La noche anterior la había pasado en blanco. Por reacción, ésta fue negra: la joven se sumergió en el sueño como si cayera en un pozo. Por la mañana, se sintió con mejor disposición para razonar.

«Anoche él fue todo lo sospechoso que se puede ser. Tengo que aceptar su sistema de referencias, de no ser así nunca comprenderé su comportamiento», pensó ella.

Al terminar sus clases, regresó a casa de los Nibal y Mílcar y paseó por todas las habitaciones autorizadas, observando hasta el más mínimo detalle. Le produjo una insatisfacción tan profunda que no pudo resistirse a llamar a la puerta de la habitación de don Elemirio.

Encontró al español jugando a ser director de orquesta, aunque no sonaba música alguna. «Como una cabra», pensó ella. Él siguió con lo suyo y le permitió examinar minuciosamente todos los rincones, el baño, el interior de los armarios.

Por la noche, durante la cena, él dijo:

—Esta tarde me ha parecido verla.

—Sí. He visitado todas las habitaciones de esta morada. He visto armaduras de oro, una colección de gorgueras, incunables quiméricos. Por desgracia, no he encontrado lo que buscaba.

—Pruebe este plato de mi invención: gato encerrado.

Se sirvió sin comentario alguno.

—No miente jamás —dijo ella—. Es realmente fotógrafo. Intento reflexionar con su cerebro, y no resulta fácil. Si fuera fotógrafo y hubiera amado apasionadamente a ocho mujeres, las habría retratado. Sin embargo, no he visto ni rastro de una fotografía de mujer en este lugar, ni de ningún otro tipo, por cierto.

—Están en el cuarto oscuro —respondió él.

—Un cuarto oscuro es el lugar en el que se revelan las fotografías.

—También es allí donde las expongo.

—Pero tiene prohibido el acceso a dicho cuarto.

—¿Acaso no es mi mayor virtud? ¿Hay algo más pesado que esos fotógrafos que insisten en enseñarte sus obras? Si por lo menos las llamaran así. Pero no, no desean enseñar sus obras, quieren compartir su trabajo. Resulta insoportable.

—Me gustaría ver fotografías tomadas por usted.

—Acabo de decirle que era imposible.

—¿No ha fotografiado nunca otra cosa?

—¡Qué ocurrencia! Por supuesto que no.

—¿Ni para practicar?

—¿Hay algo más vulgar que la noción de boceto? Me siento orgulloso de haber hecho sólo ocho fotografías en mi vida.

—¿Una foto por mujer? ¿Ninguna más?

—Por supuesto que no. La auténtica prueba de amor no consiste en multiplicar las imágenes sino en crear sólo una, perfecta.

—Una mujer tiene tantos rostros. Y me imagino que una mujer amada tiene todavía más. ¿Cómo elegir un rostro entre tantos?

—La elección se impone a quien sabe esperar.

—Es usted muy misterioso. ¿Así que mi turno ya llegará?

Don Elemirio se estremeció.

—¿Qué quiere decir?

—No deja de repetirme que me ama. Así pues, me fotografiará. Acabaré por conocer su método de trabajo.

Silencio.

—¿Y no le resulta frustrante no enseñar esas fotos?

—Si eso me frustrara, no las escondería, y ya sabe que el momento delicado, en sociedad, es cuando alguien saca el álbum familiar.

—Porque hay demasiadas fotos. Con usted sólo habría ocho.

—Ocho ocasiones para oír estupideces.

—¿Y si tuviera la mirada ideal?

—Si la tuviera, eso no me aportaría nada.

—Sí: una mirada exterior sobre su obra. ¿No cree que todo artista la necesita?

—No. Y menos un fotógrafo. Es el arte al que mejor le sienta el secreto. Un músico o un coreógrafo sufrirían, creo, si no pudieran compartir su creación. A un escritor le gusta que le hablen de sus textos. El fotógrafo nunca disfruta tanto como con su propia mirada.

—¡Menuda concepción autista de la fotografía!

—Todos los fotógrafos son autistas. Si fueran conscientes de ello, nos ahorrarían unas cuantas inauguraciones.

Saturnine dejó de comer y reflexionó.

—Si la prohibición del cuarto oscuro afecta a esos ocho clichés, mi pregunta es la siguiente: ¿el castigo consiste en ver las fotos?

—Ver fotos ajenas siempre constituye un castigo.

—Deje de refugiarse en generalizaciones. Quiero saber si la amenaza es exterior a la foto o si es la foto en sí misma.

—Habla usted un idioma incomprensible. ¿Piensa convertirse en crítico de arte?

—Estoy segura de que sabe a qué me refiero.

—No me sobrestime: practico la fotografía de un modo instintivo. Sé qué tipo de emoción deseo regalarme a mí mismo.

—¿Suele entrar en el cuarto oscuro para contemplar su obra?

—No.

—¡Entonces nadie ve nunca sus fotos!

—¿Y quién le ha dicho que una fotografía desee ser vista?

—Ya puestos, llegue hasta al final y no las revele.

—Más de un gran fotógrafo ha aplicado esa teoría. ¿Cómo se llamaba ese catalán que decía: «Sé que la imagen está dentro de la caja y la he premeditado tanto que no necesito verla para saber cómo es»?

—Un precursor de lo digital, en definitiva.

—No la entiendo.

—¿Nunca ha oído hablar de la fotografía digital?

—¿Y eso qué es?

—Después de todo, vive usted muy bien esta ignorancia. ¿Tiene ordenador?

—No.

—¿Teléfono móvil?

—¿Para qué? Nunca salgo.

—¿En qué soporte escucha música?

—La colección de los LP de los Nibal y Mílcar está en perfecto estado.

—Le advierto que vuelven a estar de moda. ¿Ve usted DVD?

—Mis padres tenían un televisor. Lo conservé. El aparato es un soporte ideal para mi colección de vírgenes de Salamanca.

—¿Qué relación hay entre los DVD y la televisión?

—¿Debería haberla?

—Muy agudo. ¿Hasta dónde podría yo jugar con usted a este jueguecito?

—No he vuelto a pisar la calle desde 1991. Puede remontarse hasta entonces, creo.

—En 1991, e incluso antes, muchas personas tenían ordenador.

—La grandeza puede prescindir de ello.

—La grandeza es analógica. Pero esas mujeres que compartieron su vida durante los veinte últimos años, ¿recurrían a tecnologías modernas?

—Yo no se lo prohibía.

—¿Y no intentaron iniciarlo?

—Puede. Pero yo no me di cuenta.

—¿Qué cámara fotográfica tiene usted?

—Una Hasselblad. Tengo un stock de rollos de película superior a mi consumo.

—Con este aparato el tiempo de exposición es largo, ¿verdad? No es muy fácil, para un retrato.

—Efectivamente. Pero en ocho sesiones he progresado.

Saturnine sufrió un ataque de tos que acabó en hipo.

—¿Sólo ha hecho ocho sesiones en su vida? ¿Sólo ha hecho ocho fotos?

—Sólo he apretado el disparador ocho veces.

—Yo, que soy un desastre haciendo fotos, he apretado el disparador muchas más veces.

—Quizá sea ésa la razón por la cual es un desastre haciendo fotos. No ha tomado conciencia del impacto de semejante gesto. Sea cual sea la disciplina, el mejor motor es la ascesis. A quien desee escribir, ofrézcale poco papel. Al cocinero novato, dele tres ingredientes. Hoy cualquier principiante de medio pelo cuenta con un derroche de medios. No les ayuda en nada.

—Ocho mujeres tampoco es tan poco.

—¿Para el amor o para la fotografía?

—¿Cuál de las dos disciplinas le importa más?

—Apenas las distingo. Me parece que el objetivo del amor es desembocar en una fotografía, una sola, absoluta, de la mujer amada. Y el sentido de la fotografía es convertirse en la revelación del amor que uno experimenta en una sola imagen.

—Me está dando cada vez más ganas de ver esas fotos.

—No las verá.

—Usted me ama. Me fotografiará. Por lo menos sabré cómo procede.

Saturnine notó en su anfitrión un aire evasivo y prosiguió:

—Cuando era pequeña, me regalaron una Polaroid. Es el aparato que más utilicé. ¡Qué placer!

—Es extraño que me lo comente —dijo don Elemirio, que parecía muy conmovido—. Mi madre me fotografiaba con una Polaroid. Me dejaba arrancar el cliché que salía de la caja y juntos mirábamos cómo iba apareciendo la imagen. No se me ocurre nada tan misterioso como ese paso de la nada al rostro. En el ínterin, me ponía a temblar: de repente, se veía surgir a alguien en la foto. Veía en ello la materialización de la teoría católica del limbo. Esa figura de niño que empezaba a adquirir sus propios rasgos era yo saliendo del limbo.

—La Polaroid al servicio de los dogmas cristianos, es usted en estado puro. ¿Y qué tipo de dogma ilustra la Hasselblad?

—La inmortalidad del alma —respondió como si resultara evidente—. Y la resurrección de los cuerpos.