—Anoche la estuve esperando. Y no vino.

—Hay que saber renovarse.

—Ésa es la razón por la cual he elegido una botella de Cristal-Roederer.

Saturnine la miró.

—Es la más hermosa de las botellas de champán. De un modo increíble, ha logrado la ósmosis entre cristal y oro.

—¡Cuánta razón tengo al amarla!

—Cada vez que paso cerca de un banco público, me pregunto qué me impide sentarme y esperar la muerte.

—Hermosa pregunta. ¿Cuál es la respuesta?

—Todavía no lo sé. No se puede encontrar respuestas a todas las preguntas.

Ella sonrió. Él abrió los ojos.

—¿Piensa descorchar la botella?

—Perdón.

Sonó el sonido más hermoso del mundo: la botella de Cristal-Roederer perdió su corcho. Don Elemirio llenó las copas. Bebieron el oro.

—¿Cómo puedo saber si ha resuelto el enigma de una vez por todas? —preguntó él.

—Si le digo: 7 + 2 = 9, ¿le convence?

Él sonrió.

—Sí.

—De entrada las cifras me han ocultado la verdad. Si en principio hubiera dispuesto del número 7, habría encontrado la solución mucho más deprisa. 7 + 2 era menos fácil.

—Soy todo oídos —dijo él.

—7 es el espectro. Sí, pero usted mató a 8 mujeres, y, si me incluye a mí, puede que pronto a 9. Es olvidar que en nuestra realidad, en los dos extremos del espectro, están el negro y el blanco, ausencia y presencia absoluta de todo lo que constituye su soberano placer: los colores.

—De gustibus et coloribus non disputandum.

—Sí, precisamente, hablemos de ello. ¿Qué es el color? Una sensación producida por los rayos de la luz. Se puede vivir sin él: algunos daltónicos sólo perciben el negro y el blanco y no están peor informados que los demás. En cambio, sí se les priva de una voluptuosidad fundamental. El color no es el símbolo del placer, es el último placer. Es tan auténtico que en japonés «color» puede ser sinónimo de «amor».

—No lo sabía. Es bonito.

—El bienestar que provoca el amor se asemeja al que cualquiera experimenta ante su color preferido. Si hubiera retenido mejor su exposición sobre los vestidos que usted ha creado para cada una de sus mujeres, habría podido, como en el Cluedo, atribuir un color a cada nombre. Recuerdo una capa azul, una blusa blanca y unos guantes púrpura. También había una chaqueta llama que debe corresponderse con el naranja. Sea como sea, el amarillo soy yo.

—Precisemos que estos nueve tintes son sutiles. Elegí para cada una el matiz más desgarrador. El amarillo puede ser el tono más feo del mundo. Para usted, he compuesto el amarillo asintótico, cuyo inefable resplandor ya ha podido comprobar. Sí, usted es el amarillo y no es casual que llegue al final: es el color metafísico por excelencia. La oposición negro/amarillo constituye el máximo contraste psicológico de la retina humana.

—También es el color del espectro que corresponde al oro.

—Los alquimistas lo comprendieron.

—Es lo que contiene la vida en el huevo, una de sus fijaciones.

—He soñado con un huevo cuya yema sería de oro. Imagine qué visión: se cuece y hundes un pedacito de pan en el oro en fusión.

—Fíjese con qué éxtasis habla usted de esto: poca gente reacciona tanto a los colores como usted. Por su parte, amar a nueve mujeres resulta perfectamente lógico. Es su vía de acceso a la totalidad. Si me mata y me fotografía con la falda que me ha regalado, su cuarto oscuro será un muestrario completo de colores. Entonces será usted un coleccionista satisfecho.

—Durante mucho tiempo, así lo creí. Ahora ya no lo pienso. Por haber vivido estos últimos dieciocho años una sucesión de idilios y viudedades, llegué a la conclusión de que la viudedad merecía el idilio. Pasado el impacto del duelo, la cohabitación con una amada muerta no deja de tener su encanto.

—¿A qué se refiere con cohabitación con una muerta? ¿Los cadáveres siguen permaneciendo aquí?

—No, puede estar usted tranquila. Todas están enterradas junto a mis padres, en el cementerio de Charonne. Hay un misterio con ese cementerio, nadie lo controla. Volviendo a lo que estaba diciendo, siento que usted es una excepción: quizá porque es el amarillo y perdería mucho al morir. Y también tengo que admitir que algunas de mis esposas me gustan más difuntas. Sin duda, eso tiene que ver con la vibración de los distintos colores. El reino del amarillo es la vida.

—Mejor me lo pone.

—Hice bien en mantener el dispositivo mortal de esa habitación, ya que existe una mujer respetuosa con los secretos ajenos.

—Bueno. Ha encontrado la perla rara. ¿Acaso ahora podría destruir el dispositivo?

—¿Por qué?

—Simple precaución.

—La veo venir. Me considera un loco que hay que alejar de la posibilidad de hacer daño.

—Pensar eso de un hombre que ha matado a ocho mujeres por razones cromáticas sería un juicio precipitado.

—No soy un loco pero sí un hombre absolutamente enamorado, confrontado en nueve ocasiones a una terrible pregunta: ¿cuál es la frontera adecuada entre la amada y uno mismo?

—Pregunta a la que le ha dado ocho respuestas excesivamente definitivas para mi gusto.

—Pero la novena respuesta será la buena.

—¿Ya sabe cuál es?

—No. Usted me la proporcionará.

—Me sobrestima.

—Le ofrezco la oportunidad de alcanzar la excelencia, simplemente.

—Mi copa está vacía.

Sirvió más Cristal-Roederer. Contempló el oro y lo bebió.

—El buen champán ayuda a pensar —dijo ella—. La noche pasada, me dejó usted sola con el enigma. Primero me acabé la botella de Krug. Fue una buena consejera: fui a elegir un libro al azar en su biblioteca y me tropecé con la Biblia. La dejé caer y se abrió al principio del Cantar de los Cantares.

—¿De verdad?

—Aquellos escasos versos me ayudaron considerablemente. Son una invitación a la fiesta, a los placeres. Fue entonces cuando me pregunté cuál era su fiesta. Por fin la pregunta correcta.

—Y la invitación al amor de esos mismos versos, ¿no se ha fijado?

Saturnine hizo caso omiso de la alusión y prosiguió:

—Lo que entendí de esos versos es que cada sistema tiende al súmmum de su placer y se organiza en función de él. Puede que todas las versiones del universo converjan en un único placer cuya violencia ni siquiera podemos imaginar. A escala individual, eso también es cierto. Toda cosa viva aspira a su máxima exultación.

—¿Cuál sería la suya?

—Perdóneme por haber pensado que era el asesino de sus padres. Demostré conocerle mal: eso no es obstáculo para su gestión cromática. Todavía no había comprendido su modo de pensar. Estúpidamente, me quedé con el carácter inverosímil de su explosión. Luego me di cuenta de que lo inverosímil indicaba la verdad. Ésa es la primera razón por la cual la gente miente. Y usted, precisamente, nunca miente. Ésa es la razón por la cual tres cuartas partes de las cosas que dice son tan enormes.

—¿Por qué se va por la tangente cada vez que le hablo de su amor por mí?

—¿Y si, por primera vez en su vida, fotografiara a una viva?

Don Elemirio palideció, y eso reconfortó a Saturnine de lo acertado de su proyecto. Ella no le dio tiempo a discutir:

—Mientras usted va a buscar su Hasselblad, yo corro a ponerme la falda.

Y se dirigió a toda prisa hacia su habitación. El forro de la falda le acarició las piernas con exquisita suavidad. Cuando regresó, él le enseñó la Hasselblad.

—Me da miedo no ser capaz de hacerlo.

—El miedo forma parte del placer.

La condujo a un saloncito cuyas tonalidades marrón glacé no perjudicaban el resplandor de la prenda. Ella posó de pie sobre el sofá, con el fin de que el oro del tejido invadiera la imagen.

Él se tumbó en el suelo, de manera que pareciera que su rostro surgía de la falda, y apretó el disparador.

Comparado con el crepitar de su placer, el flash pasó casi inadvertido.

—Ya está —dijo él.

—¿Bromea? No vamos a conformarnos con una sola foto.

—Así es como procedo.

—Con las muertas. Con una viva, hay que probar todas las posiciones.

—En ese caso, ¿no le parece mejor que vaya a por la botella de Cristal-Roederer? Vamos a necesitar combustible.

Ella aceptó. El champán es a la fotografía lo que la pólvora de los cañones a la guerra.

Saturnine se entregó al máximo. Sin soltar su copa, que iba llenando regularmente, fue sucesivamente gorgona, templaria de fin de siglo, pagoda marciana, ídolo cartaginés, súcubo, Parvati, Amaterasu, María Magdalena, Lilith, Erzsébet Báthory, apicultora intergaláctica. Para cada encarnación, él inventó el encuadre, los contrastes y la luz adecuados.

La experiencia los dejó estupefactos. Hasta entonces, Saturnine sólo había sido inmortalizada en fotos familiares, con la boca llena de guiso dominical, y don Elemirio sólo había tenido que vérselas con dóciles difuntas. La novedad del ejercicio les excitó hasta el límite. Cada uno le dio al otro algo desconocido.

Cuanto más la fotografiaba él, más sentía ella emerger a la superficie de su piel una energía que surgía por salvas. Como trabajaba con sales argénticas, la sesión no se vio frustrada por la inmediatez del resultado: la obra necesita el misterio de la espera. Cuando uno crea, es bueno no negar el tiempo.

Cuando la botella estuvo vacía, Saturnine declaró que se retiraba a acostarse. Se impuso a sí misma abandonarlo del modo más abrupto: lo que habían compartido era demasiado intenso para desembocar en un posible epílogo.