LOS ENEMIGOS DEL DINERO
El dinero en la sociedad socialista
Se ha demostrado que en ciertas condiciones, que se dan con mayor frecuencia a medida que se extienden la división del trabajo y la diferenciación de las necesidades, el cambio indirecto resulta inevitable; y que la evolución del cambio indirecto conduce gradualmente al empleo de algunas mercancías determinadas, o incluso una sola, como medio común de cambio. Es claro que cuando no hay cambio de ninguna clase, y por lo tanto no existe el cambio indirecto, el empleo de un medio de cambio tampoco existe. Tal era la situación cuando el grupo familiar primitivo y aislado era la unidad económica típica, y también, según las aspiraciones socialistas, lo que volverá a suceder en aquel sistema socialista puro en que la producción y la distribución serán sistemáticamente reguladas por un organismo central. Esta visión del futuro sistema socialista no ha sido descrita en sus detalles por sus profetas; y de hecho no todos tienen la misma visión. Hay algunos que admiten cierta amplitud del cambio de bienes y servicios económicos; y en la medida en que ello tiene lugar, es también posible el uso habitual del dinero.
Por otra parte, los certificados o bonos que la sociedad así organizada distribuiría entre sus miembros no pueden ser considerados como dinero. Supongamos que se diera un recibo, por ejemplo, a cada trabajador por cada hora de trabajo, y que la renta social —en la medida en que no se empleara en la satisfacción de las necesidades colectivas o para mantener a los incapacitados para el trabajo— se distribuyera en proporción al número de recibos que cada individuo poseyese, de manera que cada recibo representara el derecho a reclamar una parte alícuota de la cantidad total de bienes distribuibles. En tal caso, el significado de cualquier recibo particular como medio para satisfacer las necesidades de un individuo, en otras palabras su valor, variaría en proporción a la dimensión de la renta total. Si, con el mismo número de horas de trabajo, la renta de la sociedad en un determinado año fuera solamente la mitad que el año anterior, entonces el valor de cada recibo habría bajado igualmente a la mitad.
El caso del dinero es distinto. Un descenso del 50 por 100 en la renta real de la sociedad traería como consecuencia cierta reducción en el poder adquisitivo del dinero. Pero esta reducción en el valor del dinero no implicaría una relación directa con la reducción de la dimensión de la renta. Podría suceder que el poder adquisitivo del dinero también bajara exactamente a la mitad, pero no necesariamente. Esta diferencia es de capital importancia.
En efecto, el valor de cambio del dinero se determina de un modo totalmente distinto del de un certificado o warrant. Semejantes títulos no son en absoluto susceptibles de un proceso de valoración independiente. Si no hay duda de que un certificado o una orden se pagarán siempre a su presentación, entonces su valor será igual al de los bienes que representan. Si tal certeza no es absoluta, el valor del certificado será consiguientemente menor.
Si suponemos que incluso en una sociedad socialista puede desarrollarse un sistema de cambio —no meramente el cambio de certificados de trabajo, sino, por ejemplo, el cambio de bienes de consumo entre los individuos—, podremos también reconocer que el dinero desempeña una función incluso en el marco de semejante sociedad. Este dinero no sería tan frecuente ni se emplearía de manera tan diversa como en un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción, pero su empleo se regiría por los mismos principios fundamentales.
Estas consideraciones determinan la actitud que hay que adoptar hacia el dinero en cualquier intento de construir un orden social imaginario, si se quieren evitar contradicciones. Si en tal esquema se excluye completamente el libre intercambio de bienes y servicios, la consecuencia lógica es que en él el dinero no es necesario; pero si se permite cualquier clase de cambio, parece que el cambio indirecto a través de un medio de cambio común también deberá permitirse.
Fantasías monetarias
Los críticos superficiales del sistema económico capitalista suelen dirigir sus ataques principalmente contra el dinero. Están dispuestos a consentir que continúe La propiedad privada de los medios de producción, y por consiguiente, dado el estado actual de la división del trabajo, también el libre cambio de bienes, con tal de que este intercambio se realice sin ningún medio, o al menos sin un medio común, es decir sin dinero. Evidentemente, consideran el uso del dinero como algo dañino y esperan vencer todos los males sociales mediante su eliminación. Su doctrina deriva de ideas que han sido siempre extraordinariamente populares en círculos profanos durante periodos en los que el empleo del dinero iba en aumento.
Todo el proceso de nuestra vida económica se halla afectado por el dinero; y quienes no ven más allá de la superficie de las cosas sólo perciben los fenómenos monetarios sin ni siquiera sospechar sus relaciones más hondas. Se considera el dinero como la causa del robo y del asesinato, del fraude y de la traición. Se acusa al dinero cuando la prostituta vende su cuerpo y cuando el juez sobornado pervierte la ley. Contra el dinero clama el moralista cuando pretende oponerse al excesivo materialismo. Es significativo que a la avaricia se la llama también amor al dinero, al que se atribuyen todos los males[1].
La confusa y vaga naturaleza de tales nociones salta a la vista. No está tan claro si se piensa que la vuelta al cambio directo sería capaz de superar todos los inconvenientes del uso del dinero, o si se piensa que se precisarían también otras reformas. Quienes, pretendiendo conformar y mejorar el mundo, sostienen estas ideas no se sienten obligados a llegar a las últimas e inexorables consecuencias de las mismas. Prefieren hacer un alto en el punto en que comienzan las dificultades del problema, lo cual tal vez contribuye a la longevidad de sus doctrinas; mientras permanezcan en la nebulosa, no ofrecerán a la crítica ningún flanco vulnerable.
Todavía menos dignos de que se les dedique una seria atención son aquellos proyectos de reforma social que, si bien no condenan el uso del dinero en general, rechazan el empleo del oro y de la plata. De hecho, tal hostilidad contra los metales preciosos tiene a veces algo de infantil.
Cuando, por ejemplo, Tomás Moro, en su Utopía, carga a los criminales con cadenas de oro y proporciona orinales de oro y plata a los simples ciudadanos[2], hay en todo ello algo del espíritu que anima al hombre primitivo imaginando venganzas en símbolos e imágenes sin existencia real.
Apenas merece la pena dedicar siquiera un momento a tan fantásticas sugerencias, que nunca han sido tomadas en serio[3] y que hace tiempo fueron ya debidamente criticadas. Hay sin embargo un punto, que con frecuencia ha pasado inadvertido, sobre el que conviene insistir.
Entre los muchos confusos enemigos del dinero hay un grupo que lucha con otras armas teóricas que las empleadas por sus aliados habituales. Estos enemigos del dinero toman sus argumentos de la teoría prevalente sobre la actividad bancaria y proponen remediar todos los males de la humanidad por medio «de un sistema de crédito elástico que se adapte automáticamente a las necesidades de la circulación». Nadie que conozca el estado tan poco satisfactorio de la teoría bancaria debería sorprenderse al observar que la crítica científica no ha entrado a considerar tales proposiciones como debería haberlo hecho, y que en realidad ha sido incapaz de hacerlo. El rechazo de propuestas tales como el «contabilismo social»[4] de Ernest Solvay hay que atribuirlo solamente a verdadera timidez humana y no a una rigurosa prueba de la debilidad de dicha propuesta, que en realidad no se ha llevado adelante. Todos los teóricos de la actividad bancaria cuyas ideas derivan del sistema de Tooke y Fullarton (al que pertenecen casi todos los autores actuales) se muestran impotentes ante las teorías de Solvay y otras de la misma clase. Quisieran condenarlas, puesto que sus propios sentimientos, así como los acertados juicios de los hombres prácticos, les advierten contra las peligrosas especulaciones de los reformadores de este tipo; pero no encuentran argumentos contra un sistema que, analizado a fondo, no contiene otra cosa que la rigurosa aplicación de sus propias teorías.
La tercera parte de este libro se dedica exclusivamente a los problemas del sistema bancario. Allí se someterá a atento estudio la teoría de la elasticidad del crédito, con el resultado tal vez de que cualquier ulterior discusión de esta doctrina resulte innecesaria.