CAPÍTULO XIV

LA POLÍTICA MONETARIA DEL ESTATISMO

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La teoría monetaria del estatismo

El estatismo, como teoría, es la doctrina de la omnipotencia del estado, y, como política, el intento de regular todos los asuntos mundanos mediante mandatos y prohibiciones autoritarios. La sociedad ideal del estatismo es una particular especie de comunidad socialista; en las discusiones referentes a esta sociedad ideal se suele hablar de socialismo de estado, o, en ciertos aspectos, de socialismo cristiano. Considerada superficialmente, la sociedad ideal estatista no difiere grandemente de la forma externa que presenta la organización capitalista de la sociedad. El estatismo no pretende en absoluto una transformación formal de toda la propiedad de los medios de producción en propiedad del estado mediante la destrucción completa del sistema legal establecido. Sólo deben nacionalizarse las mayores empresas industriales, mineras y de transportes; en la agricultura y en las industrias de mediana y pequeña categoría, continúa nominalmente la propiedad privada. Sin embargo, todas las empresas son de hecho empresas estatales. Es cierto que a los propietarios se les deja el título y la dignidad de la propiedad y se les da cierto derecho a recibir una renta «razonable», «en consonancia con su posición»; pero de hecho todo negocio se convierte en una oficina del estado y todo medio de vida en una profesión oficial. No hay lugar para la empresa independiente en cualquier variedad de socialismo estatal. Los precios se regulan de forma autoritaria; y es la autoridad la que fija lo que debe producirse, cómo y en qué cantidades. No existen especulación, beneficios «excesivos» ni pérdida alguna. No se producirán innovaciones, a menos que las decrete la autoridad. La autoridad lo dirige y lo vigila todo[1].

Una de las particularidades del estatismo es que no puede concebir que los seres humanos vivan juntos en sociedad a no ser en consonancia con su propio ideal socialista. La superficial similitud que existe entre el estado socialista que es su ideal y patrón y el orden basado en la propiedad privada de los medios de producción hace que se pasen por alto las fundamentales diferencias que los separan. Todo lo que contradice el supuesto de que ambas formas de orden social son similares el estatismo lo considera como una anomalía transitoria y una culpable transgresión de los mandatos autoritarios, como prueba de que el estado ha aflojado las riendas del gobierno y solamente necesita tomarlas con mayor firmeza para poner bonitamente las cosas en orden. El estatista desconoce que la vida social de los seres humanos se halla sujeta a determinadas limitaciones definidas y que está regida por un conjunto de normas comparables a las leyes de la naturaleza. Para él, todo es cuestión de Macht: poder, fuerza, poderío. Y su concepción de Macht es crudamente materialista.

Toda expresión del pensamiento estatista es desmentida por las enseñanzas de la sociología y de la economía; de ahí la pretensión de los estatistas de demostrar que estas ciencias no existen. Según su opinión, los asuntos sociales están modelados por el estado. Para la ley, todo es posible; y no hay esfera en que la intervención del estado no sea omnipotente.

Durante mucho tiempo los estatistas modernos se abstuvieron de aplicar explícitamente sus principios a la teoría del dinero. Es cierto que algunos, especialmente Adolf Wagner y Lexis, expresaron opiniones sobre el valor interior y exterior del dinero y sobre la influencia de la balanza de pagos en la condición del comercio que contenían todos los elementos de una teoría estatista del dinero; pero siempre con gran cautela y reserva. El primero que trató de aplicar de manera explícita los principios estatistas en el campo de la doctrina monetaria fue Knapp.

La política del estatismo tuvo su apogeo durante el periodo de la [primera] guerra mundial, que por lo demás no era sino la consecuencia inevitable del predominio de la ideología estatista. Los postulados del estatismo se materializaron en la «economía de guerra»[2]. La economía de guerra y la economía de transición mostraron lo que el estatismo tiene de bueno y de lo que es capaz su política.

Un examen de la doctrina monetaria y de la política monetaria del estatismo tiene una importancia que no se limita a la historia de las ideas, ya que, a pesar de sus pobres éxitos, el estatismo sigue siendo la doctrina dominante, por lo menos en la Europa continental. En todo caso, es la doctrina de los gobernantes; sus ideas prevalecen en política monetaria. Sin embargo, por más convencidos que estemos de su nulo valor científico, hoy no podemos permitirnos ignorarla[3].

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Prestigio nacional y tipo de cambio

Para el estatista, el dinero es creación del estado, y la estima en que se tiene es la expresión económica del respeto o prestigio de que goza el estado. Cuanto más poderoso y más rico es el estado, mejor es su dinero. Así, durante la guerra se sostenía que «el patrón monetario de los vencedores» sería en definitiva el mejor dinero. Sin embargo, la victoria y la derrota sobre el campo de batalla tan sólo pueden ejercer una influencia indirecta en el valor del dinero. Por lo general, un estado victorioso puede renunciar mejor que otro conquistado a la máquina de imprimir, ya que es verosímil que le sea más fácil limitar sus gastos, por una parte, y obtener créditos, por otra. Pero las mismas consideraciones sugieren que las crecientes perspectivas de paz conducirán a una estimación más favorable de la moneda incluso para los países derrotados. En octubre de 1918 subieron el marco y la corona; se creyó que se podía contar con el fin de la inflación en Alemania y en Austria, expectativa que evidentemente no se cumplió.

Análogamente, la historia nos enseña que a veces el «patrón monetario de los vencedores» puede ser muy malo. Rara vez ha habido victorias más brillantes que las alcanzadas por los americanos insurgentes bajo el mando de Washington contra las tropas inglesas. Pero el dólar «continental» americano en modo alguno se benefició de ellas. Cuanto más orgullosamente ascendía la bandera estrellada, más bajo caía el tipo de cambio, y en el preciso momento en que la victoria de los rebeldes estaba asegurada, el dólar perdió todo su valor. El desarrollo de los acontecimientos no fue diferente poco tiempo después en Francia. A pesar de las victorias del ejército revolucionario, la prima del metal subía continuamente, hasta que al fin en 1796 el valor del dinero tocó el punto cero. En ambos casos el estado victorioso llevó la inflación al extremo.

Tampoco la riqueza de un país tiene nada que ver con la valoración de su dinero. Nada más erróneo que la extendida costumbre de considerar el patrón monetario como integrante de los activos del estado o de la comunidad. Cuando se cotizó el marco alemán a 10 céntimos en Zúrich, los banqueros dijeron: «Ésta es la ocasión de comprar marcos. En efecto, la comunidad alemana es más pobre en la actualidad que antes de la guerra, de tal suerte que está justificada una baja valoración del marco. Sin embargo, es evidente que la riqueza de Alemania no ha sido reducida a la duodécima parte de lo que era antes de la guerra; así que el marco tendrá que subir». Y cuando el marco polaco se había hundido a cinco céntimos en Zúrich, otros banqueros decían: «Es inexplicable un nivel tan bajo. Polonia es un país rico; tiene una agricultura floreciente, madera, carbón y petróleo; de modo que su tipo de cambio debería ser incomparablemente más alto.»[4] Estos observadores ignoraban que la valoración de la unidad monetaria no depende de la riqueza del país, sino de la relación entre la cantidad y la demanda de dinero, de modo que aun los países más ricos pueden tener una mala moneda, y los más pobres una moneda buena.

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La regulación de los precios por decreto

El instrumento más antiguo y popular de la política monetaria estatista consiste en la fijación oficial de los precios máximos. Cree el estatista que los precios altos no son consecuencia de un aumento en la cantidad de dinero, sino de la actividad reprensible que desarrollan los «alcistas» y «ventajistas»: bastaría suprimir sus maquinaciones para que los precios dejaran de subir. Se convierte así en delito exigir, e incluso pagar, precios «excesivos».

Como la mayoría de los gobiernos, el gobierno austríaco comenzó durante la guerra a penalizar la subida de los precios, al tiempo que ponía en marcha la máquina de imprimir al servicio de las finanzas nacionales. Supongamos que al principio se hubiera tenido éxito. Prescindamos de que la guerra disminuyó también la oferta de mercancías, y supongamos que no existieran fuerzas en acción por el lado de las mercancías para alterar la relación de cambio entre éstas y el dinero. También debemos dejar de lado el que la guerra, al aumentar el periodo de tiempo necesario para transportar el dinero, y al limitar el funcionamiento del sistema de compensación, y también por otras causas, hubiese producido un aumento en la demanda de dinero por parte de los agentes económicos individuales. Ocupémonos tan sólo de lo siguiente: ¿Qué consecuencias se habrían producido necesariamente si, ceteris paribus, con una creciente cantidad de dinero, los precios se hubieran contraído al antiguo nivel por imposición oficial?

Un aumento de la cantidad de dinero conduce a la aparición en el mercado de un nuevo deseo de comprar que anteriormente no existía: se ha creado un «nuevo poder adquisitivo», suele decirse. Si los nuevos compradores, por decirlo así, compiten con los que ya están en el mercado, al tiempo que no se permite elevar los precios, tan sólo puede ejercerse una parte del poder adquisitivo total. Esto significa que existen pretendidos compradores que abandonan el mercado sin alcanzar su objetivo, a pesar de estar dispuestos a aceptar el precio exigido, retirándose con el dinero que tenían dispuesto para comprar. El que un presunto comprador dispuesto a pagar el precio oficial obtenga o no la mercancía que desea depende de toda clase de circunstancias que, desde el punto de vista del mercado, son totalmente indiferentes; por ejemplo, de si llegó a tiempo, si tiene relación personal con el vendedor y circunstancias parecidas. El mecanismo del mercado ya no opera para establecer una distinción entre los presuntos compradores que todavía pueden comprar y los que no pueden hacerlo, ni proporciona ya una coincidencia entre la oferta y la demanda por medio de las variaciones de precios. La oferta queda rezagada respecto a la demanda. El juego del mercado pierde su significado y otras fuerzas vendrán a ocupar su lugar.

Pero el gobierno que pone en circulación los nuevos billetes lo hace porque desea retirar las mercancías y servicios de sus antiguas corrientes para dirigirlas en una nueva dirección. Desea comprar estas mercancías y servicios, no apoderarse de ellas por la fuerza, como bien pudiera hacerlo. Por tanto, debe desear que todo pueda obtenerse por medio de dinero, y solamente por él. Nada ganaría el gobierno si surgiera una situación en el mercado que hiciera que se retiraran algunos de los presuntos compradores sin haber conseguido su objetivo. Ellos desean comprar; quieren servirse del mercado, no desorganizarlo. Pero los precios fijados oficialmente desorganizan el mercado en el que las mercancías y servicios se compran y venden por dinero. El comercio trata de buscar remedio a esta situación, en lo posible, por otros caminos. Retorna a un sistema de cambio directo, en el que se cambian mercancías y servicios sin el instrumento del dinero. Quienes tienen que vender mercancías y servicios a los precios fijados no los venden a todos, sino únicamente a quienes desean favorecer. Los presuntos compradores tienen que hacer largas colas para obtener lo que puedan antes de que sea demasiado tarde; tienen que correr sin aliento de una tienda a otra esperando encontrar alguna que no lo haya vendido todo, pues una vez vendidas las mercancías que ya estaban en el mercado cuando se fijó su precio de una manera autoritaria a un nivel más bajo que el requerido por la situación del mercado, los almacenes que se han vaciado no vuelven a llenarse. Se prohíbe vender a precios superiores a los fijados, pero la producción y la venta no son obligatorias. No habrá ya vendedores. El mercado deja de funcionar, lo que significa que la organización económica basada en la división del trabajo se hace imposible. No puede fijarse un nivel de precios monetarios sin destruir el sistema de la división social del trabajo.

La fijación oficial de precios, encaminada a establecer precios y salarios por lo general más bajos que el nivel que alcanzarían en un mercado libre, es pues totalmente impracticable. Si los precios de las diferentes mercancías y servicios están sometidos a dichas restricciones, se producen perturbaciones que se originan en la capacidad de reajuste que posee el orden económico basado en la propiedad privada y que es suficiente para asegurar la continuidad del sistema. Si esas regulaciones se hacen generales y se imponen por la fuerza, se hace evidente su incompatibilidad con la existencia de un orden social basado en la propiedad privada. Debe renunciarse a todo intento de contener los precios dentro de ciertos límites. Un gobierno que se proponga abolir los precios del mercado se ve arrastrado inevitablemente hacia la abolición de la propiedad privada; debe admitir que no hay término medio entre el sistema de propiedad privada en el sentido de producción combinada con libre contratación y el sistema de propiedad común de los medios de producción o socialismo. Se verá forzado gradualmente a la producción obligatoria, a la obligación universal de trabajar, al racionamiento del consumo y, finalmente, a regular oficialmente toda la producción y el consumo.

Tal fue el camino seguido por la política económica durante la guerra. Los estatistas, que con gran júbilo proclamaban la capacidad del estado para hacer todo lo que quisiera, descubrieron sin embargo que los economistas estaban en lo cierto y que no era posible limitar la intervención a la regulación de los precios. Desde el momento en que deseaban eliminar el juego del mercado tenían que ir forzosamente más allá de lo que en principio querían. El primer paso consistió en el racionamiento de las necesidades más importantes; pero pronto hubo que recurrir al trabajo obligatorio, y, finalmente, a la subordinación de toda la producción y el consumo a la dirección del estado. La propiedad privada existió sólo de nombre; de hecho, había sido abolida.

El colapso del militarismo constituyó también el fin del socialismo de guerra. Sin embargo, no pareció que durante la revolución se hubiese comprendido el problema económico mejor que bajo el antiguo régimen. De nuevo se pasaría por las mismas experiencias.

Los ensayos que se hicieron con la ayuda de la policía y de la ley penal para impedir un alza de los precios no fracasaron porque los oficiales no actuaran con la suficiente dureza, o porque la gente encontrara el modo de esquivar las regulaciones. No naufragaron porque los empresarios no tuvieran el espíritu público que se atribuye al socialismo estatista; estaban condenados al fracaso porque la organización económica que se basa en la división del trabajo y en la propiedad privada de los medios de producción únicamente puede funcionar en tanto sea libre la determinación de los precios en el mercado. Si la regulación de los precios se hubiese llevado a cabo con éxito, habría paralizado el conjunto del organismo económico. Lo único que permitió que el aparato social de producción siguiera funcionando fue la deficiente aplicación de las regulaciones debida a la ineficacia de los esfuerzos de quienes tenían que ejecutarlas.

Durante miles de años, en todas las partes de la tierra habitada, se han hecho innumerables sacrificios en pro de la quimera del precio razonable y justo. Se ha castigado duramente a los infractores de las leyes reguladoras de los precios; se les confiscaron sus propiedades, fueron encarcelados, torturados, condenados a muerte. Los agentes del estatismo ciertamente no han pecado de falta de celo y energía. Pero los asuntos económicos no pueden ser llevados por magistrados y policías.

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La teoría de la balanza de pagos como base de la política monetaria

Según la opinión corriente, el mantenimiento de unas condiciones monetarias sanas sólo es posible mediante una «balanza de pagos acreedora». Un país con una «balanza de pagos deudora» se supone que es incapaz de estabilizar permanentemente el valor de su moneda; se supone que la depreciación de la moneda tiene una base orgánica y que es irremediable, a no ser que se eliminen los defectos orgánicos.

La refutación de esta tesis y las correspondientes objeciones están implícitas en la teoría cuantitativa y en la ley de Gresham. La teoría cuantitativa dice que el dinero nunca puede salir de un modo permanente al extranjero desde un país en que sólo se emplee dinero metálico (la «moneda puramente metálica» del principio monetario). La tensión producida en el mercado interior por las salidas de una parte de la cantidad de dinero reduce los precios de las mercancías, y de esta suerte restringe la importación y estimula la exportación, hasta que de nuevo haya bastante dinero en el país. Los metales preciosos que desempeñan la función de dinero se distribuyen entre los individuos, y consiguientemente entre los diferentes países, según la amplitud e intensidad de la demanda de dinero de cada uno. La intervención del estado para asegurar a la comunidad la necesaria cantidad de dinero mediante la regulación de sus movimientos internacionales es superflua. Un flujo de dinero no deseado nunca puede ser sino el resultado de la intervención del estado al dotar a monedas de valores diferentes del mismo curso legal. Todo lo que necesita y puede hacer el estado, a fin de preservar de perturbaciones el sistema monetario, es abstenerse de dicha intervención. Ésta es la esencia de la teoría monetaria de los economistas clásicos y sus sucesores inmediatos, la Escuela Monetaria. Se puede perfeccionar y ampliar esta doctrina con la ayuda de la moderna teoría subjetiva; pero no se la puede eliminar, y tampoco poner otra en su lugar. Quienes lo olvidan sólo demuestran que son incapaces de pensar como economistas.

Cuando un país ha sustituido por dinero-crédito o dinero-signo su dinero metálico, y como consecuencia de que la proporción legal entre el exceso de billetes y el dinero metálico pone en movimiento el mecanismo descrito por la ley de Gresham, se afirma con frecuencia que la balanza de pagos determina el tipo de cambio. Pero ésta es también una explicación totalmente inadecuada. El tipo de cambio está determinado por el poder adquisitivo que posee la unidad monetaria de cada clase de dinero; debe determinarse a un nivel tal que no haya diferencia entre comprar las mercancías directamente con una clase de dinero o indirectamente, a través de un dinero de otro tipo. Si el tipo de cambio se aparta de la posición determinada por la paridad del poder adquisitivo, que denominamos tipo natural o de equilibrio, serán ventajosas ciertas clases de transacciones. Puede resultar lucrativo comprar mercancías con el dinero que, de acuerdo con su tipo de cambio, aparece devaluado respecto a la relación determinada por su poder adquisitivo, y venderlas por dinero sobrevalorado de acuerdo con el tipo de cambio en comparación con su poder adquisitivo. Y por existir tales oportunidades de beneficios, habría en el mercado de divisas una demanda de dinero devaluado, y esto elevaría el tipo de cambio hasta que alcanzase su posición de equilibrio. Los tipos de cambio varían porque cambian las cantidades de dinero y los precios de las mercancías. Según ya hemos hecho notar, únicamente se debe a la técnica del mercado el que esta relación base no se exprese efectivamente en la sucesión temporal de los hechos. En efecto, la determinación de los tipos de cambio extranjeros, bajo la influencia de la especulación, anticipa las variaciones esperadas de los precios de las mercancías.

La teoría de la balanza de pagos olvida que el volumen del comercio exterior depende completamente de los precios; que ni la exportación ni la importación pueden tener lugar si no existen diferencias de precios que hagan provechoso el comercio. La teoría se fija en los aspectos superficiales del fenómeno de que se ocupa. No puede dudarse que, si observamos tan sólo las fluctuaciones día a día y hora a hora de las bolsas, únicamente podremos descubrir que el estado de los saldos de pagos en cualquier momento determina la oferta y la demanda en el mercado de divisas. Pero esto no es más que el comienzo de la investigación propiamente dicha de los determinantes del tipo de cambio. Después ha de hacerse la siguiente pregunta: ¿Qué es lo que determina el estado de la balanza de pagos en cualquier momento? Y la única respuesta es que lo que determina el saldo de pagos es el nivel de precios y las compras y ventas inducidas por los precios. Pueden importarse mercancías extranjeras, al tiempo que sube el tipo de cambio, sólo si es posible encontrar compradores a pesar de los precios altos.

Una variedad de la teoría de la balanza de pagos trata de distinguir entre la importación de lo estrictamente indispensable y la de aquello que no lo es. Dícese que lo indispensable ha de comprarse a cualquier precio, simplemente porque no se puede prescindir de ello. Por consiguiente, habrá una depreciación continua de la moneda de un país que está obligado a importar artículos indispensables y que solamente puede exportar mercancías relativamente innecesarias. Razonar de este modo es olvidar que la mayor o menor necesidad o prescindibilidad de los bienes individuales se expresa plenamente por la intensidad y extensión de su demanda en el mercado, y, por tanto, por la cantidad de dinero que se paga por ellos. Por fuerte que sea el deseo de los austriacos de pan, carne, carbón o azúcar extranjeros, únicamente pueden adquirirlos si están en condiciones de pagarlos. Si quieren importar más, han de exportar más; si no pueden exportar artículos manufacturados o semimanufacturados, tienen que exportar acciones, bonos y valores de distintas clases. Si no aumentase la circulación fiduciaria, y la demanda de artículos importados, así como sus precios, se elevase, los restantes precios tendrían que descender. De otra forma, al movimiento alcista de los precios de los bienes que se consideran más necesarios se le opondría la caída de los precios de los bienes que se juzgan más prescindibles, permitiendo así la venta de los primeros y evitando un alza general de los precios. La balanza de pagos lograría el equilibrio, ya fuera por la exportación de valores y cosas similares, o bien por la exportación de bienes menos necesarios. Solamente cuando prescindimos del supuesto anterior y se incrementa la circulación fiduciaria es cuando pueden importarse las mismas cantidades de bienes extranjeros a pesar de la desvalorización de nuestra moneda. Sólo en este caso esa desvalorización no estrangula la importación y estimula la exportación hasta producir otra vez un saldo acreedor en la balanza de pagos.

Por lo tanto, el error del antiguo mercantilismo agitaba un espectro que no debe asustamos. Ningún país, ni aun el más pobre, tiene que abandonar la esperanza de una situación de moneda sana. Lo que deprecia la moneda no es la pobreza de los individuos y de la comunidad, ni el endeudamiento con naciones extranjeras, ni las condiciones desfavorables de la producción, sino la inflación.

De ahí que todos los medios empleados para impedir una depreciación de la moneda sean inútiles. Si continúa la política inflacionista, resultan ineficaces; si no existe dicha política, son superfluos. El más importante de estos métodos es la prohibición o limitación de la importación de ciertos bienes que se consideran prescindibles, o menos indispensables que otros. Esto hace que las sumas de dinero interior que habían de usarse para comprar estas mercancías se destinen a otras compras, y, naturalmente, los únicos bienes afectados son los que en otro caso se hubieran vendido en el extranjero. Éstos se comprarán ahora en el interior a precios más altos que los que por ellos se ofrecen en el exterior. De este modo, la reducción de las importaciones, y por lo tanto de la demanda de divisas, se ve equilibrada por una reducción igual de las exportaciones, y de la oferta de divisas. Las importaciones son, en efecto, pagadas con exportaciones y no con dinero, como sigue creyendo el diletantismo neomercantilista. Si lo que se quiere realmente es contener la demanda de divisas, tenemos que retirar dinero de la circulación doméstica en la medida necesaria para detener las importaciones —por ejemplo mediante impuestos— y mantenerlo fuera de la circulación por completo; es decir, no emplearlo para atenciones del estado, sino destruirlo. Es decir, ha de seguirse una política deflacionista. En lugar de limitar la importación de chocolate, vino y limonada, se debe privar a los miembros de la comunidad del dinero que de otra suerte gastarían en esas mercancías. Tendrán que limitar su consumo bien de estas mercancías o de algunas otras. En el primer caso, se demandarán menos divisas; en el segundo, se ofrecerán más divisas que antes.

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Eliminar la especulación

No es fácil saber si aún hay alguien que admita de buena fe la doctrina que atribuye la depreciación del dinero a la actividad de los especuladores. Se trata de una doctrina que constituye un instrumento indispensable de la más baja especie de demagogia: es el recurso de los gobiernos para buscar una cabeza de turco. Hoy día apenas hay escritores independientes que la defiendan: los que la apoyan están pagados para ello. Sin embargo, debemos dedicarle unas palabras, ya que la política monetaria actual se basa en gran parte en ella.

La especulación no determina los precios; debe aceptar los que están determinados en el mercado. Sus esfuerzos se dirigen a conocer con exactitud las futuras situaciones del precio y a obrar en consonancia. La especulación no puede alterar el nivel medio de los precios en un periodo dado: lo que puede hacer es disminuir la diferencia entre los precios más altos y los más bajos. La especulación reduce las fluctuaciones de los precios, no las agrava, como pretende la leyenda popular.

Es cierto que el especulador puede errar en su cálculo de los precios futuros. Lo que por lo general se pasa por alto al considerar esta posibilidad es que, en determinadas condiciones, supera la capacidad de la mayor parte de la gente prever con exactitud el futuro. Si no fuese así, el grupo opuesto de compradores o vendedores tendría superioridad en el mercado. El hecho de que la opinión aceptada por el mercado se haya demostrado después falsa nadie lo lamenta tanto como el especulador que la sostenía. No pecan de malicia premeditada; pues, después de todo, su objeto es obtener beneficios, no pérdidas.

Aun los precios establecidos por la influencia de la especulación resultan de la cooperación de dos partes: los alcistas y los bajistas. Cada uno de ellos siempre iguala en fuerza al otro y en la amplitud de sus operaciones. Tienen la misma responsabilidad en la determinación de los precios. Nadie es desde el principio y para siempre alcista o bajista; un comerciante se hace lo uno o lo otro tan sólo a base de un examen de la situación del mercado, o, más exactamente, a base de las operaciones que se deducen de dicho examen. Cualquiera puede cambiar su papel en cualquier momento. El nivel del precio está determinado por el punto en que ambas partes se contrarrestan. Las fluctuaciones de las cotizaciones de las divisas extranjeras no solamente se determinan por los vendedores bajistas, sino igualmente por los compradores alcistas.

La opinión estatista atribuye el alza del precio de las divisas extranjeras a las maquinaciones de enemigos del estado en el país y el extranjero. Se asegura que dichos enemigos disponen de la moneda nacional con un propósito especulativo y compran divisas extranjeras con el mismo propósito. Pueden concebirse dos casos: o bien estos enemigos actúan en sus operaciones con la esperanza de obtener un beneficio, lo mismo que los otros especuladores, o quieren perjudicar la reputación del estado, de quien son enemigos, al depreciar el valor de su moneda, aunque se perjudiquen ellos mismos por las operaciones que con este fin realizan. Considerar la posibilidad de tales operaciones es olvidar que son difícilmente practicables. Las ventas de los bajistas, si van contra el sentir del mercado, iniciarían inmediatamente un movimiento contrario: los alcistas tomarían las cantidades entregadas en la expectativa de una reacción futura, sin efecto alguno digno de mención sobre el tipo de cambio.

En realidad, esas maniobras bajistas de autosacrificio, emprendidas no para obtener un beneficio, sino en perjuicio de la reputación del estado, son propias de los débiles. Es cierto que en los mercados de divisas pueden emprenderse operaciones que tengan por fin, no la obtención de un beneficio, sino la creación y el mantenimiento de una cotización que no corresponda a las condiciones del mercado. Pero esta clase de intervención siempre procede de los gobiernos, que se consideran responsables de la moneda y siempre tienden al establecimiento y mantenimiento de un tipo de cambio superior al de equilibrio. Éstas son maniobras artificiales alcistas, no bajistas. Desde luego, tal intervención será también ineficaz a la larga. En efecto, sólo hay una forma como último recurso para impedir un ulterior descenso en el valor del dinero: dejar de aumentar la circulación fiduciaria; y sólo una forma de elevar su valor: reducirla. Cualquier intervención, como la del Reichsbank en la primavera de 1923, en la que los bancos recuperaron sólo una pequeña parte de la creciente expansión fiduciaria mediante la venta de letras de cambio extranjeras, sería inevitablemente un fracaso.

Los gobiernos inflacionistas, guiados por la idea de una especulación opuesta, se vieron comprometidos por medidas cuyo significado es difícilmente inteligible. A veces se prohibió la importación de billetes; otras veces, su exportación, y después, ambas. A los exportadores se les prohibió vender por billetes de su propio país; a los importadores, comprar con ellos. Se ha declarado monopolio del estado todo comercio en términos de dinero extranjero y metales preciosos. Se prohíbe la cotización del dinero extranjero en las bolsas nacionales y se castiga severamente la comunicación de información sobre cotizaciones fuera de las bolsas nacionales y de las cotizaciones negociadas en bolsas extranjeras. Todas estas medidas se han revelado inútiles, y probablemente se habrían abandonado más rápidamente de lo que en efecto lo han sido si no hubieran existido importantes factores que aconsejaban mantenerlas. Al margen totalmente del significado político ya mencionado concedido a la afirmación de que la caída del valor del dinero sólo debe atribuirse a los malvados especuladores, no debe olvidarse que toda restricción del comercio produce intereses creados que a partir de entonces se opondrán a ser eliminados.

Algunas veces se intenta demostrar la deseabilidad de medidas dirigidas contra la especulación con referencia al hecho de que hay ocasiones en que nadie se opone a los bajistas en el mercado de divisas, por lo que son ellos los únicos que pueden determinar el tipo de cambio. Por supuesto, esto no es exacto. Hay que notar, sin embargo, que la especulación tiene un efecto peculiar en el caso de una moneda cuya depreciación progresiva se espera, al tiempo que no se puede prever cuándo finalizará la depreciación, si es que va a finalizar. En tanto que, por regla general, la especulación reduce la diferencia entre los precios más altos y más bajos sin alterar el nivel medio de los precios, en este caso, en que se presume que el movimiento continuará en la misma dirección, no es aplicable. El efecto de la especulación en este caso es permitir que la fluctuación, que de otro modo procedería con mayor uniformidad, proceda a empujones con la interposición de algunas pausas. Si el tipo de cambio exterior comienza a elevarse, a los especuladores que compran en consonancia con su visión de las circunstancias vienen a sumarse numerosos intrusos. Estos seguidores refuerzan el movimiento iniciado por los pocos que confían en una opinión independiente y lo empujan más allá de lo que habría ocurrido bajo la sola influencia de los expertos profesionales, ya que la reacción no puede generarse tan rápida y eficazmente como de costumbre. Desde luego, existe la general suposición de que la depreciación irá todavía más lejos. Pero posiblemente harán su aparición los vendedores de dinero extranjero, y entonces el movimiento alcista de los cambios se estacionará, e incluso es posible que se produzca un movimiento de retroceso durante algún tiempo. Luego, tras un periodo de «dinero estable», todo comienza de nuevo.

La reacción posiblemente comience más tarde, pero tiene que hacerlo tan pronto como los tipos de cambio se hayan adelantado demasiado a los precios de las mercancías. Si la diferencia entre el tipo de cambio de equilibrio y el del mercado es lo suficientemente grande para posibilitar transacciones beneficiosas de mercancías, se producirá una demanda especulativa de papel-moneda nacional. Mientras no desaparezca de nuevo la perspectiva de tales transacciones debido a una subida en los precios de las mercancías, no habrá una nueva subida en el precio de las divisas.

Es posible que el estatismo llegue a considerar conducta reprensible la posesión de moneda exterior, los saldos en divisas y las letras de cambio extranjeras. Desde este punto de vista, el deber de los ciudadanos —no es eso lo que se afirma expresamente, pero tal es el tono de todas las declaraciones oficiales— es resignarse a las dañinas consecuencias que la depreciación del dinero tiene para su propiedad privada y no intentar evitarlo adquiriendo bienes inmunes a esa depreciación. Desde el punto de vista del individuo —afirman— quizá pueda parecer beneficioso para él evitar el empobrecimiento poniéndose al margen del mercado; pero desde el punto de vista de la comunidad esto es perjudicial y, por tanto, reprobable. Esta pretensión no es en realidad otra cosa que la descarada exigencia de quienes gozan de los beneficios de la inflación de que todos los demás ofrezcan su riqueza en aras de la política destructiva del estado. En este caso, como en aquellos otros en que se hacen parecidas afirmaciones, no es cierto que exista una oposición entre los intereses de los individuos y los de la comunidad. El capital nacional está integrado por el de los miembros individuales del estado, y cuando el último se consume, nada queda del primero. El individuo que se decide a invertir su propiedad de modo que no pueda ser destruida por la depreciación del dinero no perjudica a la comunidad; por el contrario, al hacerlo, preserva igualmente de la destrucción parte de la propiedad de la comunidad. Si la entregara sin oposición a los efectos de la inflación, lo único que conseguiría sería aumentar la destrucción de parte de la riqueza nacional y enriquecer a los que se benefician de la política inflacionista.

Es cierto que sectores no pequeños de las mejores clases del pueblo alemán han dado crédito a las aseveraciones de los inflacionistas y de su prensa. Muchos creían que actuaban patrióticamente cuando, en lugar de desprenderse de sus marcos o coronas y sus valores en tales monedas, los retenían. Al hacerlo no servían a la madre patria. El que ellos y sus familias se hayan sumido en la pobreza como consecuencia de tal comportamiento significa únicamente que algunos de los miembros de aquellas clases del pueblo alemán de quienes se esperaba la reconstrucción cultural de la nación han quedado reducidos a una condición en la que ya no pueden ayudar ni a la comunidad ni a sí mismos.