CAPÍTULO III

LAS DIFERENTES CLASES DE DINERO

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Dinero y sustitutos monetarios

Cuando se verifica un cambio indirecto por medio del dinero, no es necesario que éste cambie de manos físicamente; en vez de la moneda real, se puede transferir el derecho inequívoco a obtener una suma equivalente, pagadera a la vista. Nada hay en esto de extraño o que sea peculiar al dinero en cuanto tal. Lo que sí es peculiar y sólo puede expresarse refiriéndose a las características especiales del dinero es la extraordinaria frecuencia de esta manera de realizar las transacciones monetarias.

En primer lugar, el dinero se adapta especialmente bien para constituir la sustancia de una obligación genérica. Mientras que la fungibilidad de casi todos los bienes económicos está más o menos circunscrita y a menudo es sólo una ficción basada en una terminología comercial artificiosa, la del dinero es casi ilimitada. Tan sólo la de las acciones y obligaciones puede compararse con él. El único factor que puede posiblemente impedir a éstas ser completamente fungibles es la dificultad de subdividir sus distintas unidades; se han adoptado varios procedimientos, que, al menos en lo que respecta al dinero, han eliminado totalmente la importancia práctica de esta dificultad.

Una circunstancia todavía más importante radica en la naturaleza de la función que desempeña el dinero. El derecho a reclamar una suma de dinero se puede ir transfiriendo una y otra vez en un número indefinido de cambios indirectos, sin que la persona obligada al pago tenga nunca que realizarlo. Evidentemente, esto no es aplicable en lo que respecta a los demás bienes económicos, ya que éstos están siempre destinados al consumo final.

La particular aptitud para facilitar los cambios indirectos que poseen los títulos monetarios absolutamente seguros e inmediatamente pagaderos, que brevemente podemos calificar como sustitutos del dinero, se ha incrementado considerablemente debido a su posición en el derecho y en el comercio.

Técnicamente, y en algunos países también jurídicamente, la transferencia de un billete de banco apenas difiere de la de una moneda. La similitud de la apariencia externa es tal que quienes intervienen en las transacciones comerciales no suelen poder distinguir entre los objetos que realmente cumplen la función de dinero y los que se emplean meramente como sustitutos suyos. El hombre de negocios no se preocupa de los problemas económicos que esto implica; sólo le importan las características jurídicas y comerciales de las monedas, billetes, cheques y similares. Para él, el hecho de que los billetes de banco se transfieran sin prueba documental, de que —al igual que las monedas— circulen en números redondos, de que no exista ningún derecho de reclamación frente a sus anteriores tenedores, de que la ley no reconozca diferencia entre ellos y el dinero como medio de extinción de deudas, parece que es razón suficiente para incluirlos dentro de la definición del término dinero y para trazar una distinción fundamental entre ellos y los depósitos a la vista, que sólo pueden transferirse por un procedimiento mucho más complejo técnicamente y que también son tratados jurídicamente de diferente forma. Tal es el origen de la concepción popular del dinero por la que se rige la vida cotidiana. No hay duda de que sirve a los fines de la banca y puede ser muy útil en los negocios mundiales en general, pero su introducción en la terminología científica de la economía es bastante indeseable.

La controversia acerca del concepto de dinero no es precisamente uno de los capítulos más satisfactorios de la historia de nuestra ciencia. Esto es particularmente aplicable a la polvareda de tecnicismos jurídicos y comerciales que lo atosigan y al significado totalmente inservible que se ha atribuido a algo que en definitiva no es más que simple cuestión terminológica. La solución del problema se ha considerado como un fin en sí mismo, y parece haberse olvidado completamente que su verdadera finalidad debería haber sido facilitar la investigación ulterior. Esta polémica, pues, no podía por menos de ser estéril.

Si tratamos de trazar una línea divisoria entre el dinero y aquellos objetos que externamente se le asemejan, sólo tenemos que recordar la finalidad de nuestra investigación. La actual discusión pretende fijar las leyes que determinan la relación de cambio entre el dinero y los demás bienes económicos. Ésta y no otra es la tarea de la teoría económica del dinero. Nuestra terminología deberá adaptarse al problema. Si se quiere separar un grupo especial de objetos de entre aquéllos que desempeñan una función monetaria en el comercio y, bajo el nombre especial de dinero (que debe reservarse exclusivamente a este grupo), en neto contraste con el resto (al que se niega este nombre), entonces la distinción se hará de tal manera que facilitará el ulterior progreso de la investigación.

Tales consideraciones son las que me han llevado a dar el nombre de sustitutos del dinero y no el de dinero a aquellos objetos que se emplean como dinero en el comercio y que consisten en títulos seguros e inmediatamente convertibles en dinero. Pero los títulos no son propiamente bienes[1]; son medios para disponer de ellos. Aquí radica toda su naturaleza y su importancia económica. Por sí mismos no tienen valor, sino indirectamente; su valor deriva de los bienes económicos a que hacen referencia. Hay dos elementos en la valoración de un título: primero, el valor de los bienes a cuya posesión el título da derecho; y segundo, la mayor o menor probabilidad de que la posesión de los bienes en cuestión se obtendrá realmente. Además, si el título debe hacerse efectivo sólo después de un cierto periodo de tiempo, la consideración de esta circunstancia constituirá un tercer factor de su valoración. El valor el 1.o de enero de un derecho a recibir 10 sacos de carbón el 31 de diciembre del mismo año estará basado directamente, no en el valor de 10 sacos de carbón, sino en el valor de los 10 sacos que serán entregados al cabo de un año. Este tipo de cálculo es cosa de experiencia común, como también lo es el hecho de que en la valoración de los títulos se tiene en cuenta su solidez o seguridad.

Los títulos de dinero, por supuesto, no son excepción. Los que deben hacerse efectivos a su presentación, si no hay duda respecto a su solidez y su cobro no implica gasto alguno, se valoran exactamente igual que si el pago se realizara al contado y se aceptan lo mismo que si fueran dinero[2]. Sólo los títulos de esta clase —es decir los que son pagaderos a su presentación, absolutamente seguros, en la medida en que lo son las previsiones humanas, y totalmente líquidos en sentido legal— pueden considerarse en el terreno comercial exactos sustitutos del dinero a que se refieren. Otros títulos, naturalmente, como los billetes emitidos por bancos de dudoso crédito o letras que aún no han vencido, intervienen también en las transacciones financieras y pueden igualmente emplearse como medio general de cambio. Esto, según nuestra terminología, significa que son dinero. Pero entonces se valoran independientemente; no se juzgan equivalentes ni a la suma de dinero a que se refieren ni al valor de los derechos que incorporan. Más adelante iremos viendo qué otros factores especiales ayudan a determinar su valor de cambio.

Desde luego que no sería incorrecto incluir en nuestro concepto de dinero aquellos títulos absolutamente seguros e inmediatamente convertibles que hemos preferido calificar de sustitutos monetarios. Pero lo que sí debemos hacer es rechazar de plano la extendida costumbre de dar el nombre de dinero a ciertas clases de sustitutos suyos, por lo común billetes de banco, monedas, etc., y de distinguirlos netamente de las demás clases, tales como los depósitos a la vista[3]. La distinción entre estas dos últimas clases carece de fundamento, pues los billetes, por ejemplo, y los depósitos sólo difieren en aspectos puramente externos, importantes tal vez desde el punto de vista comercial y jurídico, pero totalmente insignificantes desde el punto de vista de la teoría económica.

Por otra parte, se pueden aportar argumentos de considerable peso en favor de la inclusión de todos los sustitutos del dinero, sin excepción, en un único concepto de dinero. Puede señalarse, por ejemplo, que el significado de los títulos sobre dinero totalmente seguros y líquidos es completamente diferente del de los títulos sobre otros bienes económicos; que mientras un título sobre un bien se deberá hacer efectivo antes o después, no ocurre necesariamente así con los títulos sobre dinero. Tales títulos pueden pasar de mano en mano indefinidamente y ocupar así el lugar del dinero sin que se haya hecho intento alguno para hacerlos efectivos. Hay que señalar que quienes necesitan dinero quedarán plenamente satisfechos con títulos de este tipo, y que quienes quieren gastarlo podrán comprobar que estos títulos sirven para este fin exactamente igual; y que, por consiguiente, la oferta de sustitutos de dinero debe considerarse como dinero, y su demanda como demanda del mismo. También puede señalarse que, mientras no es posible satisfacer una creciente demanda, por ejemplo, de pan dando bonos sin incrementar las existencias del mismo, es perfectamente posible satisfacer una demanda creciente de dinero mediante un procedimiento como el indicado. Puede objetarse, en suma, que los sustitutos de dinero tienen ciertas peculiaridades que se explican mejor si los incluimos en el concepto de dinero.

Sin pretender sopesar el valor de semejantes argumentos, creemos que es preferible distinguir netamente entre dinero en sentido estricto y dinero en sentido amplio (sustitutos monetarios). El lector juzgará si éste es el mejor camino a seguir, o tal vez existe algún otro procedimiento para llegar a una mejor comprensión de nuestro problema. Para mí es claro que el camino elegido es el único para poder resolver los difíciles problemas de la teoría del dinero.

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Las peculiaridades de los sustitutos monetarios

La discusión económica acerca del dinero debe basarse únicamente en consideraciones económicas y tener en cuenta las distinciones jurídicas tan sólo en cuanto sean relevantes desde el punto de vista económico. Por consiguiente, semejante discusión debe partir de un concepto del dinero basado, no sobre definiciones y disquisiciones jurídicas, sino sobre la naturaleza económica de las cosas. De ahí que nuestra decisión de no considerar las letras de cambio y otros títulos sobre dinero como constitutivos de dinero propiamente dicho no deba interpretarse simplemente en consonancia con el más estricto concepto jurídico de un título sobre dinero. Junto a los títulos estrictamente jurídicos sobre dinero, tenemos también que tener en cuenta algunos objetos que no son estrictamente títulos en sentido jurídico, pero que sin embargo se les trata como tales en la práctica comercial porque en alguna parte se les considera como si realmente constituyeran títulos sobre dinero[4].

No puede haber duda de que las monedas divisionarias alemanas acuñadas de acuerdo con la ley monetaria del 9 de julio de 1873 no constituyen en derecho títulos monetarios. Es posible que algunos críticos superficiales se inclinen a clasificar estas monedas como dinero por consistir en discos estampados de plata, níquel o cobre que tienen toda la apariencia de dinero. Pero a pesar de ello, desde el punto de vista económico estas monedas no son más que giros sobre el Tesoro nacional. El segundo párrafo de la sección nueve de la Ley de Acuñación (en su reforma del 1.o de jimio de 1909) obliga al Bundesrat a especificar en qué centros se harán efectivas estas monedas, estableciendo que se pagará en monedas de oro a cambio de al menos 200 marcos en monedas de plata, ó 50 marcos en monedas de níquel o cobre. Esta función se encomendó a determinadas cajas del Reichsbank. Otra disposición de la Ley de Acuñación (párrafo 8) establece que el Reich estará siempre en condiciones de poder mantener esta convertibilidad. Según esta sección, el valor total de las monedas de plata acuñadas no podría nunca exceder los veinte marcos por habitante ni los dos y medio el de las monedas de níquel y cobre. En opinión del legislador, esta suma representaba la demanda de monedas pequeñas, por lo que no había peligro de que la acuñación total de moneda divisoria excediera a la demanda del público. Sin duda, no se reconocía estatutariamente ningún derecho a su conversión por parte de los tenedores de moneda divisionaria, y la limitación del curso legal (sección 9, párrafo 1) no era más que un inadecuado sustituto del mismo. Sin embargo, es bien sabido que las monedas divisionarias se convertían sin ninguna dificultad en las cajas del Reichsbank designadas por el canciller.

Exactamente la misma significación tenían los bonos de Tesorería del Reich, de los que únicamente se permitió una circulación por valor de 120 millones de marcos. También éstos (sección 5 de la ley de 30 de abril de 1874) fueron siempre pagaderos en oro por el Reichsbank en nombre del Tesoro. No importa que los bonos de Tesorería no tuvieran curso legal en las transacciones privadas, mientras que todo el mundo estaba obligado a aceptar monedas de plata en cantidades de hasta 20 marcos y de níquel y cobre de hasta un marco; pues aunque no existiera la obligación legal de aceptarlos para la extinción de deudas, de hecho la gente los aceptaba.

Otro ejemplo lo proporciona el tálero alemán del periodo que va desde la introducción del patrón oro hasta que se retira de la circulación el 1 de octubre de 1907. Durante todo este periodo el tálero es, sin duda, moneda de curso legal. Pero si vamos más allá de esta expresión, cuya derivación jurídica resulta inútil para nuestros fines, y preguntamos si el tálero era dinero durante dicho periodo, la respuesta deberá ser negativa. Es cierto que se usaba en el comercio como medio de cambio, pero sólo podía usarse así por ser expresión de un derecho sobre algo que realmente era dinero, es decir sobre el medio común de cambio; pues, aunque ni el Reichsbank ni el Reich ni los distintos reinos y ducados que lo constituían ni cualquier otro sujeto estaba obligado a admitirlo, el Reichsbank, actuando en nombre del gobierno, se preocupó siempre de que no hubiera en circulación más táleros de los demandados por el público. Este resultado lo consiguió evitando imponer los táleros a sus clientes al hacer sus pagos. Esto, junto con la circunstancia de que los táleros tenían curso legal tanto para el banco como para Reich, bastaba para convertirlos en títulos que siempre podían convertirse en dinero, con el resultado de que circulaban en el país como sustitutos monetarios plenamente satisfactorios. Se sugería constantemente a los directores del Reichsbank que debían satisfacer el pago de sus billetes, no en oro, sino en táleros (lo que estaba dentro de la letra de la ley) y pagar el oro solamente con prima, con objeto de impedir su exportación. Pero el banco siempre se negó a admitir esta propuesta o cualquier otra semejante.

La naturaleza exacta de las monedas divisionarias en otros países no siempre ha sido tan fácil de comprender como en Alemania, cuyo sistema bancario y monetario se había configurado bajo la influencia de hombres tales como Bamberger, Michaelis y Soetbeer. En alguna legislación la base teórica de la moderna política de acuñación no es tan fácil de descubrir o demostrar como en los ejemplos aducidos anteriormente. Sin embargo, toda política de este tipo tiene en definitiva la misma finalidad. La particularidad jurídica universal de la moneda divisionaria es la limitación de su poder de pago hasta una suma máxima especificada; y generalmente esta medida se complementa con una restricción legal de la cantidad que puede acuñarse.

No existe ningún concepto económico de moneda divisionaria. Todo lo que la economía puede distinguir es un subgrupo particular dentro del grupo de los títulos monetarios que se emplean como sustitutos del dinero, y los miembros de este subgrupo se emplean en las transacciones en que las cantidades son pequeñas. El hecho de que la emisión y circulación de moneda divisionaria esté sujeta a especiales normas y regulaciones legales obedece a la especial naturaleza de los fines que con ella se persiguen. El reconocimiento general del derecho del tenedor de un billete de banco a recibir dinero a cambio de él, mientras que la conversión de las monedas divisionarias se deja en muchos países a la discreción administrativa, se debe a las diferentes líneas de desarrollo que han seguido, respectivamente, los billetes y las monedas divisionarias. Las monedas divisionarias surgieron de la necesidad de facilitar el intercambio de pequeñas cantidades de bienes de escaso valor. Los detalles históricos de su desarrollo han pasado en general inadvertidos, y todo lo que sobre el tema se ha escrito tiene una importancia meramente numismática o metrológica[5]. Sin embargo, una cosa puede afirmarse con certeza; la moneda divisionaria es siempre el resultado de un intento de remediar las deficiencias del sistema monetario. Han sido las dificultades técnicas inherentes a la subdivisión de la unidad monetaria en pequeñas monedas las que han llevado, tras toda clase de intentos fracasado, a la solución del problema que adoptamos en la actualidad. En muchos países, mientras proseguía este desarrollo, se ha empleado a veces un tipo de dinero-signo[6] en transacciones de poca importancia, con la muy inconveniente consecuencia de que dos clases independientes de dinero desempeñaban una junto a otra la función de medio común de cambio. Para evitar los inconvenientes de semejante situación, se crearon pequeñas monedas en una relación legal fija con las empleadas en transacciones mayores y se tomaron las oportunas precauciones para evitar que la cantidad de moneda divisionaria excediera a las necesidades del comercio. El medio más importante para conseguir este fin ha sido siempre la limitación de la cantidad acuñada al nivel que, según las previsiones, se consideraba preciso para realizar los pequeños pagos, bien fijándolo mediante ley, o bien sin esta imposición. Junto a esto se ha procedido a la limitación del curso legal en transacciones privadas hasta una cierta cantidad relativamente pequeña. Nunca ha sido muy grande el peligro de que semejantes regulaciones resultaran inadecuadas, y por consiguiente las medidas legislativas sobre conversión de las monedas divisionarias o bien se han descuidado enteramente o han permanecido incompletas por la omisión de una declaración expresa del derecho a cambiarlas por dinero. Pero estas monedas que por doquier hoy se rechazan de la circulación se aceptan sin dificultad por el estado, o cualquier otro organismo como un banco central, con lo que se afirma su carácter de títulos sobre dinero. Allí donde se ha abandonado por algún tiempo esta política y se ha intentado suspender la conversión efectiva de las monedas divisionarias para fomentar una circulación de las mismas mayor que la requerida, se han convertido en dinero-crédito, o incluso en dinero-mercancía. Por lo que han dejado de ser consideradas como títulos sobre dinero, pagaderas a su presentación, y por consiguiente equivalentes a dinero, siendo valoradas independientemente.

El billete de banco ha seguido una línea de desarrollo totalmente diferente. Se ha considerado siempre como un título, incluso desde el punto de vista jurídico. Siempre se ha tenido la convicción de que para poder considerar su valor igual al del dinero, había que tomar las oportunas precauciones para garantizar su permanente convertibilidad en dinero. No puede ignorarse que una falta de pago alteraría el carácter económico de los billetes, lo que, tratándose de monedas divisionarias, cuantitativamente menos significativas y empleadas en pequeñas transacciones, tendría mucha menos importancia. Además, la importancia cuantitativamente menor de las monedas divisionarias significa que se puede mantener su permanente convertibilidad sin arbitrar especiales fondos para ello. La ausencia de tales fondos también puede servir para enmascarar el verdadero carácter de la moneda divisionaria[7].

Particularmente instructiva es la consideración del sistema monetario austro-húngaro. La reforma monetaria inaugurada en 1892 nunca se llevó a cabo formalmente, y hasta la caída de la monarquía de los Habsburgo el patrón siguió siendo legalmente lo que suele llamarse patrón papel, ya que el Banco Austro-Húngaro no estaba obligado a rescatar sus propios billetes, que tenían curso legal en cualquier cantidad. Sin embargo, desde 1900 a 1914 Austria-Hungría poseyó realmente un patrón oro o patrón divisa-oro, ya que de hecho el banco proporcionaba prontamente oro para las necesidades del comercio. Aunque según la letra de la ley no estaba obligado a convertir sus billetes, ofrecía letras de cambio y otros títulos pagaderos en oro fuera del país (cheques y similares) a un precio más bajo que el punto oro teórico superior. En estas condiciones, los que necesitaban oro para exportar preferían, naturalmente, adquirir títulos de esta clase que les permitían alcanzar sus propósitos de manera más barata que exportando oro[8].

También para el comercio interior, en el que el uso del dinero era excepcional debido a que muchos años antes la población se había pasado a los billetes y monedas fraccionarias, el banco pagaba sus billetes en oro sin que estuviera legalmente obligado a ello. Y esta política se siguió, no accidental ni ocasionalmente o sin pleno reconocimiento de su importancia, sino deliberada y sistemáticamente, con objeto de permitir que Austria-Hungría gozara de las ventajas económicas del patrón oro. Tanto el gobierno austríaco como el húngaro, a cuya iniciativa se debía esta política bancaria, cooperaron en la medida de lo posible. Pero ante todo era el propio banco el que tenía que asegurar, siguiendo una adecuada política de descuento, que siempre estaría en condiciones de cumplir con prontitud su voluntaria tarea de rescatar sus propios billetes. Las medidas que el banco tomó a este respecto no diferían fundamentalmente de las adoptadas por los bancos de emisión en otros países de patrón oro[9]. De modo que los billetes del Banco Austro-Húngaro no eran de hecho sino sustitutos monetarios. El dinero del país, como en otros países europeos, era el oro.

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Dinero mercancía, dinero crédito y dinero signo

La teoría económica del dinero se expresa generalmente en una terminología que no es económica sino jurídica. Esta terminología ha sido elaborada por escritores, políticos, comerciantes, jueces y otros que se interesaban principalmente por las características jurídicas de las diferentes clases de dinero y de sus sustitutos. Esto es útil cuando se trata de aquellos aspectos del sistema monetario que son importantes desde el punto de vista jurídico; pero para los fines de la investigación económica resulta prácticamente inútil. No se ha prestado la debida atención a este defecto, a pesar de que la confusión de los respectivos territorios de las ciencias jurídicas y la economía en ninguna parte ha sido tan frecuente y tan preñada de malas consecuencias como en el campo de la teoría monetaria. Es un error tratar los problemas económicos con criterios jurídicos. La fraseología jurídica, como resultado de la investigación jurídica sobre problemas monetarios, debe contemplarse por la economía como uno de los objetos de sus investigaciones. No es tarea de la economía criticarla, aunque pueda utilizarla para sus fines propios. Nada puede objetarse contra el uso de términos jurídicos en el discurso económico mientras ello no conduzca a consecuencias indeseables. Pero la economía debe construir su propia terminología para poder alcanzar sus particulares fines.

Dos clases de objetos pueden emplearse como dinero: por una parte, bienes físicos en cuanto tales, como los metales oro y plata; y, por otra parte, objetos que no difieren técnicamente de otros que no son dinero, en los que el factor decisivo para considerarlos dinero no es un factor físico sino una característica jurídica. Un trozo de papel que se considera dinero por la firma de una autoridad no difiere, técnicamente considerado, de otro trozo de papel que lleve la marca de una persona no autorizada, lo mismo que una pieza de cinco francos auténtica no difiere técnicamente de una «imitación exacta». La sola diferencia estriba en la ley que regula la fabricación de tales monedas, reservada a la autoridad. (Para evitar todo posible error, diremos expresamente que todo lo que la ley puede hacer es regular la emisión de moneda y que excede el poder del estado asegurar además que éstas se conviertan efectivamente en dinero; es decir, que se empleen efectivamente como medio común de cambio. Todo lo que el estado puede hacer por medio de su sello oficial es apartar ciertas piezas de metal o papel de todas las otras cosas de la misma clase de tal suerte que puedan someterse a un proceso de valoración independiente del resto. De este modo permite que estos objetos que poseen una cualificación jurídica especial sean empleados como medio común de cambio, mientras que las demás mercancías de la misma clase siguen siendo simples mercancías. También puede el estado tomar varias medidas con objeto de impulsar el empleo real de las mercancías cualificadas como medio común de cambio. Pero estas mercancías nunca podrán convertirse en dinero por el mero hecho de que el estado así lo ordene; el dinero sólo puede crearse por el uso de quienes participan en las transacciones comerciales).

Podemos llamar dinero-cosa o dinero-mercancía (Sachgeld) a aquel tipo de dinero que es al mismo tiempo una mercancía, y dinero-signo (Zeichengeld) al que comprende cosas que tienen una especial cualificación legal. Una tercera categoría puede llamarse dinero-crédito {Kreditgeld), que es aquella clase de dinero que constituye un título o derecho contra una persona física o jurídica. Pero estos títulos pueden no ser pagaderos a la vista y absolutamente seguros; si lo fueran, no habría ninguna diferencia entre su valor y el de la suma de dinero a que se refieren, por lo que no estarían sujetos a un proceso de valoración independiente por parte de quienes los utilizan. En todo caso, el vencimiento de estos títulos deberá ser aplazado a un tiempo futuro. Difícilmente podrá negarse que el dinero-signo en el sentido estricto de la palabra pueda concebirse teóricamente. La teoría del valor prueba la posibilidad de su existencia. Cuestión distinta, desde luego, es si el dinero-signo ha existido siempre realmente, cuestión que no puede sin más contestarse afirmativamente. No hay duda de que la mayoría de aquellas clases de dinero que no son dinero-mercancía pueden clasificarse como dinero-crédito. Sólo una investigación histórica detallada puede hacer luz sobre este problema.

Nuestra terminología es más útil que la que se emplea generalmente. Expresa con mayor claridad las peculiaridades del proceso por el que se valoran las diferentes clases de dinero. Es ciertamente más correcta que la distinción usual entre dinero metálico y dinero papel. El dinero metálico comprende no sólo el dinero patrón sino también las monedas divisionarias y aquellas otras como los táleros alemanes del periodo 1873-1907; y el dinero papel generalmente comprende no sólo el dinero-signo y el dinero-crédito, que suelen hacerse de papel, sino también los bonos convertibles emitidos por los bancos o por el estado. Esta terminología deriva del uso popular. En otro tiempo, cuando más a menudo que en la actualidad el dinero «metálico» era realmente dinero y no sustituto de dinero, tal vez la terminología fuera algo menos inapropiada de lo que lo es hoy. Además, correspondía —y posiblemente aún corresponde— a la ingenua y confusa concepción popular del valor que ve en los metales preciosos algo intrínsecamente valorable y en el dinero crediticio de papel algo necesariamente anómalo. Científicamente, esta terminología es totalmente inútil y fuente de infinitos errores y malas interpretaciones. El mayor error que puede cometerse en la investigación económica es fijarse en las meras apariencias, dejando así de percibir la diferencia fundamental entre cosas que sólo se parecen en su aspecto externo, o distinguir entre cosas que son fundamentalmente semejantes y sólo diferentes en lo exterior.

Posiblemente, para el numismático, el técnico y el historiador del arte hay muy poca diferencia entre la moneda de cinco francos antes y después de que cesara la libre acuñación de la plata, mientras que el gulden austriaco de plata, incluso el del periodo de 1879-1892, resulta fundamentalmente diferente del gulden papel. Pero es lamentable que tales distinciones superficiales jueguen todavía un papel en la teoría económica.

Nuestra clasificación tripartita no es una mera gimnasia terminológica; la discusión teórica que desarrollaremos a lo largo de este libro demostrará la utilidad de los conceptos que implica.

La característica decisiva del dinero-mercancía es el empleo con fines monetarios de una mercancía en sentido tecnológico. Para nuestra actual investigación, es del todo indiferente qué clase de mercancía es; lo importante es que la mercancía en cuestión es la que constituye el dinero, y que el dinero es solamente esa mercancía. El caso del dinero-signo es totalmente diferente. Aquí el factor decisivo es el sello: no el hecho material de llevar un sello, sino el sello en sí mismo. La naturaleza del material en que se estampa el sello carece de importancia. Finalmente, el dinero-crédito es un título que vence en el futuro y que se emplea como medio general de cambio.

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El dinero mercancía en el pasado y en la actualidad

Aun admitida en principio como correcta la división entre dinero-mercancía, dinero-crédito y dinero-signo y sólo se discuta su utilidad, muchos escritores, y más aún el gran público, rechazan totalmente la afirmación de que la moneda libremente acuñada del presente y la moneda metálica de siglos pasados sean ejemplos de dinero-mercancía. Es cierto que por lo general nadie niega que las primitivas formas de dinero fuesen dinero-mercancía. También suele admitirse que antiguamente las monedas circulaban por su peso y no por su título. Sin embargo, se afirma, hace tiempo que el dinero ha cambiado su naturaleza. El dinero de Alemania e Inglaterra en 1914, se dice, no era el oro sino el marco y la libra. El dinero actualmente consiste en «unidades específicas con un determinado significado en términos de valor que se les asigna por ley» (Knapp). «Por “patrón” designamos las unidades de valor (florines, mareos, francos, etc.) que han sido adoptadas como medidas de valor, y por “dinero” las monedas (piezas acuñadas y billetes) que representan las unidades que funcionan como medida de valor. La controversia acerca de si el oro o la plata, o los dos juntos, deben funcionar como patrón y como dinero no tiene sentido, porque ni la plata ni el oro han desempeñado jamás tales funciones ni podrían hacerlo» (Hammer)[10].

Antes de proceder a comprobar la verdad de estas notables afirmaciones, permítasenos hacer una breve observación sobre su génesis —aunque realmente sería más exacto hablar de renacimiento que de génesis, puesto que las doctrinas en cuestión manifiestan una muy estrecha relación con las más antiguas y primitivas teorías del dinero—. Como éstas, las actuales teorías nominalistas del dinero se caracterizan por su incapacidad para contribuir en lo más mínimo a la solución del principal problema de la teoría monetaria —en realidad podemos designarle como el problema de la teoría monetaria—, es decir la explicación de la relación de cambio entre el dinero y los demás bienes económicos. Para sus autores, el problema económico del valor y de los precios sencillamente no existe. Nunca han creído necesario considerar cómo se establecen las relaciones del mercado y qué significan. Sólo de una manera accidental se fija su atención en el hecho de que el tálero alemán (desde 1873), o el florín austriaco (desde 1879), es esencialmente diferente de una cantidad de plata del mismo peso y pureza que no haya sido sellada en la Casa de la Moneda. Observan una situación análoga con respecto al «papel moneda». No lo comprenden, e intentan hallar una respuesta al enigma. Pero entonces, precisamente por su desconocimiento de la teoría del valor y de los precios, sus elucubraciones toman un giro particularmente desafortunado. No indagan cómo se establecen las relaciones de cambio entre el dinero y los demás bienes económicos, algo que les parece totalmente evidente. Formulan su problema de otro modo: ¿Cómo es que tres monedas de veinte marcos son equivalentes a veinte táleros; a pesar de que la plata contenida en los táleros tenga en el mercado un valor más bajo que el oro contenido en los marcos? Y responden: Porque el valor de la moneda lo fija el estado por decreto, mediante el sistema legal. Así, ignorando los hechos más importantes de la historia monetaria, tejen una red artificial de falacias; una construcción teórica que bloquea inmediatamente la cuestión planteada: ¿Qué debemos entender exactamente por unidad de valor? Pero tan impertinentes preguntas sólo pueden ocurrírsele a quien conoce por lo menos los rudimentos de la teoría de los precios. Otros son capaces de contentarse con una referencia a la «nominalidad» de la unidad de valor. No es, pues, extraño que estas teorías hayan alcanzado tal popularidad entre el hombre de la calle, especialmente desde que su afinidad con el inflacionismo las hizo tan atractivas a todos los entusiastas del «dinero barato».

Puede afirmarse, como resultado de la investigación en el campo de la historia monetaria, que en todas las épocas y en todos los pueblos las principales monedas han circulado y han sido aceptadas no por su título sin consideración de su cantidad y calidad, sino únicamente como piezas de metal de específicos grados de peso y pureza. Donde las monedas se han aceptado por su título, ha sido siempre por la firme creencia de que el sello que ostentaban acreditaba que poseían la pureza usual en su clase y el peso correcto. Cuando no existía base para tal suposición, volvía a surgir la necesidad de pesarlas y probarlas.

Consideraciones de orden fiscal han conducido a la formulación de una teoría que atribuye a la autoridad acuñadora el derecho de regular según su criterio el poder adquisitivo de la acuñación. Pues desde que la acuñación de moneda ha sido función gubernamental, los gobiernos han tratado de fijar el peso y el contenido de las monedas según su deseo. Felipe VI de Francia reclamó expresamente el derecho «a acuñar la moneda y darle el valor y la tasa que deseemos y nos parezca conveniente»[11], y todos los gobernantes medievales pensaron e hicieron lo mismo en esta materia. Juristas obsequiosos los apoyaron intentando descubrir una base filosófica del derecho divino de los reyes a envilecer la acuñación y demostrar que el verdadero valor de las monedas es el que les asigna el rector del país.

Sin embargo, a pesar de todos los reglamentos y prohibiciones oficiales, de las fijaciones de precios y las amenazas de castigo, la práctica comercial ha insistido siempre en que lo que se debía considerar al valorar las monedas no es el valor expresado en ellas sino su valor como metal. El valor de la moneda lo ha fijado siempre, no la imagen e inscripción que lleva ni la proclamación de las autoridades, sino su contenido metálico. No toda clase de moneda se ha aceptado a primera vista, sino tan sólo aquellas clases que poseían una buena reputación por peso y pureza. En los contratos de préstamo se ha venido estipulando el pago en específicas clases de dinero, y en el caso de cambio en la acuñación, se establece el cumplimiento en términos de metal[12]. A pesar de todas las influencias fiscales, se ha ido imponiendo gradualmente, incluso entre los juristas, la opinión de que es el valor del metal (la bonitas intrinseca como la llaman) lo que debe considerarse al pagar las deudas dinerarias[13].

La adulteración de la acuñación no podía forzar a la práctica comercial a atribuir a las nuevas monedas de menos peso el mismo poder adquisitivo que a las antiguas y más pesadas[14]. El valor de la acuñación disminuye en proporción a la disminución de su peso y calidad. Incluso las regulaciones de los precios tienen en cuenta la disminución del poder adquisitivo de la moneda debida a su adulteración. Y así los rectores de Schweidnitz en Silesia, cuando se les presentaban los phennigs recién acuñados, solían fijar su valor, y sólo entonces, en unión con el consejo y los ancianos de la ciudad, procedían a establecer los precios de las mercancías de acuerdo con esa valoración. Ha llegado hasta nosotros, procedente de la Viena de mediados del siglo XIII, una forma institutionis que fit per civium arbitrium annuatim tempore quo denarii renovantur pro rerum venalium qualibet emptione en la que los precios de los bienes y los servicios se regulan en conexión con la introducción de una nueva acuñación en los años 1460 a 1474. Análogas medidas se tomaron en ocasiones parecidas en otras ciudades[15].

Allí donde la degeneración de la acuñación avanzó tanto que la presencia de un sello en una pieza de metal no servía ya para determinar su contenido real, el comercio dejó por completo de confiar en el sistema monetario oficial y creó su propio sistema para medir los metales preciosos. En las grandes transacciones se empleaban lingotes y moneda comercial. Así, los comerciantes alemanes que visitaban la feria de Ginebra llevaban lingotes de oro fino para hacer sus compras con ellos, y empleaban los pesos usados en el mercado de París en vez de emplear dinero. Éste fue el origen del Markenskudo o scutus marcharum, que no era sino el término usual entre los mercaderes de 3,765 gramos de oro puro. A comienzos del siglo XV, cuando el comercio de Ginebra se fue trasladando gradualmente a Lyon, el marco de oro se convirtió de tal modo en unidad de cuenta ordinaria entre los mercaderes que las letras de cambio expresadas en términos del mismo circulaban de feria en feria. El mismo origen tuvo la antigua lira di grossi veneciana[16]. En los bancos de giro que surgieron en todos los grandes centros comerciales a principios de la era moderna observamos un nuevo intento para liberar al sistema monetario del abuso del privilegio de acuñación por parte de las autoridades. El negocio de las cámaras de compensación de estos bancos se basaba, bien en monedas de una pureza específica, o bien en lingotes. Este dinero bancario era dinero-mercancía en su forma más perfecta.

Los nominalistas afirman que la unidad monetaria, al menos en los países modernos, no es una concreta unidad de mercancía que pueda ser definida en los debidos términos técnicos, sino una cantidad nominal de valor sobre la que nada puede decirse sino que ha sido creada por la ley. Al margen del carácter vago y nebuloso de esta fraseología, que no soportaría la menor crítica desde el punto de vista de la teoría del valor, preguntémonos simplemente: ¿Qué eran, pues, el marco, el franco y la libra antes de 1914? Desde luego, no eran otra cosa que ciertos pesos de oro. ¿Es algo más que una argucia afirmar que Alemania no tenía un patrón-oro sino un patrón-marco? Según la letra de la ley, Alemania tenía el patrón-oro, y el marco era simplemente la unidad de cuenta, la relación de 1/2790 kilogramos de oro fino. Esto nada tiene que ver con el hecho de que nadie estuviese obligado en las transacciones privadas a aceptar lingotes de oro o monedas de oro extranjeras, puesto que el propósito de la intervención del estado en la esfera monetaria no es otro que liberar a los individuos de la necesidad de comprobar el peso y la finura del oro que reciben, tarea que sólo pueden desempeñar los expertos y que implica medidas de precaución muy complicadas. La estrechez de los límites dentro de los cuales se permite legalmente que oscilen el peso y la pureza de los metales en el momento de su acuñación, y la fijación de un límite ulterior a la pérdida permisible por desgaste de las que se encuentran en circulación, son medios mucho más eficaces para asegurar la integridad de la moneda que el uso de balanzas y ácido nítrico por parte de quienes intervienen en las transacciones comerciales. Además, el derecho de libre acuñación, uno de los principios básicos del derecho monetario moderno, es una protección en dirección opuesta contra la emergencia de una diferencia de valor entre el metal acuñado y el no acuñado. En el comercio internacional en gran escala, en el que las diferencias que son despreciables cuando se refieren a cada una de las monedas tienen una importancia acumulativa, las monedas se valoran no de acuerdo con su cifra sino con su peso; es decir, son tratadas no como monedas sino como piezas de metal. Es fácil comprender por qué no ocurre lo mismo en el comercio interior. Los grandes pagos dentro de un país nunca comportan el traslado efectivo de las cantidades monetarias correspondientes, sino simplemente la atribución de títulos o derechos que en última instancia se refieren a la existencia de metales preciosos del banco central.

El papel que representan los lingotes en las reservas de oro de los bancos es una prueba de que el patrón monetario consiste en el metal precioso y no en la proclamación de las autoridades.

Incluso para las monedas de nuestros días, en la medida en que no son sustitutos de dinero, dinero-crédito o dinero-signo, es cierta la afirmación de que no son sino lingotes cuyo peso y pureza están oficialmente garantizados[17]. El dinero de aquellos países modernos en que se usan monedas de metal sin restricciones de acuñación es dinero-mercancía exactamente igual que el de las naciones antiguas y medievales.