CAPÍTULO I

LA FUNCIÓN DEL DINERO

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Condiciones económicas generales del uso del dinero

Donde no hay libre intercambio de bienes y servicios no hay lugar para el dinero. En una situación en que la división del trabajo fuera puramente doméstica y la producción y el consumo se resolvieran en familia sería tan inútil como para el individuo aislado. Pero incluso en un orden económico basado en la división del trabajo el dinero sería también innecesario si los medios de producción estuviesen socializados y el control de la producción y la distribución de los artículos acabados fuese ejercido a través de un organismo central, no permitiendo a los particulares cambiar los bienes de consumo asignados a ellos por los asignados a otros.

El fenómeno del dinero presupone un orden económico basado en la división del trabajo y en el hecho de que la propiedad privada se ejerce no sólo sobre los bienes de primer orden (bienes de consumo), sino también sobre los de órdenes superiores (bienes de producción). En este tipo de sociedad no existe un control sistemático y centralizado de la producción, que sería inconcebible sin la disposición centralizada de los medios de producción. Ésta es «anárquica». Son ante todo quienes poseen los medios de producción los que deciden qué es lo que hay que producir y cómo hay que producirlo, con el propósito por lo demás de satisfacer no sólo las propias necesidades sino también las de los demás, y teniendo en cuenta en sus valoraciones no sólo el valor de uso que ellos atribuyen a sus productos, sino también el valor de uso que éstos poseen en la estimación de los demás miembros de la comunidad. El equilibrio entre producción y consumo tiene lugar en el mercado, donde los diferentes productores se encuentran para intercambiar bienes y servicios en una contratación conjunta. La función del dinero es facilitar el funcionamiento del mercado actuando como medio común de cambio.

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Origen del dinero

El cambio indirecto se distingue del cambio directo según se emplee o no un medio.

Supongamos que A y B intercambian un cierto número de unidades de productos m y n. A adquiere el artículo n por el valor de uso que tiene para él, con intención de consumirlo, y lo mismo sucede en el caso de B, que adquiere el artículo m para su uso inmediato. Éste es un caso de cambio directo.

Si hay más de dos individuos y más de dos artículos en el mercado, entonces también es posible el cambio indirecto. A puede adquirir un artículo p, no porque desee consumirlo, sino para cambiarlo por un segundo producto que es el que desea consumir. Supongamos que A lleva al mercado dos unidades de la mercancía m; B dos unidades de la mercancía n, y C dos unidades de la mercancía o, y que A quiere adquirir una unidad de cada una de las mercancías m y o; B una unidad de las mercancías o y m, y C una unidad de cada una de las mercancías m y n. Incluso en este caso es posible un cambio directo si la valoración subjetiva de cada uno de los tres artículos permite el cambio de m, n y o por una unidad de los otros tres. Pero si esta hipótesis u otra similar no se da —que es lo que sucede en la mayoría de las transacciones de cambio—, entonces el cambio indirecto resulta necesario y la demanda de bienes para satisfacer necesidades inmediatas se transforma en demanda de bienes para ser cambiados por otros[1].

Tomemos, por ejemplo, el simple caso de que el artículo p sea solamente deseado por los poseedores de la mercancía mientras que los poseedores de la mercancía q no desean cambiarla por la mercancía p, sino por la mercancía r, que a su vez sólo es solicitada por los poseedores de la mercancía p. Un cambio directo entre estas personas resulta imposible; si se produce el cambio, será de un modo indirecto, como, por ejemplo, si los poseedores de la mercancía p la cambian por la r, que es la que desean para su propio consumo. El caso no difiere en esencia cuando la oferta y la demanda no coinciden cuantitativamente; por ejemplo, cuando se quiere cambiar un bien indivisible por varios que se hallan en posesión de distintas personas.

El cambio indirecto se hace más necesario a medida que la división del trabajo se incrementa y las necesidades se hacen más refinadas. En la actual etapa de desarrollo económico, las ocasiones en que el cambio directo es posible y de hecho se realiza son muy raras. Sin embargo, aun en nuestro tiempo surgen algunas veces. Tenemos, por ejemplo, el pago de salarios en especie, que es un caso de cambio directo siempre que el que adquiera los servicios lo haga para satisfacer una necesidad suya inmediata y no tenga que procurarse mediante el cambio los bienes con que paga dichos servicios y el que los presta consuma los bienes que recibe y no los venda. Este tipo de salario en especie prevalece aún con cierta amplitud en la agricultura, aunque su importancia haya ido disminuyendo paulatinamente al extenderse los métodos capitalistas de producción y el desarrollo de la división del trabajo[2].

Así, junto a la demanda en el mercado de bienes para el consumo directo existe una demanda de bienes que el adquirente no desea para consumir sino para disponer de ellos en orden a un cambio ulterior. Es evidente que no todos los bienes están sujetos a esta clase de demanda. Un individuo no tiene otro motivo para efectuar un cambio indirecto que el aproximarse de este modo a su objetivo final: la adquisición de bienes para su propio uso. El mero hecho de que no existiera cambio a no ser el indirecto no induciría al hombre a realizarlo si no tuviera la seguridad de obtener de él alguna ventaja personal inmediata. Si el cambio directo fuera imposible y el indirecto careciera de finalidad desde el punto de vista del individuo, no se efectuaría cambio alguno. El hombre solamente procede al cambio indirecto cuando de ello obtiene un beneficio; es decir, sólo si los bienes que adquiere son más negociables que los que él ya posee.

Ahora bien, no todos los bienes son igualmente negociables. Mientras que para algunos bienes sólo se da una demanda limitada y ocasional, la de otros en cambio es más general y constante. En consecuencia, quienes ofrecen bienes de la primera clase para cambiarlos por otros bienes que ellos necesitan para sí mismos tienen por lo general una probabilidad menor de éxito que quienes ofrecen bienes de la segunda clase. Si, no obstante, cambian sus bienes relativamente poco negociables por otros que lo son más, habrán dado un paso para acercarse a la finalidad perseguida y podrán esperar alcanzarla con más seguridad y más económicamente que si se hubiesen limitado al cambio directo.

Fue así como aquellos bienes que originariamente eran los más negociables se convirtieron en medio común de cambio; es decir, bienes en los que todos los vendedores de otros bienes convertían sus mercancías y con los que podían pagar cualquier otro bien que desearan adquirir. Y tan pronto como esas mercancías que eran relativamente más negociables se convirtieron en medio común de cambio, se produjo un incremento en la diferencia entre su negociabilidad y la de todas las demás mercancías, con lo que se fortaleció y extendió aún más su posición como medios de cambio[3].

De esta manera las exigencias del mercado han conducido gradualmente a la selección de ciertas mercancías como medios comunes de cambio. El grupo de estos bienes fue originariamente bastante amplio, siendo diferentes según los distintos países; pero se fue reduciendo progresivamente. Al quedar descartado el cambio directo, cada una de las partes de una transacción trataba naturalmente de cambiar sus mercancías suplerfluas, no simplemente por mercancías más negociables en general, sino por las más negociables; y de nuevo entre éstas naturalmente prefería aquella determinada mercancía que era la más negociable de todas. Cuanto mayor sea la negociabilidad de los bienes adquiridos originariamente mediante el cambio indirecto, mayor será su posibilidad de alcanzar el objetivo final sin más rodeos. De este modo se producirá una tendencia inevitable a ir rechazando uno tras otro los bienes de menor negociabilidad entre los demandados como medios de cambio, hasta que finalmente quede un único bien universalmente admitido como medio de cambio; en una palabra, el dinero.

Esta etapa de desarrollo en el uso de medios de cambio, es decir el empleo exclusivo de un único bien económico, no se ha alcanzado por completo todavía. Desde los tiempos más remotos, en unos lugares antes que en otros, la extensión del cambio indirecto ha conducido al empleo de los dos metales preciosos el oro y la plata como medios comunes de cambio. Pero entonces tuvo lugar una larga interrupción en la continua reducción del grupo de bienes empleados con este objeto. Durante cientos y hasta miles de años la opción de la humanidad ha oscilado indecisa entre el oro y la plata. La principal causa de este notable fenómeno hay que buscarla en las cualidades naturales de los dos metales. Siendo física y químicamente muy similares, son casi igualmente útiles para satisfacer las humanas apetencias. Para la elaboración de ornamentos y joyas de todas clases han demostrado ser tan idóneo el uno como el otro. (Sólo en tiempos recientes se han realizado descubrimientos tecnológicos que han ampliado considerablemente el campo de aplicación de los metales preciosos y han diferenciado más nítidamente sus utilidades). En comunidades aisladas, se ha empleado ocasionalmente uno u otro metal como único medio de cambio; pero esta efímera unidad se ha vuelto a perder tan pronto como el aislamiento de la comunidad ha dado paso a la participación en el comercio internacional.

La historia de la economía es la historia de la gradual ampliación de la comunidad económica más allá de los límites originarios de la economía doméstica hasta alcanzar a la nación y luego al mundo. Pero cada aumento en su dimensión ha conducido a una nueva dualidad del medio de cambio siempre que las dos comunidades que se fusionan no tienen la misma clase de dinero. No se podrá formular el veredicto definitivo mientras todas las principales partes del mundo habitado no constituyan ima única área comercial, pues mientras tanto siempre será posible que otros países con sistemas monetarios diferentes vengan a sumarse y acaben modificando la organización internacional.

Desde luego, si dos o más bienes económicos tienen exactamente la misma negociabilidad, de tal manera que ninguno de ellos sea superior a los otros como medio de cambio, ello limitará el desenvolvimiento hacia un sistema monetario unificado. No pretendemos decidir si este supuesto es o no válido referido a ambos metales preciosos, el oro y la plata. La cuestión, debatida acaloradamente durante décadas, no tiene una incidencia realmente importante sobre la teoría acerca de la naturaleza del dinero. Pues es evidente que aunque no exista un motivo derivado de la desigual negociabilidad de los bienes empleados como medio de cambio, la unificación de éstos seguirá siendo un fin deseable de la política monetaria. El uso simultáneo de varias clases de dinero implica tantas desventajas y complica de tal manera la técnica del intercambio, que ciertamente se intentaría en todo caso unificar el sistema monetario.

La teoría del dinero debe tomar en consideración todo lo que implica el funcionamiento de diferentes clases de dinero que coexisten. Solamente cuando no es probable que sus conclusiones queden afectadas de una u otra forma, puede partir del supuesto de que se emplea un único bien como medio común de cambio. En otro caso deberá tener en cuenta el uso simultáneo de varios medios de cambio. Olvidar esto sería eludir una de sus tareas más difíciles.

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Las funciones «secundarias» del dinero

La simple afirmación de que el dinero es una mercancía cuya función económica consiste en facilitar el intercambio de bienes y servicios no satisface a aquellos escritores que se interesan más por la acumulación de materiales que por el desarrollo del conocimiento. Muchos investigadores creen que se presta insuficiente atención a la parte tan notable que el dinero desempeña en la vida económica si no se le atribuye más función que la de ser un medio de cambio; no creen que se haya tomado en la debida consideración la importancia del dinero mientras no se hayan enumerado media docena de otras «funciones», como si en un sistema económico que se basa en el intercambio de bienes pudiera haber una función más importante que la de servir de medio común de cambio.

Después del estudio que Menger hizo de la cuestión, cualquier discusión ulterior sobre la relación entre las funciones secundarias del dinero y su función básica resulta totalmente innecesaria[4]. Sin embargo, ciertas tendencias en la reciente literatura sobre el dinero hacen aconsejable examinar brevemente estas funciones secundarias —algunas de las cuales muchos escritores coordinan con la función básica— para mostrar una vez más que todas ellas pueden deducirse de la función del dinero como medio común de cambio.

Esto se aplica en primer lugar a la función que el dinero desempeña para facilitar las transacciones crediticias. Lo más sencillo es considerarla como parte de su función de medio de cambio. En realidad, las transacciones de crédito no son más que el cambio de bienes presentes por bienes futuros. En la literatura inglesa y americana se hace frecuente referencia a la función del dinero como patrón de pagos diferidos[5]. Pero la finalidad originaria de esta expresión no era oponer una particular función del dinero a su función económica ordinaria, sino tan sólo simplificar las discusiones acerca de la influencia de los cambios en el valor del dinero sobre la cuantía real de las deudas monetarias. El dinero cumple esta función admirablemente. Hay que notar, sin embargo, que su uso ha conducido a muchos escritores a tratar los problemas relacionados con las consecuencias económicas generales de los cambios en el valor del dinero únicamente desde el punto de vista de las modificaciones en las relaciones de deuda existentes y a descuidar su significado en todas las demás relaciones.

La función del dinero como transmisor del valor en el tiempo y en el espacio también puede remitirse directamente a su función como medio de cambio. Menger ha señalado que el hecho de que ciertos bienes sean especialmente apropiados para ser atesorados, y consiguientemente su empleo cada vez más extendido con este fin, ha sido una de las causas más importantes de su creciente negociabilidad y por lo tanto de su cualificación como medios de cambio[6]. Tan pronto como la práctica de emplear un cierto bien económico como medio de cambio se generaliza, las gentes empiezan a almacenar este bien con preferencia a los demás. De hecho, el atesoramiento como forma de inversión no juega un papel importante en el actual estadio de desarrollo económico, y su lugar ha venido a ser ocupado por la adquisición de activos que generan interés[7]. Por otra parte, el dinero funciona aún hoy como medio para transportar valor en el espacio[8]. También aquí se trata de una función que no consiste sino en facilitar el cambio de los bienes. El agricultor europeo que emigra a América y quiere cambiar su propiedad en Europa por otra en América, vende la primera, se va a América con el dinero (o un título pagadero en dinero), y allí adquiere nuevas tierras. Es éste un ejemplo clásico de cambio facilitado por el dinero.

Se ha dedicado especial atención, particularmente en tiempos recientes, a la función del dinero como medio general de pago. El cambio indirecto divide una determinada transacción en dos partes separadas que se hallan vinculadas tan sólo por la intención final de los que intervienen en el cambio de adquirir bienes de consumo. Venta y compra aparecen como independientes una de otra. Más aún: si las dos partes de una compraventa realizan sus respectivas tareas de contratación en diferentes tiempos, de manera que la entrega de la cosa por parte del vendedor precede al pago por parte del comprador (compra a crédito), entonces la liquidación del trato o el cumplimiento de la obligación asumida por el vendedor (que puede no ser la misma cosa) no tiene conexión manifiesta con el cumplimiento de la obligación del comprador. Lo mismo puede afirmarse respecto a todas las transacciones de crédito, especialmente a la clase más importante de éstas: el préstamo. La ausencia de una conexión manifiesta entre ambas partes de una misma transacción se ha tomado como una razón para considerarlas actos independientes, para hablar del pago como de un acto jurídico independiente, y consiguientemente para atribuir al dinero la función de medio común de pago, lo cual obviamente es falso. «Si consideramos la función del dinero como un objeto que facilita las transacciones de mercancías y capitales, función que comprende el pago de los precios monetarios y de los préstamos […], huelga toda ulterior discusión acerca de un empleo o función especial del dinero como medio de pago»[9].

Este error tiene sus raíces (como muchos otros en la ciencia económica) en la aceptación acrítica de algunos conceptos jurídicos y hábitos mentales. Desde el punto de vista del derecho, una deuda pendiente es un hecho que puede y debe considerarse aislado y (al menos en cierta medida) sin referencia alguna al origen de la obligación de pagar. Desde luego, en derecho como en economía, el dinero es solamente el medio común de cambio. Pero el principal, aunque no exclusivo, motivo que tiene el derecho para ocuparse del dinero es el problema del pago. Cuando se plantea la pregunta: ¿qué es el dinero?, es para determinar cómo pueden solventarse las obligaciones pecuniarias. Para el jurista, el dinero es un medio de pago. El economista, para el que el problema del dinero presenta un aspecto diferente, no puede adoptar este punto de vista si no quiere comprometer de entrada su intención de contribuir al progreso de la teoría económica.