CAPÍTULO IV

EL DINERO Y EL ESTADO

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La posición del estado en el mercado

La posición del estado en el mercado no difiere en modo alguno de la de cualquier otro sujeto que interviene en las transacciones comerciales. Como éstos, el estado intercambia mercancías y dinero en los términos fijados por las leyes del precio. Ejerce sus derechos soberanos sobre sus súbditos exigiéndoles coactivamente sus contribuciones; pero en los demás aspectos se adapta como cualquier otro a la organización comercial de la sociedad. En cuanto comprador o vendedor, el estado tiene que acomodarse a las condiciones del mercado. Si desea alterar alguna de las relaciones de cambio establecidas en el mercado, sólo puede hacerlo a través del mecanismo propio del mercado. Generalmente podrá actuar de manera más efectiva que cualquier otro, gracias a los recursos de que dispone al margen del mercado. Es responsable de las más acusadas perturbaciones del mercado debido a su capacidad de ejercer la mayor influencia sobre la demanda y la oferta. Pero no por ello deja de estar sujeto a las reglas del mercado, sin que pueda esquivar las leyes del proceso de formación de los precios. En un sistema económico basado en la propiedad privada de los medios de producción ninguna regulación gubernamental puede alterar los términos del intercambio a no ser modificando los factores que los determinan.

Reyes y repúblicas se han negado repetidamente a reconocer este hecho. El edicto de Diocleciano de pretiis rerum venalium, las regulaciones de precios en la Edad Media, los precios máximos de la Revolución Francesa son los ejemplos más conocidos del fracaso de la interferencia autoritaria en el mercado. Estos intentos de intervención no se frustraron por el hecho de que fueran válidos sólo dentro de las fronteras del estado e ignorados en otras partes. Es un error creer que semejantes regulaciones habrían producido el resultado apetecido incluso en un estado aislado. Fueron las limitaciones funcionales, no las geográficas, del gobierno las que dieron al traste con ellas. Sólo habrían podido alcanzar su objetivo en un estado socialista con una organización centralizada de la producción y la distribución. En un estado que deja la producción y la distribución a la empresa individual tales medidas no pueden menos de fracasar.

El concepto de dinero como creación del derecho y del estado es claramente insostenible. No lo justifica ningún fenómeno del mercado. Atribuir al estado el poder de dictar las leyes del intercambio es ignorar los principios fundamentales de las sociedades que emplean dinero.

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El concepto jurídico de dinero

Cuando las partes de un intercambio cumplen inmediatamente sus obligaciones entregando un bien a cambio de dinero contante, no suele haber motivo para la intervención judicial del estado. Pero cuando se cambian bienes presentes por bienes futuros puede suceder que una parte deje de cumplir sus obligaciones aunque la otra haya satisfecho ya su parte en el contrato. En tal caso puede apelarse a la justicia. Y si se trata de un préstamo o de una compra a crédito —por mencionar sólo los ejemplos más importantes—, entonces el tribunal tendrá que decidir cómo se extingue una deuda contraída en términos de dinero. Su misión consiste entonces en determinar, de acuerdo con la intención de las partes contratantes, qué debe entenderse por dinero en las transacciones comerciales. Desde el punto de vista jurídico, el dinero no es un medio común de cambio, sino el medio común de pago y de extinción de deudas. Pero el dinero sólo se convierte en medio de pago por ser medio de cambio. Y sólo porque es un medio de cambio la ley lo convierte en medio para cumplir las obligaciones no contraídas en términos de dinero, pero cuyo cumplimiento literal es por una u otra razón imposible.

El hecho de que la ley considere el dinero solamente como un medio de cancelar obligaciones pendientes tiene importantes consecuencias para su definición legal. Lo que la ley entiende por dinero es de hecho, no el medio común de cambio, sino el medio legal de pago. No entra en los propósitos del legislador o del jurista definir el concepto económico de dinero.

Al determinar cómo deben extinguirse efectivamente las deudas monetarias no es preciso ser demasiado rigurosos. Es costumbre en los negocios ofrecer y aceptar en pago algunos sustitutos de dinero en vez del dinero propiamente dicho. Si la ley se negara a reconocer la validez de los sustitutos sancionados por el uso comercial, abriría la puerta a toda clase de fraudes y engaños. Esto chocaría con el principio malitiis non est indulgendum. Aparte de esto, el pago de pequeñas sumas difícilmente sería posible, por razones técnicas, sin el empleo de la moneda divisionaria. Incluso la atribución del poder de liberar las deudas a los billetes de banco no perjudica en modo alguno a los acreedores u otros receptores, siempre que esos billetes sean considerados por los hombres de negocios como equivalentes al dinero.

Pero el estado puede atribuir el poder de liberar de deudas también a otros objetos. La ley puede declarar cualquier cosa como medio de pago, y esta norma vinculará a todos los tribunales y a todos cuantos intervienen en hacer cumplir las decisiones judiciales. Pero conferir a una cosa la propiedad de moneda de curso legal no es suficiente para convertirla en dinero en sentido económico. Sólo a través de la práctica de quienes intervienen en las transacciones comerciales pueden los bienes convertirse en instrumento común de cambio; y sólo las valoraciones de estos sujetos son las que determinan las relaciones de cambio del mercado. Es muy posible que el comercio utilice aquellos objetos a los que el estado atribuye el poder de pago; pero no tiene por qué ser así. Puede, si quiere, rechazarlos.

Cuando el estado declara que un objeto tiene capacidad legal para cumplir las obligaciones pendientes, son posibles tres situaciones. Primera, los medios legales de pago son idénticos al medio de cambio en que piensan las partes cuando concluyen sus acuerdos; o, si no idénticos, de valor equivalente al de este medio a la hora de realizar el pago. Por ejemplo, el estado puede declarar el oro como medio legal para saldar las obligaciones contraídas en términos de oro, o, si los valores relativos del oro y la plata son de 1 a 15,5, puede declarar que las obligaciones en términos de oro pueden ser saldadas por el pago de quince veces y media la cantidad en plata. Semejante arreglo no es más que la formulación legal de lo que presumiblemente intentan las partes de un acuerdo. No perjudica los intereses de ninguna de ella. Es económicamente neutro.

No ocurre así cuando el estado proclama como medio de pago algo de un valor superior o inferior al del medio contractual. Podemos prescindir de la primera posibilidad; pero la segunda, de la que podríamos citar numerosos ejemplos históricos, es importante. Desde el punto de vista legal, para el que el principio fundamental es la protección de los derechos adquiridos, semejante procedimiento por parte del estado no puede nunca justificarse, aunque a veces pueda defenderse por motivos sociales o fiscales. Pero siempre significa, no el cumplimiento de obligaciones, sino su cancelación total o parcial. Cuando se atribuye valor de moneda de curso legal a unos billetes que comercialmente se valoran a la mitad de su valor nominal, ello significa fundamentalmente conceder a los deudores la condonación legal de la mitad de sus obligaciones.

Las declaraciones estatales sobre curso legal afectan sólo a aquellas obligaciones monetarias que han sido ya objeto de contratación. Pero el comercio es libre de elegir entre mantener su primitivo medio de cambio o crear otro nuevo al efecto, y cuando adopta esta última solución, y en la medida en que el poder legal afecta a las partes contratantes, tratará de hacerlo incluso para los pagos aplazados en consonancia con un patrón que invalide, al menos para el futuro, el patrón al que el estado atribuye plena capacidad para saldar las deudas. Cuando, durante la última década del siglo pasado, el partido bimetalista ganó tanto poder en Alemania que consideró la posibilidad de experimentar sus propuestas inflacionistas, empezaron a hacer su aparición las cláusulas oro en los contratos a largo plazo. Un efecto análogo ha tenido el reciente periodo de depreciación monetaria. Si el estado no quiere hacer imposibles todas las transacciones crediticias, debe reconocer semejantes ardides y hacer que también los reconozcan los tribunales. Análogamente, cuando el propio estado realiza transacciones de comercio ordinario, cuando compra o vende, concede o recibe préstamos, hace pagos o los recibe, tiene que reconocer como moneda el medio común de cambio fijado por el comercio. El patrón legal, el particular grupo de cosas dotadas de la propiedad de un curso legal ilimitado, sólo es válido realmente para el pago de deudas, a menos que el propio uso comercial lo adopte como medio general de cambio.

3

La influencia del estado en el sistema monetario

La actividad del estado en el campo monetario se reducía originariamente a la fabricación de monedas. La primera actividad monetaria del estado fue y sigue siendo suministrar lingotes de metal del mayor grado posible de semejanza en su aspecto, peso y pureza, marcándoles con un sello difícil de imitar y que todos puedan reconocerlo como signo de la acuñación estatal. A partir de aquí, la influencia del estado en el campo monetario se ha ido extendiendo gradualmente.

Los progresos de la técnica monetaria han sido lentos. Al principio, el sello impreso en una moneda era simplemente prueba de la autenticidad de su material y de su grado de pureza, mientras que el peso tenía que comprobarse separadamente en cada pago. (En el estado actual de nuestros conocimientos esto no puede afirmarse dogmáticamente; y en todo caso el desarrollo no ha seguido las mismas líneas en todas partes). Posteriormente, aparecieron distintas clases de monedas, siendo consideradas todas las monedas de una determinada clase como intercambiables. El paso siguiente tras la innovación de las monedas clasificadas fue el desarrollo del patrón paralelo, consistente en la yuxtaposición de dos sistemas monetarios: uno basado en la mercancía oro, y otro en la plata. Las monedas pertenecientes a cada uno de los distintos sistemas formaban un grupo autónomo. Sus pesos guardaban una relación definida con cada uno de los otros, y el estado les daba una relación también legal, en la misma proporción, sancionando la práctica comercial que se había ido gradualmente estableciendo de considerar las diferentes monedas del mismo metal como intercambiables. Este estadio se alcanzó al margen de cualquier ulterior influencia del estado. Todo lo que el estado hizo hasta entonces en el campo monetario fue suministrar monedas para el uso comercial. Mediante el control de la acuñación, suministró piezas manejables de metal, de peso y pureza específicos, marcadas de tal manera que todos pudieran reconocer fácilmente su contenido metálico y de dónde procedían. Como legislador, el estado confirió curso legal a estas monedas —cuyo significado acabamos de exponer—, y como juez aplicó estas medidas.

Pero la evolución no se detuvo en esta etapa. Durante aproximadamente los últimos doscientos años la influencia del estado en el sistema monetario ha ido creciendo progresivamente. Sin embargo, una cosa debe quedar clara: ni siquiera en nuestros días tiene el estado poder para convertir directamente algo en dinero, es decir en medio común de cambio. Incluso hoy, es únicamente la práctica de los individuos que participan en el tráfico mercantil la que puede convertir una mercancía en medio común de cambio. Con todo, la influencia del estado, tanto potencial como efectiva, sobre los usos comerciales ha aumentado. En primer lugar, porque ha aumentado la importancia del propio estado como agente económico, ocupando, como comprador y vendedor, como pagador de salarios y como recaudador de impuestos, un lugar mucho mayor que en los siglos pasados. En esto no hay nada digno de notar o que necesite ser especialmente subrayado. Es evidente que la influencia de un agente económico en la elección de una mercancía que cumpla la función de dinero será tanto mayor cuanto mayor sea su participación en el mercado; y no hay razón para suponer que exista diferencia alguna cuando se trata de un agente económico especial como es el estado.

Pero, aparte de esto, el estado ejerce una especial influencia en la elección de una mercancía como dinero, no en razón de su propia posición comercial ni de su autoridad como legislador y juez, sino por su situación oficial en el control de la acuñación y por su poder para cambiar el carácter de los sustitutos de dinero en circulación.

La influencia del estado en el sistema monetario suele identificarse con la que se atribuye a su autoridad legislativa y judicial. Se supone que la ley, que puede cambiar autoritariamente el tenor de las relaciones de deudas existentes y forzar nuevos contratos de endeudamiento en una dirección determinada, permite al estado ejercer una influencia decisiva en la elección del medio de cambio comercial.

Actualmente la forma más extrema de este argumento la encontramos en la Teoría del dinero[1], de Knapp; pero muy pocos son los escritores alemanes que se han librado de él. Podemos mencionar a Helfferich como ejemplo. Es cierto que este autor afirma respecto al origen del dinero que tal vez pueda dudarse de que fuera únicamente la función de medio común de cambio la que convirtió a una mercancía en dinero y convirtió al dinero en patrón de los pagos aplazados de todo tipo. Sin embargo, sostiene con plena convicción que en nuestra actual organización económica algunas clases de monedas en algunos países, y el sistema monetario en su totalidad en otros, son dinero y funcionan como medio de cambio sólo por el hecho de que los pagos obligatorios y las obligaciones contraídas en términos de dinero deben o pueden satisfacerse por medio de estos particulares objetos[2].

Es difícil estar de acuerdo con esta opinión. El fallo de quienes la sostienen consiste en que desconocen el significado de la intervención del estado en la esfera monetaria. Por la simple atribución a un objeto de la capacidad en sentido jurídico de extinguir las obligaciones expresadas en términos de dinero, el estado no puede influir sobre la elección de un medio de cambio, que pertenece únicamente a quienes participan en el tráfico comercial. La historia muestra que aquellos estados que han pretendido obligar a sus súbditos a aceptar un nuevo sistema monetario han elegido por lo regular otros medios muy diferentes para alcanzar sus objetivos.

El establecimiento de una relación legal para el pago de las deudas contraídas bajo el régimen de la clase de dinero reemplazado constituye una medida meramente secundaria que sólo tiene sentido en conexión con el cambio de patrón obtenido por otros medios. La disposición de que en el futuro los impuestos se paguen en la nueva clase de dinero y las demás obligaciones impuestas en términos monetarios se satisfagan únicamente en la nueva moneda, es una consecuencia de la transición al nuevo patrón. Resulta efectiva sólo cuando la nueva clase de dinero se ha convertido en medio común de cambio general en el comercio. No se puede desarrollar una política monetaria únicamente con medios legislativos, mediante el simple cambio en las definiciones legales del contenido de los contratos de endeudamiento y del sistema de gasto público; tiene que basarse en la autoridad ejecutiva del estado como controlador de la acuñación y emisor de títulos referibles al dinero, pagaderos a su presentación, y que puedan sustituir al dinero en el comercio. No basta simplemente con registrar de forma pasiva en los protocolos de las asambleas legislativas y de las gacetas oficiales las medidas necesarias, sino que —a menudo con gran sacrificio financiero— es preciso ponerlas en práctica de una manera efectiva.

Un país que quiere convencer a sus súbditos de que pasen de un patrón metal precioso a otro no puede contentarse con expresar su aspiración en oportunas disposiciones legislativas de carácter civil o fiscal. Debe hacer que la nueva moneda sustituya comercialmente a la anterior. Lo mismo podemos afirmar respecto a la transición del dinero-crédito o dinero-signo a un dinero-mercancía. Ningún político que haya tenido que enfrentarse con semejante cambio ha tenido jamás la menor duda a este respecto. Lo decisivo no es establecer una relación legal de cambio y ordenar que los impuestos se paguen en la nueva moneda, sino proporcionar la cantidad necesaria de la nueva moneda y retirar la vieja.

Podemos confirmar estas afirmaciones con algunos ejemplos históricos. Primeramente, la imposibilidad de modificar el sistema monetario con el sólo ejercicio de la autoridad nos la ilustra claramente el magro éxito de la legislación bimetalista, que alguna vez se creyó que ofrecía una solución sencilla a un grave problema. Durante miles de años, el oro y la plata se emplearon uno junto a otro como dinero-mercancía; pero la continuación de esta práctica se fue haciendo cada vez más gravosa, ya que el patrón paralelo, o empleo simultáneo como dinero de dos clases de mercancía, tiene muchos inconvenientes. Puesto que no podía esperarse un apoyo espontáneo por parte de los individuos implicados en el tráfico comercial, el estado decidió intervenir con la esperanza de cortar el nudo gordiano. Al igual que con anterioridad había desplazado ciertas clases de dinero estableciendo que las deudas contraídas en táleros podían saldarse con el pago del doble de otros tantos medios táleros o el cuádruple de otros tantos cuartos de tálero, así ahora procedía a establecer una relación fija de cambio entre ambos metales preciosos. Las deudas pagaderas en plata, por ejemplo, podían ser canceladas con el pago de 1:15,5 veces el mismo peso en oro. Se pensaba que esto había de resolver el problema, cuando en realidad las dificultades que implicaba ni siquiera se habían sospechado, como los acontecimientos se encargarían de demostrar. Se produjeron todos los resultados que la ley de Gresham atribuye a la equiparación legislativa de monedas de desigual valor. En todos los pagos de deudas y otros por el estilo se empleó únicamente aquella moneda que la ley cotizaba por encima del mercado. Cuando la ley estableció casualmente su relación de cambio a la par de las momentáneas relaciones del mercado, este efecto pudo retrasarse un poco hasta el nuevo movimiento en el precio de los metales preciosos. Pero tuvo que producirse tan pronto como surgió una diferencia entre la relación legislativa y la establecida por el mercado en ambas clases de moneda. El patrón paralelo se convertía entonces, no en un patrón doble, como pretendían los legisladores, sino en un patrón alternativo.

Al menos durante un breve periodo de tiempo, se produjo una elección entre ambos metales preciosos, que no fue precisamente la que el estado pretendía. Por el contrario, el estado no había pensado en decidirse en favor del uso de uno u otro metal, sino que esperaba que ambos seguirían circulando. Pero la regulación oficial, que al declarar la sustituibilidad recíproca del oro y la plata sobreestimaba la relación de mercado de uno de los metales en términos del otro, lo único que consiguió fue diferenciar la utilidad de ambos para fines monetarios. La consecuencia fue el mayor aumento de uno de los dos metales y la desaparición del otro. La intervención legislativa y judicial del estado fracasó rotundamente. Quedó palmariamente demostrado que el estado no sólo no puede convertir una mercancía en medio común de cambio, es decir en dinero, sino que esto sólo puede hacerse por la acción común de todos los individuos que participan en el tráfico mercantil.

Pero lo que el estado no puede realizar por medios legislativos puede hacerlo en cierto grado mediante su poder de controlar la acuñación. Fue en calidad de tal como el estado intervino cuando el patrón alternativo fue sustituido por el monometalismo permanente. Esto ocurrió de varios modos. La transición fue muy sencilla y fácil cuando la acción del estado consistía en evitar una vuelta al metal temporalmente infravalorado en uno de los periodos alternativamente monometálicos mediante la rescisión del derecho de libre acuñación. Y fue aún más sencillo en aquellos países en que uno u otro metal había adquirido el predominio antes de que el estado alcanzara la posición necesaria para poder establecer un tipo moderno de regulación, de tal suerte que lo único que la ley podía hacer era sancionar una situación ya establecida.

El problema era mucho más difícil cuando el estado pretendía convencer a los hombres de negocios de que abandonaran el metal que utilizaban y adoptaran el otro. En este caso, el estado tenía que fabricar la necesaria cantidad del nuevo metal, cambiarlo por la vieja moneda, y o bien destinar el metal así retirado de la circulación a la acuñación de moneda divisionaria, o bien venderlo para usos no monetarios o para su acuñación fuera del país. La reforma del sistema monetario alemán tras la fundación del Reich en 1871 puede considerarse como ejemplo perfecto de la transición de un patrón mercancía metálica a otro. Las dificultades que ello entrañaba, y que pudieron superarse gracias a las indemnizaciones de guerra con Francia, son bien conocidas. Esas dificultades radicaban en la realización de una doble tarea: la provisión de oro y la retirada de la plata. Ésta y no otra era la esencia del problema que había que resolver cuando se tomó la decisión de cambiar el patrón monetario. El Reich completó la transición al oro dando oro y títulos sobre oro a cambio de monedas de plata y títulos sobre monedas de plata que estuvieran en poder de sus ciudadanos. Las modificaciones legales fueron simple acompañamiento del cambio[3].

El cambio de patrón monetario se produjo de la misma forma en Austria-Hungría, Rusia y demás países que reformaron su sistema monetario en los decenios siguientes. También aquí el problema consistía simplemente en suministrar las cantidades de oro necesarias y ponerlas en circulación entre los participantes en el mercado en lugar de los medios de cambio empleados hasta entonces. Facilitó extraordinariamente el proceso —y, lo que era incluso más importante, la cantidad de oro necesaria para el cambio disminuyó considerablemente— el artificio de permitir que las monedas que constituían el antiguo dinero-signo o dinero-crédito siguieran total o parcialmente circulando, al tiempo que cambiaban fundamentalmente su carácter económico al transformarse en títulos siempre convertibles en la nueva clase de moneda. Esto daba una apariencia externa diferente a la transacción, pero en esencia seguía siendo la misma. Difícilmente puede discutirse que las medidas que tomaron aquellos países que adoptaron esta forma de política monetaria consistieron esencialmente en proporcionar cantidades de metal.

La exageración de la importancia en política monetaria del poder de que dispone el estado con su capacidad legislativa sólo puede atribuirse a una observación superficial del proceso implicado en la transición del dinero-mercancía al dinero-crédito. Esta transición se ha realizado normalmente mediante la declaración del estado de que los títulos no convertibles en dinero podían considerarse medios de pago igual que si fueran dinero. Por regla general, no ha sido objeto de tal declaración producir un cambio de patrón y sustituir el dinero-mercancía por el dinero-crédito. En la mayoría de los casos, el estado ha tomado semejantes medidas teniendo en cuenta solamente ciertos fines fiscales. Ha tratado de aumentar sus propios recursos por la creación de dinero-crédito. Para alcanzar estos objetivos, la disminución del poder adquisitivo del dinero difícilmente podría parecer deseable. Y realmente ha sido siempre esta depreciación del valor la que, entrando en juego la ley de Gresham, ha originado el cambio del patrón monetario. Estaría totalmente en desacuerdo con los hechos afirmar que el pago al contado se haya impedido alguna vez; es decir que se haya suspendido la permanente convertibilidad de los billetes, con la intención de efectuar una transición a un patrón crédito. Este resultado se ha producido siempre contra la voluntad del estado, no de acuerdo con ella.

Solamente los usos comerciales pueden transformar una mercancía en medio común de cambio. No es el estado, sino el comportamiento ordinario de quienes participan en el tráfico comercial, lo que crea el dinero. De aquí se sigue que la regulación estatal que atribuye a una mercancía el poder general de liquidación de las deudas es incapaz de convertir a esa mercancía en dinero. Si el estado crea dinero-crédito —y esto puede aplicarse obviamente en un grado mucho mayor al dinero-signo— sólo puede hacerlo tomando objetos que ya circulan como sustitutos del dinero (es decir como títulos totalmente seguros e inmediatamente convertibles en dinero) y privándoles de la característica de convertibilidad permanente y de su empleo para fines de valoración. El comercio se protegerá siempre contra cualquier otro método para introducir un dinero-crédito del gobierno. El intento de poner en circulación dinero-crédito nunca ha tenido éxito, excepto cuando las monedas o los billetes en cuestión habían ya circulado como sustitutos del dinero[4].

Éste es el límite de la siempre exagerada influencia del estado en el sistema monetario. Lo que el estado puede hacer en ciertas circunstancias, en su calidad de controlador de la acuñación, mediante su poder para alterar el carácter de los sustitutos monetarios privándoles de su categoría de títulos sobre el dinero pagaderos a la vista, y sobre todo mediante los recursos financieros que le permiten soportar el coste de un cambio de moneda, es tratar de convencer al comercio para que abandone una clase de dinero y adopte otra. Eso es todo.