Conclusiones finales

El utilitarismo racionalista no excluye fundamentalmente ni al socialismo ni al imperialismo. Aceptarlo significa tan sólo instrumentar un criterio a partir del cual puedan sopesarse y valorarse ventajas y desventajas de los distintos sistemas sociales posibles. Sería lógicamente posible —desde el punto de vista utilitarista— convertirse en socialistas o bien en imperialistas. Pero una vez que se ha aceptado ese criterio se está obligado a sostener su programa con argumentos racionales. Todo resentimiento, toda política de sentimientos y toda mística, ya se presente como fe racional o como cualquier otro mensaje salvífico, tienen que ser rechazados. Acerca de los principios de la política se puede discutir sobre bases racionales y posicionarse en pro o en contra, y si no se consigue alcanzar un acuerdo ni sobre los fines últimos ni tampoco (aunque esto suceda más raramente) sobre la elección de los medios con que alcanzarlos, porque su valoración depende de los sentimientos subjetivos, sin embargo de este modo se consigue restringir fuertemente el terreno disputado. Las esperanzas de muchos racionalistas naturalmente van aún más allá. Ellos piensan que pueden resolver cualquier disputa con medios intelectuales, puesto que todos los contrastes surgirían, según ellos, simplemente de errores y carencia de conocimientos. Pero en el momento mismo en que suponen esto, presuponen ya la tesis de la armonía de los intereses bien entendidos de los individuos, o sea, precisamente aquella tesis que rechazan imperialistas y socialistas.

Todo el siglo XIX está dominado desde el principio al fin por la lucha contra el racionalismo, cuyo dominio al principio parecía indiscutible. Lo que se ataca es su misma premisa que asume la existencia de una homogeneidad sustancial de pensamiento de todos los hombres. Ahora en cambio el alemán debe pensar de un modo distinto que el británico, el dolicocéfalo de un modo diferente del braquicéfalo; a la lógica «burguesa» se le contrapone la «proletaria». Se niega al intelecto la aptitud para resolver todas las cuestiones políticas; sentimiento e instinto deben indicar a los hombres el camino a seguir.

La política racional y la economía racional han enriquecido infinitamente, al menos externamente, la vida de los individuos y de los pueblos. Se ha podido pasar por alto este hecho porque se ha mirado siempre exclusivamente a la pobreza de aquellos que viven fuera de las áreas ya conquistadas por la libertad económica, y porque siempre se ha contrapuesto la suerte del obrero moderno a la del hombre rico de hoy, en lugar de comparar la suerte de ambos con la de sus predecesores. Es cierto que el hombre moderno no está contento con su situación económica, y que quisiera tener aún más. Pero precisamente esta aspiración inagotable a una mayor riqueza es la fuerza impulsora de nuestro desarrollo, que no puede ser eliminada sin destruir las bases mismas de nuestra civilización económica. La felicidad del siervo apaleado por su amo no es ciertamente una condición ideal cuya desaparición haya que lamentar.

Pero también es cierto que al crecimiento del bienestar exterior no corresponde un aumento de la riqueza interior. El habitante de la ciudad moderna es más rico que el ciudadano de la Atenas de Pericles y que el trovador provenzal en tiempos de la caballería, pero su vida interior se agota en la función mecánica de las actividades laborales y en las distracciones superficiales de las horas de ocio. Desde la antorcha de madera y resina hasta la lámpara incandescente el progreso es enorme; desde el canto popular a la canción de moda el regreso es espantoso. Consolémonos al menos pensando que se empieza a tomar conciencia de esta carencia. Sólo en esto está la esperanza de una civilización del futuro capaz de ofuscar a todas las anteriores.

Pero la reacción al empobrecimiento interior no debe menoscabar la racionalidad de la vida exterior. La nostalgia romántica de magníficas aventuras, de activismo y de desinhibición exteriores es sólo señal de vacío interior; permanece en la superficie, no va al fondo de las cosas. El remedio no podemos esperarlo del cúmulo indiscriminado de experiencias de vida exteriores. El hombre debe buscar la vía hacia sí mismo, encontrar en su interioridad aquella satisfacción que en vano espera del exterior. Si entregamos la política y la economía al imperialismo, al resentimiento y a los misticismos, nos haremos seguramente más pobres exteriormente, pero en modo alguno más ricos en el interior.

La actividad bélica asegura al hombre aquella profunda satisfacción que desencadena la máxima tensión de todas las fuerzas contra los peligros externos. Pero se trata simplemente de la aparición de impulsos e instintos atávicos que resultan absurdos en otras condiciones. El sentido de felicidad interior que desencadenan no la victoria y la venganza sino la lucha y el peligro brota de la viva sensación de que la indigencia constriñe al hombre a liberar todas las energías de que es capaz y a movilizar todas sus potencialidades[1].

Es propio de las grandes naturalezas aspirar por impulso interior a las más altas realizaciones; otros tienen necesidad del impulso externo para superar la pereza innata y desarrollar el propio yo. El hombre simple no podrá nunca participar de la felicidad que la personalidad creativa experimenta dedicándose a su propia tarea, a no ser que circunstancias extraordinarias le pongan también a él ante tareas que exigen y premian el empeño de todas sus dotes humanas. Aquí está el origen de todo heroísmo. El individuo se lanza impetuosamente contra el enemigo no por un impulso de autodestrucción o por el placer de morir, sino porque en el fragor de la acción borra en su mente el pensamiento de las heridas y de la muerte. El valor es una expresión exuberante de salud y fuerza, es una rebelión de la naturaleza humana contra las adversidades externas. El ataque es la forma primordial de la iniciativa. Con el sentimiento, el hombre es siempre imperialista[2].

Pero la razón prohíbe que el sentimiento tenga libre curso. Querer hacer añicos al mundo para satisfacer un anhelo romántico es tan contrario a la más elemental reflexión que no merece la pena ocuparse de ello.

La política racional, identificada normalmente con las ideas de 1789, ha sido acusada de antipatriotismo y, en Alemania, de antigermanismo. La misma no tendría ninguna consideración por los intereses particulares de la patria, y olvidaría, por la humanidad y el individuo, a la nación. Es una acusación sólo comprensible si se acepta la idea de que entre los intereses de la colectividad, por un lado, y los de los individuos y de toda la humanidad, por otro, existe un antagonismo insuperable. Si en cambio se parte de la armonía de los intereses bien entendidos, la acusación es injustificable. El individualista no podrá nunca comprender cómo una nación puede hacerse grande, rica y poderosa a costa de sus miembros, y cómo el bien de la humanidad puede ser obstáculo para el de los distintos pueblos. En la hora de la más profunda humillación de Alemania es preciso hacer una pregunta: ¿No habría sido mejor para la nación alemana seguir la política pacifista del tan maltratado liberalismo en lugar de la militarista de los Hohenzollern?

A la política utilitarista se le ha reprochado además basarse tan sólo en la satisfacción de las necesidades materiales, dejando a un lado los fines superiores que el hombre persigue. El utilitarista pensaría sólo en el café y en el algodón, olvidando los verdaderos valores de la vida. Obedeciendo a una política de este género, todos se dedicarían exclusivamente a perseguir los más bajos placeres y el mundo se hundiría en un craso materialismo. Nada es más insensato que esta crítica. Es cierto que utilitarismo y liberalismo defienden que alcanzar la máxima productividad posible del trabajo económico constituye el primero y el más importante objetivo de la política. Pero no lo hacen absolutamente porque ignoren el hecho de que la vida del hombre no se agota en los placeres materiales. Se fijan en el bienestar y en la riqueza no porque aprecien en ellos el valor supremo, sino porque saben que no hay cultura interior de alto nivel que no suponga un bienestar exterior. Si niegan al Estado la función de promover la realización de los grandes valores de la vida no es porque desprecien los valores auténticos sino porque saben que tales valores, que son la expresión más auténtica de la vida interior, se sustraen a cualquier influencia de los poderes externos. Si reivindican la libertad de culto no es por falta de religiosidad sino por la profunda intimidad del sentimiento religioso, la cual exige que la experiencia interior esté libre de toda tosca influencia de un poder externo. Si reivindican libertad de pensamiento es porque tienen una concepción demasiado alta del pensamiento como para dejarlo a merced de magistrados y concilios. Si reivindican la libertad de palabra y de prensa es porque esperan que el triunfo de la verdad llegue a través del debate de opiniones opuestas. Si rechazan toda autoridad es porque creen en el hombre.

Ciertamente, la política utilitarista es política terrenal. Pero está en la naturaleza de toda política. Desprecia el pensamiento no quien quiere liberarlo de toda reglamentación externa sino quien desea controlarlo con la ley penal y la ametralladora. La acusación de materialismo no ataca al utilitarismo individualista sino al imperialismo colectivista.

Con la guerra mundial la humanidad ha entrado en una crisis que no tiene parangón en la historia pasada. También hubo antes guerras que aniquilaron civilizaciones florecientes y exterminaron a pueblos enteros. Pero todo esto no es en absoluto comparable con lo que está sucediendo ante nuestros ojos. En la crisis mundial, de la que estamos viviendo sólo el principio, se hallan implicados todos los pueblos del mundo. Ninguno puede permanecer al margen, ninguno puede decir que no se decide también su destino. Si en el pasado la voluntad de exterminio de los más poderosos encontró un límite en lo inadecuado de los medios de destrucción y en la posibilidad que se ofreció a los vencidos de librarse de la persecución replegándose sobre su territorio, hoy los progresos de la técnica bélica y de las comunicaciones hacen imposible que el vencido escape a la ejecución de la sentencia de exterminio del vencedor.

La guerra se ha hecho más aterradora y más destructiva de lo que jamás pudo ser porque hoy se hace con todos los medios técnicos altamente evolucionados que la economía liberal ha creado. La civilización burguesa ha creado ferrocarriles e instalaciones eléctricas, inventado explosivos y aviones para crear riqueza. El imperialismo ha puesto los instrumentos de paz al servicio de la destrucción. Con los medios modernos sería fácil exterminar de golpe a toda la humanidad. En su espantosa locura, Calígula auspiciaba que todo el pueblo romano tuviera una sola cabeza para poder cortársela de un tajo. La civilización del siglo XX ha hecho posible que el frenesí insensato de los modernos imperialistas pueda realizar análogos sueños sanguinarios. Apretando un botón se puede exterminar a millares de personas. Era destino de la civilización no conseguir quitar los medios materiales que ha creado de manos de quienes habían quedado ajenos a su espíritu. Los modernos tiranos tienen una tarea más fácil respecto a sus predecesores. En la economía basada en la división del trabajo, quien controla los medios del mercado de las ideas y de los bienes tiene un poder mucho más sólido que el de un emperador del pasado. Hoy es fácil amordazar la prensa, y quien la controla no tiene por qué temer la competencia de la palabra sólo hablada o escrita. Incluso para la Inquisición las cosas eran más difíciles. Ningún Felipe II podría impedir la libertad de pensamiento más de lo que puede hacer un censor moderno. Mucho más eficientes que la guillotina de Robespierre son las ametralladoras de Trotski. Nunca el individuo ha estado tan sometido como desde que estallaron la guerra mundial y sobre todo la revolución mundial. Nadie puede hoy escapar a la técnica policial y administrativa.

Hay un único límite a este furor destructivo. En el momento mismo en que el imperialismo destruye la libre cooperación entre los hombres, sustrae a su poder la base material que lo sustenta. La civilización económica le ha forjado las armas. En el momento en que las emplea para destruir la fragua y matar al herrero, no tiene ya armas para el futuro. El aparato económico basado en la división del trabajo no puede reproducirse, y mucho menos ampliarse, si desaparecen la libertad y la propiedad. Se desmoronará, y la economía se hundirá en las formas primitivas. Sólo entonces la humanidad podrá respirar más libremente. El imperialismo y el bolchevismo, si el retorno a la sensatez no anticipa los tiempos, serán superados lo más tarde cuando sean definitivamente obsoletos los instrumentos de poder que han arrancado de manos del liberalismo distorsionando sus finalidades.

El resultado desafortunado de la guerra pone bajo el dominio extranjero a millares, o mejor, a millones de alemanes, e impone al resto de Alemania el pago de un tributo de dimensiones inauditas. En el mundo se instituye un orden jurídico que excluye permanentemente al pueblo alemán de la posesión de aquellas partes de la superficie terrestre que ofrecen las condiciones de producción más favorables. Ningún alemán podrá en el futuro adquirir la posesión de recursos agrícolas y medios de producción en el exterior, y millones de alemanes se verán obligados a alimentarse mal, hacinados en reducidos espacios del suelo alemán, mientras al otro lado del mar están abandonados millones de quilómetros cuadrados de la mejor tierra. El resultado de esta paz será un aumento de la indigencia y de la miseria del pueblo alemán. Los índices demográficos descenderán, y el pueblo alemán, que antes de la guerra era uno de los más numerosos del mundo, en el futuro contará numéricamente menos que en otro tiempo.

Todo pensamiento y todo acto del pueblo alemán tendrán que orientarse al modo de salir de esta situación. Dos son las vías para poder alcanzar este objetivo. Una es la de la política imperialista. Reforzarse militarmente, y apenas se presente la ocasión para atacar, reanudar la guerra: tal es el medio en que hoy se piensa exclusivamente. Hoy son muchos los pueblos que han saqueado y sometido a Alemania. La cantidad de violencia que han ejercido es tal que estarán ansiosamente alerta para impedir que Alemania se refuerce de nuevo. Una nueva guerra por iniciativa alemana podría convertirse fácilmente en una tercera guerra púnica y terminar con el total aniquilamiento del pueblo alemán. Pero aun cuando resultara victoriosa, la miseria económica que causaría a Alemania sería tal que no merecería la pena, además del riesgo real para el pueblo alemán de recaer nuevamente en la ebriedad de la victoria, en aquel triunfalismo sin modo ni límite que ya repetidamente le ha sido fatal, porque al final puede llevarle de nuevo a un colosal desastre.

La segunda vía que el pueblo alemán puede emprender es la de la total renuncia al imperialismo. Afrontar la reconstrucción sólo a través de la economía, a través del trabajo, permitir, con total libertad en el interior, que se liberen todas las fuerzas de los individuos y de toda la nación: tal es la vía que lleva a la vida. Contraponer a los esfuerzos de los Estados limítrofes para oprimirnos y desnacionalizamos nada más que la actividad económica; el trabajo, que hace ricos a los individuos, y por tanto libres, es un camino que lleva a la meta más rápida y seguramente que la política agresiva. Los alemanes, que han sido sometidos al Estado checoslovaco, polaco, danés, francés, belga, italiano, rumano y yugoslavo, salvaguardarán mejor su identidad étnica si siguen la vía de la democracia y de la autonomía administrativa —que al final conduce a la completa autonomía nacional— en lugar de poner sus esperanzas en una nueva victoria de las armas.

La política perseguida por el grueso de la nación alemana con los medios exteriores del poder ha fracasado completamente. No sólo ha reducido al pueblo alemán como entidad, sino que ha hundido en la miseria y en la indigencia a los individuos alemanes. Nunca como hoy el pueblo alemán había caído tan bajo. Si ahora quiere de nuevo levantarse, no deberá ya tratar de agrandar el conjunto a expensas de los individuos, sino intentar dar una base duradera al bienestar de la colectividad asegurando ante todo el bienestar de los individuos. Tendrá que pasar de la política colectivista practicada hasta ahora a la política individualista.

Que esta política sea posible en un futuro a la vista del imperialismo que levanta la cabeza por todas partes en el mundo, es otra cuestión. Pero si así no fuera, es toda la civilización moderna la que se encaminaría al ocaso.

«Ni siquiera la persona más piadosa puede vivir en paz si esto no le gusta al vecino malvado». El imperialismo arma la mano de todos aquellos que no quieren ser sometidos. Para combatir el imperialismo los pacifistas se ven obligados a emplear todos sus medios. Pero una vez ganada la batalla, puede ser que hayan derrotado al adversario, pero que hayan sido vencidos por sus métodos y por su ideología. Y entonces no dejan las armas y se hacen ellos mismos imperialistas.

Ingleses, franceses y americanos se habían mantenido al margen, en el siglo XIX, de toda voluntad de conquista haciendo del liberalismo su primer principio. Ciertamente, también en la era liberal su política no había estado totalmente exenta de veleidades imperialistas, ni se puede atribuir sin más a un cálculo defensivo toda victoria que la idea imperialista obtuvo entre ellos. Pero no hay duda de que su imperialismo encontró su mayor fuerza en la necesidad de rechazar el imperialismo alemán y ruso. Ahora ellos han triunfado, pero no tienen la intención de contentarse con los objetivos militares indicados antes de la guerra. Hace tiempo que olvidaron los bellos programas con que afrontaron la guerra. Ahora tienen en su mano el poder y no piensan dejarlo. Acaso piensan en ejercerlo por el bien de todos; pero esto lo han creído todos los poderosos. El poder es malo en sí, al margen de quien lo ejerza[3].

Si quieren emprender aquella política que ya nos condujo al naufragio, tanto peor para ellos; para nosotros no puede ser motivo para dejar de perseguir nuestros intereses. Si pedimos una política de desarrollo tranquilo y pacífico, lo hacemos no por amor a ellos sino por amor a nosotros mismos. El mayor error de los imperialistas alemanes fue acusar de simpatías antipatrióticas por lo extranjero a quienes aconsejaban una política de moderación. El curso de la historia ha mostrado lo mucho que se equivocaron. Hoy sabemos perfectamente a qué conduce el imperialismo.

Sería la peor desgracia para Alemania y para toda la humanidad que la política alemana del futuro estuviera dominada por el revanchismo. El único objetivo de la nueva política alemana debe ser liberarse de las cadenas impuestas al desarrollo alemán por la paz de Versalles, liberar a los conciudadanos de la servidumbre y la miseria. Ejercer represalias por la injusticia sufrida, vengarse y castigar, puede también satisfacer los instintos más bajos. Pero en política quien se venga se perjudica a sí mismo no menos que al enemigo. La comunidad internacional del trabajo se basa en la utilidad recíproca de todos los participantes. Quien quiere conservarla y perfeccionarla debe renunciar a priori a cualquier resentimiento. ¿Qué conseguiría satisfaciendo su sed de venganza a costa de su propio bienestar?

En la Sociedad de Naciones de Versalles en realidad fueron las ideas de 1914 las que triunfaron sobre las de 1789; el hecho de que no hayamos sido nosotros los que les ayudamos a triunfar sino nuestros enemigos, y que la opresión se dirija contra nosotros, es para nosotros mismos importante, y sin embargo es escasamente decisivo desde el punto de vista histórico mundial. El hecho fundamental sigue siendo el de que se «castigó» a pueblos y que revive la teoría de la pérdida de derechos. Al permitir excepciones a los derechos de autodeterminación de las naciones en perjuicio de los pueblos «cautivos», se ha invertido el primer principio que sustenta la libre comunidad de los pueblos. El hecho de que ingleses, norteamericanos, franceses y belgas —que son los principales exportadores de capitales— contribuyan a que se admita el principio de que tener la disponibilidad de capital en el exterior representa una forma de dominio, y que su expropiación es una consecuencia natural de cambios políticos, indica lo mucho que hoy en esos pueblos la rabia ciega y el deseo de enriquecimiento momentáneo prevalecen sobre la reflexión racional, esa reflexión que debería inducir precisamente a ellos a un comportamiento globalmente distinto en materia de mercado de capitales.

La vía que nos aleja del peligro que el imperialismo mundial representa para el futuro de la colaboración productiva y cultural entre los pueblos, y por tanto para el destino de la civilización, es el rechazo de la política emotiva e instintiva y el retorno al racionalismo político. Si quisiéramos echarnos en brazos del bolchevismo con el mero objeto de hacer un desaire a nuestros enemigos que nos han robado nuestra libertad y nuestros bienes o de prender fuego también a su casa, no por ello conseguiremos ningún beneficio. Nuestra política no puede consistir en arrastrar con nosotros a nuestro enemigo al abismo. Debemos en cambio esforzarnos en no caer nosotros en el precipicio y en elevarnos de la esclavitud y la miseria. Pero no podemos hacerlo ni con actos belicosos ni con la venganza ni con una política de desesperación. Para nosotros y para la humanidad hay una única salvación: el retorno al liberalismo racionalista de las ideas de 1789.

Es posible que el socialismo represente una forma mejor de organización del trabajo humano. Quien lo afirma, que trate de demostrarlo racionalmente. Si lo consigue, el mundo unificado democráticamente por el liberalismo no dudará en implantar la sociedad comunista. ¿Quién podría oponerse en un Estado democrático a una reforma que aportara el máximo beneficio a la gran mayoría? El racionalismo político no rechaza por principio el socialismo. Rechaza a priori el socialismo que no se dirige al frío intelecto sino a confusos sentimientos; el socialismo que no opera con la lógica sino con el misticismo de un mensaje soteriológico; el socialismo que no quiere brotar de la libre voluntad de la mayoría del pueblo, sino del terrorismo de algunos fanáticos desencadenados.