«Cenar con un hombre al que has amenazado con un cuchillo en la garganta la noche anterior no carece de atractivo», pensó Saturnine al sentarse a la mesa de plexiglás.
—Un Krug, gran cosecha, brut, parece lo adecuado —dijo don Elemirio.
—Mejor. Anoche no bebimos champán. Y ya vio las consecuencias.
—Sin embargo le pedí que manifestara sus deseos.
—Es lo que hice. De otra manera.
—Me encantó. Volví a dormirme como un angelito.
Llenó las copas y bebieron el oro.
—Hay un tipo de consuelo que sólo el gran champán es capaz de procurar —suspiró ella.
—Necesita consuelo, pobrecita. Eso me viene de maravilla. He preparado el plato más consolador del universo: huevos revueltos.
—¡Otra vez huevos!
—Hace una semana que no comemos. Tengo tal obsesión por los huevos que, si me dejara llevar, no comería otra cosa. A los veinte años probé a consumir huevos ad libitum durante quince días. Mis seis huevos diarios me ponían en trance. Lamentablemente, tuve que dejarlo al cabo de ocho días: mi rostro presentaba unas manchas rojas de alergia.
Sirvió dos platos hondos llenos de revoltillo de huevo muy poco hecho. La joven tuvo que admitir que aquel asesino cocinaba de maravilla.
—¿Por qué no hace nada con normalidad?
—¿A qué se refiere?
—A los veinte años, en lugar de interesarse por las chicas, se atiborra de huevos. De adulto, congela mujeres para fotografiarlas.
—Simplifica usted hasta el extremo. Dicho lo cual tiene usted razón, habría resultado mucho más inspirador interesarme antes por las chicas. ¿Sabe?, no resultaba fácil. A veces abordaba a hermosas criaturas por la calle. Me daba a conocer y ya se reían. Para no proponerles de inmediato ir a mi habitación, las invitaba a misa: me parecía más conveniente. Desaparecían en el acto.
—¿No acudía a fiestas y a veladas?
—Sí. Era horroroso. Un ruido abominable salía de los bafles. Al cabo de media hora, tenía que abandonar el lugar. Nunca entendí cómo esa gente soportaba aquel estrépito. Resumiendo, perdí mi virginidad con veinte años por la gracia del coinquilinato.
—Émeline, si no recuerdo mal.
—Sí. Émeline, joya de Occidente.
Saturnine bebió un sorbo de Krug y dijo:
—En aquella época todavía no había hecho ninguna fotografía. El cuarto oscuro no contenía ningún secreto. ¿Por qué mató a Émeline?
—Entonces el cuarto oscuro contenía un secreto absoluto. Émeline murió por haberlo aireado.
—Entonces el cuarto oscuro esconde algo más que las ocho fotos.
—No.
—No lo entiendo.
—Cuando Émeline se instaló aquí, me enamoré locamente de ella. No conocía ese estado, cuya violencia me hacía sufrir espasmos. Tuve que buscar un lugar en el que refugiarme. Esa habitación estaba vacía, así que pinté el interior y la puerta de negro. Allí me aislé, dejando una bombilla encendida. Había creado la nada, el no-ser. Supe inmediatamente que tenía que guardar para mí aquel descubrimiento e instalé un mecanismo de cierre criogénico, convencido de que no sería necesario utilizarlo. Doloroso error. Apenas advertí a Émeline del secreto, ella lo violó.
—¿Por qué tenía que guardarse para usted aquel descubrimiento?
—Porque eso era lo que deseaba.
—¿Por qué?
—El deseo no tiene porqué.
—Pero Émeline era la mujer a la que amaba.
—Lo sigue siendo.
—Admitamos que es así. Ese cuarto oscuro le proporcionaba placer. ¿No es normal desear compartir los placeres con su amada?
—No todos.
—Sigamos admitiendo que es así. ¡De eso a castigar con la muerte a quien desobedece!
—Le repito: el dispositivo de muerte lo instalé convencido de que no sería utilizado.
—Salta a la vista que se equivocó. El mecanismo mató en ocho ocasiones. Una sola debería haber bastado para que se lo replanteara.
—Comprendo lo que quiere decir.
—Y eso no le exime de responder.
—No podía renunciar a ese dispositivo de muerte porque mi placer lo necesitaba demasiado. Esa necesidad no era anodina. Cuando uno acepta ser todo lo que es, no renuncia al monarca absoluto. Amaba, sigo amando, a Émeline con todo lo que soy, incluso mi parte déspota. Incluso veo muy bien de qué manera ese mismo tirano hace de mí un gran enamorado.
—¿Hasta llegar al asesinato?
—Nadie las obligaba a entrar en el cuarto oscuro.
—Volvamos a la primera vez. Cuénteme cuándo y cómo constató la muerte de Émeline.
—Era un domingo por la mañana. Yo regresaba de misa, con el alma elevada. Como cada domingo, deseaba despertar a Émeline con mis besos: la cama estaba vacía. La llamé. No hubo respuesta. Entonces pensé que habría salido y me instalé en la cama con el Ars magna de Llull. Personalmente, prefiero leerlo en latín. Por desgracia, no leo árabe. Su catalán es magnífico, pero soy ese tipo de catalán que ha elegido ser español, así que tengo un problema con la hermosa lengua catalana. El Ars magna es una de mis lecturas favoritas. Ningún otro texto aborda tan profundamente la altura de lo sublime. Kant escribió el Tratado de lo sublime: título grandioso pero que incumple sus promesas. Llull tiene la audacia de hablar de ello en un estilo directo y con naturalidad, por la gracia de la alquimia, de la que nunca me cansaré de repetir que es el mayor hallazgo místico de todos los tiempos. Resumiendo, el Ars magna me absorbió durante cinco horas.
Saturnine cerró los ojos y dijo:
—Si no lo he entendido mal, podría haber salvado a Émeline. Con cinco grados bajo cero, un cuerpo humano vestido con un camisón no muere instantáneamente. Si, en lugar de leer a Llull, hubiera ido en su búsqueda, podría haberla liberado. Mientras que, tras cinco horas de lectura, Émeline estaba muerta.
—Ésa es la verdad. Amaba demasiado a mi mujer para sospechar que hubiera podido cometer un error tan vulgar. Debía de ser la una cuando el hambre me rescató de Llull. De repente, la ausencia de Émeline me inquietó. Registré todas las habitaciones de esta morada antes de que se me ocurriera pensar en el cuarto oscuro. Cuando abrí la puerta, vi su cadáver en el suelo. Grité de horror y de desesperación. La llevé en brazos hasta nuestra cama. Era indudable que estaba muerta: Émeline ya presentaba los primeros síntomas de rigidez cadavérica. A menos que fuera la congelación. Debo admitir que nunca la había visto tan hermosa. Quitarle el camisón no planteó problemas. Debido a su rigidez, me costó ponerle la ropa de color que había confeccionado para ella. A continuación, fui a buscar la Hasselblad y disparé la primera fotografía de mi vida. En ese retrato, la belleza de Émeline supera todo lo que pueda imaginarse. Uno no puede lamentar haber conseguido una foto así, sea cual sea su precio. Clavé aquella imagen en la pared del cuarto oscuro, que nunca más volvió a ser el lugar de mi secreta y particular nada pero en el que, de un modo regular, seguí aislándome para amar a Émeline.
—Hasta aquí, si no queda otro remedio puede considerarse esa muerte un accidente.
—No la considero un accidente. No más que las muertes que vinieron después.
—Cuente.
—Aprecio que por fin deje de protegerse de mi relato. Un año y medio después del fallecimiento de Émeline, volví a sentir la necesidad de una mujer. Puse un anuncio de coinquilinato y entre las candidatas que se presentaron estaba Proserpine. El misterio intervino, me enamoré de ella y ella de mí. Se instaló aquí, en los mismos aposentos que usted; al cabo de dos semanas, compartía mi cama.
—¿No desmontó el dispositivo criogénico del cuarto oscuro?
—No.
—Sin embargo, sabía que, en adelante, existía un riesgo real.
—Soy de naturaleza generosa: el error de una mujer no me lleva a considerar que todas las mujeres son falibles.
—Generoso no es la palabra que yo elegiría. Admitamos que tenga usted una naturaleza aristotélica. Una golondrina no hace verano.
—¿Soy vanidoso si me gusta que me considere aristotélico?
—No lo sé. Lo que me gustaría saber es cuántas golondrinas necesita para decretar el verano.
—Ya veremos.
—¿De media, cuánto tiempo duraron sus idilios antes de la mortal transgresión?
—No existe una norma al respecto. Nunca más de seis meses, nunca menos de tres semanas. Algunas mujeres son más impacientes que otras.
—Tres semanas. Es poco tiempo para vivir un amor apasionado.
—Seis meses también. Cuando vives un amor apasionado siempre te falta tiempo. Podría contarle los detalles de mis ocho semanas con Proserpine, pero no quiero aburrirla. El amor es apasionante para aquellos que lo experimentan; para los demás, ¡qué pesadez!
—En dieciocho años, ocho mujeres.
—Nueve: está usted. Provisionalmente viva.
—Si no le molesta, de mí ya hablaremos más adelante. Así que ocho mujeres. Son muchos años y muchas mujeres y muchos muertos. ¿En ningún momento se cuestionó la legitimidad de su sistema?
—No.
—Eso me supera. Cuando los hechos invalidan una teoría hay que dudar de la teoría.
—Los hechos no han invalidado la teoría. Que todo el mundo cometa un error no significa que ese error sea menos grave.
—Y por la misma regla de tres no hay que eliminar a aquellos que la cometen. Es usted un católico bastante curioso.
—A ojos de la Iglesia, mi conducta es indefendible.
—¡Ah! ¿Y no cambia de conducta?
—Me encuentro en un callejón sin salida.
—¿Qué le impide desmontar el dispositivo asesino?
—La falta de convicción.
—¿Y a cuántas mujeres tendrá que cargarse para alcanzar esta convicción?
Don Elemirio se echó a reír antes de responder:
—Usted debería saberlo.
—Sus adivinanzas me sacan de quicio.
—Tiene usted muy mal carácter, como la gente que tiene miedo.
—Responda a mi pregunta.
—No más de nueve.
—No le creo. Estoy segura de que, en cada ocasión, pensó usted que sería la última.
—No. Nunca tuve esa certeza. Con usted la tengo.
—¿De verdad cree que, después de mí, ya no amará más?
—No lo creo. Lo sé.
—¿Por qué?
—Responder sería insultar su inteligencia. Tiene usted todos los elementos para establecer esa certeza. Esta vez soy yo el que, antes de tiempo, se retira a sus aposentos. Para dejarla reflexionar.