Tras terminar la botella de Krug intentando poner orden en su cerebro, Saturnine se dirigió a la biblioteca y suspiró de desánimo: «Tengo que dilucidar un enigma, los medios de hacerlo según el asesino, me falta método, no es Edipo quien quiere, dejemos que el azar actúe.» Sin pensar más en ello, cerró los ojos y eligió una obra.
Abrió los párpados: «La Biblia. Por supuesto. Pero ¿cómo elegir el pasaje adecuado, entre el Génesis y el Apocalipsis?»
Dejó caer el libro, y éste quedó abierto, se sentó en el suelo y leyó. Era el principio del Cantar de los Cantares:
¡Que me bese con los besos de su boca!
Mejores son que el vino tus amores;
mejores al olfato tus perfumes;
ungüento derramado es tu nombre,
por eso te aman las doncellas.
Llévame en pos de ti: ¡Corramos!
El rey me ha introducido en sus mansiones...
Era muy hermoso. Saturnine se estremeció. «Es hermoso pero no me ayuda.» El enunciado la indignó. «¡Si es hermoso, me ayuda! ¿Qué dice de un modo clamoroso ese texto? Que hay que disfrutar, celebrar, entregarse al amor, beber vino. Veamos. Hay que pensar con la mente del español. ¿Cuál es su fiesta? ¿Qué le hace disfrutar? ¿Cuál es su perfume? ¿Qué le embriaga?»
No encontró respuesta alguna. «Es porque estoy buscando. Cuando buscas, nunca encuentras nada. Por lo menos he podido formular la pregunta.»
Saturnine subió a acostarse y se durmió en el acto.
Al día siguiente decidió concentrarse en cada una de sus actividades. Se cepilló los dientes a conciencia. Dio sus clases entregándose al máximo. Tomó la línea 8 del metro parisino y se bajó en la parada La Tour-Maubourg, que llamó su atención.
Caminó por la acera, se acercó a un contenedor del que se obligó a apreciar los múltiples malos olores. Pasó junto a un banco público y con la mayor objetividad pensó: «¿Qué me impide sentarme en este banco y esperar la muerte?» Y luego concluyó que la palmaría sin obtener la respuesta a esta pregunta fundamental.
En el momento en que entraba en el patio del palacete de los Nibal y Mílcar, la llave del enigma se le apareció. Saturnine se detuvo en el acto y, en voz alta y con una gran sonrisa, anunció: «En efecto. Era tan simple como decir buenos días.»