EL PRINCIPIO DEL DINERO FUERTE
Idea clásica del dinero fuerte
El principio de un dinero fuerte que presidió las doctrinas y políticas monetarias del siglo XIX se inspiraba en la economía política clásica. Formaba parte esencial del programa liberal tal como lo había desarrollado la filosofía social del siglo XVIII y lo propagaron en el siglo siguiente los partidos políticos más influyentes de Europa y América.
La doctrina liberal considera la economía de mercado como el mejor, e incluso el único posible, sistema de organización económica de la sociedad. La propiedad privada de los medios de producción tiende a poner el control de la producción en manos de los más capacitados, garantizando así a todos los miembros de la sociedad la más plena satisfacción de sus necesidades. Otorga a los consumidores el poder de elegir a los proveedores que les suministran de la manera más barata todo aquello que precisan con mayor urgencia y de este modo someten a los empresarios y propietarios de los medios de producción, es decir a los capitalistas y terratenientes, a la soberanía de los consumidores. Hace libres a las naciones y a sus ciudadanos y proporciona amplio sustento para una población en constante aumento.
Como sistema de cooperación pacífica bajo la división del trabajo, la economía de mercado no puede funcionar sin una institución que garantice a sus miembros protección contra los enemigos internos y externos. La agresión violenta sólo puede contrarrestarse con la resistencia armada y la represión. La sociedad necesita tener un aparato de defensa, un estado, un gobierno, una fuerza policial. Su pacífico funcionamiento debe salvaguardarse mediante la continua disposición a repeler la agresión. Pero entonces surge un nuevo peligro. ¿Cómo mantener bajo control a los encargados de manejar el aparato de gobierno de suerte que no dirijan sus armas precisamente contra aquéllos a los que tienen que proteger y servir? El principal problema político es cómo evitar que los dirigentes se conviertan en déspotas y tiranicen a los ciudadanos. La defensa de la libertad de los individuos contra el abuso de los gobiernos tiránicos es el motivo esencial de la historia de la civilización occidental. El rasgo característico de Occidente es la promoción de la libertad de la gente, preocupación desconocida a los orientales. Todas las maravillosas conquistas de la civilización occidental son frutos madurados en el árbol de la libertad.
Es imposible captar el significado de la idea de un dinero fuerte si no se comprende que fue concebido como instrumento para la protección de las libertades civiles contra las despóticas incursiones de los gobiernos. Ideológicamente pertenece a la misma clase que las constituciones políticas y las cartas de derechos. La petición de garantías constitucionales y cartas de derechos fue una reacción contra la norma arbitraria y el quebrantamiento de las viejas costumbres por parte de los reyes. El postulado del dinero fuerte surgió inicialmente como respuesta a la práctica principesca de adulterar la acuñación. Más tarde se elaboró cuidadosamente y se perfeccionó en la época en que —a través de la experiencia de la moneda continental americana, el papel moneda de la Revolución Francesa y el periodo inglés de la restricción— puso de manifiesto lo que un gobierno puede hacer con el sistema monetario de un país.
El moderno criptodespotismo, que se arroga el nombre de liberalismo, critica el carácter negativo del concepto de libertad. La censura es falsa si se fija únicamente en la forma gramatical de la idea y no comprende que todos los derechos civiles pueden formularse tanto en términos afirmativos como negativos. Son negativos en cuanto se conciben para evitar un mal, a saber la omnipotencia del poder policial, y prevenir que el estado se haga totalitario. Son afirmativos en cuanto se ordenan a garantizar el suave funcionamiento del sistema de propiedad privada, único sistema social que ha producido lo que entendemos por civilización.
El principio del dinero fuerte tiene, pues, dos aspectos. Es afirmativo en cuanto sostiene la elección por parte del mercado de un medio general de cambio. Es negativo en cuando se opone a la propensión del gobierno a interferir en el sistema monetario.
El principio del dinero fuerte se deriva no tanto del análisis que los economistas clásicos hacen de los fenómenos del mercado como de su interpretación de la experiencia histórica. Fue una experiencia que pudo ser percibida por un público más amplio que los estrechos círculos de quienes se ocupaban de teoría económica. De ahí que la idea de un dinero fuerte se convirtiera en uno de los puntos más populares del programa liberal. Amigos y enemigos del liberalismo la consideraron como uno de los postulados esenciales de la política liberal.
Dinero fuerte significa patrón metálico. Las monedas patrón son de hecho una determinada cantidad de ese patrón tal como precisamente lo determinan las leyes del país. Sólo este tipo de dinero puede tener sin limitación la cualidad de curso legal. Las monedas divisionarias y cualquier clase de papel moneda tienen que ser, a su presentación y sin demora, convertidos en el patrón monetario legal.
Hasta aquí hubo unanimidad entre los defensores del dinero fuerte. Pero entonces surgió la batalla de los patrones. La derrota de quienes defendían la plata y la impracticabilidad del bimetalismo hicieron eventualmente que el principio del dinero fuerte equivaliera a la opción por el patrón oro. A finales del siglo XIX había unanimidad en todo el mundo entre los hombres de negocios y los políticos respecto a la indispensabilidad del patrón oro. Los países que tenían un sistema de dinero-signo o un patrón plata consideraron la adopción del patrón oro como objetivo principal de su política económica. Quienes ponían en duda la eminencia del patrón oro fueron tachados de chiflados por los representantes de la doctrina oficial: profesores, banqueros, políticos, editores de grandes diarios y revistas.
Fue una gran equivocación de los defensores del dinero fuerte adoptar semejantes tácticas. No es así como debe tratarse una ideología por más disparatada y contradictoria que parezca. Incluso una doctrina manifiestamente errónea deberá refutarse con un cuidadoso análisis y el desenmascaramiento de las falacias que contiene. Una doctrina sana sólo puede salir victoriosa si es capaz de refutar los errores de sus adversarios.
Los principios esenciales de la doctrina del dinero fuerte eran y son inexpugnables. Pero su soporte científico en las últimas décadas del siglo XIX fue más bien vacilante. Los intentos de demostrar su consistencia desde el punto de vista de la teoría clásica del valor no eran muy convincentes y revelaron su carácter absurdo tan pronto como este concepto de valor tuvo que ser descartado. Pero los defensores de la nueva teoría del valor durante más de medio siglo limitaron sus estudios a los problemas del cambio indirecto, abandonando el tratamiento del dinero y la banca a personas rutinarias y ayunas de economía. Hubo tratados sobre la cataláctica que sólo incidentalmente y de pasada se ocuparon de los temas relativos al dinero, y hubo libros sobre el dinero y la banca que no hicieron intento alguno de integrar sus materias en la estructura de un sistema cataláctico[1]. Finalmente acabó imponiéndose la idea de que la doctrina moderna del valor, la doctrina subjetivista de la utilidad marginal, es incapaz de explicar los problemas relativos al poder adquisitivo del dinero[2].
Es comprensible que en tales circunstancias tuvieran que quedar sin respuesta incluso las más débiles objeciones formuladas por los defensores del inflacionismo. El patrón oro perdió popularidad porque durante mucho tiempo no se intentó seriamente demostrar sus méritos y desbaratar los dogmas de sus adversarios.
Ventajas y pretendidos inconvenientes del patrón oro
La excelencia del patrón oro consiste en que hace que la determinación del poder adquisitivo de la unidad monetaria sea independiente del gobierno y de los partidos políticos. Además, impide que los gobernantes burlen las prerrogativas financieras y presupuestarias de las asambleas representativas. El control parlamentario sobre las finanzas sólo es efectivo si el gobierno no se encuentra en una posición que le permita realizar gastos no autorizados sirviéndose para ello del aumento de la circulación del dinero fiduciario. Contemplado en esta perspectiva, el patrón oro aparece como un instrumento indispensable del conjunto de garantías constitucionales que permite que el sistema de gobierno representativo funcione.
Cuando en los años 50 del siglo pasado aumentó considerablemente la producción de oro en California y Australia, la gente tachó de inflacionista al patrón oro. Por entonces Michel Chevalier, en su libro Probable depreciación del dinero, recomendaba abandonar el patrón oro, y Béranger se refirió a lo mismo en uno de sus poemas. Las críticas no cesaron. No se denunciaba ya al patrón oro por ser inflacionista sino, por el contrario, deflacionista. Incluso los más fanáticos defensores de la inflación, en un intento de ocultar sus verdaderas intenciones, afirmaban que lo único que pretendían era contrarrestar la presión deflacionista que la supuestamente insuficiente oferta de oro tiende a producir.
Ahora bien, es evidente que en las últimas generaciones ha prevalecido la tendencia alcista en todos los precios de las mercancías y en los salarios. Podemos prescindir de tratar los efectos económicos de una tendencia general a la baja en los precios y salarios monetarios[3] pues no hay duda de que nuestra experiencia de los últimos cien años nos demuestra precisamente lo contrario, es decir una tendencia secular a la caída del poder adquisitivo de la unidad monetaria, sólo temporalmente interrumpida por las consecuencias de la quiebra de un auge creado intencionadamente por la expansión del crédito. El oro se hizo más barato en términos de mercancías, no más caro. Lo que con ello pretendían los adversarios del patrón oro no era invertir la tendencia dominante en la determinación de los precios, sino intensificar considerablemente esa tendencia ascendente en los precios y salarios. Pretendían simplemente hacer que el poder adquisitivo del dinero bajara a un ritmo acelerado.
Esta política de inflacionismo radical es, desde luego, sumamente popular. Pero esa popularidad se debe, en gran parte, al desconocimiento de sus efectos. Lo que la gente realmente desea es que suban los precios de los bienes y servicios que ellos venden y que los de los bienes y servicios que compran se mantenga sin cambios. El productor de patatas quiere que el precio de las patatas suba. No quiere que suban los demás precios. Se siente perjudicado si estos otros precios suben antes o en mayor proporción que los precios de las patatas. Si un político declara en un mitin que el gobierno debe adoptar unas medidas que hagan subir los precios, el público le aplaudirá. Pero cada oyente piensa en la subida de precios diferentes.
Desde tiempo inmemorial se ha recomendado la inflación como medio para aliviar las cargas de los pobres y dignos deudores a costa de los ricos y duros acreedores. Sin embargo, bajo el capitalismo los deudores típicos no son los pobres sino los acomodados propietarios de bienes raíces, de empresas, de valores, gente que ha obtenido préstamos de los bancos, cajas de ahorro, compañías de seguros, y tenedores de bonos. Acreedores no son los ricos sino gentes de modestos recursos que poseen bonos y cuentas de ahorro o han suscrito pólizas de seguros. Si el hombre corriente soporta medidas antiacreedoras, es porque ignora que él es efectivamente acreedor. La idea de que son los millonarios las víctimas de una política de dinero fácil no es más que un resto de atavismo.
Para la mente ingenua hay algo de milagroso en la emisión de dinero-signo. Una palabra mágica pronunciada por el gobierno crea de la nada algo que se puede cambiar por cualquier mercancía que se desee. ¡Qué pobre es el arte de los hechiceros, las brujas, los ilusionistas comparado con el del Departamento del Tesoro del gobierno! El gobierno, nos dicen los profesores, «puede crear todo el dinero que necesite imprimiéndolo»[4]. El impuesto sobre la renta, anunció un presidente del Banco de la Reserva Federal de Nueva York, es algo «obsoleto»[5]. ¡Maravilloso! ¡Y cuán maliciosos y misántropos son aquellos obstinados defensores de la anticuada ortodoxia económica que exigen que los gobiernos equilibren sus presupuestos cubriendo sus gastos con impuestos sobre la renta!
Estos entusiastas no comprenden que el funcionamiento de la inflación está condicionado por la ignorancia del público y que cesa tan pronto como la gente se percata de sus efectos sobre el poder adquisitivo de la unidad monetaria. En tiempos normales, es decir en los periodos en que el gobierno no perturba el patrón monetario, la gente no se preocupa por este tipo de problemas. Con total ingenuidad da por hecho que el poder adquisitivo de la unidad monetaria es «estable». Prestan atención a los cambios que se producen en los precios monetarios de las distintas mercancías. Saben muy bien que las relaciones de cambio entre éstas varían. Pero no son conscientes de que la relación de cambio entre el dinero por un lado y todos los bienes y servicios por otro es bastante variable. Cuando aparecen las inevitables consecuencias de la inflación y los precios se elevan, piensan que las mercancías se han encarecido y no ven que el dinero se ha abaratado. En los primeros estadios de una inflación sólo unos pocos comprenden lo que está sucediendo, manejan sus negocios en consonancia con este conocimiento y se preocupan de recoger los beneficios que la inflación aporta. La aplastante mayoría es demasiado obtusa para darse cuenta de la verdadera situación. Caen en la rutina adquirida en los periodos no inflacionistas. Indignados, tachan de «aprovechados» a quienes se apresuran a captar las causas reales de la agitación del mercado y les echan la culpa de su propia situación. Esta ignorancia del público es la base de la política inflacionista. La inflación actúa en la medida en que el ama de casa piensa: «Necesito una sartén nueva; pero como los precios son demasiado caros, esperaré a que vuelvan a bajar». De pronto se descubre con sorpresa que la inflación continúa, que origina una subida de los precios y éstos se ponen por las nubes. La etapa crítica comienza cuando el ama de casa piensa: «No necesito una nueva sartén. La necesitaré dentro de uno o dos años. Pero la voy a comprar porque luego será mucho más cara». Entonces se cerrará el fin catastrófico de la inflación. En la etapa final el ama de casa piensa: «No necesito una mesa nueva; nunca la necesitaré. Pero es más sensato comprarla que conservar un minuto más estos trozos de papel que el gobierno llama dinero».
Permítasenos dejar de lado el problema de si es o no aconsejable basar un sistema de las finanzas del gobierno en el engaño deliberado de la inmensa mayoría de los ciudadanos. Baste subrayar que semejante política es contraproducente. Podemos citar aquí la famosa frase de Lincoln: No se puede engañar siempre a todo el mundo. Las masas pueden tal vez darse cuenta de los planes de sus gobernantes. Y entonces se derrumban los planes inflacionistas más hábilmente pergeñados. A pesar de lo que puedan afirmar los economistas complacientes con el gobierno, el inflacionismo no es una política monetaria que pueda considerarse alternativa a la política de dinero fuerte. En el mejor de los casos, no es más que una salida temporal. El problema principal de una política inflacionista es cómo detenerla antes de que las masas descubran el engaño de sus gobernantes. Es de una ingenuidad descorazonadora recomendar abiertamente un sistema monetario que sólo puede funcionar si el público ignora sus rasgos esenciales.
El método de los números índice es un medio muy tosco e imperfecto para «medir» los cambios que se producen en el poder adquisitivo de la unidad monetaria. Puesto que en el ámbito de los asuntos sociales no hay relaciones constantes entre las distintas magnitudes, la medida no es posible, y jamás podrá la Economía convertirse en ciencia cuantitativa[6]. Pero el método de los números índice, no obstante su insuficiencia, desempeña un papel importante en el proceso que a lo largo de un movimiento inflacionista hace que el público tome conciencia de la inflación. Cuando se generaliza el empleo de los números índice, el gobierno se ve obligado a frenar la carrera de la inflación y a convencer a la gente de que la política inflacionista no es más que un recurso temporal para afrontar una situación de emergencia que no se tardará en solventar. Al tiempo que los economistas gubernamentales siguen alabando la superioridad de la inflación como modelo permanente de gestión monetaria, los gobiernos se ven en la necesidad de restringir su aplicación.
Se puede calificar de deshonesta una política deliberadamente inflacionista, puesto que los efectos que con ella se buscan sólo pueden alcanzarse si el gobierno consigue engañar a la mayor parte de la gente acerca de las consecuencias de su política. Muchos defensores de las políticas intervencionistas no sienten el menor escrúpulo ante semejantes engaños; piensan que lo que el gobierno hace siempre está bien. Pero su noble indiferencia moral se halla perpleja y es incapaz de oponer una objeción al razonamiento del economista contra la inflación. A los ojos del economista el hecho fundamental no es que la inflación sea moralmente rechazable, sino que no puede funcionar a no ser que se recurra a fuertes restricciones, y aun entonces sólo durante un tiempo limitado. De ahí que el recurso a la inflación no se pueda nunca considerar como una alternativa seria a la vigencia de un patrón permanente como es el patrón oro.
La propaganda proinflacionista insiste hoy en que el patrón oro fracasó y nunca volverá a ser un patrón seguro: las naciones no quieren ya respetar las reglas del juego del patrón oro y soportar los costes que su mantenimiento comporta.
Ante todo conviene recordar que no es cierto que el patrón oro haya fracasado. Los gobiernos lo abolieron para preparar el camino a la inflación. Para destruir el patrón oro se puso en marcha todo un nefasto aparato de represión y coacción —policía, guardias de aduanas, tribunales penales, prisiones, y en algunos países incluso ejecuciones—. Se quebrantaron solemnes compromisos, se promulgaron leyes retroactivas, se conculcaron abiertamente preceptos constitucionales y derechos humanos, y huestes enteras de escritores serviles alabaron lo que el gobierno había hecho y saludaron el comienzo de un milenio del dinero-signo.
Con todo, lo más sorprendente de esta pretendidamente nueva política monetaria es su completo fracaso. Es indudable que el dinero-signo sustituyó en los mercados interiores al dinero sólido, favoreciendo así los intereses materiales de algunos individuos y grupos a costa de otros. Además, contribuyó considerablemente a la desintegración de la división internacional del trabajo. Pero no consiguió desplazar al oro de su posición como patrón internacional. Si hojeamos las páginas financieras de cualquier periódico, descubriremos inmediatamente que el oro —y no los abigarrados productos de las imprentas de los distintos gobiernos— seguía siendo el dinero mundial. Esos trozos de papel son tanto más apreciados cuanto más estable es su precio en términos de oro. Quienquiera que hoy tenga la osadía de insinuar la posibilidad de que las naciones vuelvan al patrón oro en el país será inmediatamente tachado de lunático. Este terrorismo durará todavía algún tiempo. Pero la posición del oro como patrón mundial seguirá siendo inexpugnable. La política orientada a «abandonar el patrón oro» no libra a las autoridades monetarias de un país de la necesidad de tener en cuenta el precio de su unidad monetaria en términos de oro.
No está claro qué es lo que esos autores entienden por reglas de juego del patrón oro. Desde luego, es evidente que el patrón oro no puede funcionar de modo satisfactorio si es ilegal comprar, vender o retener oro, y las huestes de jueces, alguaciles e informadores tratarán fervorosamente de hacer cumplir la ley. Pero el patrón oro no es ningún juego; es un fenómeno del mercado y, como tal, una institución social. Su mantenimiento no depende de la observancia de determinadas reglas. Lo único que precisa es que el gobierno se abstenga de sabotearlo deliberadamente. Referirse a esta condición como regla de un pretendido juego no tiene más fundamento que declarar que la conservación de la vida de Pablo depende del respeto a las reglas de juego de la vida de Pablo, ya que Pablo morirá irremisiblemente si alguien le hiere de muerte.
Lo que todos los enemigos del patrón oro rechazan como su vicio principal es precisamente lo que sus defensores ensalzan como su principal virtud, a saber, su incompatibilidad con una política de expansión crediticia. El núcleo de todos los entusiasmos de los autores y políticos contrarios al oro es la falacia expansionista.
La doctrina expansionista no comprende que el interés, es decir el descuento de bienes futuros por bienes presentes, es una categoría originaria de la valoración humana, presente en todo tipo de acción e independiente de cualquier institución social. Los expansionistas no captan el hecho de que nunca ha habido ni puede haber seres humanos que atribuyan a una manzana disponible dentro de un año o dentro de cien años el mismo valor que a una manzana disponible ahora mismo. En su opinión, el interés es un impedimento a la expansión de la producción, y por lo tanto al bienestar de los hombres, que invalida las instituciones creadas para favorecer los intereses egoístas de quienes prestan dinero. Consideran el interés como el precio que la gente tiene que pagar por recibir dinero prestado. Su nivel, por lo tanto, depende de la magnitud de la oferta de dinero. Si las leyes no limitan artificialmente la creación de dinero adicional, el tipo de interés deberá bajar, y en definitiva acabará siendo nulo. Es preciso que desaparezca la presión «contraccionista»; se deberá acabar con la escasez de capital, y de este modo se conseguirá que muchos proyectos económicos que se hallan obstruidos por el «restriccionismo» del patrón oro, resulten realmente posibles. Para que todos puedan participar de la prosperidad es necesario quebrantar las «reglas de juego del patrón oro», cuya observancia es el origen de todos nuestros males económicos.
Estas absurdas doctrinas impresionaron hondamente a políticos ignorantes y demagogos cuando se mezclaron con eslóganes nacionalistas. Lo que impide que nuestro país goce plenamente de las ventajas de la política de bajos tipos de interés, dicen los aislacionistas económicos, es el mantenimiento del patrón oro. Nuestro banco central se ve obligado a mantener su tipo de descuento a un nivel que corresponde a las condiciones del mercado monetario internacional y a los tipos de descuento de los bancos centrales extranjeros. Por otra parte, los «especuladores» retiran fondos de nuestro país para invertirlos a corto plazo en el exterior, y el consiguiente flujo de oro hace que las reservas de nuestro banco central caigan por debajo de la relación de cambio legal. Si nuestro banco central no estuviera obligado a convertir sus billetes en oro, no se produciría esa retirada de oro y no tendría que ajustar el tipo de interés a la situación del mercado monetario internacional, dominado por el monopolio mundial del oro.
Lo más sorprendente de este razonamiento es que surgió precisamente en países deudores, para los que el funcionamiento del mercado monetario y de capitales significa una afluencia de fondos extranjeros y por consiguiente la formación de una tendencia al descenso en los tipos de interés. Era popular en Alemania y más aún en Austria en los años 70 y 80 del siglo pasado, pero difícilmente se le tomaba en serio por aquellos años en Inglaterra y Holanda, cuyos bancos y banqueros prestaban ampliamente a Alemania y Austria. En Inglaterra sólo se propuso tras la Primera Guerra Mundial, cuando Gran Bretaña había perdido su posición de banco central mundial.
Desde luego, se trata de un razonamiento insostenible. El inevitable fracaso de todo intento de expansión del crédito no se debió a la interconexión internacional de los negocios consistentes en prestar dinero. Fue el resultado de la imposibilidad de que el dinero-signo y el dinero-crédito sustituya a bienes de capital inexistentes. La expansión crediticia puede inicialmente producir un auge; pero se trata de un auge que acabará desplomándose y ocasionando una depresión. Lo que produce la recurrencia de periodos de crisis económica son precisamente los reiterados intentos de los gobiernos y de los bancos por ellos dominados de ampliar el crédito en orden a fomentar los negocios mediante un bajo tipo de interés[7].
La doctrina del pleno empleo
La doctrina inflacionista o expansionista presenta muchas variedades, pero su contenido esencial es siempre el mismo.
La versión más antigua e ingenua es la de la supuesta insuficiencia de la oferta de dinero. El negocio va mal, dice el tendero, porque mis clientes actuales o posibles no tienen bastante dinero para ampliar sus compras. En esto tiene razón. Pero cuando añade que lo que se precisa para que su negocio sea más próspero es incrementar la cantidad de dinero en circulación, se equivoca de plano. En lo que realmente piensa es en un aumento de la cantidad de dinero que vaya a parar a los bolsillos de sus actuales o posibles clientes, al tiempo que la cantidad de dinero a disposición de los demás permanece idéntica. Pide una determinada forma de inflación, es decir una inflación en la que el nuevo dinero adicional vaya primeramente a parar a los bolsillos de un determinado grupo de gente, sus clientes, lo cual le permitirá cosechar los beneficios de la inflación. Desde luego, todo el que defiende la inflación lo hace porque supone que se encontrará entre los que se beneficiarán de que los precios de los bienes y servicios que venden suban antes o en mayor medida que los precios de los bienes y servicios que compran. Nadie defiende una inflación en la que se encuentre del lado del perdedor.
Esta falsa filosofía del tendero ya fue definitivamente refutada por Adam Smith y Jean-Baptiste Say. En la actualidad la ha vuelto a proponer Lord Keynes, y bajo el nombre de política de pleno empleo es una de las medidas políticas básicas de todo gobierno que no esté totalmente sometido a los soviets. Ciertamente, Keynes no fue capaz de formular un argumento convincente contra la ley de Say. Ni sus epígonos y las huestes de pseudoeconomistas que ocupan los despachos en las oficinas de los distintos gobiernos, de las Naciones Unidas y demás organismos nacionales e internacionales han sabido hacer algo mejor. Las falacias contenidas en la doctrina keynesiana del pleno empleo son, con un nuevo ropaje, las mismas que Smith y Say hace ya tiempo desbarataron.
El nivel de los salarios es un fenómeno del mercado: es el precio que se paga por una cierta cantidad de trabajo de una cualidad determinada. Si una persona no puede vender su trabajo a un precio que le gustaría, tiene que rebajar el precio que pide por él, pues de otro modo queda sin empleo. Si el gobierno o los sindicatos fijan el nivel de los salarios por encima del tipo que establecería un mercado laboral libre, o si imponen coactivamente un salario mínimo, una parte de quienes buscan trabajo quedarán sin empleo. Este paro institucional es el efecto inevitable de los métodos que en la actualidad aplican los gobiernos sedicentes progresistas, el efectivo resultado de las medidas falsamente etiquetadas de favorables al empleo. Sólo existe un camino eficaz para elevar los salarios reales y promover un mejor nivel de vida de los asalariados: aumentar la cuota de capital per cápita. Y eso es lo que produce el capitalismo del laissez faire en la medida en que su funcionamiento no sufre la injerencia del gobierno y de los sindicatos.
No es el caso de investigar aquí si los políticos actuales son o no conscientes de estos hechos. En muchas universidades no hay forma de exponerlos a los estudiantes. Los libros que manifiestan su desconfianza frente a las doctrinas oficiales es difícil encontrarlos en las bibliotecas y apenas se emplean en los cursos, y por lo tanto los editores son reacios a publicarlos. Los periódicos raramente critican el credo oficial, pues temen ser boicoteados por los sindicatos. Y así los políticos pueden ser completamente sinceros cuando creen que obtienen «beneficios sociales» para el «pueblo», que el agravamiento del paro es uno de los males inherentes al capitalismo y que en modo alguno es efecto de las políticas de que presumen. Sea lo que fuere, es evidente que la reputación y el prestigio de los hombres que actualmente gobiernan los países fuera del bloque soviético y sus aliados profesorales y periodísticos se hallan tan inseparablemente ligados a la doctrina «progresista» que por necesidad tienen que aferrarse a ella. Si no quieren comprometer sus ambiciones políticas, tienen que negar obstinadamente que su propia política tiende a hacer del paro masivo un fenómeno permanente e intentar cargar sobre el capitalismo la responsabilidad de los efectos no deseados de sus procedimientos.
El rasgo más característico de la doctrina del pleno empleo es que no proporciona información acerca del modo en que el mercado fija los salarios. Discutir la elevación de los salarios es tabú para los «progresistas». Cuando se ocupan del paro, no se refieren a los tipos salariales. Tal como ellos lo conciben, las subidas salariales no tienen nada que ver con el paro y nunca deben relacionarse con él.
Si hay paro, dice la doctrina progresista, el gobierno tiene que incrementar el dinero en circulación hasta alcanzar el pleno empleo. Es, dicen, un gran error llamar inflación a un aumento de la cantidad de dinero en circulación realizado en estas condiciones. Se trata justamente de «política de pleno empleo».
Podemos dejar a un lado la singularidad terminológica de la doctrina. Lo fundamental es que todo aumento en la cantidad de dinero en circulación origina una tendencia a la subida de precios y salarios. Si, a pesar de la subida de los precios de las mercancías, los salarios no suben en absoluto o suben muy por debajo de los precios de las mercancías, disminuirá el número de parados atribuible a la subida de salarios. Pero en realidad bajan, ya que semejante configuración de los precios de las mercancías y los tipos salariales significa de hecho una caída en los salarios reales. Para conseguir este resultado no era preciso embarcarse en un aumento de la cantidad de dinero en circulación. Una reducción del salario mínimo impuesta por el gobierno o por la presión de los sindicatos habría conseguido el mismo efecto sin dar lugar al mismo tiempo a todas las demás consecuencias de la inflación.
Es un hecho que en algunos países, en los años 30, el recurso a la inflación no fue inmediatamente seguido por un alza en los salarios monetarios fijados por los gobiernos o los sindicatos, lo cual equivalía a un descenso de los salarios reales, con la consiguiente reducción del número de parados. Pero se trató de un simple fenómeno pasajero. Cuando en 1936 Lord Keynes declaró que un movimiento empresarial tendente a revisar a la baja los salarios monetarios encontraría mayor resistencia que una bajada gradual y «automática» de los salarios reales como consecuencia de la subida de los precios[8], quedó realmente desmentido y superado por la marcha de los acontecimientos. Las masas empezaron a percatarse de los engañosos artificios de la inflación. Los problemas del poder adquisitivo y los números índice fueron temas importantes en el tratamiento de los salarios por parte de los sindicatos. El argumento del pleno empleo a favor de la inflación se había quedado ya viejo en el momento en que Keynes y sus epígonos lo proclamaron como principio fundamental de una política económica progresista.
El estado de emergencia como argumento a favor de la inflación
Ningún argumento económico a favor de la inflación es sostenible. Sus falacias hace tiempo que han sido desmontadas de manera irrefutable.
Existe, sin embargo, un argumento político que a veces se aduce a favor de la inflación y que precisa de especial análisis. Este argumento político raramente aparece en libros, artículos y discursos políticos, ya que no se presta fácilmente a semejante tratamiento público. Pero la idea subyacente desempeña un papel importante en la forma de pensar de estadistas e historiadores.
Sus defensores aceptan sin reservas todos los dictados de la doctrina referente al dinero no adulterado. No comparten los errores de los charlatanes inflacionistas. Constatan que el inflacionismo es una doctrina autodestructora que conduce inevitablemente al abismo económico y cuyos pretendidos efectos beneficiosos son, incluso desde el punto de vista de los promotores de la política inflacionista, más indeseables que los males que se pretende curar con la inflación. Pero a pesar de ser plenamente conscientes de todo esto, opinan sin embargo que existen situaciones que exigen perentoriamente o, al menos, que justifican el recurso a la inflación. Una nación, dicen, puede verse amenazada por unos males que son incomparablemente superiores a los que puede producir la inflación. Si se puede evitar el total aniquilamiento de la libertad y la cultura de una nación mediante un abandono temporal de la moneda sólida, ninguna objeción razonable puede esgrimirse contra semejante conducta, que significa simplemente preferir un mal menor a otro mayor.
Para poder apreciar correctamente el peso de este argumento de la situación de emergencia a favor de la inflación, conviene observar que la inflación no añade nada al poder de resistencia de una nación, ya sea a sus recursos materiales, ya sea a su fortaleza espiritual o moral. Haya o no inflación, el equipo material que precisan las fuerzas armadas deberá adaptarse a los medios disponibles, limitando el consumo de lo no indispensable, intensificando la producción y consumiendo una parte del capital previamente acumulado. Todo esto puede llevarse a efecto si la mayoría de los ciudadanos están firmemente decididos a resistir con todas sus capacidades y dispuestos a sacrificarse para defender su independencia y su cultura. Entonces deberán adoptarse métodos fiscales que garanticen la consecución de estos objetivos. Deberá lograrse lo que se conoce como mobilización económica o economía de defensa, pero sin perturbar el sistema monetario. La situación de emergencia se deberá afrontar sin recurrir a la inflación.
Pero la situación en que piensan los defensores de la inflación de emergencia es de un carácter totalmente diferente. Su rasgo característico es un antagonismo irreconciliable entre las opiniones del gobierno y las de la mayoría del pueblo. El gobierno, apoyado en esto sólo por una minoría, cree que la situación de emergencia requiere un considerable aumento del gasto público y la consiguiente austeridad en el consumo privado. Pero la mayoría del pueblo no está conforme. No creen que la situación sea tan desesperada como la pinta el gobierno, o piensan que la defensa de los valores amenazados no exige los sacrificios que se les quiere imponer. No es el caso de plantearse la cuestión de quién tiene razón, el gobierno o la mayoría de la población. Tal vez tenga razón el gobierno, Pero lo que aquí se ventila no es la sustancia del conflicto, sino los métodos elegidos por los gobernantes para resolverlo. Éstos rechazan la vía democrática de convencer a la mayoría. Se arrogan el poder y el derecho moral de eludir la voluntad de la gente. Desean obtener su colaboración ocultándoles los costes que comportan las medidas propuestas. Aunque aparentemente respetan los procedimientos constitucionales del gobierno representativo, su conducta no es en realidad la de los mandatarios elegidos sino la de los guardianes del pueblo. El ejecutivo elegido ya no se considera mandatario del pueblo; se convierte en führer.
La situación de emergencia que produce inflación consiste en esto: el pueblo, o la mayoría del pueblo, no está dispuesto a sufragar los costes que comportan las medidas políticas que adoptan sus gobernantes. Apoyan estas medidas sólo en tanto en cuanto creen que no son ellos los que tienen que soportarlas. Por ejemplo, votan sólo aquellos impuestos que han de pagar los demás, es decir los ricos, ya que creen que estos impuestos no afectan a su propio bienestar material. La reacción del gobierno a esta actitud de la nación se inspira, por lo menos algunas veces, en el sincero deseo de servir de la mejor manera posible los que creen ser los verdaderos intereses del pueblo. Pero si el gobierno recurre para ello a la inflación, emplea métodos que son contrarios a los principios del gobierno representativo, aunque formalmente acaso respete la letra de la constitución. Se aprovecha de la ignorancia de las masas, estafa a los votantes en lugar de intentar convencerlos.
No es una casualidad que en nuestro tiempo la inflación se haya convertido en el método aceptado de la gestión monetaria. La inflación es el complemento fiscal del estatismo y del gobierno arbitrario. Es un diente en el engranaje de las políticas e instituciones que gradualmente conducen al totalitarismo.
La libertad occidental no puede conservar sus fundamentos contra los ataques de la esclavitud oriental si el pueblo no comprende qué es lo que está en juego y no está dispuesto a hacer los mayores sacrificios por los ideales de su civilización. El recurso a la inflación puede proporcionar al gobierno los fondos que no podría recaudar mediante los impuestos o los préstamos posibilitados por los ahorros del público, pues chocaría contra la gente y sus representantes parlamentarios. Con el recién creado dinero fiduciario el gobierno puede comprar el equipo que necesitan las fuerzas armadas. Pero una nación reluctante a hacer los sacrificios que reclama la victoria jamás podrá desplegar la energía moral necesaria. Lo que garantiza el éxito en la lucha por la libertad y la civilización no es simplemente el equipamiento material, sino ante todo el espíritu que anima a quienes manejan las armas. Este espíritu heroico no se puede comprar con la inflación.