Al día siguiente, al regresar de la Escuela del Louvre, la joven encontró, desplegadas sobre su cama, las fotos de la víspera.
Había una cincuentena; a cuál más increíble: parecía que cincuenta modelos distintas hubieran posado. «No sabía que fuera tan mosaica», pensó ella. ¡Qué agradable era no ya ser otra sino ser cincuenta otras distintas! Incluso las fotos que no le favorecían le encantaron. Todo lo que el español había captado de ella existía, lo feo y lo bello, lo frágil y lo fuerte.
Mélaine la llamó para cenar. Don Elemirio la estaba esperando junto a un zarzal de langostinos.
—Gracias por las fotos —dijo ella.
—Yo soy el que le da las gracias. Nunca había vivido nada igual. ¿Cuál prefiere?
—Ninguna. Me gusta verlas todas juntas.
Abrió una botella de Krug-Clos du Mesnil 1843. Como se trataba de un hombre de gusto, no añadió que se trataba del champán más caro del mundo. De hecho, lo había olvidado.
—¿Cuál de las fotografías vamos a elegir para el cuarto oscuro? —preguntó él.
—¿Es realmente necesario poner una de esas fotos en esa habitación? —dijo ella tras sumergir sus labios en el divino néctar.
—Por supuesto. De no ser así, faltaría un color.
—Quizá sea necesario que falte.
—Delira usted. Sería un error estético.
—No estoy segura.
—Venga conmigo.
Don Elemirio llevó a Saturnine hasta la puerta negra. Antes de seguirle al interior, ella se aseguró de que había bloqueado el dispositivo criogénico.
Penetrar en el mausoleo de Tutankamon no habría resultado más intimidador. Una bombilla iluminaba los ocho retratos que acompasaban los muros negros. Había un espacio reservado para un noveno retrato. Aquel vacío la hizo sentir escalofríos, le dio la impresión de sentir las ocho agonías que habían tenido lugar en la habitación y respiró hasta lo más hondo.
—Presénteme —dijo ella flemáticamente.
Encantado con esa petición, él se inclinó ante cada fotografía.
—Émeline, amada mía, ésta es Saturnine, la mujer a la que amo. Proserpine, amada mía, ésta es Saturnine, la mujer a la que amo. Séverine...
La viva contempló los retratos durante largo rato. Las fotografías estaban demasiado logradas, lo cual demostraba que algo no cuadraba. Ese detalle se llamaba muerte. Aquellos hermosos rostros femeninos estaban rígidos por un barniz cuya potencia irradiaba malestar.
No sólo no podía ignorarse que aquellas mujeres estaban muertas sino que era evidente que habían sido asesinadas.
—¿Oye lo que dicen? —le interrogó Saturnine—. Esa voz que se eleva de esos ocho retratos, repitiendo la misma frase: «Amor mío, ¿cómo puedes no acudir a salvarme?»
—No comenta usted los colores. ¿No le parece que están extraordinariamente colmados? El color es la parte más aristocrática de cada una de ellas. Y éste es el lugar reservado para usted —dijo él, señalando la parte de pared vacía.
—Una viva entre fotos de muertas: no sabe lo que hace.
—¡Necesito mi mujer amarilla! —protestó él—. ¿Sabe cuál es el nombre del color que más aparece en la Biblia?
—Lo ignoro.
—El oro. Es usted, amada mía.
Saturnine se estremeció al escuchar que la trataba como a las muertas.
—No quiero que ponga usted mi foto aquí.
—No necesito su permiso para hacerlo. Un muestrario de colores debe estar completo.
—¿Alguna vez tiene en cuenta el deseo de los demás?
—Me permito recordarle que cada una de estas mujeres infringió mi deseo.
—¿Y yo?
Pareció desconcertado. Y ella prosiguió:
—Yo he respetado su deseo. Esperé a que me invitara al cuatro oscuro. ¿Acaso no he sido perfecta?
—No es casual que sea el oro.
—¿Mi deseo no merece su consideración?
—No lo entiendo —suspiró él—. ¿Le gustan las fotos que le he hecho?
—Me gustan demasiado para que sean expuestas en un lugar siniestro.
—¿Siniestro este santuario del amor?
—Parece la cámara frigorífica de un carnicero.
Estalló en una carcajada cuya condescendencia no le pasó desapercibida a la joven. Supo que en cuanto se diera la vuelta, clavaría su retrato en la pared en el lugar previsto.
Saturnine no dudó ni un segundo: de un salto, abandonó la habitación, volvió a conectar el dispositivo criogénico y cerró la puerta. Apoyada en ésta, esperó.
—¿Saturnine? —oyó al fin.
—Estoy aquí —dijo ella, pensando que era la primera vez que la llamaba por su nombre.
—No existe ningún modo de abrir desde el interior.
—Ya lo imagino. De no ser así, sus ocho mujeres no habrían muerto.
—¿Podría dejarme salir, por favor?
—Con una condición: que preste usted juramento de dejar vacío el emplazamiento del color amarillo.
—Soy incapaz de mentir. No puedo prestar este juramento.
—Entonces elige usted morir.
—Es como si le impusiera a Dios renunciar al amarillo en el momento de crear el arco iris.
—Peor para usted. Sabrá lo que es morir de frío.
—¿Podría permanecer aquí el tiempo que tardo en morir, con el fin de hacerme compañía?
—Ni hablar. El Krug-Clos du Mesnil 1843 va a desbravarse. Será un placer beberlo sin usted.
—¿Saturnine?
Ella sintió que él se había apoyado en la puerta. Sus cuerpos sólo estaban separados por dos centímetros de madera.
—No imagina usted el placer que he experimentado estos diez días, contemplando sus ojos color de junco.
Ella no respondió. Antes de marcharse, puso los labios sobre la puerta negra, en el lugar en el que se apoyaba la nuca del condenado.
Contrariamente a lo que ella había anunciado, no fue a terminarse el Krug, ya que le horrorizaba beber sola. Pero se llevó la botella en su mochila y deslizó las dos copas de cristal de Toledo en los bolsillos de su abrigo.