PREFACIO A LA PRIMERA EDICIÓN INGLESA

El aspecto externo que presentan los problemas de que se ocupa la política bancaria y monetaria cambia de mes en mes y de año en año. En medio de estos cambios, el aparato teórico que nos permite tratar estas cuestiones permanece constante. En realidad, el valor de la economía estriba en que nos permite reconocer el verdadero significado de los problemas, despojados de sus adherencias accidentales. No se precisa por lo general un conocimiento muy profundo de la economía para captar los efectos inmediatos de una determinada medida; pero la misión de la economía consiste en prever los efectos más remotos, para poder así evitar aquellos actos que, intentando remediar un mal presente, siembran la semilla de males mucho mayores para el futuro.

Diez años han transcurrido desde que se publicó la segunda edición alemana de este libro. Durante este periodo la manifestación externa de los problemas monetarios y bancarios en el mundo ha cambiado radicalmente. Pero un examen más atento revela que hoy como entonces se discuten los mismos temas. Entonces, Inglaterra estaba a punto de elevar el valor-oro de la libra una vez más a su nivel de preguerra. No se había advertido que precios y salarios se habían adaptado a un nivel más bajo y que el restablecimiento de la libra a la paridad de preguerra conduciría a una caída de los precios que haría más difícil la posición del empresario, acentuando así la desproporción entre los salarios efectivos y los que se habrían pagado en un mercado libre. Naturalmente, había motivos para intentar el restablecimiento de la antigua paridad, aun a pesar de los indudables inconvenientes de semejante medida. La decisión debería haberse adoptado tras un atento examen de los pros y los contras de esa política. El hecho de que se diera ese paso sin que el público hubiera sido debidamente informado de antemano de sus inevitables inconvenientes reforzó extraordinariamente la oposición al patrón-oro. Y, sin embargo, los males que se lamentaron no se debían a la vuelta al patrón oro como tal, sino únicamente a que el valor oro de la libra se había estabilizado a un nivel superior al que correspondía a los precios y salarios del Reino Unido.

Desde 1926 a 1929, la atención del mundo se centró principalmente en la prosperidad americana. Como en todos los anteriores auges producidos por la expansión del crédito, se creyó que la prosperidad duraría eternamente, y se hizo caso omiso de las advertencias de los economistas. El giro que tuvo lugar en 1929 y la dura crisis económica que siguió no sorprendieron a los economistas; lo habían previsto, aunque no pudieron predecir la fecha exacta en que se produciría.

Lo sorprendente en la actual situación no es el hecho de que hayamos pasado por un periodo de expansión del crédito al que ha seguido un periodo de depresión, sino la forma en que los gobiernos han reaccionado y siguen reaccionando a estas circunstancias. En medio de la caída general de los precios, se hizo un esfuerzo universal para evitar el descenso de los salarios nominales, y para emplear los recursos públicos, por una parte, en apuntalar empresas que de otro modo hubieran sucumbido a la crisis, y por otra en proporcionar un estímulo artificial a la vida económica mediante proyectos de obras públicas. Consecuencia de esta política fue eliminar precisamente aquellas fuerzas que en anteriores etapas de depresión habían efectuado el ajuste de precios y salarios a las circunstancias existentes, facilitando así el camino de la recuperación. Se ignoró la desagradable verdad de que la estabilización de los salarios significa aumento del paro y la perpetuación de la desproporción entre precios y costes y entre producción y venta que es el síntoma de una crisis.

Esta actitud obedeció a consideraciones puramente políticas. Los gobiernos no deseaban causar inquietud entre las masas de sus asalariados. No se atrevieron a rechazar la doctrina que considera los altos salarios como el ideal económico más importante y cree que la política de los sindicatos y la intervención del gobierno pueden mantener el nivel de los salarios durante un periodo de descenso de los precios. De ahí que los gobiernos hicieran todo lo posible para reducir o eliminar por completo la presión que las circunstancias ejercían sobre el nivel de los salarios. Con el fin de impedir ofertas por debajo de los salarios fijados por los sindicatos, concedieron un subsidio de paro a las crecientes masas de parados y prohibieron a los bancos centrales elevar el tipo de interés y restringir el crédito para así dar libre juego al proceso de superación de la crisis.

Cuando los gobiernos no se sienten suficientemente fuertes para procurarse por medio de impuestos o empréstitos los recursos que precisan para atender a los gastos que consideran imprescindibles, o bien para limitar sus gastos a los que pueden afrontar con los recursos de que disponen, el recurso a la emisión de billetes no convertibles y la consiguiente pérdida de valor del dinero es algo que ha ocurrido más de una vez en la historia de Europa y de América. Pero el motivo de los recientes experimentos de depreciación no ha sido en modo alguno un motivo fiscal. Se ha reducido el contenido en oro de la unidad monetaria para mantener el nivel interior de los salarios y los precios, y para asegurar a la industria nacional una posición ventajosa frente a sus competidores en el comercio internacional. Reivindicar semejantes acciones no es cosa nueva en Europa o en América. Pero en todos los casos anteriores, con pocas significativas excepciones, quienes reclamaron tales actuaciones no tuvieron el poder suficiente para garantizar su cumplimiento. En este caso, sin embargo, Gran Bretaña comenzó por abandonar el antiguo contenido en oro de la libra. En lugar de preservar su valor oro acudiendo al usual e infalible remedio de elevar el tipo de interés bancario, el gobierno y el parlamento del Reino Unido, con un interés del 4,5 por 100, prefirieron suspender la conversión de billetes a la antigua paridad legal, originando de este modo una considerable caída en el valor de la libra. Se pretendía evitar una ulterior caída de los precios en Inglaterra y sobre todo, a lo que parece, impedir una situación en que habría sido necesario reducir los salarios.

El ejemplo de Gran Bretaña fue seguido por otros países, especialmente por los Estados Unidos. El presidente Roosevelt redujo el contenido en oro del dólar porque pretendía impedir una caída de los salarios y restablecer el nivel de precios del periodo de prosperidad entre 1926 a 1929.

En Europa Central, el primer país que siguió el ejemplo de Gran Bretaña fue la República de Checoslovaquia. En los años que siguieron inmediatamente a la guerra, Checoslovaquia, por razones de prestigio, había seguido atolondradamente una política que aspiraba a elevar el valor de la corona, no cejando hasta que se vio forzada a reconocer que la elevación del valor de su divisa equivalía a dificultar la exportación de sus productos y a fomentar la importación de productos extranjeros, poniendo en serio peligro la solvencia de todas aquellas empresas que habían obtenido una porción más o menos considerable de su capital circulante por medio del crédito bancario. Sin embargo, durante las primeras semanas de este año [1934], se ha reducido la paridad oro de la corona a fin de aliviar la carga de las empresas deudoras y evitar una caída de los salarios y los precios y de este modo estimular la exportación y reducir la importación. Ninguna cuestión se discute hoy en todos los países tan acaloradamente como la de si se debe mantener o reducir el poder adquisitivo de la unidad monetaria.

Es cierto que la opinión general se inclina por reducir el poder adquisitivo a su nivel anterior, o bien a evitar una subida por encima de su nivel actual. Pero si tal es la general aspiración, es muy difícil comprender por qué debería aspirarse al nivel de 1926-29 y no, por ejemplo, al de 1913.

Si se piensa que los números índice nos proporcionan un instrumento para dar a la política monetaria un fundamento sólido y para hacerla independiente de los cambiantes programas económicos de los gobiernos y partidos políticos, tal vez se me podría permitir referirme a lo que en este libro se afirma sobre la imposibilidad de elegir un método particular para calcular los números índice como el único científicamente correcto y considerar a todos los demás como erróneos. Existen muchas maneras de calcular el poder adquisitivo por medio de los números índice, y cada una de ellas es correcta si se considera desde ciertos puntos de vista; pero al mismo tiempo será incorrecta si se considera desde otros puntos de vista igualmente sostenibles. Desde el momento en que cada método de cálculo produce resultados distintos de los producidos por otros métodos, y puesto que cada uno de estos resultados, si se toma como base de medidas prácticas, apoyará ciertos intereses y perjudicará a otros, es evidente que cada grupo de personas se pronunciará por aquellos métodos que mejor defiendan sus propios intereses. En el preciso momento en que se declara que la manipulación del poder adquisitivo es un recurso legítimo de la política monetaria, la cuestión relativa al nivel a que deberá fijarse ese poder alcanza su más alto significado político. Bajo el patrón oro, la determinación del valor del dinero depende de la rentabilidad de la producción de oro. Para algunos, esto puede constituir un inconveniente; y no hay duda de que introduce en la actividad económica un factor imposible de calcular. No obstante, hace que los precios de las mercancías no estén expuestos a violentos y repentinos cambios procedentes del lado monetario. Las mayores variaciones en el valor del dinero que hemos sufrido durante el último siglo se originaron no en las circunstancias de la producción de oro, sino en la política de los gobiernos y de los bancos de emisión. La dependencia del valor del dinero respecto a la producción de oro significa por lo menos independencia respecto a la política del momento. La desvinculación de la moneda frente a una paridad oro definitiva e inmutable ha convertido el valor del dinero en un juguete de la política. Hoy día observamos cómo las consideraciones acerca del valor del dinero se imponen sobre cualquier otra consideración, tanto en la política económica nacional como en la internacional. No estamos muy lejos de una situación en que por «política económica» se entienda ante todo el modo de influir sobre el poder adquisitivo del dinero. ¿Debemos mantener el actual contenido de oro de la unidad monetaria, o debemos orientamos hacia un contenido más bajo? Tal es la cuestión decisiva en la actual política económica de todos los países europeos y americanos. Tal vez nos encontramos ya en plena carrera para reducir el contenido de oro de la unidad monetaria con el fin de obtener ventajas transitorias (que por otra parte se basan en un autoengaño) en la guerra comercial en que los países del mundo civilizado se han embarcado desde hace décadas con creciente agresividad, y con efectos desastrosos sobre el bienestar de los ciudadanos.

Hablar de emancipación del oro en estas circunstancias es puro dislate. Ni uno solo de los países que han «abandonado el patrón oro» durante los últimos años ha sido capaz de prescindir de la importancia del oro como medio de cambio tanto en su política interna como en sus relaciones internacionales. Lo que ha ocurrido no ha sido un abandono del oro, sino de la antigua paridad legal de la unidad monetaria y, sobre todo, una reducción de la carga del deudor a costa del acreedor, si bien el principal objetivo de tales medidas acaso haya sido asegurar la mayor estabilidad posible de los salarios nominales, y a veces también de los precios.

Además de los países que han rebajado el valor-oro de su moneda por las razones señaladas, hay otro grupo de países que se niega a reconocer la depreciación de su moneda en términos de oro debida a una excesiva expansión de la circulación interior de billetes, y mantienen la ficción de que su unidad monetaria sigue teniendo su valor oro legal, o por lo menos un valor oro superior a su nivel real. Para sostener esta ficción han dictado normas sobre divisas extranjeras que por lo general obligan a los exportadores a vender sus divisas a su valor oro legal, es decir, con una considerable pérdida. El hecho de que la cuantía del dinero extranjero vendido a los bancos centrales en tales circunstancias haya disminuido enormemente no necesita mayores comentarios. De este modo se produce en estos países una especie de «escasez de divisas» (Devisennot). En efecto, éstas no pueden obtenerse al precio prescrito, y el banco central no puede acudir al mercado ilegal en el que se contratan divisas a su precio real porque que se niega a pagar este precio. Esta «escasez» se convierte entonces en excusa para hablar de dificultades de transferencia y para prohibir el pago de intereses y amortizaciones a los países extranjeros, lo cual ha producido un estancamiento del crédito internacional. Intereses y amortización se pagan con moneda depreciada de manera insatisfactoria o no se pagan en absoluto, y, como puede esperarse, difícilmente podrán ser objeto de seria consideración nuevas transacciones crediticias internacionales. No estamos lejos de una situación en que será imposible obtener préstamos extranjeros debido a que se ha ido aceptando gradualmente el principio de que cualquier gobierno puede prohibir pagar las deudas a los países extranjeros en cualquier momento basándose en motivos de «política de divisas». En este libro se discute a fondo el verdadero significado de esta política de divisas. Aquí permítasenos únicamente señalar que semejante política ha perjudicado las relaciones económicas internacionales durante los últimos tres años mucho más gravemente de lo que lo hizo el proteccionismo durante los cincuenta o sesenta años anteriores, incluidas las medidas adoptadas durante la guerra mundial. Este estrangulamiento del crédito internacional difícilmente podrá remediarse a no ser eliminando el principio de que la discrecionalidad de los distintos gobiernos, apelando a la escasez de divisas que sus propias acciones han provocado, puede prohibir que sus súbditos paguen intereses y amortizaciones a los países extranjeros. La única forma de conseguirlo sería desvincular las transacciones crediticias internacionales de la influencia de las leyes nacionales, creando al respecto un código internacional especial, respaldado y ejecutado por la Sociedad de Naciones. Si no se crean estas condiciones, difícilmente se podrán conceder nuevos créditos internacionales. Puesto que todos los países tienen el mismo interés en restaurar el crédito internacional, es de esperar que algo se intente en esta dirección durante los próximos años, si no se quiere que Europa caiga más bajo a través de la guerra y la revolución. Pero el sistema monetario que deberá constituir el fundamento de semejantes acuerdos futuros deberá basarse necesariamente en el oro. El oro no es una base ideal para un sistema monetario. Como todas las creaciones humanas, el patrón oro no está libre de inconvenientes; pero en las actuales circunstancias no hay otra forma de liberar el sistema monetario de las influencias de la política partidista y de la injerencia gubernamental, ya sea en el presente, ya sea, en cuanto puede preverse, en el futuro. Y ningún sistema monetario que no esté libre de esas influencias podrá constituir la base de operaciones crediticias. Los que censuran el patrón oro no deberían olvidar que fue precisamente el patrón oro el que permitió que la civilización del siglo XIX se extendiera más allá de los antiguos países capitalistas de la Europa Occidental y que la riqueza de estos países contribuyera al desarrollo del resto del mundo. El ahorro de unos pocos países capitalistas desarrollados de una pequeña parte de Europa es lo que permitió la formación del moderno equipo productivo de todo el mundo. Si los países deudores se niegan a pagar sus deudas actuales, ciertamente mejorarán su situación inmediata. Pero es indudable que al mismo tiempo comprometerán gravemente sus perspectivas futuras. De ahí el error de hablar en las discusiones sobre la cuestión monetaria de una oposición entre los intereses de los países deudores y los acreedores, de quienes están bien abastecidos de capital y quienes están desprovistos de él. Son los intereses de los países pobres, que dependen de la importación de capital extranjero para el desarrollo de sus recursos productivos, los que hacen que el estrangulamiento del crédito internacional sea tan extremadamente peligroso.

La desorganización del sistema monetario y crediticio que actualmente se observa por doquier no se debe —nunca se insistirá en ello lo suficiente— a insuficiencias del patrón oro. Lo que principalmente se reprocha al sistema monetario actual, a saber, la caída de los precios durante los últimos cinco años, no es un fallo del patrón oro, sino la inevitable consecuencia de la expansión del crédito que en algunos casos ha conducido al colapso. Y lo que principalmente se propone como remedio no es sino otra expansión crediticia, que ciertamente puede conducir a un auge transitorio, pero que no podrá menos de acabar en una crisis más grave.

Las dificultades del sistema monetario y crediticio son solamente una parte de las grandes dificultades económicas que hoy aquejan al mundo. No es sólo el sistema monetario y crediticio el que se halla desquiciado, sino todo el sistema económico. Durante los pasados años, la política económica de todos los países ha estado en conflicto con los principios sobre los que en el siglo pasado se construyó el bienestar de las naciones. Hoy día se considera un mal la división internacional del trabajo y se propugna el retorno a la autarquía de la remota antigüedad. Toda importación de artículos extranjeros se estima una desventura que debe evitarse a toda costa. Los grandes partidos políticos proclaman con prodigioso ardor el evangelio de que la paz en la tierra es indeseable y que sólo la guerra significa progreso. No se contentan con describir la guerra como una forma razonable de intercambio internacional, sino que además recomiendan el empleo de la fuerza de las armas para eliminar a los adversarios aun en la solución los problemas de política interior. Mientras la política económica liberal se preocupaba de no obstaculizar el desarrollo que asignara a las diversas ramas de la producción al lugar en que pudieran asegurar la mayor productividad del trabajo, hoy se considera como acción patriótica, merecedora del apoyo del gobierno, el empeño en establecer empresas en lugares en que las condiciones de producción son desfavorables. Exigir al sistema crediticio y monetario que trate de liberarse de las consecuencias de tan perversa política económica se considera pura felonía.

Todas las propuestas que se propongan evitar las consecuencias de la perversa política económica y financiera con la simple reforma del sistema monetario y bancario yerran en su propósito. El dinero no es sino un medio de cambio y cumple perfectamente su función cuando el intercambio de bienes y servicios se consigue más fácilmente con su ayuda que por medio del trueque. Los intentos de realizar reformas económicas por el lado monetario no conducirán sino a un estímulo artificial de la actividad económica mediante la expansión de la circulación, y esto —conviene repetirlo una y otra vez— conducirá necesariamente a la crisis y la depresión. La recurrencia de las crisis económicas no es sino la consecuencia de la pretensión, a pesar de todas las enseñanzas de la experiencia y de las advertencias de los economistas, de estimular la actividad económica mediante la ampliación del crédito.

A este punto de vista se le llama a veces «ortodoxo» en cuanto referido a las doctrinas de los economistas clásicos, que representan una gloria imperecedera de Gran Bretaña; y se le contrapone el punto de vista «moderno», que se manifiesta en doctrinas que se corresponden con las de los mercantilistas de los siglos XVI y XVII. No creo que haya de qué avergonzarse de lo ortodoxo. Lo importante no es si una doctrina es ortodoxa o representa la última moda, sino si es verdadera o falsa. Y aunque la conclusión a que llego en mis investigaciones, de que la expansión crediticia no puede sustituir al capital, tal vez pueda parecer a algunos incómoda, no creo que contra ella pueda aducirse ninguna prueba lógica.

LUDWIG VON MISES

Viena, junio de 1934