INTRODUCCIÓN A LA EDICIÓN ESPAÑOLA

I

El libro Die Theorie des Geldes und der Umlaufsmittel (La teoría del dinero y de los medios fiduciarios) apareció por vez primera en lengua alemana en 1912. Su objetivo, según nos dice el propio autor, era combatir el inflacionismo, es decir, aquella política económica que recurre, para resolver los distintos conflictos que se presentan, a aumentar la cantidad de dinero, un fenómeno moderno asociado a la aparición y consolidación de los bancos centrales y el dinero fiduciario.

Se trata de la primera obra de importancia de un autor que destacaría luego por sus trabajos sobre la imposibilidad del cálculo económico en aquellos sistemas que prescinden de los precios de mercado y lo confían todo a la planificación centralizada de sus economías. En esta ocasión aborda un tema que afecta también al cálculo económico en las economías de mercado como es el del valor objetivo de cambio de su moneda.

En 1912, el mensaje de esta obra pasó casi inadvertido entre los economistas de habla inglesa que desde siempre venían dominando el campo de la investigación teórica en la Economía. Curiosamente la crítica a esta primera versión del libro en el Economic Journal[1] la llevó a cabo un economista, desconocido entonces, llamado John Maynard Keynes, que hizo un juicio bastante negativo del contenido del libro.

Los acontecimientos financieros que acompañaron a la Primera Guerra Mundial y los que siguieron vinieron a demostrar que los hombres no habían alcanzado a comprender la verdadera naturaleza del sistema monetario que habían ido alumbrando a lo largo de todo el siglo XIX, basado en dos instituciones, los bancos centrales y los medios fiduciarios.

En 1924 se hizo una segunda edición alemana, en la que, según manifestación del autor en el prólogo, se modificaba su visión de la teoría del interés y las crisis económicas. Probablemente el interés que suscitó en Lionel Robbins la teoría del ciclo económico que se deducía de la obra de Mises sobre el dinero y los medios fiduciarios fue lo que le llevó a promover la traducción y a prologar la edición inglesa de esta obra en 1934, cuando ya era visible en Inglaterra la fuerza que empezaban a cobrar los planteamientos teóricos de Keynes, a los que Robbins venía oponiéndose con todas sus fuerzas.

Parece que los ecos de esta singular batalla llegaron a España, pues al poco tiempo aparecería una traducción española bajo el título, traducción literal de la versión inglesa, de Teoría del dinero y del crédito (Madrid: Aguilar, 1936) que ha conservado esta nueva traducción que ahora nos ofrece Unión Editorial. A su vez, el profesor Olariaga nos ofrecería también una versión española de la Teoría monetaria y el ciclo económico de Hayek (Madrid: Espasa Calpe, 1936). Pero los mensajes de estas obras no pudieron ejercer demasiada influencia en un país que en aquellos años se vio envuelto en un desastroso conflicto civil. Cuando la guerra terminó y las cosas volvieron a la normalidad, la revolución keynesiana lo había ya anegado todo; ésa era la única ortodoxia y todo lo demás eran errores que no valía la pena ni siquiera considerar.

A lo largo de esta Introducción espero hacer ver al lector las razones por las que esta nueva edición de la obra de Mises resulta oportuna. Sin embargo, vaya por delante lo siguiente.

Esta obra de Mises constituye el primer intento de abrirse camino en la teoría monetaria en la perspectiva de la teoría subjetiva del valor que hacia finales del siglo pasado terminaba con los planteamientos del clasicismo inglés y recibía el espaldarazo universal. El triunfo de la macroeconomía de Keynes y de sus análisis de agregados ha hecho perder de vista la necesidad de una seria fundamentación microeconómica, sin la cual los agregados son conceptos vacíos. Pues bien, en la teoría monetaria la ausencia de esta perspectiva, que Mises fue el primero en aplicar, ha llevado a la aceptación, sin reservas, de la teoría jurídica del dinero por muchos economistas, olvidando que el dinero es, ante todo, un medio común de cambio que el mercado ha seleccionado como tal y no una creación de la ley. Por este resquicio abierto es por donde penetran todas las doctrinas inflacionistas.

En segundo lugar, tras la caída, en los años setenta, del patrón monetario internacional basado en el dólar, el mundo ha entrado de lleno en lo que Milton Friedman y Anna Schwartz han llamado la «era fiduciaria»[2]. Pues bien, esta obra de Mises trata de eso, de los medios fiduciarios, y éste era el título que llevaba en alemán y que alteró ligeramente —sin duda con la aquiescencia del autor— la versión inglesa.

Por último, la obra de Mises está basada directamente en la de uno de los más brillantes y peor conocidos economistas de todos los tiempos, el austríaco Eugen von Böhm-Bawerk, que fue su profesor en Viena[3] y el primero en desbrozar el camino que conduce a la comprensión del fenómeno del interés, poniendo así los fundamentos para poder entender la esencia de la producción capitalista. Mises, en uno de los capítulos más difíciles de esta obra, el XIX, analiza en esta perspectiva la generación de medios fiduciarios. Aunque se pueda no estar de acuerdo con algunos de los conceptos introducidos por Böhm-Bawerk, no hay duda de que para comprender la acción de los medios fiduciarios en la economía hay que arrancar de sus planteamientos, y la obra más influyente de la teoría monetaria de este siglo, la Teoría General de Keynes, no lo hizo.

En su Tratado del dinero, de 1930, Keynes utilizó la teoría del interés natural del sueco Knut Wicksell y rindió homenaje a los trabajos austriacos de Mises y Hayek, pero la agria polémica[4] mantenida con este último a raíz de la publicación del Tratado hizo que se fuera distanciando cada vez más de estos planteamientos que tenían su fundamento último en Böhm-Bawerk. Si hay un límite natural al descenso del tipo de interés, es claro que la proliferación de emisiones fiduciarias para tratar de reducirlo traerá consecuencias. Keynes, en la Teoría General, negaría la existencia de esa tasa natural, abriendo la puerta a la práctica de unas políticas económicas que nos han llevado a instaurar lo que alguien ha querido llamar un «patrón monetario aleatorio»[5].

Creo, pues, que se trata de tres buenas razones, entre las muchas que aconsejaban poner a disposición del lector esta obra casi desconocida. El autor sigue un orden de exposición dividida en tres grandes partes que voy a respetar para hacer esta Introducción. La cuarta parte fue añadida mucho más tarde, casi diríamos que en fecha que nos es más familiar y cercana, por lo que la analizaré al final del todo.

II

LA NATURALEZA DEL DINERO

Puede parecer innecesario, a estas alturas, que un economista nos plantee el problema de la naturaleza del dinero y el lector hará bien en prestar atención al argumento, porque, como decíamos, hoy muchos aceptan que el dinero no pasa de ser una creación de la ley que decreta sencillamente el «curso legal» de un papel que no se refiere a nada. Los billetes del Banco de España hace ya tiempo que eliminaron la cláusula de «se pagará al portador», y así hacen otros muchos bancos centrales emisores.

Para empezar, dice Mises, el dinero es un fenómeno que presupone la existencia de un orden económico basado en la división del trabajo y en la propiedad privada de los medios de producción y los bienes de consumo. Se trata de un fenómeno que deriva del propio funcionamiento del mercado. Es éste, y no la autoridad económica, el que selecciona ciertas mercancías como medios comunes de cambio entre las que tienen una mayor capacidad para ser negociadas o intercambiadas con facilidad. Es decir, entre aquellos bienes económicos —con un valor de mercado propio— que los vendedores estarán dispuestos a aceptar a cambio de sus mercancías, porque con ellos les será más fácil adquirir las que, en realidad, desean. Todas las demás funciones del dinero que los libros de texto enuncian, y que no vamos a repetir aquí, son secundarias y derivan de este hecho trascendental. El dinero no es una creación de la ley; es una mercancía que el mercado selecciona como medio común de cambio.

Carl Menger[6], a finales del siglo pasado, tuvo que recordar a los economistas esta verdad elemental, y Mises, en 1912, cuando se encuentra en todo su apogeo la teoría jurídica del dinero de Frank Knapp[7], se ve obligado, de nuevo, a recordar al mundo que el dinero no es una creación de la ley sino un fenómeno del intercambio, un fenómeno del mercado. La prueba de ello iba a ser la expulsión de la «moneda alemana» del mercado en la gran hiperinflación que siguió a la Primera Guerra Mundial, suceso repetido en todas las demás.

La teoría jurídica del dinero ha sido desorientada por el hecho de que el medio o los medios de cambio que el mercado selecciona como su dinero se convierten en medios de pago, y el estado moderno, al regular esos medios de pago, confiere a algunos de ellos pleno poder liberatorio de las deudas contraídas en dinero. Cuando ese medio de pago o dinero del estado no tiene un valor estable, este proceder constituye una flagrante violación de un principio elemental del derecho. Pero lo sorprendente es que los economistas se hayan visto desorientados de igual forma. La razón es bien sencilla: sólo en situaciones extremas de «hiperinflación» el mercado, al expulsar de la circulación la moneda del estado, pone de manifiesto la auténtica naturaleza del dinero. Es más, el estado moderno ha aprendido a explotar su monopolio[8] y rara vez provocará la destrucción total de una moneda que le proporciona un ingreso fiscal que nadie vota y cuyos efectos rara vez se perciben por las gentes.

La «ilusión monetaria» ayudó mucho a consolidar esta clase de dinero espurio y, sobre todo en la época que escribía Mises, jugaba un papel determinante. Hoy día las gentes son conscientes de que ese dinero está sujeto a una permanente erosión de su valor de cambio y los contratos incluyen cláusulas de actualización. La anticipación de la inflación ha llegado a estar presente, de tal manera, en la vida económica que las modernas tesis sobre la irrelevancia de las políticas económicas se han visto obligadas a recogerlas. Pero la denuncia de Mises iba más lejos y sus predicciones se han cumplido. La explotación de monopolio del dinero fiduciario por los bancos centrales ha conducido a un patrón monetario que es aleatorio y dificulta enormemente el cálculo económico. Mises, al recordarlo, prestaba y presta un servicio inestimable al análisis económico que hoy día explora ya en esta dirección.

La teoría jurídica del dinero y todas aquéllas que defienden la intervención de los gobiernos en materia monetaria olvidan que históricamente las monedas no eran aceptadas por el título o cuño que llevaban impreso, sino únicamente como piezas de metal, de peso y grado de pureza específicos. Cierto que el estado, garante de las acuñaciones, defraudó una y otra vez la confianza depositada, pero cuando la acuñación degeneraba, el comercio dejaba de confiar en el sistema monetario oficial y arbitraba sus propios mecanismos. Sin duda, el descubrimiento del dinero fiduciario lo ha trastrocado todo y ha hecho todavía más fácil la utilización de los poderes de emisión con fines fiscales. En efecto, la práctica mercantil tardó en descubrir, pero lo hizo, que en las transacciones monetarias no es necesario que el dinero estricto (el seleccionado por el mercado, los metales) cambien de mano. Sencillamente cabe entregar en su lugar un documento que confiera el derecho inequívoco a obtener la suma de «dinero» allí indicada a su simple presentación al emisor. Cuando esta clase de documentos comenzaron a circular y se consiguió que ya no volvieran nunca al emisor para su conversión en «dinero», quedó el camino abierto a la confusión que denuncia Mises.

Para quienes gustan saborear los platos fuertes y las ideas relevantes vaya este párrafo de John Law, escrito en 1720, que no tiene desperdicio y que anticipaba —en la visión del que ha pasado a la historia como un iluminado— todo lo que dos siglos después ya todos dan por hecho[9]:

La mayor parte de los hombres no dejarán de decir que el crédito de un billete de banco se sostiene y se conserva por la libertad de aceptación, y yo sostengo lo contrario, que el crédito de ese billete es dudoso y que su circulación es limitada, porque su aceptación es libre.

En efecto, el primero que lo rehúsa sin expresar siquiera la razón hace temer que el emisor del billete, hombre particular y sujeto no sólo a las dificultades visibles de los asuntos de estado, sino a sus negocios particulares, no encuentre la suma que ha puesto en su escrito. Entonces aquél detiene la circulación del billete de banco y lo envía continuamente a su fuente, el emisor.

Pero si todo el mundo estuviera obligado a tomarlo, podría ser que no volviera jamás a su origen y que así su autor no estuviera obligado a pagarlo.

Parece como si John Law estuviera diciendo a los gobiernos: Monopolicen ustedes la emisión de billetes de banco, decreten su «curso legal», hagan que nunca regrese el billete al emisor para pagarlo, y si no abusan ustedes en demasía, se habrán asegurado una fuente segura de ingresos fiscales.

Adam Smith y David Ricardo tomaron a John Law por un loco y visionario, y cantaron las excelencias y ventajas de sustituir la circulación metálica por una circulación de papel, pero es claro que no imaginaron lo que iba a pasar. Cuando la ley de Peel, en 1844, confirió a un banco privado, muy ligado al gobierno, el monopolio en la emisión de los billetes, y cuando se decretó su «curso legal», se sentaron las bases, contra lo que entonces creyeron sus autores, para la sustitución del dinero que el mercado había seleccionado por lo que con mucha propiedad llama Mises «sustitutos monetarios», que funcionan como el dinero, pero no son dinero económicamente hablando. Probablemente los primeros sorprendidos de una afirmación así serán los economistas captados por la teoría jurídica del dinero. Mises no se contentará con esto, y en la segunda parte, dedicada al examen del valor del dinero, abordará este problema desde la teoría subjetiva del valor, reforzando lo que Menger ya había afirmado.

III

EL VALOR DE CAMBIO OBJETIVO DEL DINERO

La confusión cotidiana entre los «sustitutos del dinero» y el dinero mismo, dice Mises, ha sido funesta para la ciencia económica, que ha terminado por perder de vista el auténtico origen y la verdadera naturaleza del dinero. Como el dinero ni es un bien de consumo ni tampoco un bien de producción, el análisis que de él hicieron los economistas clásicos ingleses no fue muy afortunado.

El mejor análisis monetario que nos ha legado el clasicismo ha sido el de Ricardo Cantillon, que vio con entera claridad que las avalanchas monetarias —entonces no cabía hablar de inflacionismo— distorsionaban toda la estructura de precios y lo relevante era esa estructura y no los efectos sobre un nivel de precios que, si a todos hubiera afectado por igual, carecería de relevancia.

Si el análisis monetario hubiera seguido la línea de investigación que Cantillon sugería, Irving Fisher no habría formulado nunca su ecuación cuantitativa. Esto es lo que va a intentar Mises en esta obra: Analizar los efectos de las variaciones en la cantidad de dinero, no por lo que pueda pasarle a un índice de precios, sino por lo que le pueda pasar a la estructura de precios relativos.

En aquellos años los Estados Unidos vivían una auténtica fiebre estadística, y el economista Irving Fisher había emprendido una auténtica campaña para estabilizar el valor del dinero calculado a base de índices de precios. Mises se enfrentó a este método. Los efectos de las variaciones en la cantidad de dinero tenían que analizarse a través de los efectos que producen en la distribución de la renta y la riqueza, y al hacerlo, se veía que lo más importante de todo era que el dinero nunca es «neutral». Mises ridiculiza los ejemplos que pone Fisher para demostrar que el valor del dinero varía en proporción inversa a su cantidad. Algunos de ellos son inaceptables (p. 118) y además vamos a tener ocasión de comprobarlo muy pronto cuando el «euro» sustituya a las monedas nacionales europeas.

Pero la oposición de Mises a los planteamientos de Fisher y, de rechazo, a los del monetarismo moderno es de carácter teórico y no puede exagerarse. Vayan por delante sus propias palabras:

La inadmisibilidad de los métodos propuestos para medir las variaciones en el valor del dinero no constituyen en sí un obstáculo insuperable si lo único que se pretende es emplearlas para solucionar problemas prácticos de política económica […]. Si lo único que buscamos es la comparación entre diversos momentos muy próximos, a pesar de los errores inherentes a todos los métodos de cálculo por números índice, podremos obtener por medio de ellos ciertas conclusiones aproximadas […]. La utilidad práctica de todos estos cálculos para ciertos fines es indudable; han demostrado su utilidad en acontecimientos recientes. Pero no podemos pedirles más de lo que pueden dar (pp. 169-70).

La objeción era teórica, porque lo que faltaba era aplicar los nuevos hallazgos de la teoría subjetiva del valor al dinero mismo, cosa que no habían hecho ni Menger ni Böhm-Bawerk ni Jevons ni Walras. Ésta era una tarea que quedaba reservada a Mises.

El dinero no tiene más utilidad que la que le proporciona la posibilidad de obtener con su mediación otros bienes económicos. A diferencia de todos los demás bienes, para que el dinero tenga valor de uso es necesario que tenga antes valor de cambio. Como dice Mises, se precisa un valor de cambio basado en alguna otra cosa distinta a su función monetaria para que un bien pueda ser considerado dinero. Los «sustitutos monetarios» (billetes de banco y cheques) funcionan como el dinero, pero no son «dinero».

Ésta era la objeción teórica que Mises hacía a Fisher y a los demás escritores neoclásicos: que, conociendo y aceptando las innovaciones teóricas de la mal llamada «revolución marginalista», se hubieran limitado a formular algo tan tosco como la ecuación cuantitativa para explicar el valor del dinero, afirmando que varía en proporción inversa a su cantidad. El dinero no tiene su origen en un acuerdo general para dar un valor ficticio a algo que intrínsecamente no tiene valor alguno (teoría jurídica), sino que, como algo que antes de ser dinero poseía un valor objetivo de cambio, va a seguir derivando éste de su relación de cambio con las demás mercancías que no son dinero. Dice Mises:

Exigir de una teoría del valor del dinero que explique la relación de cambio entre el dinero y las mercancías solamente con referencia a su función monetaria y sin la existencia de un elemento de continuidad histórica en el valor del dinero es exigir una cosa totalmente opuesta a su verdadero objeto y naturaleza (p. 95).

La teoría económica ha olvidado completamente esta aguda observación de Mises, y al dar cabida en su seno a una teoría puramente jurídica del dinero, de muy dudoso anclaje en principios fundamentales del derecho, ha permitido se colaran de rondón en nuestra disciplina todas las doctrinas inflacionistas. Ese viejo clamor contra la escasez de dinero que era lo propio de todos los que no tienen que dar nada a cambio, al decir de Adam Smith[10], ha encontrado, por fin, en el medio fiduciario, la gran panacea.

IV

LA GENERACIÓN DE MEDIOS FIDUCIARIOS

Mises entiende por medios fiduciarios los billetes de banco y los saldos en cuenta corriente a la vista que no tienen cobertura metálica. Los depósitos bancarios a plazo no constituyen medios fiduciarios; se trata simplemente de préstamos que la clientela hace al banco y que éste utiliza, a su vez, para conceder préstamos y hacer inversiones de distinto carácter, en una clara función de intermediación absolutamente distinta a la de emisión de medios fiduciarios.

En lo que se refiere a la función de intermediación, la «regla de oro» es la correspondencia cuantitativa y cualitativa entre el crédito que se da y el que se recibe. En lo que hace a la emisión de medios fiduciarios, la situación es diferente. Los medios fiduciarios se generan en una operación de crédito por parte del banco sustentada en un hecho insospechado, y es que esos medios fiduciarios funcionan como el dinero. Antes de que los estados concedieran «curso legal» a los billetes emitidos por un banco o se generalizase el uso del cheque era difícil sospechar que un medio fiduciario, es decir un documento sin cobertura de «dinero», pudiera funcionar como dinero. Pero, como anticipó John Law, «si todo el mundo estuviera obligado a tomarlo, podría ser que no volviera jamás a su origen y que así su autor no estuviera obligado a pagarlo». Law era un inflacionista declarado, y aunque en principio la gente desconfió del «papel», que consideró siempre «dinero malo» frente al «dinero bueno» que era el metal, las cosas discurrieron de forma tal que el escocés acabó saliéndose con la suya.

Una buena parte de responsabilidad en esto hay que atribuirla a los economistas clásicos ingleses, que siempre creyeron sería posible hacer funcionar la moneda fiduciaria como la moneda metálica a la que venía a sustituir. Los teóricos ingleses del primer tercio del siglo XIX se alinearon en tres grandes escuelas: la escuela de banca libre, la escuela monetaria y la escuela bancaria, centrando su debate en la emisión de billetes de banco sin cobertura de «dinero».

Para los teóricos de la escuela de banca libre, la libertad de competencia entre emisores privados garantizaba que en ningún caso la emisión de esta clase de medios fiduciarios excediese a la demanda de «dinero»[11]. Frente a ellos, los teóricos de la escuela monetaria defendieron la limitación de la emisión de billetes sin cobertura y el otorgamiento del monopolio de emisión de billetes de banco a una institución muy próxima al gobierno. Por último, los teóricos de la escuela bancaria, aun considerando —como los teóricos de la banca libre— que no había peligro alguno de que las emisiones excedieran a la demanda de «dinero», no se opusieron a la concesión del monopolio de emisión a aquel banco que en el transcurso del siglo XIX se fue, poco a poco, configurando como banco central, guardián del sistema bancario y prestamista de última instancia de un sistema de bancos dedicados, no sólo a la intermediación del crédito, sino a la generación de medios fiduciarios en forma de depósitos bancarios a la vista[12].

No se percataron los teóricos de la escuela bancaria de que al centralizar la reserva de «dinero», se hacía posible la adopción de políticas bancarias uniformes, en cuyo caso el límite que la competencia puede imponer a la emisión de medios fiduciarios desaparece. Para Mises lo que permitió el paso al sistema fiduciario desde un sistema en el que el dinero lo seleccionaba el mercado fue, por paradójico que pueda parecer, el triunfo de la escuela monetaria sobre sus oponentes (escuela bancaria y de banca libre), porque al conseguir la promulgación de la ley de Peel de 1841 y despreocuparse de los «depósitos bancarios», permitieron que el Banco de Inglaterra se convirtiera, con el paso del tiempo, en el banco cabecera de todo un sistema de generación de medios fiduciarios bajo la forma de cuentas corrientes a la vista. Resultado paradójico, decimos, porque precisamente la escuela monetaria trataba de limitar y restringir la generación de medios fiduciarios y su ley sirvió para todo lo contrarío.

En la primera mitad del siglo XIX, la tercera parte de la oferta monetaria de las naciones más avanzadas estaba integrada por sustitutos del dinero (medios fiduciarios) y el resto eran metales (oro y plata, aunque esta última fue perdiendo importancia a lo largo de todo el siglo). Hacia 1870, los dos tercios del aumento de la oferta monetaria procedían de la creación de medios fiduciarios y este proceso continuó de forma ininterrumpida, de manera que cuando empieza la Primera Guerra Mundial (1914-18) el oro ha desaparecido de la circulación y el 95 por ciento de los incrementos de la oferta monetaria proceden ya de la creación de medios fiduciarios.

No obstante, Mises no parece ver con excesiva preocupación la lenta generación de medios fiduciarios que tuvo lugar a todo lo largo del siglo XIX. Son muchos los pasajes de la obra en los que expresa su alivio porque la creación de esos medios fiduciarios, que sin ser «dinero» funcionan como tal, ha permitido satisfacer el lógico aumento de la demanda de dinero que se produce a medida que se generalizan los intercambios monetarios, impidiendo el indeseable aumento del valor de cambio objetivo del dinero.

Lo que preocupa a Mises es que la centralización de las reservas de dinero en un banco emisor monopolista permite la adopción de políticas de interés uniforme. Si bien podía concederse que la competencia entre emisores impidiese la consecución de acuerdos en este sentido, si se centralizaban las reservas de oro desaparecía el obstáculo. Pero Mises no veía un remedio en el restablecimiento de la libertad bancaria, porque, una vez conocido cómo funcionan los medios fiduciarios, los gobiernos la hubieran eliminado de un plumazo para procurarse los ingresos fiscales que precisaban. Lo ocurrido durante la Primera Guerra Mundial no dejaba margen alguno para la duda.

Las propuestas para restablecer el patrón-oro, como un dique a las grandes emisiones fiduciarias de dinero, le parecían razonables, pero no se hacía demasiadas ilusiones, porque: a) el oro ha desaparecido de la circulación efectiva; b) se ha concentrado en las reservas de los bancos centrales; c) la mayoría de estos bancos mantienen sus reservas en divisas convertibles; y d) en realidad el precio del oro depende de lo que quieran hacer los Estados Unidos de América. Keynes[13], un poco antes, había escrito:

La confianza en la estabilidad futura del valor del oro depende, pues, de que los Estados Unidos sean lo bastante necios para seguir aceptando un oro que no necesitan, pero lo suficientemente sabios como para que, habiéndolo aceptado, mantengan su valor fijo […]. Si de verdad una providencia velara sobre el oro o si la naturaleza nos hubiera proporcionado un patrón ya preparado y estable, yo no entregaría, para lograr una pequeña mejora, su administración a la posible debilidad o ignorancia de comités o gobiernos. Pero no es éste el caso. La experiencia ha demostrado que en casos de emergencia (Gran Guerra Mundial) no es posible maniatar a los Ministros de Finanzas. Y, lo más importante, en un mundo moderno de papel moneda y de crédito no hay otra salida que el dinero «regulado», lo queramos o no; la convertibilidad con el oro no alterará el hecho de que el valor mismo del oro responde a los intereses de la política trazada por los bancos centrales.

Es el Keynes del Tract on Monetary Reform de 1923. No se pueden poner puertas al campo, viene a ser su conclusión, pero Mises no se resigna. Ve con claridad que si se mantiene el patrón-oro, con el dólar como nueva moneda de reserva, antes o después, alguien planteará la cuestión de si no sería mejor sustituirlo por un patrón dinero-crédito, cuyas fluctuaciones pudieran controlarse mejor que las del oro.

Ni siquiera las «crisis bancarias», que en su día fueron el pretexto para liquidar la libertad de competencia en la emisión de medios fiduciarios (billetes de banco), produjeron efectos tan devastadores como la gran crisis alemana de 1922 y las demás que asolaron Austria, Polonia, Hungría o Rusia en aquellos años, bajo la tutela gubernamental. No más dineros «regulados», contestaría Mises a la propuesta de Keynes; lo más urgente es apartar al gobierno de la generación de los medios fiduciarios, y, así las cosas, sólo nos queda una alternativa: «intentar volver […] al empleo real del oro» (p. 360). Esto significaba volver a desandar lo que ya habíamos andado, y cuando en 1952 se vuelva a editar esta obra y sabiendo ya en qué consistía el «dinero regulado» de Keynes, redacta Mises toda una cuarta parte de su libro bajo el título de «La reconstrucción monetaria» en la que desarrolla esta su idea de treinta años antes, la vuelta a la circulación real del oro, la vuelta al dinero en sentido estricto. Pero antes de analizar esta propuesta, debemos ocuparnos de los motivos que tenía Mises para desconfiar de los bancos centrales en condiciones de normalidad.

Ya sabemos que en condiciones de «emergencia» todos los gobiernos se saltarán cualquier clase de barrera que se les haya impuesto, incluso las que ideó el propio Mises. Pero esto hay que dejarlo a un lado; los bancos centrales no pueden tener interés en la práctica de políticas inflacionistas, y si lo hacen es porque las doctrinas en boga así lo aconsejan. Esto es algo de lo que pasó con la «revolución keynesiana», que se basó en una teoría monetaria que presentaba notables lagunas; algunas de ellas están bien tratadas en esta obra de Mises.

V

CAPITAL E INTERÉS

Como ya indicamos, con anterioridad a la Primera Guerra Mundial regía un peculiar sistema de patrón divisa-oro, con la esterlina como moneda reserva. El oro permanecía fuera de la circulación monetaria real, concentrado en las cajas de los bancos centrales, y el objetivo de la política monetaria era el mantenimiento de la paridad oro de unas monedas fiduciarias nacionales. Esto no requería otra cosa que un grado uniforme de inflación de esos medios fiduciarios nacionales que a duras penas se mantenía. El viejo clamor por la escasez de dinero del que hablaba Adam Smith era el mismo de siempre, pero ahora resultaba mucho más fácil acallarlo.

En palabras de Mises, la política bancaria consistía en mantener bajo el tipo de interés de los préstamos (dinero barato) y unos precios razonables (para entendernos, en discreta alza). ¿Pero qué podíamos entender por un tipo de interés bajo? ¿Respecto a qué nivel podemos considerar alto o bajo el tipo de interés?

Para contestar a esta cuestión Mises escribe el difícil capítulo XIX de esta obra, que resulta muy complicado de entender sin conocer previamente la teoría del capital y el interés de su maestro Eugen von Böhm-Bawerk[14]. Me voy, pues, a permitir dar un rodeo y poner en antecedentes al lector. Seré breve.

El capital, hasta bien entrado el siglo XVIII, no se consideraba un factor de producción, y el interés, como es bien sabido, siempre había estado bajo sospecha. En pleno siglo XX Keynes manifestaría su complacencia con todas las formas históricas de limitar los intereses, porque «es tarea de todo gobierno sensato mantener bajo el tipo de interés»[15]. Fueron los escritores fisiócratas, a mediados del siglo XVIII, los que comenzaron a concebir el capital como un fondo que permitía salvar el periodo que media entre la aplicación del trabajo a la tierra y la obtención de las cosechas. A partir de esta idea vieron que, utilizando ese fondo de manera apropiada, cabía obtener mayores cantidades de producto y de ahí partió la noción del capital como un factor de producción, unido a los dos originarios (los usos de la tierra y el trabajo). La idea no tardó en salir del estrecho marco de la agricultura y se acabó aplicando al comercio y las manufacturas, de manera que cuando los clásicos ingleses entran en escena, de lo que se trata es de sentar las leyes que distribuyen la producción nacional entre los tres grandes factores productivos. En ese sentido, para David Ricardo la misión de la teoría del capital era explicar la tasa de beneficios y cómo tiene lugar la asignación del capital a los distintos sectores económicos de forma tal que, a largo plazo, dicha tasa sea uniforme e igual a la tasa de interés de los préstamos.

Sabido es que este esquema, en manos de Carlos Marx, se convertiría en la teoría de «explotación» del trabajador por el capitalista y la tasa de interés de los préstamos en la quintaesencia de aquella explotación en el intercambio de dinero por dinero. La ofensiva de Marx contra el tipo de interés podía inscribirse entre las muchas que iba a sufrir este concepto a lo largo de toda la historia y de las cuales —curiosamente— salía siempre airoso bajo una u otra forma. Correspondería a Böhm-Bawerk, a finales del siglo pasado, dar la explicación de esta extraña vitalidad del fenómeno, apartándose del planteamiento de Ricardo y de todos los que hablan de «productividad del capital».

Böhm-Bawerk había observado que el objetivo último de la producción —el consumo y disfrute de los bienes— se alcanza mejor cuando nuestro trabajo, en lugar de aplicarse de manera «directa» a transformaciones capaces de producir bienes de consumo inmediato, se emplea primero en la obtención de bienes que no son consumibles; bienes llamados de producción, con cuya ayuda pueden elaborarse, a un coste menor, bienes de disfrute o consumo disponibles en una fecha posterior, al término de un proceso productivo, que en este caso es «indirecto». Esto lleva consigo el consumo de tiempo, lo cual quiere decir que, aumentando la intensidad de capital de los procesos de producción —consumiendo más tiempo—, lograremos, con la misma dotación de «factores originarios», una producción mayor, tanto en términos físicos como de valor[16].

Con este planteamiento Böhm-Bawerk consiguió ganarse la enemistad de todos los círculos socialistas —tan pujantes ya entonces y hasta no hace mucho en el mundo intelectual—, porque esto vale tanto para el proceso de producción de una sociedad en la que la propiedad de los medios de producción se atribuye al estado (socialismo) como para una sociedad en la que los medios de producción son de propiedad privada. Lo único que puede cambiar es la asignación de ese aumento del valor de la producción que acarrea la aplicación de métodos capitalistas, pero, en cualquier caso, la explotación del trabajo por el capital quedaba reducida a escombros.

Al mismo tiempo Böhm-Bawerk analizaría el fenómeno del interés derivándolo del intercambio entre bienes presentes y futuros. La producción capitalista —no importa cuál sea la atribución de los derechos de propiedad— es un intercambio de esta clase, puesto que el «fondo nacional de subsistencia» (bienes presentes) es el llamado a sostener el proceso productivo durante todo el tiempo que dura[17]. La producción capitalista es, pues, un intercambio de bienes presentes por los bienes futuros que resultarán al final del proceso y que necesariamente tendrán un valor superior, ya que en todo intercambio de esta clase se produce una prima o interés a favor de los bienes presentes. No nos es posible decir más, y el lector que no quedase satisfecho tendrá que acudir a la lectura de La Teoría Positiva del Capital de Böhm-Bawerk[18].

¿De qué dependerá entonces el que se apliquen unos métodos de producción u otros? ¿De qué dependerá, en definitiva, nuestro nivel de vida? Para Böhm-Bawerk la clave es ese tipo de interés que podíamos llamar hoy «natural», cuya altura depende, entre otras cosas, de ese «fondo nacional de subsistencia» o capital acumulado. Cuanto más bajo sea ese tipo natural de interés, cuanto mayor sea la acumulación de capital respecto a los restantes factores que tienden a elevar el tipo natural y en los que no vale la pena entrar ahora, mayores posibilidades tendremos de aplicar métodos de producción más «indirectos», más productivos.

Böhm-Bawerk no se ocupó del problema monetario. Serían Wicksell, Mises y Hayek los encargados de hacerlo, y después de lo dicho el lector casi está ya en condiciones de adivinar la forma en que lo hicieron. Si el «fondo nacional de subsistencia» se acumula a base de esfuerzo y sacrificio humano, la creación de medios fiduciarios no puede suplir ese esfuerzo. Los que demandan crédito no quieren «dinero»; lo que quieren es «capital», pero ese capital no se puede crear de la nada, como se crean los medios fiduciarios. Éste es el núcleo de la cuestión y posiblemente así el lector pueda entender mejor el capítulo XIX de esta obra de Mises.

VI

MEDIOS FIDUCIARIOS Y TIPO DE INTERÉS

Knut Wicksell (Interés y precios, 1898) postuló la existencia de un tipo de interés monetario a corto plazo en el que los precios se encuentran en una posición que podríamos llamar de «equilibrio», en el sentido de que no tienen tendencia a subir ni bajar. A este tipo de interés monetario de equilibrio lo llamó tipo «normal» que, salvo excepciones que no hacen al caso, venía determinado por el «tipo de interés natural» a largo plazo que establece la situación descrita por Böhm-Bawerk. Mises considera que las variaciones en la circulación de medios fiduciarios pueden afectar indirectamente a ese tipo natural, pero esto no hace al caso ahora.

Los bancos —el banco central y sus asociados— pueden errar el cálculo y situar el tipo de interés monetario a corto plazo por debajo de ese tipo natural. El caso contrario, considera Mises, no tiene interés, pues si así lo hicieran, los bancos quedarían fuera del mercado de capitales, expulsados por la competencia de los demás agentes que intervienen.

Los bancos —el banco central y sus asociados— pueden hacer todavía más: pueden reducir casi a cero el tipo de interés de los préstamos, llevando a la nada el valor de cambio objetivo del dinero, como muestra el caso de todas las hiperinflaciones, pero llegado este punto el dinero espurio del Estado será expulsado de los intercambios y sustituido por cualquier otra cosa.

Wicksell sostenía que si la creación de medios fiduciarios —sin llegar a esos extremos— sitúa el interés de los préstamos por debajo de la tasa natural, se romperá al alza el equilibrio de los precios y esta situación continuará siempre que los bancos mantengan su política. Pero la creación de medios fiduciarios, a la postre, se vería estrangulada por las limitaciones que las normas imponen a la generación de medios fiduciarios, por ejemplo el patrón-oro. Pero en 1924 Mises sabía que el patrón divisa-oro no era ya un dique a la generación de medios fiduciarios y rechazaba el mecanismo de ajuste vislumbrado por Wicksell. Al hacerlo, sentaría las bases de la explicación que daría Hayek de las «crisis inflacionistas» en su famoso Precios y Producción de 1931 y que entraría en conflicto directo con la que daría Keynes en su Tratado del Dinero de 1930.

A partir de entonces se abriría entre los dos un abismo que tuvo consecuencias transcendentales, porque el triunfo de las ideas de Keynes acabó conquistando la voluntad de los gobiernos y bancos centrales de todo el mundo y la generación de medios fiduciarios pasó a depender de unas políticas de empleo que para Mises no pasaban de ser meros recursos a la inflación disfrazados tras una nueva terminología. Según Mises, si el tipo de interés de los préstamos en dinero se sitúa por debajo del tipo de interés natural, los empresarios podrán y se verán inducidos a emprender procesos de producción más largos que, a la postre, revelarán la insuficiencia del «fondo nacional de subsistencia», que se agotará antes de que los nuevos procesos de producción más largos puedan dar sus frutos. Entonces serán abandonados.

No es el momento de valorar los méritos o deméritos de esta teoría austríaca del ciclo económico que, si explicaba bien la crisis inflacionista, no se encontraba tan bien dotada para analizar cómo salir de una depresión. El remedio austríaco sería siempre la medicina preventiva, y tal vez por ello el genio de Keynes les ganó la partida. Nuestro objetivo es mucho más modesto y no ha sido otro que facilitar la lectura de un capítulo difícil de la obra. Creo haber dado las pistas suficientes para que el lector interesado pueda abrirse camino a través de sus idas y venidas.

En líneas generales se puede decir que para Mises, de acuerdo con el esquema de Böhm-Bawerk, existe un límite natural al descenso de los tipos de interés de los préstamos. De ahí que quienes, como Mises, manifiestan su preocupación por la ilimitada capacidad de nuestros actuales sistemas bancarios para crear dinero fiduciario no anden descaminados. Esto es algo que todos los economistas comparten. Lo único que nos diferencia es nuestro mayor o menor optimismo a la hora de valorar las posibilidades que tenemos de contener a esa especie de «fiera dormida» que, de cuando en cuando, nos muestra su rostro menos amable.

VII

LA RECONSTRUCCIÓN MONETARIA

Como ya hemos dicho, Ludwig von Mises añadió tres capítulos a su Teoría del Dinero del Crédito de 1924 cuando en los años cincuenta la Universidad de Yale volvió a editar esta obra. Para entonces la «revolución keynesiana» había triunfado ya en las aulas y en los gobiernos. Estos capítulos añadidos eran, en buena parte, un alegato contra ese «falso progresismo» que invadió la política económica de los gobiernos occidentales y que aún perdura. Como tal deben leerse, pero no estoy ahora interesado en ello.

Como vimos, al final de la segunda edición (1924), Mises expresaba sus dudas acerca de que el restablecimiento del patrón divisa-oro, con el dólar como moneda reserva, pudiera sobrevivir y frente al «dinero fiduciario regulado» de Keynes proponía una vuelta a la circulación real del oro. Unas páginas más adelante, y como colofón, reproducía unos pasajes de la primera edición de 1912, expresando el convencimiento de que una vez suprimida la libertad de emisión y puestos de acuerdo los bancos, no habría límite alguno a la emisión de medios fiduciarios, salvo que se prohibiera la creación de depósitos a la vista sin cobertura metálica (p. 379).

En el nuevo capítulo XXIII, Mises diseña todo un programa para la creación de un «dólar fuerte» basado en tres pilares: a) el retorno a la circulación monetaria del oro, dejando en libertad su precio y permitiendo la circulación metálica para las monedas de baja denominación; b) la renuncia al retorno a las antiguas paridades, que ni está moralmente justificado ni es aconsejable a la vista de toda la experiencia histórica en esta materia; c) la prohibición absoluta de toda nueva emisión de medios fiduciarios (billetes y depósitos bancarios a la vista) mediante la imposición de una cobertura metálica en oro al cien por cien (coeficiente de reservas del 100 por 100).

Es claro que, como resultado de una reforma monetaria de estas características, las posibilidades del inflacionismo quedan notablemente recortadas y la banca reduce su papel al de la intermediación en el crédito. Hayek ya había considerado esta posibilidad, que, desde luego, nos ahorraba la pesadilla, pero expresaba sus temores y cautelas[19]:

El problema más serio que surge es el de si aboliendo el depósito bancario, tal y como lo conocemos, conseguiremos impedir que el principio sobre el que descansa [la reserva fraccional de dinero] no se manifieste de otra forma.

Como han subrayado la mayoría de sus críticos, autores del plan, la actividad bancaria es un fenómeno omnipresente y el problema es que cuando conseguimos impedir que aparezca en su forma tradicional y conocida, reaparece en otra forma todavía menos susceptible de control […].

Es una pena que tengamos que reconocer que todo esto elimina una buena parte del atractivo que tiene la simplicidad de la reforma del sistema bancario de acuerdo con el esquema de reserva del cien por cien.

Como es sabido, para Hayek el problema del dinero fiduciario no era tanto el que señalaba Mises sino el de que permitía multiplicar el número de áreas monetarias independientes (dineros nacionales). En una sencilla obra, verdaderamente magistral y desconocida, que recoge unas conferencias pronunciadas en Ginebra en 1937, El nacionalismo monetario y la estabilidad internacional, de la que proviene el párrafo anterior, explica cómo la proliferación de áreas monetarias nacionales introduce un sesgo inflacionista en todo el sistema económico mundial porque:

No hay bases racionales para una regulación de la cantidad de dinero [como pensaba Keynes] en un área nacional que forma parte de un sistema económico más amplio. La creencia de que manteniendo una moneda nacional única independiente se puede aislar y proteger a un país contra las perturbaciones financieras del exterior es, en gran medida, ilusoria. Por último, un sistema de tipos de cambio flotantes, contra lo que se piensa, introduce nuevas y más serias perturbaciones de la estabilidad internacional[20].

Pero como disponer de un dinero internacional y homogéneo le parece una utopía, porque no se dan las condiciones políticas para ello, como también le parece poco realista que los bancos puedan dejar de actuar de acuerdo con el principio de reserva fraccional lo más acertado para reducir los ciclos del crédito es ampliar lo más posible el área geográfica de actuación del sistema bancario, que es lo que va a suceder próximamente en Europa con la creación del «euro» como moneda única.

En los años setenta Hayek radicalizó sus propuestas e instó a los economistas a explorar sobre las consecuencias de la abolición de los monopolios de los que disfrutan los gobiernos, a través de los bancos centrales, en la emisión de dinero fiduciario. Como resultado, ha vuelto a ponerse de actualidad una polémica que parecía cerrada[21].

En nuestro país, Jesús Huerta de Soto, el mejor conocedor de la obra de Mises, ha retomado sus propuestas de abolir el monopolio del banco central y establecer un coeficiente de reservas del cien por cien. Su argumentación discurre más o menos como sigue: Toda oferta de medios fiduciarios crea su propia demanda. Como toda nueva oferta de medios fiduciarios distorsiona la estructura de capital de la economía y es la causa de fluctuaciones periódicas, la abolición del monopolio del banco central en la emisión de billetes de banco no bastaría, sino que sería necesario además ir más lejos aboliendo el principio de reserva fraccional como garantía única para eliminar las fluctuaciones cíclicas de la economía[22].

Otros, como White y Selgin[23], consideran que sería suficiente con abolir el monopolio del banco central. El dinero «externo» se seleccionaría por el mercado, conforme al mecanismo descrito por Menger, y probablemente consistiría en algo como el oro, pero nadie ostentaría el monopolio de emisión de medios fiduciarios y el metal seguiría probablemente concentrado en las cajas bancarias. En estas condiciones, y a diferencia de lo que sucede en los actuales sistemas de banca central, los costes marginales de producir dinero «externo» serían crecientes y también lo serían los costes marginales de producir dinero fiduciario «interno» y de obtener liquidez para hacer frente a los saldos adversos de la compensación bancaria. Todas estas restricciones, que no actúan del lado de la oferta en un sistema de banca central, harían que el nivel de precios estuviera determinado.

White y Selgin no consideran que la estabilidad de un nivel general de precios tenga demasiado significado, por lo menos a nivel teórico. Recuérdese el reproche general de Mises al planteamiento de Fisher. Lo que importa es hacer frente a la aleatoriedad actual del nivel de los precios, y en un sistema de banca central, al no actuar las restricciones de oferta enunciadas, el nivel de precios está indeterminado. Sin entrar en esta disputa, baste añadir que la profesión considera estimulante un debate como éste en el que cada vez intervienen, a pesar de la inercia que siempre actúa en algunas de las figuras, economistas de más relieve. David Laidler, en su artículo para el nuevo diccionario Palgrave, considera que, con independencia de los problemas que suscita la selección de dinero externo, no parece que un sistema de bancos que optimizan sus beneficios en régimen de libre competencia plantee problemas insuperables. Por otro lado, Goodhart, en su excelente obra sobre los bancos centrales, es bastante categórico al afirmar que no se puede decir que un sistema de banca libre produzca más inestabilidad de la que ha venido produciendo la banca central[24].

La mayoría de los economistas ve los peligros asociados a la generación masiva de medios fiduciarios y encontrarían muy radical una propuesta que pretendiese abolir los actuales bancos centrales y establecer un coeficiente de caja del cien por cien. Hasta ahora, los economistas se habían limitado a «regular» las emisiones fiduciarias atendiendo a sus efectos sobre el empleo y el nivel de los precios, de acuerdo con el esquema que diseñara Keynes. El resultado ha sido un patrón monetario aleatorio que dificulta sobremanera el cálculo económico.

Decía antes que si conseguimos que los bancos centrales sean en verdad independientes de sus gobiernos, no parece que tengan demasiados incentivos para generar dosis importantes de inflación de medios fiduciarios[25]. La doctrina keynesiana u otras que se le pareciesen y que a buen seguro no faltarán, pues el clamor por la escasez de dinero que, en el fondo, es un clamor por la escasez de capital, es un viejo conocido. En este sentido la doctrina austríaca de que existe un límite natural al descenso del tipo de interés tiene que ser objeto de más atención y profundización por parte de los economistas[26].

Es curioso que Keynes, en su Tratado del dinero, se apoyase en esa doctrina; pero no debió entenderla, porque dice que el tipo de interés natural está sujeto a fluctuaciones violentas que las autoridades monetarias son incapaces de seguir[27]. Dice Keynes:

Por tanto, y hablando en términos generales, todos los cambios en el nivel de precios de equilibrio tienen su origen en desviaciones del nivel de beneficios agregados (diferencia entre I y S), y la auténtica significación del análisis anterior radica en la demostración de que la igualdad entre el ahorro (S) y la inversión (I) es lo mismo que la igualdad entre el tipo de «interés natural» y el «tipo de interés del mercado».

Por tanto, si el sistema bancario está en condiciones de poder regular el tipo de interés del mercado, de manera que coincida con su tasa natural, entonces el valor de la inversión será igual al ahorro y el nivel general de los precios estará en su posición de equilibrio. No habrá motivos para desplazar recursos productivos entre la producción de bienes de consumo e inversión, y el poder de compra del dinero también estará en equilibrio.

La condición para la estabilidad del poder de compra es que el sistema bancario se comporte con arreglo a ese criterio, aunque tenemos que reconocer que esto no siempre es posible, a corto plazo, porque el tipo de interés natural puede fluctuar en ese periodo violentamente.

Bueno, sencillamente esta afirmación de Keynes revela que no conoce bien el trabajo de Böhm-Bawerk, cosa que no nos sorprende, pero es que sí conoce el de Irving Fisher y no ha tenido en cuenta para nada su teoría del interés[28]. Las condiciones que configuran el tipo de interés natural son de tal porte que no cabe hablar de fluctuaciones violentas a corto plazo. En la obra de Fisher esto estaba bastante claro: Si el tipo de interés fluctuaba, esto se debía a la inestabilidad monetaria.

Tenía razón Hayek cuando, en su crítica al Tratado del dinero y polémica posterior con Keynes, le acusaba de manejar conceptos de ahorro e inversión[29] que nada se corresponden con los que maneja la teoría del capital. Claro está, por ese camino tenía que acabar desembarazándose de este concepto de tasa de interés natural, que es lo que hace, con toda coherencia diríamos, en su Teoría general del empleo, el interés y el dinero (nótese el título elegido).

Dice Mises, ya en los años cincuenta, que ni Keynes ni ninguno de sus seguidores han sido capaces de desmontar la ley de Say (p. 393). En efecto, si ese exceso generalizado de mercancías del que hablaba Say o, en terminología de Keynes, ese exceso de la oferta agregada sobre la demanda agregada que un descenso de los salarios nominales no haría otra cosa que agravar (paro involuntario), sólo existió en la imaginación de Keynes, toda su construcción se viene abajo y su tipo de interés, simple recompensa por la liquidez, no pasaría de ser un dispositivo apropiado para que los bancos centrales pudieran aplicar las políticas discrecionales que acabaron convirtiendo nuestro patrón monetario en aleatorio.

Podemos coincidir con Keynes en que la providencia no nos ha dotado de un patrón monetario estable, pero que una teoría errónea incite a las autoridades monetarias y fiscales a prescindir de toda regla, cuando el dinero se ha hecho fiduciario, es muy arriesgado.

No podemos condenar, sin más, las emisiones de medios fiduciarios. El propio Mises ha reconocido en esta obra dos cosas: a) la lenta generación de dinero fiduciario a lo largo del siglo XIX nos ha permitido adaptamos a un aumento de la demanda de dinero, a medida que crecían los intercambios monetarios, evitando así un indeseable aumento del valor de cambio objetivo del dinero; b) por otro lado, un aumento de la cantidad de dinero, si confluyen una serie de circunstancias favorables, puede producir cambios en la distribución de la renta y la riqueza que permitan una disminución de la tasa natural de interés. No es seguro esta clase de efecto, pero puede tener lugar. De hecho una teoría del crédito como la de Schumpeter apunta en esa dirección[30].

Todo esto creo que sitúa el problema de la generación de medios fiduciarios sobre bases más realistas. A fin de cuentas, no creo que exista un solo economista que pueda, sobre bases firmes, indicarnos qué tasa de inflación empieza a ser peligrosa. He citado en otro lugar un reciente estudio de Robert Barro para el Banco de Inglaterra sobre la correlación entre la tasa de inflación y la tasa de crecimiento económico[31]. Todo parece indicar que sólo tasas muy altas, de dos dígitos o que aceleren continuamente su crecimiento, causan esa desorganización de la estructura productiva de la que nos hablan Mises y Hayek. Para tasas inferiores a ésta, las circunstancias determinantes son otras, como el orden jurídico y el entorno político, la disciplina presupuestaria y la credibilidad de las autoridades políticas, el espíritu de empresa y la libertad de mercado. Conviene, no obstante, advertir que la medición de la tasa de inflación utilizando índices de precios ya nos dio un serio disgusto en 1929. Como es sabido, antes de la gran crisis los índices de precios fueron bastante estables. Probablemente Mises propondría una fórmula que atendiera mejor a la generación directa de medios fiduciarios.

Cada cosa en su sitio, y ésta creo puede ser la mejor lectura a hacer de una obra que, escrita bajo la impresión que produjo en Mises y otros muchos el hundimiento de nuestro sistema monetario, tenía lógicamente que radicalizar los mensajes.

He recordado al comienzo que la crítica a la primera edición de esta obra (1912) fue realizada en el Economic Journal por un economista poco conocido entonces llamado John Maynard Keynes. Se trata de una noticia breve de dos libros, uno éste de Mises y otro de Bendixen, un discípulo de Frank Knapp y entusiasta de su teoría jurídica del dinero[32]. Si el juicio sobre esta aproximación jurídica era negativo, no parece explicable que, al mismo tiempo, considerase las tesis de Mises sobre la naturaleza y el valor del dinero poco constructivas y originales.

Nadie pone en duda el genio de Keynes. Pero su bagaje de conocimientos económicos siempre adoleció de lagunas. Un comentarista muy reciente asegura que no hay pruebas de que Keynes hubiera leído el artículo de Menger de 1897 en el Economic Journal sobre el origen del dinero[33]. Si lo hubiera hecho, habría tenido que reconocer la originalidad de Mises a la hora de afrontar el problema del valor del dinero desde la óptica de la teoría subjetiva del valor. Sin duda, esto fue lo que permitió a Mises retomar el camino que, en su día, señaló Cantillon y que, para desgracia del análisis económico[34], no se continuó por el clasicismo inglés. Fue mucho más complaciente Keynes con la tercera parte de la obra, donde Mises expone su doctrina del interés natural gestada en unos debates, de los que Inglaterra estuvo ausente, desarrollados a principios de siglo en Suecia y Austria. Pero esa tercera parte y esos debates no se comprenden sin conocer a fondo la Teoría positiva del capital de Böhm-Bawerk, y cuando nos decidimos a entrar por este camino el armazón teórico que este joven economista articuló luego, con genio y éxito, se tambalea.

Es de esperar que esta nueva edición de una obra que, a buen seguro, no habrán leído muchos, permitirá a los lectores españoles hacerse no sólo una idea más cabal de las aportaciones de este gran economista, sino comprender las líneas de pensamiento a desarrollar para superar las dificultades, de siempre, planteadas por los «medios fiduciarios».