Saturnine se despertó en mitad de la noche. ¿Cómo había podido dejar pasar semejantes palabras sin reaccionar? Ahora su mente era un hervidero. No podía esperar a la hora de la cena para interrogar a don Elemirio.
«Al fin y al cabo, sé dónde está su cuarto», pensó. «¿Qué me impide ir? Si se tratara de otro hombre, tendría miedo de que se aprovechara de mí. Él, en cambio, no parece que sea de los que actúan así.»
No se trataba de una idea exenta de peligro, pero si no lo intentaba estaba convencida de que, por la mañana, se habría vuelto loca. El riesgo merecía la pena. Se enfundó un quimono encima del camisón y deambuló por los oscuros pasillos. Al entrar en los aposentos del español, su corazón latía con mucha fuerza.
Dormía boca arriba, con las manos juntas sobre el pecho. La posición de yaciente acentuaba la serenidad de sus rasgos. No tenía la boca abierta. Así pues, el sueño no le daba la expresión estúpida del vulgar dormilón. Por primera vez, a Saturnine le pareció guapo. Pero no había llegado hasta allí para enternecerse, así que, sin demasiados remilgos, lo despertó.
Él encendió la luz y se sentó en la cama. Saturnine vio que llevaba una camisa de dormir blanca, como los hombres de antaño.
Atontado, él miró el reloj de pared.
—¿Qué hace usted en mi habitación a las dos de la madrugada? ¿Sabe que con cualquier otro hombre semejante actitud la expondría a un grave peligro?
—Pienso que, con usted, me expone a un peligro muy distinto. Anoche, cenando, habló de la resurrección de los cuerpos. ¿Eso significa que en el paraíso revivimos en el cuerpo de nuestra juventud?
—¿Me despierta a medianoche para hablar de dogmas cristianos?
—Conteste.
—Sí, de algún modo, puede decirse que sí.
—Pero, para resucitar, ¿es necesario morir?
—Por supuesto.
Saturnine se dejó caer en un sillón y suspiró:
—Admite usted que esas ocho mujeres están muertas.
—¿Acaso lo he ocultado?
—Había una ambigüedad. ¿Hemos hablado de desapariciones?
—Si me lo hubiera preguntado, le habría respondido.
Ella levantó un enorme cuchillo de cortar carne que había tenido la sabiduría de coger en la cocina.
—No suelte toda la verdad, si no no dudaré en utilizarlo.
—¡Qué persona más singular! En general, uno amenaza para obligar a hablar a alguien. Usted, en cambio, hace lo contrario. Pero si no desea saber nada, ¿por qué me despierta a las dos de la madrugada?
—Quería saber si esas mujeres estaban muertas.
—Parece muy afectada. ¿Qué esperaba?
—Esperaba que hubieran visto algo insoportable en el cuarto prohibido. Esperaba que hubieran elegido desaparecer por ese motivo.
—Hay algo de verdad en lo que dice.
—Pero no todo es verdad, ¿no es cierto?
—Así es.
Saturnine ocultó el rostro entre las manos. El contacto del filo sobre la mejilla la hizo regresar a la macabra realidad.
—Así que no es usted inocente.
—¿Deseaba que lo fuera? Se lo agradezco.
Esbozó una sonrisa maravillosa. Saturnine le odió por ello.
—La única posibilidad de inocencia que le queda es si esas mujeres se suicidaron.
—¡El suicidio es un crimen! —protestó don Elemirio.
—Quizá. Pero por lo menos no lo habría cometido usted.
—No puedo permitir que se acuse de crimen a esas ocho mujeres que nunca dejé de amar.
—¡Tiene narices que usted las defienda! —se ofuscó ella.
—Salvar la reputación de las mujeres que uno ha matado es una cuestión de principios. Es culpa mía que ellas ya no estén aquí para justificarse.
—Deseaba que no fuera usted un asesino. Soy una idiota como las que tanto abundan en estos tiempos. Recientemente, un bestseller mundial afirmaba que existían vampiros buenos e inocentes. Ahora la gente nunca es tan feliz como cuando les aseguran que el mal no existe. Pero no, los malos no son auténticos malos, el bien los seduce a ellos también. ¿En qué clase de cretinos degenerados nos hemos convertido para tragarnos y adorar semejantes teorías de tres al cuarto? Pues he estado a punto de tragármelo, como los demás.
—Por lo menos tenía un motivo noble para ilusionarse así.
—¿A eso le llama un motivo noble? —dijo ella con rabia.
—Amar a alguien siempre es noble.
—¡Déjese de burradas!
—También se puede amar el mal, eso es todo.
—¡Cállese! —dijo ella, esgrimiendo el cuchillo.
—Además, afirmar que soy el mal resulta exagerado.
Saturnine avanzó hasta la cama y le puso el cuchillo en la garganta.
—¡Le ordeno que se calle!
—¿Acaso es culpa mía que su comportamiento me excite tanto?
—Limítese a responder cuando le pregunto.
—¿Qué desea saber y qué prefiere ignorar?
Para demostrarle que no estaba bromeando, la joven le hizo un corte en la sien y le mostró la sangre sobre el filo. Fascinado, don Elemirio murmuró:
—Carmín y argentado: la segunda alianza de colores en el orden de mis preferencias.
Superada, Saturnine se sentó en la cama, sin soltar el arma manchada.
—Parecería que me ha hecho perder la virginidad —observó él.
—Miente. Usted no las mató. Es incapaz de hacerlo.
—Todo el mundo es capaz de matar.
—Está claro que nunca había visto sangre en un cuchillo.
—No podía estropearlas. En la fotografía tenían que permanecer intactas.
—¿Las fotografió muertas?
—Fotografiar a una viva resulta demasiado difícil, no hay manera de que estén quietas.
—Ésa es la razón por la cual la Hasselblad no le planteaba ningún problema.
—Lo que demuestra que para cada dificultad técnica existe siempre una solución.
Saturnine frunció el ceño repiqueteando las sábanas de lino blanco con el filo del cuchillo.
—¿Y qué interés puede tener fotografiar a una muerta?
—La misión del arte consiste en completar la naturaleza y el papel de la naturaleza consiste en imitar al arte. La muerte es la función que la naturaleza ha inventado con el objetivo de imitar la fotografía. Y los hombres han inventado la fotografía para captar la formidable imagen detenida que constituye el instante del traspaso. Hay motivos para preguntarse qué sentido podía tener la muerte antes de Nicéphore Niepce.
—Ahora entiendo por qué no quería escuchar sus confesiones. ¡Disfruta tanto con ellas! ¿Cómo las mató?
—Existe un mecanismo en el cuarto oscuro que, antes de entrar, hay que bloquear. Si no se bloquea, la puerta se cierra y activa un compresor que disminuye la temperatura hasta cinco grados bajo cero.
—¡Murieron de frío! Es usted de una crueldad abominable.
—El asesinato no es un acto amable. Lo siento. La hipotermia no estropea el cuerpo.
—¡Qué narcisismo! ¡Castigar con la muerte el hecho de haber visto sus fotos!
—Me parece mucho más narcisista enseñar sus fotos.
—¿Se da cuenta del suplicio que infligió a aquellas de las que supuestamente estaba enamorado? ¿Qué puede ser peor que morir de frío?
—Esas mujeres también decían que amaban. ¿Acaso se viola el secreto de alguien a quien amas? ¡Ni siquiera cuando no le amas! ¿Acaso el secreto no merece respeto?
—Usted no es respetable.
—Mi secreto sí. Todo secreto lo es.
—¿Por qué?
—El derecho al secreto nunca prescribe.
—¡Qué grandes palabras en boca de un asesino!
—Al principio no era un asesino. Sólo era un hombre coherente con su secreto.
—Ya era un asesino. Había matado a sus padres.
—Basta. Sabe que estoy diciendo la verdad. Yo no maté a mis padres.
—A estas alturas, ¿qué puede cambiar eso?
—Es muy importante. Cuando le conté mi secreto a Émeline no había cometido ninguna falta. Mi palabra merecía consideración. Además, matar a mi padre y a mi madre habría sido un error estético.
Saturnine hundió el filo del cuchillo en la garganta sin hacerle corte alguno. Don Elemirio esperó a que se detuviera y luego se frotó el cuello con la mano.
—He estado a punto de correrme —suspiró—. ¿Qué piensa hacer?
—Nada. No voy a denunciarle porque no soy ese tipo de persona. Y no me marcharé. En primer lugar, porque no tengo miedo. Y luego porque mi presencia le impide contratar a otra coinquilina. Mientras yo viva aquí, ninguna mujer correrá el riesgo de ser su víctima.
—¡Después de usted no amaré a nadie más!
—Es usted particularmente obsesivo cuando aborda esta cuestión. ¡Parece Enrique VIII!
—¿Cómo se atreve a compararme con un vulgar Tudor?
—Pregúntese por qué me atrevo. En su opinión, ¿qué sugiere esa comparación?
—Es totalmente injusta. Sus motivaciones eran de la mayor vulgaridad.
—Mientras que las suyas son de lo más aristocráticas, ¿verdad?
—Me complace oírselo decir.
—Me da usted asco. Espero que, permaneciendo en esta casa, ¡le amargaré la existencia!
—No será apareciendo en mi habitación, en medio de la noche, casi desnuda debajo de su quimono, y amenazándome con un arma blanca como me amargará la vida. Siento tener que decírselo.
Exasperada, la joven se marchó, guardó el cuchillo en la cocina y se sirvió un vaso de leche que bebió de un solo trago, al límite de la irritación.