Cuando la llamaron para cenar, la joven se esforzó en llegar a paso apacible, procurando actuar como cualquier otro día. Don Elemirio la miró de un modo que, por primera vez, no le pareció insólito.

—¿Hoy no se pone la falda?

—Tampoco es necesario ponérsela todas las noches —contestó ella secamente.

«¡No hace falta que seas tan desagradable!», se reprendió.

—Elija el champán. Está usted en su casa.

Ella abrió la nevera especializada y leyó las etiquetas con interés.

—Taittinger-Comtes de Champagne —anunció—. ¿Lo descorcho?

—Se lo ruego.

Llenó las copas habituales y vio cómo el cristal resplandecía. Hicieron su habitual brindis y lo probaron.

—¡Es mi preferido! —exclamó él.

Aquel champán le pareció sorprendente, aunque un poco agresivo. Se calló su opinión, pensando que cualquier matiz podría estropear el entusiasmo del español.

—He preparado zarzuela —dijo él.

—¿Qué es?

—Para simplificar, es una paella sin arroz. Normalmente, se pone mucho bogavante, pero como ya hemos comido dos veces hace poco, he sustituido ese ingrediente por espárragos.

—No veo la relación.

—No la hay. Lo hago para subrayar lo absurdo del verbo «sustituir». El concepto de sustitución está en la base del desastre de la humanidad. Fíjese en Job.

—Sigo sin ver la relación.

—Le sirvo generosamente porque he observado que, contrariamente a la mayoría de las mujeres, usted no parece tener un apetito liliputiense.

Saturnine, que acababa de enamorarse, no tenía mucha hambre.

—Me estaba hablando de Job.

—Sí. Dios le arrebata a su mujer y a sus hijos. Job empieza rebelándose hasta que comprende que nada le viene dado y declara: «Alabado sea el Señor.» Cuando considera que Job ya ha sufrido bastante, Dios le devuelve no ya a su mujer y a sus hijos, sino a una mujer y a unos hijos. Job no se queja en ningún momento: acepta la sustitución. De lo que se deduce que entonces la humanidad ya era un absoluto disparate.

—Usted, que es católico hasta la médula, ¿cómo soporta que en la Biblia se cometan tales atrocidades?

—Es un libro realista. Aprecio que nuestro texto sagrado no alimente vanas ilusiones sobre la naturaleza humana.

—Y que le demuestra que Dios es un cabrón, ¿eso no le molesta?

—Yo no lo interpreto así. En mi opinión, Dios pone a prueba a Job. Es Job el que se convierte en mamarracho al aceptar la sustitución.

—No. Job tiene miedo, comprueba que Dios es de lo más perverso, no se atreve a protestar. Piensa que, si se queja, Dios lo castigará todavía más. Además, me parece indignante que Dios ponga a prueba a su propia criatura.

—Ponemos a prueba a quienes amamos.

—No. Uno protege a los que ama.

—Eso es amor maternal. Está bien para los niños. Dios se dirige a una humanidad adulta.

—¿De verdad? ¿Entonces por qué Dios se comporta de un modo tan infantil? Es susceptible, caprichoso y vengativo.

—En el Antiguo Testamento. En el Nuevo, es admirable.

—Jesús lo es. Dios lo manda crucificar.

—Los hombres lo crucifican.

—Dios considera que es el precio que tiene que pagar por la redención de los pecados. Es un cabrón y un negociante.

—Debería dejar de blasfemar.

—¿Por qué? ¿Qué puede pasarme?

—Ofende usted a Dios.

—Él también me ofende. Si me ha creado a su imagen y semejanza, tengo los mismos derechos que él. Y no será usted quien me contradiga. Usted se califica de Dios.

—Sólo cuando amo.

Aquí Saturnine no podía responder nada. Cambió de tema:

—Su zarzuela es demasiado buena. No sé cómo será con el bogavante, pero con los espárragos es magnífica.

—Es porque rechazo el concepto de sustitución. Mire: me he enamorado de usted. Es mi novena coinquilina. No sustituye usted a las ocho mujeres que la han precedido. Yo sigo amándolas. El amor es nuevo cada vez. Necesitaría un verbo distinto para cada ocasión. Sin embargo, el verbo «amar» es el adecuado, ya que existe una tensión común a todos los amores que este verbo es el único capaz de expresar.

Saturnine le escuchaba describir su propio estado sin pestañear.

—Antes, cuando sus padres aún vivían, ¿amó usted?

—Apenas. Cuando tenía seis años, al niño al que le había regalado la cubertería familiar. Llamaradas de este tipo. Repito, tuvieron que llegar las coinquilinas para que descubriera el amor, el de verdad. A saber cómo procederán los demás. La coinquilinidad es, en este punto, la estructura ideal, por lo menos para mí.

—Cuando su padre vivía, ¿habría podido instituir algo así?

—Difícil. Suponiendo que me hubiera autorizado a hacerlo, sin duda no me habría atrevido. Hay que admitir que los padres son la instancia más antierótica del mundo.

Saturnine pensaba que semejantes consideraciones hacían a Elemirio cada vez más sospechoso, pero, al mismo tiempo, comprobaba que intentaba declararlo inocente.

—No he elegido el espárrago por casualidad —dijo don Elemirio—. Usted se parece al espárrago. Es larga y delgada, su perfume no se parece a ningún otro, y nada en este mundo iguala la excelencia de su mente.

Aquel cumplido, que la víspera la habría sacado de quicio, la perturbó. ¡Qué odioso resultaba estar enamorada! Se sentía a la intemperie, a merced de todo. ¡Qué mala pata! Se refugió en su copa de champán, deseando que éste no disminuyera aún más sus defensas naturales.

—Habla usted poco esta noche —dijo él.

—No tengo conversación, ya se lo advertí. No es grave. Usted, como siempre, habla por cuatro.

—Sólo cuando amo. «Porque de la abundancia de corazón habla la boca», está escrito en la Biblia.

Saturnine lo entendía perfectamente. Si no hubiera tenido que disimular, sentía que se habría comportado como él: le habría bastado abrir las compuertas y las palabras habrían afluido sin fin. «Cuando obtenga la prueba de que es inocente, hablaré», pensó. ¿En qué podía consistir semejante prueba? No tenía ni idea.

—¿Cómo se ha consolado de la... desaparición de esas ocho mujeres a las que amaba? —preguntó ella.

—Cuando me conoció, ¿le pareció que tenía aspecto de haberme consolado? Ésta es mi respuesta: nunca me he consolado.

—Ahora parece consolado.

—No lo estoy. La amo, y eso moviliza toda mi energía en el presente de indicativo. Eso oculta mi melancolía pero no la borra.

—Qué triste.

—No. Me alegro de no haber salido indemne de esos amores. Amo sus secuelas. No sólo no me impiden volver a amar sino que alimentan mi amor por usted. Es la gracia del duelo.

La palabra «duelo» le chocó. A continuación, pensó que el uso de este término no implicaba forzosamente la muerte. Bastaba que le hiciera la pregunta y él se lo contaría. Antes, se negaba a hacerla porque lo consideraba culpable. Ahora no se la hacía porque deseaba demasiado que fuera inocente.

—¿Es usted un mentiroso?

—Nunca miento —dijo él inmediatamente.

—Respuesta decepcionante. En adelante, si detecto la más mínima divergencia entre sus palabras y sus actos, dejaré de creerle.

—Es la verdad, nunca miento.

—Venga. Uno miente incluso sin darse cuenta. No hace falta ser un mentiroso para mentir. Me ha ocurrido montones de veces, por ejemplo, decir que había dormido bien cuando no había pegado ojo en toda la noche. No deseaba mentir, quería que me dejaran en paz, quería que no me compadecieran. Todo el mundo miente así.

—Qué curioso. Yo no.

—No me está ayudando mucho. ¿Cómo voy a apañármelas ahora para creerle?

—La cuestión está resuelta desde hace tiempo. Usted no me cree.

—No se equivoque. A partir de esta noche, he decidido creerlo.

«Ya está. Me he declarado. ¿Cuánto apostamos a que ni siquiera se da cuenta?»

La observó y permaneció en silencio durante largo rato antes de decir:

—Gracias. ¿Y qué ha ocurrido esta noche?

—He visto el forro de la falda que ha confeccionado para mí.

Sonrió.

—No se imagina el trabajo que representa.

—Coserla...

—No, el color. Decir «un forro amarillo» equivale a decir «una joven hermosa»: no tiene ningún significado. La belleza es un concepto tan ambiguo como el amarillo.

—Dispone de ese catálogo del siglo XIX del que me habló.

—Según yo lo veo, la taxonomía de Casus Belli presenta una laguna respecto al amarillo. Sin duda es el color más sutil, porque es el que se aproxima más al oro. Amélie Casus Belli distingue ochenta y seis variedades de amarillo, todas con su nombre.

—¿Y no ha encontrado ninguno que le guste?

—Tres amarillos casi lo consiguen: el amarillo plátano, el amarillo huevo y el amarillo ranúnculo.

—¿Los ha mezclado?

—Es la ilusión de los ignorantes, creer que si mezclan tres aproximaciones conseguirán el color ideal. Las mezclas de colores desembocan siempre en horribles papillas. No existe nada más divino que la pureza de un color. Yo he inventado el amarillo número ochenta y siete, el de su forro, para usted. Lo he creado mediante ese procedimiento matemático que responde al nombre de asíntota. Un color es una curva, la asíntota es la parte derecha que más se le acerca. Es así como, en mi íntimo muestrario de colores, he forjado el amarillo asintótico. Un amarillo así adquiere dimensiones metafísicas: es un milagro que he conseguido hacer realidad. Los matices del acetato se prestaban a la materialización de ese amarillo.

«Debería haber apostado», pensó Saturnine. «No se ha enterado de nada. Sigue dale que te pego con su amarillo como un loco.»

—Es fascinante —dijo ella educadamente.

—¿Verdad que sí? ¿Sabía que el amarillo es el color de la princesa de Clèves?

—¿También lee los clásicos franceses? —llegó a murmurar para no salirse del papel que estaba interpretando.

—Sólo aquellos cuyos héroes visten gorguera, símbolo del genio español. Resumiendo, el duque de Nemours lleva los colores de la princesa de Clèves, y es así como ella se entera de que él la ama. Más adelante, Nemours la observa, en su habitación, anudando cintas de ese mismo color amarillo alrededor del bastón que acaba de birlarle. Lo que resulta extraordinario es que halla la traducción exacta a su comportamiento: está enamorada de él. Estoy convencido de que se trata del amarillo asintótico que acabo de inventar.

«Quizá por fin lo haya entendido», pensó ella.

—A su manera, usted no es tan diferente de la princesa de Clèves —concluyó.

El terreno estaba minado. Saturnine pretextó cansancio para irse a la francesa.