción del valor del dinero que aquí hemos descrito.
Los empresarios no se percataron de que la reducción del valor del dinero hacía irrealistas todos los asientos del balance. Al redactar los balances omitieron contabilizar el cambio de valor del dinero que mientras tanto se había verificado respecto al balance anterior. Así, pudo suceder que añadieran regularmente a la renta neta del año una cuota del capital social, considerándola, distribuyéndola y consumiéndola como beneficio. El error cometido (por ejemplo, en el balance de una sociedad anónima) no contabilizando entre los pasivos la depreciación monetaria fue compensado sólo en parte evitando aumentar el valor de los componentes patrimoniales registrados entre los asientos activos, ya que esta falta de consideración del aumento nominal de valor no se aplicó también al capital circulante, desde el momento en que en el caso de las reservas destinadas a la venta aparecía la sobrevaloración. Y era precisamente esta última la que constituía el extra-beneficio inflacionista de las empresas. La falta de cálculo entre los asientos activos de la depreciación monetaria quedó limitada al capital fijo invertido, con la consecuencia de que también para las amortizaciones se operó con sumas inferiores, correspondientes a las viejas relaciones de valor del dinero. Pero esto tampoco pudo ser compensado, normalmente, por el hecho de que las empresas establecieran con frecuencia especiales reservas para hacer frente a la reconversión a la economía de paz.
La economía alemana entró en la guerra con una rica reserva de materias primas y de semielaborados de todo tipo. En tiempo de paz todo lo que de estas reservas se destinó al uso y al consumo fue regularmente repuesto. Durante la guerra, en cambio, las reservas se fueron consumiendo sin que nadie pudiera producir lo que debía reemplazarlas. Por tanto desaparecieron de la economía nacional, y el patrimonio nacional se redujo en una suma equivalente a su valor. Esto pudo enmascararse por el hecho de que, en el patrimonio del comerciante o del productor, en lugar de esas reservas aparecieran créditos activos en dinero, normalmente créditos del préstamo de guerra. El hombre de negocios pensó que era tan rico como antes; más aún, en la mayoría de las veces habrá vendido las mercancías a precios superiores a los que jamás habría esperado obtener en tiempo de paz, y así habrá creído que era más rico. Pero no se percataba de que sus créditos, debido a la disminución del valor del dinero, se devaluaban cada vez más. Veía subir las cotizaciones de sus títulos exteriores expresados en marcos o coronas y pensaba que también esto era una ganancia[15]. Pero cuando consumía en todo o en parte estos pseudo-beneficios, sin darse cuenta reducía poco a poco su capital[16].
De este modo la inflación acabó tendiendo un velo sobre la destrucción de capital. Individualmente cada uno creía que se había hecho más rico o por lo menos que no había perdido, mientras que en realidad su patrimonio disminuía. El Estado gravaba estas pérdidas de las unidades económicas como «beneficios de guerra», y gastaba las cantidades ingresadas para fines improductivos. Pero la opinión pública no se cansaba de ocuparse de los grandes beneficios de guerra que en gran parte no eran en absoluto beneficios.
Fue un delirio general. Quien ganaba más dinero que antes —y tal era el caso de la mayoría de los empresarios y de los asalariados, y, finalmente, a medida que el dinero seguía depreciándose, de todos a excepción de los capitalistas perceptores de rentas fijas— era feliz con su beneficio aparente. Mientras toda la economía nacional consumía su capital e incluso las reservas acumuladas en las distintas economías familiares se derrochaban en bienes de consumo, todos disfrutaban de tanta prosperidad. Y, como coronación de todo, algunos economistas se dispusieron a emprender profundas investigaciones sobre sus causas.
Una economía racional sólo es posible desde que la humanidad se acostumbró al uso del dinero, ya que el cálculo económico no puede renunciar a reconducir todos los valores a un denominador común. En todas las grandes guerras el cálculo económico sufrió una serie de convulsiones a causa de la inflación. En otro tiempo la causa fue el empeoramiento del valor intrínseco del dinero metálico; hoy es la inflación del papel moneda. El comportamiento económico de todos los beligerantes se extravía, y a sus ojos escapan las verdaderas consecuencias de la guerra. Se puede afirmar sin exageración que la inflación es un indispensable instrumento ideal del militarismo. Sin ella las repercusiones de la guerra sobre el bienestar colectivo se manifestarían de un modo mucho más rápido e incisivo, y la gente se cansaría de la guerra mucho antes.
Ya hoy no es fácil medir en todo su alcance la entidad de los daños materiales que la guerra ha infligido al pueblo alemán. Semejante intento lo hace más difícil la necesidad de partir de la situación económica antes de la guerra, y por ello mismo está destinado a quedar incompleto. Pues nosotros no podemos valorar los efectos dinámicos de la guerra mundial sobre la vida económica del globo, porque no tenemos posibilidad alguna de medir en toda su entidad la dimensión de la pérdida que comportó la desorganización del sistema económico liberal, del llamado sistema económico capitalista. Nunca las opiniones divergen tanto como sobre este punto. Algunos sostienen que la destrucción del aparato productivo capitalista abre la vía a un desarrollo insospechado de la civilización, mientras que otros temen que de ello se derive una recaída en la barbarie.
Aun prescindiendo de tales consideraciones, para valorar las consecuencias económicas de la guerra mundial sobre el pueblo alemán nosotros no podemos en absoluto limitamos a calcular de manera estática los daños de guerra que se verificaron materialmente. Más pesadas que estas pérdidas patrimoniales, ya en sí y por sí inauditas, son, también aquí, los daños de carácter dinámico. El pueblo alemán estará confinado, bajo el aspecto económico, en su insuficiente área de asentamiento europea, y millones de alemanes que hasta ahora se han ganado el pan en el extranjero serán repatriados por la fuerza. Lo cual quiere decir que el pueblo alemán habrá perdido el considerable capital que poseía en tierras extranjeras. Además de esto, quedó dañada la base misma de la economía alemana, o sea, la elaboración de materias primas importadas del exterior para las necesidades de los propios países exteriores. Así, pues, por mucho tiempo el pueblo alemán quedará reducido a la miseria.
Más desfavorable aún que la situación del pueblo alemán en general es la situación de los alemanes austríacos. Los costes de guerra del imperio austro-húngaro fueron soportados casi enteramente por ellos. La mitad austríaca del imperio contribuyó a los gastos de la monarquía en medida mucho más amplia de lo que hiciera la mitad húngara. A su vez, las cargas concernientes a la mitad austríaca del imperio recayeron casi exclusivamente sobre los hombros de los alemanes. El sistema fiscal austríaco cargó los impuestos directos casi exclusivamente sobre los empresarios industriales y comerciales, dejando indemne la agricultura. Este método de imposición en realidad no tuvo otro significado que el de sobregravar a los alemanes y desgravar a los no alemanes. Aún más sorprendente es el hecho de que los préstamos de guerra fueran suscritos casi en su totalidad por la población alemana de Austria, y que actualmente, tras la disolución del Estado, los no alemanes rechacen cualquier contribución al pago de los intereses y del principal de los préstamos de guerra. Por otra parte, la enorme cantidad de créditos activos en posesión de los alemanes fue drásticamente reducida por la devaluación. La notable cantidad de empresas industriales y comerciales en manos de los alemanes austríacos, y también sus propiedades agrícolas en los territorios no alemanes, fueron expropiadas en parte a través de las medidas de nacionalización y socialización, en parte a través de las disposiciones del tratado de paz.
Para cubrir los costes de la guerra que las arcas del Estado tenían que afrontar había tres vías.
La primera era la confiscación de los bienes materiales necesarios para sostener la guerra y el reclutamiento del personal necesario, sin indemnización alguna en lo relativo a los primeros y con remuneraciones muy bajas para los segundos. Éste parecía el medio más sencillo, y los representantes más coherentes del militarismo y del socialismo se batieron decididamente para que fuera empleado. De este medio se hizo un uso amplio especialmente en el reclutamiento del personal militar. La obligación del servicio militar para todos en periodo de guerra se introdujo por primera vez en algunos Estados y se extendió sustancialmente en otros que ya lo preveían. Se consideró como algo sorprendente que el soldado recibiera por sus servicios una remuneración simplemente irrisoria frente al salario percibido por el trabajo libre, mientras el obrero de la industria de las municiones recibía un alto salario y a los propietarios de material bélico expropiado y confiscado se les resarcía por lo menos de un modo proporcionado. La explicación de esta anomalía puede hallarse en el hecho de que hoy incluso para un salario muy alto se pueden contratar sólo unas pocas personas, y que en todo caso sería poco prometedor querer reunir un ejército de millones de personas mediante alistamientos. Respecto a los enormes sacrificios cruentos que el Estado exige a los individuos, parece bastante secundario que remunere con un salario más o menos alto la pérdida de tiempo que el soldado soporta por su deber de prestar el servicio militar. Para este último no existe remuneración adecuada en la sociedad industrial, porque en una tal sociedad ese servicio no tiene precio; sólo se puede exigir coactivamente, y entonces importa poco que sea altamente remunerado o que lo sea a los niveles ridículamente bajos en que lo fue en Alemania. En Austria el soldado en el frente recibía una paga de 16 Pfennigs por día y una indemnización de guerra de 20, o sea en total 36 Pfennigs diarios[17]. El hecho de que los oficiales de la reserva también en los Estados continentales y la tropa inglesa americana recibieran una paga más alta se explica teniendo en cuenta la circunstancia de que en los Estados continentales, para los oficiales en servicio permanente, y en Inglaterra y América para el servicio miliar en tiempo de paz, se añadía una paga base que se percibía como punto de partida en tiempo de guerra. Pero sea cual fuere el nivel más o menos alto que pueda alcanzar la paga del soldado, nunca debe considerarse como un resarcimiento adecuado para una persona reclutada por decreto. Sólo valores ideales, nunca los materiales, pueden compensar el sacrificio que se pretende del soldado alistado[18].
Por lo demás, la expropiación sin indemnización del material bélico no se tomó nunca seriamente en consideración. Por su propia naturaleza tuvo que referirse solamente a los bienes existentes en cantidad suficiente en las distintas unidades económicas al principio de la guerra, y no a la producción de nuevos bienes.
La segunda vía de que disponía el Estado para procurarse los medios necesarios era la de la introducción de nuevos impuestos y del agravamiento de los ya existentes. También de este instrumento se sirvieron en el periodo bélico sólo cuando se pudo. Desde varias partes se había contemplado la exigencia de que el Estado tratase ya durante la guerra de recuperar todo su coste con impuestos; y se habían referido a este respecto a Inglaterra, que en las guerras anteriores había adoptado esta política. Es cierto, en efecto, que Inglaterra cubrió en gran parte con los impuestos, ya durante la guerra, los costes de conflictos de menor entidad y de escaso peso financiero en relación con la riqueza nacional. En cambio, esto no sucedió en las grandes guerras combatidas por Inglaterra, como las napoleónicas y la mundial. De haber querido recuperar inmediatamente las grandes sumas que precisaba esta guerra exclusivamente mediante los impuestos, descartando la vía de la deuda pública, se habría tenido que dejar a un lado en el establecimiento y la exacción de los impuestos todo criterio de justicia y de uniformidad en la distribución de la carga fiscal y tomar donde se podía en aquel momento.
Se debería haber quitado todo a los poseedores de capitales mobiliarios (no sólo a los grandes sino también a los pequeños, por ejemplo a los titulares de depósitos en las cajas de ahorros), eximiendo por otra parte en mayor o menor medida a los propietarios de inmuebles.
Pero aplicar con criterios de uniformidad los elevados impuestos de guerra (y tales tenían que ser si se quería cubrir anualmente los costes bélicos afrontados en el mismo año) significa forzar a quien no dispone de liquidez para pagarlos a contraer deudas para obtenerla. Los propietarios de tierras y los titulares de empresas comerciales se ven entonces obligados a pasar en masa al endeudamiento o bien a enajenar parte de sus propiedades. En el primer caso, no sería el Estado, sino que serían muchos particulares los que se endeudarían obligándose a pagar intereses a los poseedores de capitales. Ahora bien, el crédito privado en general es más caro que el crédito público. Los propietarios de tierras y de casas habrían tenido que pagar por sus deudas privadas intereses superiores a los que habrían tenido que pagar indirectamente por la deuda pública. Pero si para pagar los impuestos se vieran obligados a enajenar partes más o menos considerables de su propiedad, esta repentina oferta de una parte notable del patrimonio inmobiliario habría rebajado fuertemente los precios de venta, originando pérdidas a los propietarios más antiguos y beneficios a los capitalistas que hubieran podido disponer en aquel momento de liquidez para comprar a buen precio. El hecho de que el Estado haya sostenido los costes de la guerra no enteramente a través de los impuestos sino la mayor parte contrayendo deudas cuyos intereses se pagan con el fruto de los impuestos, no significa, pues, como muchos suponen, haber favorecido a los capitalistas[19].
Hemos visto una y otra vez que se sostiene la idea de que la financiación de la guerra mediante la deuda pública equivale a trasladar los costes de la guerra desde la generación actual a las futuras. Algunos añaden que esta traslación es también justa, puesto que la guerra se ha combatido no sólo en interés de la generación actual sino también en interés de nuestros hijos y nuestros nietos. Pero es una concepción absolutamente errónea. La guerra sólo puede hacerse empleando bienes actuales. Se puede combatir sólo con armas existentes y se puede hacer frente a todas las necesidades de la guerra sólo echando mano del capital ya existente. Desde el punto de vista económico, es la generación actual la que combate la guerra, y es ésta la que tiene que soportar todos los costes materiales. Las generaciones futuras están implicadas sólo en cuanto son nuestros herederos a los cuales dejamos menos de lo que habríamos podido dejarles si no hubiéramos entrado en guerra. Que ahora el Estado financie la guerra mediante deudas u otra cosa, no cambia en nada esta realidad de hecho. Haber financiado la mayor parte de los costes de la guerra recurriendo al endeudamiento del Estado no significa en absoluto haber descargado las cargas de la guerra sobre el futuro. Significa tan sólo que se ha adoptado un determinado principio de reparto de los costes de la guerra. Si, por ejemplo, el Estado tuviera que sustraer a cada ciudadano la mitad de su patrimonio para estar en condiciones de financiar la guerra, inicialmente es indiferente que lo haga gravándole una tantum la mitad de su patrimonio o sustrayéndole anualmente en forma de impuesto una cantidad equivalente a la mitad de ese patrimonio. Para el ciudadano es indiferente pagar de una vez 50 000 coronas de impuestos que pagar cada año los intereses de esa cantidad. Pero esto alcanza la mayor importancia para todos aquellos ciudadanos que no estarían en condiciones de pagar esas 50 000 coronas sin endeudarse, es decir, de hacerse prestar la cantidad que deben pagar como impuesto, ya que por este préstamo contraído como ciudadanos privados tendrían que pagar intereses superiores a los que el Estado —que disfruta de un crédito más barato— paga a sus acreedores. Aun fijando tan sólo en el 1% esta diferencia entre el crédito privado más caro y el estatal más barato, esto equivale en nuestro ejemplo a un ahorro anual de 500 coronas para el ciudadano sujeto al impuesto. Si él puede aportar año tras año su contribución para el pago de los intereses de la deuda pública que le corresponde, ahorra 500 coronas respecto a la suma que tendría que emplear anualmente para pagar los intereses de un préstamo privado que le habría puesto en condiciones de pagar la elevada suma temporal debida como impuesto de guerra.
Cuanto más fuerza adquiría la idea socialista a lo largo de la guerra, tanto más se tendía a cubrir sus costes con un impuesto especial sobre la propiedad.
Sin embargo, la idea de someter a un especial impuesto progresivo los incrementos de renta y de patrimonio durante la guerra no es necesariamente socialista. En sí y por sí, el principio de la imposición según la capacidad contributiva no es socialista. Nadie niega que quienes en tiempo de guerra consiguieron una renta más alta que en tiempo de paz e incrementaron su patrimonio demostraron, cæteris paribus, mayor capacidad contributiva que aquellos que no habían conseguido incrementar su renta o su patrimonio. Y aquí conviene dejar totalmente a un lado la cuestión de la medida en que tales incrementos nominales de la renta y del patrimonio haya que considerar como incrementos efectivos o más bien como un hinchamiento a escala mundial de la expresión monetaria a consecuencia de la reducción del valor del dinero. Ya que no hay duda de que una persona que antes de la guerra tenía una renta de 10 000 coronas y durante la guerra había subido a 20 000 coronas se encontraba en mejores condiciones que otra que se había quedado en su renta de 10 000 de antes de la guerra. La verdad es que en esta falta de consideración del valor del dinero, incluso obvia dada la tendencia general de la legislación alemana y austríaca, se ocultaba un prejuicio intencionadamente desfavorable respecto a los propietarios de bienes inmobiliarios y en particular de los agricultores.
Las tendencias socialistas en el impuesto sobre los beneficios de guerra aparecían sobre todo en sus motivaciones. Los impuestos sobre los beneficios de guerra se basan en la idea de que todo beneficio de un empresario representa un robo a la colectividad en su conjunto, y que por tanto por razones jurídicas debe ser enteramente recuperado. Tal tendencia se manifiesta en el nivel desproporcionado de los impuestos, los cuales se acercan cada vez más a una auténtica confiscación de todo el incremento del patrimonio y de la renta, y sin la menor duda acabará también por alcanzar su objetivo explícito. Pues sobre una cosa realmente no hay que hacerse ilusión alguna: el juicio desfavorable sobre la renta del empresario que emerge de estos impuestos de guerra no se limita simplemente al periodo bélico, y la motivación que de ellos se dio —es decir, que tales incrementos del patrimonio y de la renta en esta fase de emergencia nacional habrían sido contrarios a la ética—, podrán reconfirmarse con la misma justificación, aunque con otras argumentaciones en los detalles, también en la fase posbélica.
Las tendencias socialistas se manifiestan también en la idea del impuesto único sobre el patrimonio. La popularidad de que goza esta idea —una popularidad tan grande que hace improbable cualquier seria discusión sobre su oportunidad— sólo puede explicarse con la aversión de toda la población hacia la propiedad privada. A la cuestión de si un impuesto único sobre la propiedad es preferible a un impuesto corriente, socialistas y liberales darán una respuesta totalmente distinta. Se puede sostener que el impuesto patrimonial corriente, repetido cada año (prescindiendo completamente de su mayor equidad y uniformidad, porque permite corregir en el año sucesivo los posibles errores en materia de imponible cometidos en el año anterior, y porque no depende de la casualidad de lo que se posee en un determinado momento y de la correspondiente valoración, ya que determina año por año la posesión sobre la base del nivel de su consistencia patrimonial), ofrece respecto al impuesto único sobre el patrimonio la ventaja de no quitar a cada uno la disponibilidad de sus bienes de capital. Si uno gestiona una empresa con un capital propio de 100 000 marcos, para él no es en absoluto indiferente pagar una cantidad una tantum de 50 000 marcos como impuesto patrimonial o bien pagar cada año tan sólo la suma correspondiente a los intereses que el Estado tiene que pagar para remunerar una deuda de 50 000 marcos. Ya que podemos esperar que con ese capital él logre conseguir un beneficio superior a la suma que el Estado tendría que exigirle para pagar los intereses de los 50 000 marcos, y que permanecería en su bolsillo. Pero el punto decisivo de la posición liberal no es éste, sino el criterio social de que el Estado, a través del impuesto único sobre el patrimonio, transfiere capital de manos de los empresarios a las de los capitalistas y de los prestamistas de dinero. Si el empresario, después de pagar el impuesto patrimonial, quiere seguir con su empresa dentro de las mismas dimensiones en que la gestionaba antes del impuesto patrimonial, debe procurarse la suma que le falta recurriendo al crédito, y como individuo particular se verá obligado a pagar intereses más elevados de los que el Estado habría tenido que pagar. La consecuencia del impuesto patrimonial será, pues, un mayor endeudamiento de los estratos empresariales de la población respecto a los capitalistas no empresariales, los cuales, como consecuencia de la reducción de la deuda de guerra, cambiarán una parte de sus créditos hacia el Estado por créditos hacia los particulares.
Los socialistas naturalmente van mucho más lejos. Quieren emplear el impuesto patrimonial únicamente para reducir las deudas de guerra, de las que muchos de ellos quieren liberarse de una manera aún más sencilla a través de la bancarrota del Estado. Piden el impuesto patrimonial para ceder al Estado cuotas de propiedad de empresas económicas de todo género, de sociedades anónimas industriales, de minas y de fincas agrícolas. Su batalla la libran bajo el lema de la participación del Estado y de la sociedad en el producto de las empresas privadas[20]. Como si el Estado no participara igualmente, a través de la legislación fiscal, en el producto de todas las empresas, hasta el punto de no tener ninguna necesidad de un título jurídico privado para obtener renta de las propias empresas. Hoy el Estado participa del producto de las empresas sin siquiera la obligación de colaborar de un modo cualquiera a la dirección del proceso productivo, y sin tan siquiera la posibilidad de ser perjudicado de un modo cualquiera por eventuales pérdidas sufridas por la empresa. Pero si el Estado tiene cuotas de participación en todas las empresas, participará también en las pérdidas, y se verá, por tanto, obligado a preocuparse también de la gestión de las distintas empresas. Y esto es precisamente lo que quieren los socialistas.
La cuestión de si el socialismo de guerra es auténtico socialismo ha sido acaloradamente debatida en varias ocasiones. Hay quien responde afirmativamente con la misma decisión con la que otros responden negativamente. En el debate se ha podido observar el fenómeno sorprendente de que, a medida que la guerra proseguía y se hacía cada vez más evidente que terminaría con el fracaso de la causa alemana, disminuía también la propensión a definir el socialismo de guerra como socialismo auténtico.
Para poder tratar correctamente el problema, es preciso ante todo tener muy presente que el socialismo significa transferencia de los medios de producción de la propiedad privada de los particulares a la propiedad de la sociedad. Esto sólo y no otra cosa es el socialismo. Todo lo demás es accesorio. Para la solución de nuestro problema es absolutamente indiferente, por ejemplo, quién tiene el poder en una colectividad, por ejemplo quién tiene el poder en una colectividad socializada, un emperador hereditario, un César o la comunidad popular democráticamente organizada. No constituye la esencia de la comunidad socialista el hecho de estar gobernada por consejos de obreros y soldados. También otros poderes pueden realizar el socialismo, por ejemplo la Iglesia o el Estado militar. Por lo demás, conviene observar que una eventual elección de la dirección general de la economía socialista en Alemania en los primeros años de guerra sobre la base de una completa universalidad e igualdad del derecho de voto, habría dado a Hindenburg y Ludendorff una mayoría mucho más sólida que la que habrían podido alcanzar Lenin o Trotski en Rusia.
Tampoco es esencial el modo de emplear lo que la economía socialista produce. Para los fines de nuestro problema es indiferente que este producto sirva en primera instancia para fines civiles o bien para combatir una guerra. Para el pueblo alemán, o por lo menos para su inmensa mayoría, no había ninguna duda de que la victoria en la guerra se consideraba en aquel momento el objetivo más urgente. Que esto se apruebe o no es igualmente indiferente[21].
Igualmente indiferente es que el socialismo de guerra se realice sin una transformación formal radical de las relaciones de propiedad. Lo que interesa no es la letra de la ley, sino el contenido material de las normas jurídicas.
Si tenemos presente todo esto, entonces no es difícil comprender que todas las medidas del socialismo de guerra aspiraban a poner la economía sobre una base socialista. El derecho de propiedad permanece formalmente intacto. El propietario, según la letra de la ley, siguió siendo propietario de los medios de producción. Pero se le quitó el poder de disponer de su empresa. No era él quien tenía que establecer qué había que producir, hacerse con las materias primas, contratar a los obreros y finalmente vender el producto. El objetivo de la producción le era prescrito, las materias primas le eran suministradas a determinados precios, los trabajadores le eran asignados y tenía que pagarles según parámetros salariales sobre cuya determinación él no tenía ninguna influencia directa. A su vez, el producto se le compraba a un precio determinado, si no es que se le pagaba simplemente con un salario por toda la producción. Esta organización no se realizó uniforme y simultáneamente en todos los sectores productivos, y en algunos no lo fue en absoluto. También su red tenía los agujeros de las mallas bastante amplios, de modo que muchos podían evitarla. Una reforma tan gigantesca que provoca un cambio total en las relaciones de producción no puede ciertamente llevarse a cabo de un solo golpe. Pero el objetivo que se perseguía y al que se acercaban cada vez más en toda nueva disposición era éste y no otro. El socialismo de guerra no fue en modo alguno un socialismo integral, pero fue plena y auténtica socialización, una vía que debía llevar al socialismo y que conducía al mismo. Si la guerra hubiera durado más y se hubiera seguido recorriendo el camino emprendido, se habría llegado a la socialización integral y sin excepciones.
En nada modifica este marco la circunstancia de que el producto vaya ante todo al empresario. Las medidas del socialismo de guerra en sentido estricto no eliminan de raíz el beneficio empresarial y el interés del capital, aunque la fijación de los precios por parte de la autoridad representa ya un buen paso adelante en esta dirección. Pero del cuadro completo del socialismo de guerra forman parte precisamente todas las medidas de política económica tomadas durante la guerra, y sería un error considerar sólo algunas medidas e ignorar otras. Todo lo que la dictadura económica de las distintas instancias organizativas de la economía de guerra dejó libre fue capturado por la política fiscal. La política fiscal de guerra estableció el principio de que todo beneficio adicional respecto a las ganancias del periodo prebélico tenía que ser confiscado mediante los impuestos. Tal fue, desde el principio, el objetivo al que tendió y se aproximó en todas las medidas sucesivas que fue adoptando. Y no hay duda de que habría alcanzado plenamente también este objetivo con sólo haber podido disponer aún de un poco más de tiempo. Se modificó sin ninguna consideración el valor del dinero que mientras tanto había cambiado ya por su cuenta, lo cual significó limitar el beneficio empresarial no al total alcanzado en el periodo prebélico sino a una fracción de este total. Así, mientras por una parte el beneficio del empresario se limitaba por arriba, por otra no se le garantizaba con seguridad que lo obtendría. Como siempre, habría tenido que pechar solamente con las pérdidas sin tener en cambio ninguna posibilidad de obtener un beneficio.
Muchos socialistas han explicado que ellos no pensaban en absoluto en una expropiación sin indemnización de los empresarios, de los capitalistas y de los propietarios de tierras. Muchos de ellos pensaban que una comunidad socialista habría podido también dejar que clases propietarias siguieran percibiendo la renta que percibían antes de su instauración, ya que la socialización habría provocado un aumento tan notable de la productividad que sería fácil soportar esa indemnización. Una transición regulada al socialismo habría permitido indemnizar a los empresarios en cifras superiores a las introducidas por el socialismo de guerra. Éstos habrían seguido recibiendo en forma de renta garantizada cuanto habían ganado antes. Que luego estas rentas de las clases propietarias pudieran ser permanentes o tan sólo fueran percibidas durante un tiempo determinado, es una circunstancia secundaria. Ni siquiera el socialismo de guerra resolvió definitivamente la cuestión. Los aumentos del impuesto sobre los patrimonios, sobre las rentas y sobre las herencias, sobre todo gracias al desarrollo de la progresividad de las cuotas, habrían podido alcanzar rápidamente la confiscación plena.
A los poseedores de capital de préstamo se les siguió garantizando por el momento los intereses. Puesto que la inflación infligía continuas pérdidas a sus patrimonios y a sus rentas, no representaban un objeto apetecible para una mayor intervención del fisco. Respecto a ellos la función de la confiscación la cumplía ya la inflación.
La opinión pública alemana y austríaca, completamente dominada por la mentalidad socialista, estigmatizó repetidamente el hecho de que se hubiera tardado tanto tiempo en gravar los beneficios de guerra, y que también con posterioridad no se hubiera procedido con el necesario rigor. Se debería haber pasado inmediatamente a confiscar todos los beneficios de guerra, o sea, todos los incrementos patrimoniales y de renta obtenidos durante la guerra. Desde el primer día de guerra se habría tenido que realizar la socialización integral, excluyendo sólo las rentas procedentes de propiedades conseguidas antes de la guerra. Ya se preguntaban por qué no se había hecho y qué consecuencias se habrían derivado para la reconversión bélica de la industria si se hubiera seguido esta sugerencia.
Cuanto más se perfeccionaba el socialismo de guerra, tanto más se hacían sentir algunas consecuencias de un ordenamiento socialista de la sociedad. Ciertamente, en el aspecto técnico las empresas no trabajaban de un modo más irracional que antes, ya que los empresarios que habían quedado al frente de sus empresas y conservaban formalmente su cargo siguieron cultivando la esperanza de poder retener —aunque fuera ilegalmente— una parte más o menos considerable de las mayores ganancias obtenidas, y esperaban del futuro por lo menos la abolición de todas las medidas del socialismo de guerra, que incluso oficialmente seguían definiéndose como medidas excepcionales y limitadas exclusivamente a la duración de la guerra. Sin embargo, especialmente en el sector del comercio, podía advertirse la tendencia a un aumento de los gastos, desde el momento en que la política de precios de las autoridades y la praxis de los tribunales en la aplicación de las normas penales en los casos de superación de los precios máximos establecían los precios permitidos sobre la base de los gastos del empresario, incluido un aumento por «utilidad cívica», de modo que la ganancia del empresario aumentaba tanto más cuanto más aumentaban sus costes de adquisición y sus gastos.
De la máxima importancia fue la parálisis de cualquier iniciativa empresarial. Puesto que participaban más de las pérdidas que de los beneficios, el incentivo para aventurarse en especulaciones perspicaces no podía menos de ser escaso. Muchas ocasiones productivas quedaron inutilizadas en la segunda mitad de la guerra porque los empresarios evitaban el riesgo conexo a nuevas inversiones y a la adopción de nuevos métodos productivos. Para estimular la producción era ya más idóneo el método adoptado al principio de la guerra, especialmente en Austria. Éste consistía en que el Estado asumiera la responsabilidad por las eventuales pérdidas. La opinión sobre este punto cambió hacia el final de la guerra. Cuando en Austria se vieron obligados a importar determinadas materias primas del exterior, surgió el problema sobre quién tenía que cargar con el «riesgo de paz», es decir, el riesgo de sufrir pérdidas a causa de la caída de los precios que se esperaba que produciría la llegada de la paz. Los empresarios con limitadas posibilidades de ganancia afiliados a las «centrales» estaban dispuestos a aceptar el negocio sólo si el Estado estaba a su vez dispuesto a cargar con las eventuales pérdidas. Pero como esto no era posible, la importación quedó suspendida.
El socialismo de guerra fue tan sólo la prosecución a ritmos acelerados de la política del socialismo de Estado introducida ya mucho antes de la guerra. Desde el principio la intención de todos los grupos socialistas fue no dejar caer después de la guerra ninguna de las medidas adoptadas durante la misma, sino más bien proseguir en la construcción del socialismo. Si la opinión pública tuvo una impresión distinta y si sobre todo en el ámbito del gobierno se habló siempre y sólo de disposiciones excepcionales mientras duraba la guerra, ello tenía el objetivo de disipar posibles dudas respecto a los ritmos acelerados de la socialización y sofocar cualquier oposición. En realidad se había dado ya con la fórmula bajo la cual tenían que circular las ulteriores medidas de socialización: se empezó a hablar de economía de transición.
El militarismo de los oficiales del Estado Mayor se derrumbó, pero la economía de transición pasó a manos de otros poderes.