EL RETORNO AL DINERO FUERTE
La política monetaria y la actual tendencia a la planificación general
La gente de todos los países coincide en que la situación actual de los asuntos monetarios no es satisfactoria y que es altamente deseable un cambio. Sin embargo, las opiniones sobre la reforma que es preciso hacer y sobre los fines a alcanzar son muy diferentes. Se habla confusamente de estabilidad y de un patrón que no sea ni inflacionista ni deflacionista. La vaguedad de los términos empleados oscurece el hecho de que la gente sigue dominada por las falsas y contradictorias doctrinas cuya aplicación ha creado el actual caos monetario.
La destrucción del orden monetario ha sido el resultado de una política perseguida deliberadamente por algunos gobiernos. El banco central controlado por el gobierno y, en Estados Unidos, el igualmente controlado por el gobierno Sistema de la Reserva Federal son los instrumentos a que se recurre en este proceso de desorganización y demolición. Sin excepción, todos los planes de reforma de los sistemas monetarios asignan a los gobiernos la supremacía ilimitada en materia de dinero y diseñan fantásticas imágenes de superbancos superprivilegiados. Incluso la manifiesta futilidad del Fondo Monetario Internacional no es óbice para que los autores se abandonen a fantasías sobre un banco mundial que fertilizaría a la humanidad con torrentes de crédito barato.
La vacuidad de todos estos planes no es accidental. Es el resultado lógico de la filosofía social que profesan sus autores.
El dinero es el medio de cambio empleado comúnmente. Es un fenómeno del mercado. Su esfera es la de las transacciones comerciales entre individuos y grupos en una sociedad basada en la propiedad privada de los medios de producción y en la división del trabajo. Esta forma de organización económica —la economía de mercado o capitalismo— es en la actualidad objeto de general condena por parte de gobiernos y partidos políticos. Las instituciones educativas, desde las universidades a los jardines de infancia, la prensa, la radio, el teatro lo mismo que el cine y las editoriales se hallan casi completamente bajo el dominio de gente en cuya opinión el capitalismo aparece como el más nefasto de todos los males. El objetivo de sus políticas es sustituir el pretendido caos de la economía de mercado por la «planificación». El término planificación, tal como hoy se usa, significa, desde luego, planificación central por las autoridades, impuesta coactivamente. Implica la anulación de todo derecho del ciudadano a planificar su propia vida. Convierte al individuo en mero peón en los esquemas del equipo planificador, ya se llame Politburó o Reichswirtschaftsministerium o de cualquier otro modo. La planificación no difiere del sistema social que Marx defendiera bajo los nombres de socialismo y comunismo. Transfiere el control de todas las actividades productivas al gobierno, eliminando así completamente el mercado. Donde no hay mercado tampoco hay dinero.
Aunque la actual tendencia de las políticas económicas lleva al socialismo, los Estados Unidos y algunos otros países conservan todavía los rasgos característicos de la economía de mercado. Hasta ahora los partidarios del control gubernamental de la vida económica no han alcanzado sus últimos objetivos.
Los partidarios del New Deal sostienen que es deber del gobierno determinar qué precios, tipos de salarios y beneficios son justos y cuáles no, e imponer sus decisiones con la fuerza policial y los tribunales. Sostienen también que es función del gobierno mantener el tipo de interés a un nivel conveniente mediante la expansión del crédito. Finalmente, proponen un sistema impositivo que tienda a la igualación de las rentas y la riqueza. La plena aplicación del primero o del último de estos principios consumaría el establecimiento del socialismo. Pero las cosas no han llegado aún tan lejos en este país. Aún no se ha roto completamente la resistencia de los defensores de la libertad económica. Existe una oposición que ha evitado el establecimiento permanente del control directo de todos los precios y salarios y la confiscación total de todas las rentas por encima de un nivel considerado conveniente por aquéllos cuya renta es más baja. En los países de esta parte del telón de acero la batalla entre los amigos y los enemigos de la planificación totalitaria aún no se ha decidido.
En este gran conflicto los partidarios del control público no pueden prescindir de la inflación. La necesitan para financiar su política de gasto inconsiderado y de pródiga subvención y soborno a los votantes. La indeseable pero inevitable consecuencia de la inflación, la subida de los precios, les proporciona un buen pretexto para establecer el control de precios, y de este modo realizar paso a paso su proyecto de planificación total. Los ilusorios beneficios que la falsificación inflacionista del cálculo económico hace aparecer se toman por beneficios reales; al gravarlos bajo la engañosa etiqueta de altos beneficios, lo que se consigue es confiscar parte del capital invertido. La extensión del descontento y la inquietud entre la gente por obra de la inflación proporciona un excelente caldo de cultivo para la propaganda subversiva de quienes se proclaman paladines del bienestar y del progreso. El espectáculo ofrecido por la escena política durante las dos última décadas ha sido realmente pavoroso. Algunos gobiernos se han embarcado sin vacilaciones en una vasta inflación y sus economistas han proclamado el gasto deficitario y la gestión «expansionista» del dinero y el crédito como la vía más segura hacia la prosperidad, el progreso sostenido y la mejora económica. Y los propios gobiernos y sus acólitos han acusado al mundo de los negocios de las inevitables consecuencias de la inflación. Mientras defendían los altos precios y salarios como panacea para todos los males y elogiaban a la administración por haber elevado la «renta nacional» (expresada, naturalmente, en términos de una moneda devaluada) en un grado sin precedentes, reprochaban a la empresa privada que vendía a precios excesivos aprovechándose de ello. Al tiempo que restringían deliberadamente la producción agrícola para poder elevar los precios, tuvieron la audacia de sostener que el capitalismo genera escasez y que sin las siniestras maquinaciones de las grandes compañías habría abundancia por doquier. Y millones de votantes se tragaron todo esto.
Conviene insistir en que las políticas económicas de los autoproclamados progresistas no pueden llevarse a cabo sin inflación. No pueden aceptar y nunca aceptarán una política de dinero fuerte. No pueden abandonar su política de gasto deficitario ni renunciar a la ayuda que su propaganda anticapitalista recibe de las inevitables consecuencias de la inflación. Es cierto que hablan de la necesidad de acabar con la inflación; pero lo que entienden no es acabar con la política de expansión monetaria sino implantar el control de precios, es decir un plan totalmente ineficaz para atajar las consecuencias que inevitablemente han de seguirse de su política.
La reconstrucción monetaria, con el abandono de la inflación y el retorno al dinero fuerte, no es un mero problema de técnica financiera que pueda solventarse sin cambiar la estructura de la política económica general. No puede haber moneda estable en un contexto dominado por ideologías hostiles a la libertad económica. Empeñados en desintegrar la economía de mercado, los partidos dominantes no permitirán ciertamente reformar lo que les privaría de su arma más formidable, la inflación. La reconstrucción monetaria presupone ante todo un total e incondicional rechazo a aquellas políticas pretendidamente progresistas que en Estados Unidos se conocen con el nombre de New Deal o Fair Deal.
El patrón oro integral
Dinero fuerte sigue significando hoy lo que significaba en el siglo XIX: el patrón oro.
La excelencia del patrón oro consiste en que hace que la determinación del poder adquisitivo de la unidad monetaria sea independiente de las medidas del gobierno. Arrebata de manos de los «zares económicos» su instrumento más temible. Hace que no puedan recurrir a la inflación. Tal es el motivo de que el patrón oro sea furiosamente atacado por todos aquéllos que esperan beneficiarse de la bolsa, aparentemente inagotable, del gobierno.
Lo primero que se precisa es obligar a los gobernantes a gastar sólo lo que, de acuerdo con las leyes debidamente promulgadas, pueden recaudar vía impuestos. Si los gobiernos pueden recibir préstamos del público y, en caso afirmativo, en qué medida, son cuestiones irrelevantes en el tratamiento de los problemas monetarios. La cuestión de fondo es que el gobierno no debería hallarse en posición de poder incrementar la cantidad de dinero en circulación ni la de los depósitos bancarios a la vista sin plena cobertura —es decir, al 100 por cien— por depósitos desembolsados por el público. No puede dejarse abierta ninguna puerta trasera por donde pueda colarse la inflación. Ninguna situación de emergencia puede justificar el retorno a la política inflacionista. La inflación es incapaz de proporcionar armas a un país que necesita defender su independencia y tampoco los bienes de capital que se precisan para cualquier proyecto. No está a su alcance remediar las condiciones negativas. De lo único de que es capaz es de ayudar a que se exculpen los gobernantes cuyas políticas producen resultados catastróficos.
Uno de los objetivos de la reforma que proponemos es acabar para siempre con la supersticiosa creencia de que los gobiernos y los bancos pueden hacer más ricos a los pueblos y a los individuos sin que al mismo tiempo alguien quede empobrecido. El observador poco perspicaz sólo ve lo que el gobierno ha hecho gastando el dinero de nueva creación. No ve las cosas que dejaron de hacerse y que proporcionaron al gobierno los medios que le sirvieron para conseguir su éxito. No comprende que la inflación no crea bienes adicionales, sino que simplemente transfiere la riqueza y la renta de unos grupos a otros. Olvida, además, los efectos secundarios de la inflación: las inversiones desafortunadas y la desacumulación de capital.
No obstante la apasionada propaganda de los inflacionistas de todos los pelajes, el número de quienes comprenden la necesidad de detener completamente la inflación en beneficio del tesoro público es cada vez mayor. El keynesianismo va perdiendo terreno incluso en las universidades. Hace algunos años los gobiernos alardeaban orgullosamente de los métodos «no ortodoxos» del gasto deficitario, de cebar la bomba, de elevar la «renta nacional». Es cierto que no han descartado estos métodos, pero ya no presumen de ello. A veces incluso admiten que no puede haber cosa peor para equilibrar los presupuestos y disponer de estabilidad monetaria. Las oportunidades políticas de un retorno al dinero fuerte siguen siendo escasas, pero ciertamente son mayores que las que hubo en cualquier otro periodo desde 1914.
Muchos de los partidarios del dinero fuerte piensan que existen motivos fiscales que pueden justificar la inflación. Pretenden evitar toda forma de endeudamiento del gobierno con bancos emisores de billetes o que conceden créditos en cuentas disponibles mediante cheque. Pero no quieren evitar de la misma manera la expansión del crédito a fin de fomentar la actividad económica. La reforma en que piensan pretende en gran medida restablecer la situación existente con anterioridad a las inflaciones de la Primera Guerra Mundial. Su idea de dinero fuerte es la que tenían los economistas del siglo XIX, con todos los errores de la Escuela Bancaria inglesa que la desfiguraron. Siguen aferrándose a modelos cuya aplicación produjo el colapso de los sistemas bancarios y monetarios europeos y desacreditó la economía de mercado generando la casi regular recurrencia de periodos de depresión económica.
En relación con estos problemas, nada tenemos que añadir a lo expuesto en la Tercera Parte de esta obra y también en La acción humana. Si se quiere eliminar la recurrencia de crisis económicas, hay que acabar con la expansión del crédito que crea el auge y conduce inevitablemente a la depresión.
De momento podemos dejar a un lado todos estos temas. En todo caso, conviene destacar que las condiciones actuales son muy distintas de las que tenían presentes los defensores de la expansión crediticia en el siglo XIX.
Estos autores y estadistas consideraban las necesidades financieras del gobierno como la principal y prácticamente única amenaza a la solvencia del banco o bancos privilegiados. Una amplia experiencia histórica demuestra que el gobierno puede forzar y de hecho fuerza a los bancos a que le presten dinero. La suspensión de la convertibilidad de los billetes y las medidas sobre curso legal transformaron las monedas «fuertes» de muchos países en dudoso papel moneda. La conclusión lógica que había que sacar de estos hechos debería haber sido acabar totalmente con los bancos privilegiados y someter todos los bancos a la ley común y a los códigos comerciales que obligan a todos a respetar fielmente los compromisos adquiridos. La libertad bancaria habría ahorrado al mundo muchas crisis y catástrofes. Pero el trágico error de la doctrina bancaria del siglo XIX era creer que bajar los tipos de interés por debajo del nivel que fijaría un mercado no intervenido sería una bendición para el país y que la expansión del crédito era el mejor medio para conseguir este fin. Surgió así la característica duplicidad de la política bancaria. El banco o bancos centrales no tienen que prestar al gobierno, pero tienen que ser libres, dentro de ciertos límites, para ampliar el crédito a las empresas y a los particulares. Se pensaba que de este modo la función del banco central se independizaba del gobierno.
Semejante arreglo supone que el gobierno y la actividad empresarial son dos campos distintos en la gestión de los negocios. El gobierno recauda impuestos, pero no interviene en la gestión de las empresas. Si el gobierno interfiere en los asuntos del banco central, su objetivo es obtener préstamos para el tesoro y no inducir a los bancos a que presten más a las empresas. Si se prohibiera a los bancos prestar al gobierno, la gestión bancaria podría calibrar sus transacciones crediticias teniendo únicamente en cuenta las necesidades de la vida comercial.
Sean cuales fueren los méritos y deméritos que este punto de vista haya podido tener en otros tiempos[1], lo cierto es que ya no tiene aplicación. El principal motivo inflacionista de nuestro tiempo es la llamada política de pleno empleo, no la incapacidad del tesoro para llenar sus arcas vacías con recursos distintos de los préstamos bancarios. Se considera —erróneamente, por supuesto— la política monetaria como un instrumento para elevar los salarios por encima del nivel que fijaría el mercado libre. La expansión está subordinada a los sindicatos. Si hace cien o setenta años el gobierno de un país occidental hubiera arrancado un préstamo al banco central, el público habría tomado unánimemente partido por el banco y desbaratado el complot. Pero durante muchos años apenas ha habido oposición a la expansión crediticia encaminada a «crear empleo», es decir a proporcionar a las empresas el dinero necesario para hacer frente a las subidas salariales que los sindicatos, fuertemente apoyados por el gobierno, imponían a las empresas. Nadie hizo caso de las voces de advertencia cuando Inglaterra en 1931 y los Estados Unidos en 1933 introdujeron la política que Lord Keynes, unos años después en su General Theory, trataría de justificar, y cuando en 1936 Blum, imponiendo a los empleadores franceses el llamado acuerdo Matignon, ordenó al Banco de Francia que prestara libremente las cantidades que las empresas necesitaran para complacer los dictados de los sindicatos.
La inflación y la expansión del crédito son los medios para ocultar el hecho de que existe escasez de los bienes de la naturaleza de los que depende la satisfacción de las necesidades humanas. El principal empeño de la empresa privada capitalista es vencer esa escasez en la medida de lo posible y proporcionar un nivel de vida cada vez más elevado para una población en constante aumento. El historiador no puede menos de constatar que el laissez-faire y el recio individualismo consiguieron, en una medida desconocida hasta entonces, proporcionar al hombre corriente abundancia de alimentos, vestidos y muchas otras comodidades. Pero por más sorprendentes que hayan sido estas conquistas, siempre habrá un límite estricto a lo que se puede consumir sin reducir el capital disponible para proseguir y, más aún, ampliar la producción.
En tiempos pasados los reformadores sociales creían que lo único que había que hacer para mejorar las condiciones materiales de las capas más pobres de la sociedad era confiscar los excedentes de los más ricos para distribuirlos entre quienes tienen menos. La falsedad de esta fórmula, que sin embargo sigue siendo el principio ideológico que inspira al actual sistema fiscal, no la discute ya ninguna persona razonable. Podemos pasar por alto el hecho de que semejante distribución sólo puede añadir una cantidad inapreciable a la renta de la inmensa mayoría. Lo principal es que la producción total de un país o de todo el mundo en un determinado periodo de tiempo no es una magnitud independiente de la organización económica de la sociedad. La amenaza de verse privado por la confiscación de una considerable e incluso de la mayor parte del rendimiento de las propias actividades desanima al individuo en la persecución de la riqueza, con el consiguiente resultado de una disminución del producto nacional. Los socialistas marxistas se abandonaron en otro tiempo a ensoñaciones sobre un fabuloso aumento de los ricos que habría de seguirse de la aplicación del modo socialista de producción. Lo cierto es que toda infracción de los derechos de propiedad y toda restricción a la libre empresa reducen la productividad del trabajo. Una de las primeras preocupaciones de todos los partidos contrarios a la libertad económica es hurtar este conocimiento a sus electores. Las distintas clases de socialismo e intervencionismo no podrían mantener su popularidad si el pueblo descubriera que las medidas cuya adopción se saluda como progreso social en realidad reducen la producción y tienden a originar la desacumulación del capital. Ocultar estos hechos al público es uno de los servicios que la inflación presta a los partidos llamados progresistas. La inflación es el verdadero opio del pueblo, administrado por los gobiernos y partidos anticapitalistas.
La reforma monetaria de Ruritania
Si se compara con las condiciones de Estados Unidos o Suiza, Ruritania aparece como un país pobre. La renta media de un ruritano es inferior a la renta media de un estadounidense o un suizo.
En otro tiempo Ruritania tenía el patrón oro. Pero el gobierno emitió unos papelitos impresos a los que se les confirió la fuerza de curso legal a razón de un rur papel por un rur oro. Todos los residentes en Ruritania tuvieron que aceptar cualquier cantidad de rurs papel como equivalentes a la misma cantidad de rurs oro. Sólo el gobierno no cumplió con la ley que él mismo había impuesto, pues no convirtió los rurs papel en rurs oro a la razón 1:1. Cuando aumentó la cantidad de rurs papel, se produjo el efecto que describe la ley de Gresham. Los rurs oro desaparecieron del mercado. Fueron atesorados por los ruritanos o bien vendidos fuera.
Casi todos los países de la tierra han procedido de la forma en que lo hizo el gobierno ruritano, si bien con distintas tasas en el aumento inflacionista de las cantidades de dinero-signo nacional. Algunos países han sido más moderados en la emisión de cantidades adicionales, otros menos. El resultado es que las relaciones de cambio entre el dinero-signo de los distintos países ya no son las mismas que las que existían entre sus monedas antes de abandonar el patrón oro. Entonces cinco rurs oro equivalían a un dólar oro. Aunque el dólar actual no equivale ya al peso en oro que representaba bajo el patrón oro, esto es antes de 1933, se necesitan 100 rurs papel para comprar uno de estos dólares depreciados. Hace poco podía comprarse un dólar con 80 rurs. Si las tasas de inflación que actualmente se producen tanto en Estados Unidos como en Ruritania no cambian, el rur papel seguirá cayendo cada vez más en términos de dólares.
El gobierno ruritano sabe muy bien que lo que tiene que hacer para evitar que el rur siga devaluándose frente al dólar es retardar el gasto deficitario que financia a través de la inflación continuada. De hecho, para mantener una relación de cambio estable frente al dólar, no tiene que verse obligado a abandonar enteramente la inflación. Sólo tiene que reducirla a una tasa debidamente proporcionada a la amplitud de la inflación estadounidense. Pero, dicen los empleados del gobierno, Ruritania, como país pobre, no puede equilibrar su presupuesto con una inflación menor que la actual. Para poder reducirla tendría que imponerse la necesidad de abandonar algunas «conquistas» sociales y regresar a la condición de «retraso social» que padecen los Estados Unidos. El gobierno ha nacionalizado los ferrocarriles, los telégrafos y teléfonos, y gestiona diversas plantas industriales, minas, y ramas de la industria como empresas nacionales. Todos los años esas empresas públicas originan un déficit que tiene que cubrirse con cargo al presupuesto, es decir a costa de los individuos y del reducido número de empresas que no han sido nacionalizadas o municipalizadas. La empresa privada es una fuente de ingresos para el tesoro. La industria nacionalizada constituye una sangría de los recursos del gobierno. Pero estos recursos serán insuficientes si no se hinchan mediante una inflación creciente.
Desde el punto de vista de la técnica monetaria la estabilización de la relación de cambio de una moneda nacional frente a divisas extranjeras menos infladas o frente al oro es bastante sencilla. El paso preliminar es evitar todo nuevo aumento en la cantidad de dinero interior. Esto detendrá al comienzo la ulterior subida en el tipo de cambio de las divisas y en el precio del oro. Tras algunas oscilaciones aparecerá algún tipo de cambio estable cuyo nivel dependerá de la paridad del poder adquisitivo. A este tipo de cambio será indiferente comprar o vender con la moneda A o con la moneda B.
Pero esta estabilidad no puede durar indefinidamente. Mientras en el extranjero prosigue el aumento de la producción de oro o de la emisión de dólares, Ruritania tiene ahora una moneda cuya cantidad se halla rígidamente limitada. En estas condiciones no puede haber ya correspondencia entre los movimientos de los precios de las mercancías en los mercados ruritanos y los de los mercados extranjeros. Si los precios en términos de oro o dólares suben, los precios en términos de rurs subirán menos o incluso bajarán. Esto significa que la paridad del poder adquisitivo está cambiando. Emergerá una tendencia hacia una elevación del precio del rur expresado en oro o en dólares. Cuando esta tendencia se manifieste, habrá llegado el momento propicio para completar la reforma monetaria. Deberá promulgarse el tipo de cambio que en esta coyuntura prevalece en el mercado como la nueva paridad legal entre el rur y el oro o el dólar. El principio fundamental que habrá de aplicarse en adelante es la incondicional convertibilidad a ese tipo legal de todo rur papel en oro o dólares, y viceversa.
Así, pues, la reforma se concreta en dos medidas. La primera consiste en acabar con la inflación poniendo una barrera infranqueable a todo ulterior aumento en la oferta de dinero interior. La segunda consiste en prevenir la relativa deflación que la primera medida, al cabo de algún tiempo, podría producir en términos de otras monedas cuya oferta no está tan rígidamente limitada. Tan pronto como se ha dado el segundo paso, cualquier cantidad de rurs puede convertirse en oro o dólares sin demora alguna y cualquier cantidad de oro o dólares en rurs. El organismo o agencia, sea cual fuere su nombre, al que la ley de reforma confía la tarea de realizar estas operaciones de cambio precisa, por razones técnicas, una pequeña reserva de oro o dólares. Pero su principal responsabilidad es, al menos en el estadio inicial de su funcionamiento, proporcionar los rurs necesarios para el cambio de oro o divisa extranjera por rurs. Para que esta agencia pueda cumplir su función, deberá habilitársele para emitir rurs adicionales frente a la plena —100 por cien— cobertura por oro o divisas compradas al público.
Por razones políticas, conviene no asignar a esta agencia ninguna otra responsabilidad o deber fuera de la compra y la venta de oro y divisas de acuerdo con la paridad legal establecida. Su función es hacer que esta paridad se convierta en un tipo de mercado real y efectivo, evitando, mediante la conversión incondicional de rurs, una caída de su precio de mercado frente a la paridad legal, y, mediante la compra incondicional de oro o divisas, una revalorización del rur frente a dicha paridad.
Al iniciar sus operaciones la agencia en cuestión necesita disponer, como ya se ha dicho, de una cierta reserva de oro o divisas. Esta reserva puede proceder bien sea del gobierno o del banco central, libre de intereses y sin posible reclamación. Ningún otro acuerdo, al margen de este préstamo preliminar, deberá negociarse entre el gobierno o cualquier banco o institución dependiente del gobierno, por un lado, y la agencia por otro[2]. Ninguna operación del gobierno deberá incrementar el total de rurs emitidos antes de iniciarse el nuevo régimen monetario; sólo la agencia podrá emitir nuevos rurs adicionales, ajustándose en ello estrictamente a la regla según la cual cada uno de estos nuevos rurs deberá estar plenamente cubierto por oro o divisas procedentes del público.
El gobierno puede acuñar una moneda y emitir muchas monedas fraccionarias o subsidiarias según las necesidades del público. Pero para evitar que el gobierno abuse de su privilegio de acuñación para aventuras inflacionistas y, con el pretexto de abastecer la demanda de «cambio» por parte de la gente, inunde el mercado con grandes cantidades de esas monedas fraccionarias, se imponen dos medida. A estas monedas sólo se les puede dar un poder de curso legal estrictamente limitado para que cualquier tenedor menos el gobierno realice sus pagos. Sólo frente al gobierno deberían tener un curso legal ilimitado, y además el gobierno debería estar obligado a convertir en rurs, a la vista y sin coste alguno para el portador, cualquier cantidad de esas monedas fraccionarias que le presenten, ya sea un individuo privado, una empresa o la agencia. El poder ilimitado de curso legal debe reservarse a las distintas denominaciones de billetes de un rur en adelante, emitidos antes de la reforma o, si después de la reforma, contra plena cobertura en oro o divisas.
Aparte de este cambio de monedas fraccionarias por rurs de curso legal, la agencia trata exclusivamente con el público y no con el gobierno o cualquier institución que de él dependa, especialmente el banco central. La agencia sirve al público y trata exclusivamente con aquella parte del público que quiere servirse espontáneamente de los servicios de la agencia. A la cual no se le concede privilegio alguno. No tiene el monopolio en la negociación de dinero o divisas. El mercado está perfectamente libre de toda restricción. Cualquiera es libre de comprar o vender oro o divisas. Tales transacciones no están centralizadas. A nadie se le obliga a vender o comprar oro o divisas a la agencia.
Una vez cumplidas estas medidas, Ruritania podrá optar por el patrón oro o por el patrón dólar. Ha estabilizado su moneda frente al oro y el dólar. Esto es suficiente para empezar. Por el momento no es preciso ir más lejos. No amenazado ya por la quiebra de su moneda, el país puede esperar tranquilamente a ver cómo se desarrollan los acontecimientos monetarios de otros países.
La reforma propuesta priva al gobierno de Ruritania del poder de gastar cualquier rur por encima de las sumas recaudadas mediante impuestos u obtenidas a través de préstamos del público, tanto en el interior como en el extranjero. Una vez conseguido esto, desaparece el espectro de una balanza de pagos desfavorable. Si los ruritanos desean comprar productos extranjeros, no tendrán más remedio que exportar productos nacionales. Si no exportan no pueden importar.
Pero, dice el inflacionista, ¿qué ocurre con la fuga de capitales? ¿No tratarán los no patriotas ciudadanos de Ruritania y los extranjeros que han invertido en el país de transferir sus capitales a otros países que ofrezcan mejores perspectivas de negocio?
El ruritano John Badman y el americano Paul Yank invirtieron en Ruritania en el pasado. Badman posee una mina y Yank una fábrica. Ahora constatan que sus inversiones no están seguras. El gobierno ruritano ha ordenado a la policía confiscar no sólo todos los rendimientos de sus inversiones sino poco a poco también sus propios bienes. Badman y Yank quieren salvar lo que aún puede salvarse; venden por rurs y el producto de la venta lo convierten en dólares que exportan. Pero su problema es encontrar un comprador. Si todos los que disponen de recursos para realizar esa compra piensan como ellos, será absolutamente imposible vender aun al más bajo precio. Badman y Yank han perdido la ocasión. Ya es demasiado tarde.
Pero es posible que haya compradores. El americano Bill Sucker y el ruritano Peter Simple creen que las perspectivas de las inversiones afectadas son más favorables de lo que piensan Badman y Yank. Sucker dispone de dólares; compra rurs y con ellos la fábrica de Yank. Éste compra los dólares que Sucker ha vendido a la agencia. Simple ha ahorrado rurs e invierte sus ahorros en la compra de la mina de Badman. Habría podido emplear sus ahorros de otro modo, comprar bienes de producción o de consumo en Ruritania. El que deje de comprar estos bienes ocasiona una caída en sus precios o impide la subida que habrían experimentado si los hubiera comprado. Perturba la estructura de precios del mercado interior de tal modo que hace posible una exportación que antes no lo era o evita una importación que antes se habría efectuado. Y de este modo se origina la cantidad de dólares que Badman compra y envía al extranjero.
Un fantasma que preocupa a muchos partidarios del control de cambios es el supuesto de que los ruritanos dedicados a la exportación pueden dejar fuera las divisas procedentes de sus negocios, privando así al país de parte de sus divisas.
Miller es uno de estos exportadores. Compra la mercancía A en Ruritania y la vende fuera. En un cierto momento decide abandonar los negocios y transferir sus activos a un país extranjero. Pero esto no detiene la exportación que desde Ruritania se hace del producto A. Como, según nuestra hipótesis, la compra de A en Ruritania para venderlo en el extranjero puede originar beneficios, el comercio seguirá adelante. Si ningún ruritano dispone de los fondos que para ello se precisan, la operación será llevada a cabo por extranjeros. Pues siempre habrá alguien en los mercados que la intromisión del gobierno no ha conseguido destruir que desee aprovecharse de cualquier oportunidad que se le ofrezca de obtener beneficios.
Permítaseme insistir sobre este punto. Si la gente desea consumir artículos producidos en el extranjero, tiene que pagarlos con sus propios productos o servicios. Esto se aplica a la relación entre la gente de Nueva York y la de Iowa no menos que a la relación entre los habitantes de Ruritania y los de Laputania. La balanza de pagos siempre se equilibra; pues si los ruritanos (o los neoyorquinos) no pagan, los laputanos (o los de Iowa) no venden.
El retorno de Estados Unidos a una moneda fuerte
Para los políticos de Washington y los sabihondos de Wall Street el problema de la vuelta al patrón oro es tabú. Sólo la gente imbécil e ignorante, dicen los profesorales y periodísticos paladines de la inflación, pueden nutrir una idea tan absurda.
Estos caballeros tendrían toda la razón si se limitaran a afirmar que el patrón oro es incompatible con los métodos del gasto deficitario. Uno de los principales fines del retorno al oro es precisamente acabar con este sistema de derroche, corrupción y arbitrariedad por parte del gobierno. Pero se equivocan sin duda si pretenden hacernos creer que el restablecimiento y mantenimiento del patrón oro es técnica y económicamente imposible.
El primer paso debe consistir en abandonar radical e incondicionalmente toda ulterior política inflacionista. La cantidad total de billetes, sea cual fuere su denominación y característica legal, no debe incrementarse mediante nuevas emisiones. A ningún banco se le debe permitir ampliar el montante total de sus depósitos disponibles mediante cheques o el saldo de tales depósitos de cualquier cliente, ya sea un ciudadano particular, o el Tesoro de los Estados Unidos, a no ser que se reciban depósitos en efectivo en dinero de curso legal o en cheques pagaderos por otro banco nacional sometido a idénticas limitaciones. Esto significa una rígida reserva del 100 por cien para todos los depósitos futuros; es decir para todos los depósitos que ya no existieran en el primer día de la reforma.
Al mismo tiempo deberán levantarse todas las restricciones al comercio y tenencia de oro. Deberá restablecerse el mercado libre del oro. Cualquier persona, ya resida en Estados Unidos o en cualquier otro país, deberá poder comprar y vender libremente, prestar dinero o recibirlo prestado, importar y exportar y, por supuesto, tener cualquier cantidad de oro, acuñado o sin acuñar, en cualquier parte del territorio nacional o en cualquier país extranjero.
Es probable que esta libertad del mercado del oro se traduzca en una considerable afluencia de oro procedente del exterior. Los ciudadanos particulares probablemente invertirán en oro parte de su numerario. En algunos países extranjeros quienes venden este oro que se exporta a Estados Unidos pueden atesorar los dólares papel recibidos sin tocar sus saldos en los bancos americanos. Pero muchos o la mayor parte de estos vendedores de oro probablemente comprarán productos americanos.
En este primer periodo de la reforma es imprescindible que el gobierno americano y todas las instituciones que de él dependen, incluso el Sistema de la Reserva Federal, se mantengan totalmente al margen del mercado del oro. No se puede instaurar un auténtico mercado libre si la administración tratara de manipularlo vendiendo a menor precio. Habrá que defender al nuevo régimen monetario de las maquinaciones de los empleados del Tesoro y del Sistema de la Reserva Federal, pues no hay duda de que no faltarán quienes traten de sabotear una reforma cuyo principal propósito es contener el poder de la burocracia en los asuntos monetarios.
La prohibición incondicional de emitir nuevos billetes con valor de curso legal se aplica también a la emisión del tipo de títulos llamados certificados de depósito de plata. Deberá respetarse la prerrogativa constitucional del Congreso de establecer la obligación de que los Estados Unidos compren ciertas cantidades de determinadas mercancías, ya se trate de plata, patatas o cualquier otra, a un determinado precio por encima del precio de mercado y a almacenar o saldar a bajo precio las cantidades compradas. Pero en todo caso estas compras deberán pagarse en adelante con fondos recaudados vía impuestos u obtenidos a través de préstamos del público.
Es probable que el precio del oro estabilizado tras algunas oscilaciones en el mercado americano supere los $35 por onza, tasa de la Gold Reserve Act de 1934. Puede oscilar entre $36 y $38, e incluso algo más. Una vez que el mercado ha alcanzado cierta estabilidad, será el momento de decretar este tipo de cambio como la nueva paridad legal del dólar y asegurar su convertibilidad incondicional a esa paridad.
Deberá crearse una nueva agencia, la Conversión Agency, a la que el gobierno prestará una cierta cantidad, digamos de mil millones de dólares, en lingotes de oro (computado a la nueva paridad) sin intereses y sin ulterior reclamación. Esta agencia tendrá únicamente dos funciones. Primero, vender al público oro en lingotes por dólares al precio de paridad y sin limitación alguna. Tras un breve tiempo, cuando se haya acuñado una cantidad suficiente de las nuevas monedas de oro americanas, la agencia se verá obligada a entregar tales piezas de oro por dólares papel y cheques extendidos contra un banco americano solvente. Segundo, comprar con dólares billetes, a la paridad legal, cualquier cantidad de oro que se le ofrezca. Para que la agencia pueda cumplir esta segunda función deberá tener la posibilidad de emitir billetes contra una reserva de oro del 100 por cien.
El Tesoro se limitará a vender oro —lingotes o nuevas monedas americanas— a la Conversión Agency a la paridad legal contra cualquier clase de billetes americanos de curso legal emitidos antes de ponerse en marcha la reforma, contra monedas fraccionarias, o contra cheques extendidos sobre un banco miembro. En la medida en que tales ventas reducen la tenencia de oro del gobierno, deberá reducirse la cuantía total de todas las variedades de papel moneda de curso legal, emitido antes de iniciarse la reforma, así como de los depósitos de los bancos miembros disponibles mediante cheque. Cómo deberá distribuirse esta reducción entre las distintas clases de moneda, puede dejarse, a parte del problema de las pequeñas denominaciones, del que nos ocuparemos enseguida, a la discreción del Tesoro y del Consejo de la Reserva Federal.
Es esencial para la reforma propuesta que el Sistema de la Reserva Federal cambie de proceder. Al margen de lo que pueda pensarse de los méritos y deméritos de la legislación de 1913 sobre la Reserva Federal, es un hecho que se ha abusado del sistema por la más inconsiderada política inflacionista. A ninguna institución o persona relacionada de cualquier forma con los errores y culpas de las décadas pasadas debería permitírsele influir sobre las condiciones monetarias futuras.
Sobre el Sistema de la Reserva Federal pesa un delicado problema: la enorme cantidad de bonos del gobierno en poder de los bancos miembros. Sea cual fuere la solución que se adopte a esta cuestión, en modo alguno debería afectar al poder adquisitivo del dólar. Las finanzas del gobierno y el medio común de cambio deberán ser en el futuro dos cosas totalmente separadas.
Los billetes emitidos por el Sistema de la Reserva Federal así como los certificados de depósito de plata deberían seguir circulando. La convertibilidad incondicional y la estricta prohibición de aumentar ulteriormente su cantidad habrá cambiado radicalmente su carácter cataláctico. Esto es lo único que cuenta.
Sin embargo, se impone perentoriamente un cambio muy importante respecto a la denominación de estos billetes. Lo que Estados Unidos necesita no es el patrón divisa-oro sino el patrón oro clásico, que los inflacionistas tachan de ortodoxo. Es preciso que todos tengan oro en efectivo. Todos tienen que ver cómo efectivamente el oro pasa de mano en mano. Se tienen monedas de oro en el bolsillo, se recibe la paga en monedas de oro, con monedas de oro se compra en las tiendas.
Esta situación puede alcanzarse fácilmente retirando de la circulación todos los billetes de cinco, diez, y acaso también de veinte dólares. En el nuevo régimen monetario que proponemos debe haber dos clases de billetes de curso legal: las viejas y las nuevas existencias. Las primeras consisten en todos aquellos pedazos de papel que al iniciarse la reforma estaban en circulación como papel de curso legal, sin consideración a su denominación u otra cualidad excepto su poder de curso legal. Se prohíbe tajantemente aumentar esta cantidad con la emisión de nuevos billetes de esta clase. Por otro lado, esa cantidad tendrá que disminuir en la medida en que el Tesoro y el Consejo de la Reserva Federal establezcan que la reducción en la cuantía total de los billetes de curso legal de estas viejas existencias, más los depósitos bancarios en cuenta corriente existentes al iniciarse la reforma, deberá realizarse mediante la retirada y destrucción de determinadas cantidades de esos viejos billetes de curso legal. Además, el Tesoro tendrá que retirar de la circulación, contra las nuevas monedas de oro, y destruir, en el periodo de un año tras la promulgación de la nueva paridad oro del dólar, todos los billetes de uno, cinco y acaso también de veinte dólares.
No es preciso decir que la nueva cantidad de billetes de curso legal que emita la Conversión Agency deberá emitirse en denominaciones de un dólar o cincuenta dólares en adelante.
La vieja doctrina bancaria inglesa proscribió los billetes pequeños (en su opinión, billetes inferiores a cinco libras) porque había que proteger a los estamentos más pobres de la población, que se suponía estaban menos familiarizados con las condiciones del negocio bancario y por lo mismo estaban más expuestos a ser estafados por banqueros sin escrúpulos. Actualmente la preocupación principal es proteger a la nación frente al gobierno para que no se repitan las prácticas inflacionistas. El patrón divisa-oro, aunque hay razones que lo avalan, adolece de un defecto incurable: ofrece a los gobiernos una buena oportunidad para embarcarse en una inflación que pasa inadvertida al país. A excepción de unos pocos especialistas, nadie se percata a tiempo de que se ha producido un cambio radical en cuestiones monetarias. Los profanos en la materia, que son la casi totalidad de los ciudadanos, no saben que no es que las mercancías se hayan vuelto más caras, sino que su dinero se ha depreciado.
Es preciso prevenir con tiempo a las masas. El trabajador que cobra su salario debe comprender que se le ha gastado una pesada broma. El Presidente, el Congreso y la Corte Suprema han demostrado claramente su incapacidad o falta de voluntad para proteger al hombre de la calle, al votante, contra las maquinaciones inflacionistas. La misión de garantizar la existencia de una moneda fuerte debe pasar a otras manos, a las de la nación en su conjunto. Tan pronto como empieza a actuar la ley de Gresham y el mal papel arroja al buen oro del bolsillo del hombre corriente, debería producirse una mobilización general. La permanente vigilancia de los ciudadanos puede conseguir lo que miles de leyes y docenas de oficinas atestadas de empleados nunca han conseguido y nunca conseguirán: mantener un dinero fuerte.
Sólo el patrón oro clásico ortodoxo puede poner freno al poder del gobierno de inflar la moneda. Sin ese freno todas las salvaguardias constitucionales serán vanas.
La controversia sobre la elección de la nueva paridad del oro
Algunos partidarios de la vuelta al patrón oro rechazan un punto importante del modelo diseñado en la sección anterior. En su opinión, no hay razón para apartarse del precio del oro de $35 dólares por onza tal como se estableció en 1934. Este precio, dicen, es la paridad legal, y sería inicuo devaluar el dólar en relación con él.
La controversia entre ambos grupos, los que defienden la vuelta al oro a la paridad anterior (que podemos llamar restauradores) y los que recomiendan la adopción de una nueva paridad en consonancia con el actual valor de mercado de la moneda (que podríamos llamar estabilizadores) no es nueva. Se ha reavivado siempre que ha sido preciso dar consistencia a una moneda devaluada por la inflación.
Los restauradores consideran la moneda ante todo como el patrón de los pagos diferidos. Un restaurador coherente debería razonar así: La gente ha celebrado en el pasado, es decir en 1934, contratos en virtud de los cuales prometió pagar una determinada cantidad de dólares cuya cotización entonces era de 25,8 gramos de oro de 9/10 de pureza por dólar. Sería claramente injusto para los acreedores que los deudores pudieran cumplir sus compromisos con el mismo número nominal de dólares cuyo valor en oro es menor.
Sin embargo, el razonamiento de estos coherentes restauradores sería correcto solamente si todas las obligaciones de pagos aplazados se hubieran contratado antes de 1933 y si los acreedores actuales de tales contratos fueran los mismos (o sus herederos) que los que originariamente los firmaron. Pero ambos supuestos se apartan de la realidad. La mayor parte de los contratos anteriores a 1933 se cumplieron ya en las dos décadas transcurridas desde entonces. Hay también, por supuesto, obligaciones del gobierno o de las empresas, así como amortizaciones de origen anterior a 1933. Pero en muchos e incluso en la mayor parte de los casos los tenedores de estos títulos no son los mismos que los titulares anteriores a 1933. ¿Por qué una persona que en 1951 compró obligaciones de una compañía emitidas en 1928 habría de ser indemnizada por las pérdidas que no sufrió ella sino alguno de los anteriores tenedores de esos títulos? ¿Y por qué un ayuntamiento o una empresa que recibió préstamos en dólares depreciados en 1945 habría de devolver dólares de mayor peso en oro y mayor poder adquisitivo?
De hecho apenas hay en la América actual un restaurador coherente que recomiende la vuelta al viejo dólar prerooseveltiano. Sólo hay restauradores incoherentes que defienden la vuelta al dólar de 1934, el dólar de 15 5/21 granos de oro y 9/10 de pureza. Pero este contenido de oro, fijado por el Presidente Roosevelt en virtud de la Gold Reserve Act de 30 de enero de 1934, no fue nunca una paridad legal. Era, en lo que se refiere a los asuntos internos de Estados Unidos, un mero valor académico. No tenía validez alguna de curso legal. La moneda de curso legal en tiempos de Roosevelt era únicamente unos trozos de papel impreso. Estos billetes no eran convertibles en oro. No había ninguna paridad oro del dólar. La tenencia de oro era un crimen para los residentes en Estados Unidos. El precio oro de Roosevelt de $35 por onza (en lugar del viejo precio de $20.67 por onza) tenía validez únicamente para las compras de oro efectuadas por el gobierno y para ciertas transacciones entre la Reserva Federal y gobiernos y bancos centrales extranjeros. Las consideraciones jurídicas que nuestro restaurador coherente posiblemente haga a favor de la vuelta a la paridad del dólar anterior a Roosevelt no servirían de nada si se aplicaran al tipo de 1934 que no era una paridad.
No deja de ser paradójico que los restauradores coherentes traten de justificar sus propuestas con motivaciones morales. Pues el papel que el contenido en oro del dólar que pretenden restaurar desempeñó en la historia monetaria americana no era ciertamente moral en el sentido en que ellos emplean este término. Era un expediente en un modelo que condena como inmorales a estos mismos restauradores.
Sin embargo, el fallo principal de todos los argumentos de los restauradores, ya sostengan coherentemente el dólar de McKinley o incoherentemente el dólar de Roosevelt, radica en que consideran la moneda exclusivamente desde el punto de vista de su función como patrón de pagos diferidos. En su opinión, el defecto principal e incluso el único defecto de una política inflacionista es que favorece a los deudores a costa de los acreedores. Ignoran los demás efectos de la inflación, más graves y generales.
La inflación no afecta a los precios de las distintas mercancías y servicios al mismo tiempo y en la misma medida. Algunos precios suben antes, otros se rezagan. Cuando la inflación emprende su carrera y aún no ha agotado todas sus potencialidades que afectan a los precios, hay en el país ganadores y perdedores. Ganadores —popularmente llamados aprovechados si son empresarios— son aquéllos que se encuentran en la afortunada posición de vender bienes y servicios cuyos precios se han ajustado ya a la nueva relación de la oferta y la demanda de dinero mientras que los precios de los bienes y servicios que compran siguen correspondiendo a la situación anterior a esta relación. Son perdedores quienes tienen que pagar los nuevos precios más elevados por lo que compran mientras lo que venden no ha experimentado subida alguna en sus precios o la subida ha sido insuficiente. El grave conflicto social que la inflación atiza, todas las quejas de los consumidores y de los asalariados que origina, obedecen al hecho de que sus efectos no aparecen sincrónicamente ni en la misma medida. Si el aumento de la cantidad de dinero en circulación produjera de golpe y proporcionalmente la misma subida en los precios de todos los bienes y servicios, los cambios en el poder adquisitivo de la unidad monetaria, a parte de los que afectan a los pagos aplazados, no tendrían consecuencias sociales; no beneficiarían ni perjudicarían a nadie y no engendrarían desasosiego político. Pero semejante uniformidad en los efectos de la inflación —o, para el caso, de la deflación— nunca puede producirse.
La gran inflación de Roosevelt-Truman, al margen de privar a todos los acreedores de una considerable parte de su principal e intereses, perjudicó gravemente los intereses materiales de un gran número de americanos. Pero el mal causado no se puede reparar acudiendo a la deflación. Los favorecidos por el desigual curso de la deflación muy raramente serán los mismos que fueron perjudicados por el desigual curso de la inflación. Los que pierden a causa del curso desigual de la deflación sólo en raras ocasiones serán los mismos que ganaron con la inflación. Los efectos de una deflación causada por la elección de la nueva paridad del oro a $35 por onza no repararán los daños infligidos por la inflación de las dos últimas décadas. No haría sino abrir nuevas heridas.
Hoy la gente lamenta la inflación. Si se llevaran a efecto los planes de los restauradores, lamentarían la deflación. Por motivos psicológicos, los efectos de la deflación son mucho más impopulares que los de la inflación; podría aparecer un fuerte movimiento proinflacionista bajo el disfraz de un programa antideflacionista que podría dar al traste con todos los intentos de restablecer la política de dinero sólido.
Quienes cuestionan la fundamentación de estas consideraciones deberían estudiar la historia monetaria de Estados Unidos. En ella encontrarán un amplio material que las corroboran. Aún más instructiva es la historia monetaria de Gran Bretaña.
Cuando, tras las guerras napoleónicas, el Reino Unido tuvo que afrontar el problema de reformar su moneda, eligió volver a la paridad oro de la libra anterior a la guerra, sin que se le ocurriera estabilizar la relación de cambio entre la libra papel y el oro tal como se había desarrollado en el mercado bajo el impacto de la inflación. Prefirió la deflación a la estabilización y a la adopción de una nueva paridad en consonancia con el mercado. Esta deflación produjo dolorosas penalidades económicas que avivaron la inquietud social, Se inició un movimiento inflacionista, así como la agitación anticapitalista en la que posteriormente se inspiraron Engels y Marx.
Después del final de la Primera Guerra Mundial, Inglaterra repitió el error cometido después de Waterloo. No estabilizó el valor actual oro de la libra. En 1925 regresó a la antigua paridad anterior a la guerra y a la inflación. Puesto que los sindicatos no toleraron un ajuste de los salarios a un incrementado valor del dinero y del poder adquisitivo de la libra, se produjo una crisis en el comercio exterior británico. El gobierno y los periodistas, aterrorizados por los líderes sindicales, tímidamente evitaron hacer cualquier alusión al nivel de los salarios y a los desastrosos efectos de las tácticas sindicales. Achacaron a una misteriosa sobrevaloración de la libra el descenso de las exportaciones inglesas y el consiguiente aumento del paro. Sólo conocían un remedio: la inflación. A ella recurrió el gobierno británico en 1931.
No hay duda de que el inflacionismo británico sacó su pujanza de las condiciones a que dio lugar la reforma monetaria de signo deflacionista de 1925. Es cierto que si no hubiera sido por la terca política de los sindicatos, los efectos de la deflación habrían quedado absorbidos antes de 1931. Con todo, es un hecho que, en la opinión de las masas, las condiciones ofrecieron una aparente justificación a las falacias keynesianas. Hay una estrecha relación entre la reforma de 1925 y la popularidad de que gozó el inflacionismo en Gran Bretaña en los años treinta y cuarenta.
Los restauradores incoherentes apuntan a favor de sus planes el hecho de que la deflación que promueven sería pequeña, puesto que la diferencia entre un precio del oro de $37 o $38 es más bien escasa. Ahora bien, si esta diferencia debe considerarse escasa o no, es cuestión de juicio arbitrario. Concedamos que se trata de una diferencia leve. Es indudable que una deflación menor tiene efectos más benignos que otra mayor. Pero esta perogrullada no es argumento convincente a favor de una política deflacionista, siempre indeseable.
Observaciones finales
La actual situación insatisfactoria de los asuntos monetarios es resultado de la ideología social dominante entre nuestros contemporáneos y de las políticas económicas que esa ideología engendra. La gente se queja de la inflación, pero apoya con entusiasmo modelos que conducen a ella indefectiblemente. Mientras se quejan de las inevitables consecuencias de la inflación, se oponen tercamente a todo intento de liquidar o limitar el gasto deficitario.
La reforma del sistema monetario que proponemos y el retorno a las condiciones de un dinero sólido presuponen un cambio radical en la filosofía económica. No se puede hablar de patrón oro mientras el derroche, la desacumulación de capital y la corrupción sean las principales características de la gestión de los asuntos públicos.
Los cínicos desisten de defender la vuelta al patrón oro por considerarlo utópico. Ciertamente sólo podemos elegir entre dos utopías: la utopía de la economía de mercado no paralizada por el sabotaje del gobierno, por un lado, y la utopía de la totalitaria planificación general por otro. La elección de la primera alternativa implica decidirse por el patrón oro.