CAPÍTULO II

DE LA MEDIDA DE VALOR

1

El valor de uso subjetivo no es mensurable

Aunque es corriente referirse al dinero como la medida del valor y de los precios, este concepto es totalmente falaz. Si se acepta la teoría subjetiva del valor, el problema de su medida no puede plantearse. En la antigua economía política tenía sentido la búsqueda de un principio rector de la medida del valor. Si, de acuerdo con una teoría objetiva del valor, se acepta la posibilidad de un concepto objetivo del valor de los bienes y se contempla el cambio como la entrega recíproca de bienes de valor equivalente, entonces habrá que concluir necesariamente que las operaciones de cambio deben ir precedidas por la medida de la cantidad de valor contenida en cada uno de los objetos que se intercambian, Por lo que es perfectamente lógico considerar el dinero como medida del valor.

Pero la teoría moderna del valor tiene un punto de partida diferente. Concibe el valor como el significado que un ser humano atribuye a las distintas unidades de un bien determinado que quiere consumir o de las que desea disponer para su mayor provecho. Toda transacción económica presupone una comparación de valores. Pero la necesidad de tal comparación, tanto como su posibilidad, se debe solamente a la circunstancia de que la persona que quiere cambiar tiene que escoger entre varios bienes. No importa si se tiene que escoger entre un bien que posee y otro que está en posesión de otro sujeto y por el cual podría cambiarlo, o entre los usos diferentes a que puede destinar una determinada cantidad de medios de producción. En una economía individual cerrada, en la que (como en la isla desierta de Robinson Crusoe) no se compra ni se vende, se originan sin embargo necesariamente ciertos cambios en las existencias de bienes de órdenes superiores o inferiores siempre que algo se produce o se consume; y estos cambios tienen que basarse en la valoración de si sus rendimientos exceden a los gastos que entrañan. El proceso de valoración sigue siendo fundamentalmente el mismo ya se trate de transformar el trabajo y la harina en pan en el horno doméstico, o bien de cambiar pan por vestidos en el mercado. Desde el punto de vista de la persona que hace la valoración, el cálculo de si un cierto acto de producción justifica un cierto gasto de bienes y trabajo es exactamente el mismo que la comparación de los valores de las mercancías que se desea dar a cambio y los valores de las que se quiere adquirir, valoración que debe preceder a la transacción. Por esto se ha dicho con razón que todo acto económico puede considerarse como un acto de cambio[1].

Los actos de valoración no son susceptibles de medida alguna. Es cierto que cualquiera puede decir si un trozo de pan le parece preferible a un trozo de hierro o menos valioso que un trozo de carne. Y, por consiguiente, es cierto que todos pueden elaborar una inmensa lista de valores comparativos; lista que serviría sólo para un tiempo dado, ya que está ligada a una determinada combinación de necesidades y bienes. Si cambian las circunstancias del individuo, también cambiará su escala de valores.

Pero la valoración subjetiva, que es el eje de toda actividad económica, tan sólo coloca los bienes según su orden de importancia, pero no mide esta importancia. Y la actividad económica no tiene otra base que las escalas de valor así construidas por los individuos. Se producirá el cambio cuando dos mercancías ocupen rangos diferentes en las escalas de valores de dos personas distintas. En el mercado continuarán los cambios mientras no se alcance aquel punto en que cada una de las partes tuviera que entregar un bien que en su escala de valores supera al que habría de recibir a cambio. Si un individuo desea realizar un cambio con base económica, no tiene más que considerar la importancia comparativa que a su juicio tienen las cantidades de los bienes en cuestión. Esta apreciación de valores relativos en modo alguno implica la idea de medida. Se trata de un juicio psicológico directo que no depende de ninguna clase de proceso intermedio o auxiliar.

(Estas consideraciones proporcionan también la respuesta a una serie de objeciones a la teoría subjetiva del valor. Sería precipitado concluir que, puesto que la psicología no ha logrado ni es probable que llegue a lograr medir los deseos, es imposible en definitiva atribuir a factores subjetivos las cuantitativamente exactas relaciones de cambio del mercado. Estas relaciones se basan en las escalas de valor de los individuos. Supongamos que A posee tres peras y B dos manzanas, y que A valora la posesión de las dos manzanas más que la de las tres peras, mientras que B valora la posesión de las tres peras más que la de las dos manzanas. Sobre la base de estas valoraciones puede surgir un intercambio en el que se den tres peras por dos manzanas. Es evidente que la determinación de la numéricamente precisa relación de cambio 2:3, tomando cada fruta como unidad, no presupone que A y B sepan exactamente en cuánto excede la satisfacción prometida por la posesión de las cantidades que se adquieren por el cambio a la satisfacción prometida por la posesión de las cantidades que se entregan).

El reconocimiento general de este hecho, que debemos a los autores de la moderna teoría del valor, se ha visto impedido durante mucho tiempo por una peculiar clase de obstáculo. No es raro que aquellos auténticos pioneros que no dudaron en abrir nuevos caminos para ellos mismos y para sus seguidores, rechazando decididamente anticuadas tradiciones y modos de pensar, retrocedieran ante las implicaciones de la rígida aplicación de sus propios principios. Cuando esto ocurre, los que vienen después tienen que emprender la labor de poner las cosas en su punto. Tal es el caso que nos ocupa. Sobre el tema de la medida del valor, así como sobre otros varios estrechamente relacionados con él, los fundadores de la teoría subjetiva del valor se abstuvieron de desarrollar coherentemente sus propias doctrinas. Esto es especialmente aplicable a Böhm-Bawerk. Por lo menos es particularmente sorprendente en él, ya que sus argumentos, de los que vamos a ocuparnos, pertenecen a un sistema que tiene todos los elementos de otra solución del problema, en mi opinión, más acertada, con tal de que su autor hubiera sacado de él las últimas consecuencias.

Böhm-Bawerk señala que cuando en la vida real tenemos que elegir entre varias satisfacciones que no pueden realizarse simultáneamente por ser limitados nuestros medios, la situación es tal que la alternativa es, por un lado, elegir una gran satisfacción y, por otro, un gran número de pequeñas satisfacciones homogéneas. No puede negarse que en tales casos podamos adoptar una decisión racional. Pero también es cierto que para esta decisión no basta el juicio general de que la satisfacción proporcionada por una clase de bienes sea mayor que la proporcionada por la otra, ni tampoco la consideración de que la satisfacción proporcionada por un bien de la primera clase sea considerablemente mayor que la satisfacción proporcionada por un bien de la otra clase, sino que —concluye Böhm-Bawerk— el juicio debe establecer precisamente cuántas de las pequeñas satisfacciones superan a una de la primera clase, o, dicho en otros términos, cuántas veces la satisfacción de una necesidad excede en magnitud a la satisfacción de cada una de las otras[2].

Corresponde a Cuhel el mérito de haber señalado el error que implica la identificación de estas dos proposiciones. El juicio de que tantas pequeñas satisfacciones resulten superadas por una satisfacción de otra clase no es de hecho idéntico al juicio de que una satisfacción es tantas veces mayor que una de las otras. Las dos serían idénticas sólo si la satisfacción proporcionada por un cierto número de unidades de un artículo tomadas conjuntamente fuera igual a la que produce una sola unidad por sí misma multiplicada por el número de unidades. De la ley de Gossen sobre la satisfacción de las necesidades se deduce que esta conclusión no es válida. Las dos afirmaciones «preferiría ocho ciruelas a una manzana» y «preferiría una manzana a siete peras» no justifican la conclusión a que llega Böhm-Bawerk cuando afirma que, por consiguiente, la satisfacción que produce el consumo de una manzana es siete veces mayor y ocho veces menor que la satisfacción producida por el consumo de una ciruela. La única conclusión legítima es que la satisfacción producida por una manzana es mayor que la satisfacción total producida por siete ciruelas, pero menor que la satisfacción total proporcionada por ocho ciruelas[3].

Ésta es la única interpretación que puede armonizarse con la concepción fundamental expuesta por los teóricos de la utilidad marginal, especialmente por el propio Böhm-Bawerk, según la cual la utilidad (y por consiguiente también el valor de uso subjetivo) de las unidades de un producto disminuye cuando su oferta aumenta. Pero admitir esto es tanto como rechazar toda pretensión de medir el valor de uso subjetivo de los bienes. El valor de uso subjetivo no es susceptible de ninguna clase de medida.

El economista americano Irving Fisher ha tratado de aproximarse al problema de la medida del valor por la vía matemática[4]. Su éxito con este método no ha sido mayor que el de sus predecesores con otros métodos. Como ellos, no ha sido capaz de superar las dificultades que surgen del hecho de que la utilidad marginal disminuye cuando aumenta la oferta, y el solo uso de las matemáticas con las que reviste sus argumentos, y que muchos consideran un ropaje muy adecuado a las investigaciones económicas, apenas sirve para disimular los defectos de su habilidosa pero artificial construcción.

Fisher comienza suponiendo que la utilidad de un determinado bien o servicio, aunque depende de la oferta del mismo, es independiente de la oferta de todos los demás. Constata que no es posible cumplir su aspiración de descubrir una unidad para medir el valor de la utilidad a menos que previamente pueda demostrar cómo se determina la proporción entre dos utilidades marginales. Si, por ejemplo, un individuo tiene a su disposición 100 panes durante un año, la utilidad marginal de un pan será para él mayor que si tuviera 150 panes. El problema está en determinar la proporción aritmética entre ambas utilidades marginales. Fisher trata de hacer esto comparándolas con una tercera utilidad, y así supone que el mismo individuo tiene también B galones de aceite al año, y llama b a aquel incremento de B cuya utilidad es igual a la de la unidad de pan número 100. En el segundo caso, cuando disponía no de 100 sino de 150 panes, se supone que la cantidad de B no cambia. Entonces la utilidad del pan 150 será igual, pongamos, a la utilidad de b/2. Hasta aquí podemos estar de acuerdo con Fisher; pero en este punto da un salto que elude limpiamente todas las dificultades del problema. Es decir, Fisher continúa, como si afirmara algo totalmente evidente: «Por tanto, la utilidad del pan 150 equivale a la mitad de la utilidad del 100». Sin mayores explicaciones, sigue apaciblemente ocupándose de un problema cuya solución (si se acepta como buena la proposición anterior) no implica ulteriores dificultades, y así acaba deduciendo una unidad que él llama un «útil». No parece que se haya percatado de que con la singular frase que acabamos de citar echa por tierra toda la teoría de la utilidad marginal y se opone a todas las doctrinas fundamentales de la economía moderna. Pues es evidente que su conclusión es legítima solamente si la utilidad de b es igual a dos veces la utilidad de b/2. Pero si realmente fuera así, el problema de determinar la proporción entre dos utilidades marginales podría haberse resuelto de una manera más expedita, y su largo proceso deductivo no habría sido necesario. Con la misma razón con que afirma que la utilidad de b es igual a dos veces la utilidad de b/2 podía haber afirmado sin más que la utilidad del pan 150 es dos tercios la del 100.

Fisher imagina una existencia de B galones que es divisible en n pequeñas cantidades b, o 2n pequeñas cantidades b/2. Supone que un individuo que tiene a su disposición la cantidad B considera el valor de una unidad del artículo x igual al de b y el valor de otra unidad de un bien y igual al de b/2. Supone también que en ambas valoraciones, es decir al equiparar el valor x con el de b, y el de y con el de b/2, el individuo que las realice tiene la misma cantidad B de galones a su disposición.

Evidentemente, piensa que de aquí se puede concluir que la utilidad de b es dos veces mayor que la utilidad de b/2. El error es evidente. El individuo en un caso se enfrenta con la elección entre x (el valor del pan 100) y b = 2b/2. Juzga imposible decidir entre ambos; es decir, los valora igualmente. En el segundo caso tiene que elegir entre y (el valor del pan 150) y b/2, y también aquí ve que ambas alternativas tienen idéntico valor. Surge entonces la cuestión de cuál es la proporción entre la utilidad marginal de b y la de b/2, y esto sólo puede determinarse preguntándonos qué proporción existe entre la utilidad marginal de la enésima parte de una cantidad dada y la de la 2n partes de la misma cantidad, entre la de b/2 y la de b2n. A tal fin supongamos que B se divide en 2n porciones de b/2n. Entonces la utilidad marginal de la (2n-l) porción es mayor que la de la porción 2n. Si ahora imaginamos la misma cantidad B dividida en n porciones, claramente se deduce que la utilidad marginal de la enésima porción es igual a la de la porción (2n-l), más la de la porción 2n del caso anterior. No es dos veces mayor que la de la porción 2n, sino más de dos veces. De hecho, incluso con la misma cantidad, la utilidad marginal de las diversas unidades tomadas conjuntamente no es igual a la utilidad marginal de una unidad multiplicada por el número de unidades, sino necesariamente mayor que este producto. El valor de dos unidades es mayor (pero no dos veces mayor) que el valor de una unidad[5].

Tal vez Fisher crea que se puede llegar a esta conclusión si se supone que b y b/2 son cantidades tan pequeñas que su utilidad puede considerarse infinitesimal. Si ésta es realmente su opinión, entonces debe objetársele ante todo que la concepción peculiarmente matemática de las cantidades infinitesimales es inaplicable a los problemas económicos. La utilidad aportada por una cierta cantidad de bienes o es lo bastante grande para ser valorada, o tan pequeña que resulta imperceptible para valorarla y no puede afectar a su juicio. Pero aun concediendo que pueda aplicarse la concepción de las cantidades infinitesimales, el argumento seguiría siendo válido, ya que es a todas luces imposible encontrar la proporción entre dos utilidades marginales finitas comparándolas con dos utilidades marginales infinitesimales.

Finalmente, debemos dedicar unas pocas palabras al intento de Schumpeter de establecer como unidad la satisfacción que resulta del consumo de una cierta cantidad de bienes y expresar las demás satisfacciones como múltiplos de esta unidad. Los juicios de valor sobre este principio deberían formularse así: «La satisfacción que puedo obtener del consumo de una cierta cantidad de bienes es mil veces mayor que la que obtengo del consumo de una manzana diaria», o «Por esta cantidad de bienes daría como máximo mil veces esta manzana»[6]. ¿Hay realmente sobre la tierra alguien capaz de imaginar tal cosa o emitir tales juicios? ¿Hay alguna clase de actividad económica que realmente dependa de la adopción de tales decisiones? Evidentemente, no[7]. Schumpeter cae en el mismo error de partir del supuesto de que necesitamos una medida del valor para poder comparar una «cantidad de valor» con otra. Pero la valoración no consiste en modo alguno en comparar dos «cantidades de valor», sino únicamente en comparar la importancia de dos necesidades diferentes. El juicio «El bien a vale más para mí que el bien b» no presupone una medida de valor económico más de lo que el juicio «A es más querido para mí (lo estimo en más alto grado) que B» presupone una medida de la amistad.

2

El valor total

Si es imposible medir el valor de uso subjetivo, se sigue que también será imposible asignarle una «cantidad». Se puede afirmar que el valor de un cierto artículo es mayor que el de otro; pero no podemos decir: este artículo vale tanto. Semejante manera de hablar implica necesariamente una determinada unidad. Equivale a establecer cuántas veces una determinada unidad está contenida en la cantidad que se quiere definir. Ahora bien, este tipo de cálculo es totalmente inaplicable al proceso de evaluación.

La aplicación consecuente de estos principios implica también una crítica de las opiniones de Schumpeter sobre el valor total de una existencia de bienes. Según Wieser, el valor total de una existencia de bienes resulta de multiplicar el número de elementos o porciones que lo constituyen por su utilidad marginal en un momento dado. Es un argumento insostenible, pues demostraría que la existencia total de un bien libre no valdría nada. Por eso Schumpeter sugiere una fórmula distinta según la cual cada porción se multiplica por un índice correspondiente a su posición en la escala del valor (que, por lo demás, es totalmente arbitraria) y estos productos se reúnen o integran. Este intento de solución, como el anterior, tiene el defecto de proponer que se puede medir la utilidad marginal y la «intensidad» del valor. El hecho de que sea imposible tal medida desautoriza por igual a ambas sugerencias. La solución del problema habrá que buscarla por otra vía.

El valor es siempre el resultado de un proceso de valoración. Dicho proceso compara la importancia de dos conjuntos de bienes desde el punto de vista del sujeto que valora. La persona que valora y los conjuntos de bienes valorados, es decir el sujeto y los objetos de la valoración, integran como elementos indivisibles todo proceso de valoración. Lo que no quiere decir que sean indivisibles en otros aspectos, ya física o económicamente. El sujeto de un acto de valoración puede ser igualmente un grupo de personas, un estado, sociedad o familia, en la medida en que actúa en este particular caso como una unidad, a través de un representante. Y los objetos así valorados pueden ser conjuntos de distintas unidades de mercancías en cuanto se tratan en este particular caso como un todo. Nada impide que un objeto o sujeto sea una única unidad en lo que respecta a una determinada valoración aun cuando en otro aspecto sus partes componentes sean totalmente independientes unas de otras. Los mismos hombres que actuando conjuntamente a través de un representante como único actor, como un estado, formulan un juicio sobre los valores relativos de un barco de guerra y un hospital, pueden actuar como sujetos de valoración independientes en relación con otras mercancías, tales como cigarros y periódicos. Y lo propio sucede con las mercancías. La teoría moderna del valor se basa en el hecho de que no es la importancia abstracta de las distintas clases de necesidades lo que determina las escalas de valores, sino la intensidad de específicos deseos. Partiendo de aquí, la ley de la utilidad marginal se desarrolló de tal suerte que primeramente se refirió al caso ordinario en que los conjuntos de bienes son divisibles. Pero existen también casos en que hay que evaluar la existencia total como tal. Supongamos que un individuo económicamente aislado posee dos vacas y tres caballos y que una parte importante de su escala de valores (poniendo lo más valorado en primer lugar) es la siguiente: 1, una vaca; 2, un caballo; 3, un caballo; 4, un caballo; 5, una vaca. Si este individuo tiene que escoger entre una vaca y un caballo, se quedará con el caballo antes que con la vaca. Si las fieras atacaran a uno de sus caballos y una de sus vacas, y no pudiera salvar los dos, trataría de salvar al caballo. Pero si todo el conjunto de su ganado está en peligro, su decisión sería diferente. Suponiendo que la cuadra y el establo sean pasto de un incendio y que únicamente puede rescatar a unos y tiene que abandonar los otros a su suerte, entonces, si valora tres caballos menos que dos vacas, tratará de salvar, no a los caballos, sino a las dos vacas. El resultado del proceso de valoración que implica la elección entre una vaca y un caballo es una superior estimación del caballo. El resultado del proceso de valoración que implica la elección entre todo el conjunto de vacas y el de caballos es una superior estimación del conjunto de las vacas.

Sólo en relación con actos específicos de apreciación puede hablarse propiamente de valor. Éste sólo existe en tales conexiones; no hay valor fuera del proceso de valoración. No existe el valor abstracto. De valor total únicamente puede hablarse con referencia al caso particular en que un individuo u otro «sujeto» que valora tiene que elegir entre las cantidades totales existentes de ciertos bienes económicos. Como cualquier otro acto de valoración, éste es completo en sí mismo. La persona que realiza una elección no utiliza nociones acerca del valor de las unidades de la mercancía. Su proceso de valoración, como cualquier otro, es una inferencia inmediata de consideraciones de utilidades en juego. Cuando se valora un conjunto de bienes como un todo, su utilidad marginal, es decir la utilidad de la última unidad disponible, coincide con su utilidad total, puesto que las existencias del bien en cuestión constituyen una cantidad indivisible. Esto también puede aplicarse al valor total de los bienes libres, cuyas unidades separadas carecen siempre de valor, es decir se hallan siempre relegadas a una especie de limbo en el extremo de la escala de valores, indistintamente mezcladas con las unidades de los demás bienes[8].

3

El dinero como índice del precio

Cuanto hemos dicho habrá dejado suficientemente claro el carácter acientífico de la práctica de atribuir al dinero la función de servir como medida del precio o incluso del valor. El valor subjetivo no se mide, sino que se gradúa. El problema de medir los valores de uso objetivos no es en absoluto un problema económico. (Debe observarse de paso que la medida de eficiencia no es posible respecto a todas y cada una de las especies de mercancías y a lo sumo puede aplicarse sólo a determinadas especies, mientras que toda posibilidad, no ya de medida, sino incluso de mera comparación gradual, se desvanece tan pronto como intentamos establecer una relación entre dos o más clases de utilidad. Sería posible medir y comparar el valor de una fuente de calor a base de carbón con otra a base de madera, pero no reducir a un denominador común objetivo la objetiva utilidad de una mesa y la de un libro).

Tampoco el valor de cambio objetivo es medible, ya que también es el resultado de comparaciones derivadas de valoraciones personales. El valor de cambio objetivo de una cierta unidad de una determinada mercancía puede expresarse en unidades de cualquier otra clase de mercancía. Actualmente el cambio suele realizarse por medio del dinero, y puesto que todo bien tiene un precio expresable en dinero, el valor de cambio de cada uno de ellos puede expresarse en términos de dinero. Esta posibilidad capacitó al dinero para convertirse en medio para expresar los valores cuando la creciente elaboración de la escala de valores resultante del desarrollo del intercambio hizo necesaria una revisión de la técnica de valoración.

Es decir, las oportunidades para cambiar inducen al individuo a reordenar sus escalas de valores. Una persona en cuya escala de valores la mercancía «tonel de vino» siga a la mercancía «saco de trigo» invertirá el orden si puede cambiar un barril de vino en el mercado por un artículo que él estima en más alto grado que un saco de trigo. La posición de los bienes en las escalas de valor de los individuos no se determina solamente por su propio valor de uso subjetivo, sino también por el valor subjetivo de uso de los bienes que pueden obtenerse a cambio de ellos, siempre que los segundos tengan una estimación superior que los primeros desde el punto de vista del individuo. Así, pues, si el individuo desea obtener el máximo de utilidad de sus propios recursos, tendrá que familiarizarse con todos los precios de mercado.

Para ello, sin embargo, necesita alguna ayuda que le permita encontrar su camino entre la confusa multiplicidad de las relaciones de cambio. El dinero, medio común de cambio, que puede canjearse por cualquier otro artículo y con el cual se puede obtener cualquier bien, está particularmente indicado para ello. Sería absolutamente imposible para el individuo, aunque fuera un experto en materias comerciales, seguir cualquier cambio de las condiciones del mercado y realizar las correspondientes modificaciones en su escala de valores de uso y de cambio, a menos que disponga de un denominador común al cual pueda reducir cada relación de cambio. Puesto que el mercado permite que cualquier producto pueda ser cambiado en dinero y éste, a su vez, en cualquier otro bien, el valor de cambio objetivo se expresa en términos de dinero. Por lo que éste se convierte en índice del precio, en frase de Menger. Toda la estructura de los cálculos del empresario y del consumidor se basa en el proceso de valorar las mercancías en dinero. El dinero se ha convertido así en una ayuda de la que la mente humana no puede prescindir en sus cálculos económicos[9]. Si en este sentido queremos atribuir al dinero la función de ser medida de los precios, no hay ninguna razón que se oponga a ello; sin embargo, es preferible evitar el uso de un término que tan fácilmente puede prestarse a malas interpretaciones. En todo caso, el uso de esta expresión no resulta acertado, de la misma manera que no solemos describir la determinación de la latitud y la longitud como una «función» de las estrellas.