Al día siguiente, al regresar de la Escuela del Louvre, Saturnine encontró una caja encima de su cama. Dentro, una larga falda de terciopelo dorado y una nota: «En recuerdo del champán de ayer. Espero que sea de su talla.» Firmado: don Elemirio Nibal y Mílcar.

Durante un segundo, Saturnine se preguntó si debía aceptarla. Pero enseguida borró ese inhumano pensamiento de su mente: el suntuoso tejido le inspiraba un deseo que, de no poder ser satisfecho, la habría hecho llorar. Se desvistió.

Cogió una blusa negra del armario y se la puso, luego se enfundó la falda aguantando la respiración: se adaptaba tan bien a su cintura que le pareció un abrazo amoroso. Unos botines negros de tacón alto completaron el conjunto.

Su psique le envió un mensaje embriagador «En mi vida había llevado una prenda tan elegante», pensó.

Dedicó un tiempo interminable a contemplar su reflejo y sobre todo a acariciar el terciopelo: se estremecía de placer. El oro de la falda tornasolaba a su alrededor.

Cuando Mélaine la llamó para la cena, Saturnine corrió a reunirse con el español. Él la miró como si se tratara de una aparición.

—¡Está usted perfecta! —exclamó.

—Acertó usted con mi talla. Se nota que es un mujeriego.

—Si supiera hasta qué punto este término me resulta inconveniente.

—Que yo sepa, ha tenido usted por lo menos ocho mujeres. No es moco de pavo.

—¿Qué entiende usted por «tener una mujer»?

—Esta conversación empieza a estar fuera de lugar. ¿De dónde ha sacado esta maravillosa falda?

—La he confeccionado con mis propias manos.

Saturnine quedó paralizada por la incredulidad.

—La costura es una de mis pasiones. Cuando me retiré del mundo, acababa de comprar una máquina de coser. La ropa de hoy me desespera por su vulgaridad. La que suelo llevar es mediocre, dirá usted. Pero hace veinte años esa mediocridad ya resultaba imposible de encontrar. Estos pantalones representan tres horas de trabajo. Ayer por la mañana, mandé a Hilarión a buscar el terciopelo dorado más hermoso. Cinco horas más tarde, Mélaine depositaba mi obra sobre su cama. Podríamos bautizarla como «falda champán».

—Mejor, la falda Dom Pérignon.

—Tras cinco horas de costura, ya no me quedaban fuerzas para cocinar. Mélaine nos ha traído cosas buenas de Petrossian: caviar, blinis, crema agria y vodka. ¿Me lo tendrá en cuenta si esta noche prescindimos del champán?

—¿Bromea? Siempre he soñado con una cena caviar-vodka.

—Además, su falda hará el papel de champán. He observado que no utiliza la nevera que puse a su disposición. Así pues, la he utilizado para almacenar parte de nuestras existencias.

Abrió la puerta para mostrarle su contenido a Saturnine: la iluminación electrodoméstica desveló la presencia de una importante cantidad de botellas de las mejores marcas.

—¡Una nevera de champán! —gritó ella.

—Tómelo cuando le apetezca. Un consejo —añadió—. No espere a haber deglutido el caviar para beber el vodka. Lo ideal es hacer explotar las huevecillas entre los dientes mezclándolas con el alcohol helado.

Ella se aplicó a seguir el protocolo con deleite.

—Tiene usted razón. Sabe infinitamente mejor. De esta manera, acabaremos borrachos perdidos.

—Así nos lo exige la muy santa Rusia —subrayó don Elemirio.

Saturnine se concentró en su propio placer. Nada más excitante que una cena como aquélla. Media hora más tarde, se sintió presa de una euforia extraordinaria.

—Es usted rico, dispone de una residencia faraónica en el corazón de París, cocina bien, cose como un hada: sería usted el hombre ideal si no fuera por su... vicio.

—¿El tráfico de indulgencias?

—Eso es —dijo ella riendo.

—Entre mis cualidades, ha olvidado usted mencionar que soy el hombre más noble del mundo.

—Eso lo añado a la lista de sus defectos. En sí, me da lo mismo, pero que se sienta tan orgulloso de serlo resulta insalvable. ¿Ha confeccionado la ropa de todas sus mujeres?

—Por supuesto. Pensar un vestido para un cuerpo y un alma, cortarlo, juntarlo, es el acto de amor por excelencia.

Debido al alcohol, Saturnine había bajado la guardia. Le dejó hablar.

—Cada mujer exige una ropa distinta. Se requiere una atención suprema para sentirlo: hay que escuchar, mirar. Sobre todo no imponer los propios gustos. Para Émeline, fue un vestido color de día. Ese detalle del cuento Piel de asno la tenía obsesionada. Faltaba decidir de qué día se trataba: un día parisino, un día chino, ¿y de qué estación? Dispongo aquí del Catálogo universal de los colores, taxonomía establecida en 1867 por la metafísica Amélie Casus Belli: un compendio indispensable. Para Proserpine, fue una chistera de encaje de Calais. Me dejé las cejas confiriéndole a tan frágil material la rigidez adecuada, pero también la capacidad de escamoteo que exige este tipo de sombrero. Me atrevo a decir que lo conseguí. Séverine, una sévrienne algo severa, tenía la delicadeza del cristal de Sèvres: creé para ella una capa catalpa cuyo tejido tenía el sutil azul de la caída de las flores de ese árbol en primavera. Incarnadine era una chica de fuego: esa criatura nervaliana merecía una chaqueta llama, auténtica pirotecnia de organdí. Cuando se la ponía, me incendiaba. Térébenthine había escrito una tesis sobre el hevea. Pinché un neumático para recuperar la dúctil sustancia y poder realizar un cinturón-corpiño que le confería un porte admirable. Mélusine tenía los ojos y la silueta de una serpiente: completé su figura con un vestido tubo sin mangas, de cuello alto, que le llegaba a los tobillos. Estuve a punto de aprender a tocar la flauta para encantarla cuando se vestía así. Albumine, por motivos que no creo que deba explicar, fue la razón que me llevó a concebir una blusa cáscara de huevo de cuello merengue, en poliestireno expandido: una auténtica gorguera. Soy partidario del regreso de la gorguera española, no hay nada más apropiado. En cuanto a Digitaline, de venenosa belleza, inventé para ella el guante medidor. Unos largos guantes de tafetán púrpura que ascendían hasta más allá del codo y que gradué para ilustrar el adagio latino de Paracelso «Dosis sola facit venenum»: sólo la dosis hace al veneno. ¿De qué se ríe?

—El pronóstico es inevitable: después de mí, su coinquilina se llamará Margarine y diseñará para ella unos manguitos de pura grasa.

—No tiene usted sentido de lo sagrado.

—Perdóneme, es el exceso de vodka. Así que ¿se acuerda de todas sus mujeres?

—No son mis mujeres. Son las mujeres a las que he amado.

—Y que fueron todas sus coinquilinas.

—Sí. La coinquilina es la mujer ideal. Bueno, casi.

—Ese casi es una macabra lítotes. ¿Cuándo empezó a reclutar coinquilinas para llamarlas así?

—Hace dieciocho años. Dejé de salir hace veinte años. La falta de mujeres no tardó en ofuscarme, pero necesitaba un método. La solución me llegó leyendo el periódico, lo que no suele ocurrirme: había un epígrafe «Coinquilinos» en la página de anuncios. Abrí los ojos. Sólo me quedaba publicar mi anuncio por palabras. No esperaba tener tanto éxito.

—Sus padres murieron hace veinte años, ¿verdad?

—Sí. Un trágico accidente. Mi padre, don Deodato Nibal y Mílcar, adoraba coger setas. En el bosque de Fontainebleau recogió un capazo lleno de lepiotas que, más tarde, él mismo cocinó.

—Clásico: era una seta mortal, y usted fue el único que no la tocó.

—Al contrario, comí más que mis padres. Me salvaron las indulgencias.

—No lo entiendo.

—Ya se lo conté: cuando le doy el oro a mi confesor, lo digiero todo. Mi padre reprobaba el tráfico de indulgencias. En medio de la noche, mi madre empezó a quejarse de dolores de estómago: las setas habían sido cocinadas con mantequilla. Mi padre, que no se encontraba mucho mejor, fue a buscar bicarbonato de sodio. Pero se equivocó: en lugar de bicarbonato, cogió los nitratos que utilizaba como abono para sus rosales. Le administró una buena dosis de nitratos a su esposa y luego se tragó su parte. Minutos más tarde, una deflagración despertó a toda la familia: mis padres habían explotado.

—¿De verdad?

—Sí. Un espectáculo desgarrador, aquellos pedazos de grandes de España en la lámpara de araña y el dosel de la cama. Ésa también fue la razón por la que despedí a todo el servicio. ¿Cómo quieres obtener el respeto de unos criados que han recogido los restos de tu ascendencia?

Saturnine reflexionó con el ceño fruncido antes de exclamar:

—No le creo. Debería inventar mentiras menos asombrosas. ¡Fue usted quien asesinó a sus padres!

—Está loca. Yo, que los adoraba, ¿causarles daño a mi noble padre y a mi santa madre?

—Nada extraño tratándose de usted.

—Deje ya sus fantasías. Me ofende. Enterré a mis padres en la intimidad, en el cementerio de Charonne. Fue la última vez que abandoné el perímetro de este lugar.

—Espere, su historia no se sostiene. No puede haber recabado el testimonio de su padre, así que ¿cómo sabe que quería ingerir bicarbonato de sodio?

—En caso de mala digestión, ése era el único producto del que se fiaba.

—No tiene ninguna prueba de que quisiera tomar ese bicarbonato y que lo confundiese con los nitratos.

—En efecto. Aunque es evidente.

—¿A usted se lo parece?

—Los nitratos estaban justo al lado del bicarbonato, en un frasco idéntico.

—Curioso orden.

—No. Los rosales estaban en la terraza contigua al cuarto de baño.

—¿La policía investigó el caso?

—Sí. Y concluyó que había sido una indigestión.

—¿No les desembolsaría sus indulgencias a ellos también?

—No es un tema para tomárselo a broma. Cuando mis padres murieron, supe que no viviría como ellos. Salían y recibían sin descanso. Y yo nunca tuve ni la capacidad ni el deseo de imitarles. Me instalé en esta existencia autárquica. Mi ambición era convertirme en un huevo.

—Fue entonces cuando recobró su obsesión por las mujeres.

—Obsesión, el término es exagerado. Digamos que un huevo necesita ser incubado.

—Tiene usted cada metáfora.

—Cuando puse el anuncio por palabras, se presentaron cuatro jóvenes.

—Y esos cástings le proporcionaron una sensación de poder, ¿verdad?

—Nunca tuve la sensación de poder elegir. Igual que con usted, había una evidencia y sólo una. Émeline no era la más hermosa, era la única y era hermosa. Me permito recordarle que en aquella época yo no tenía esa sulfurosa reputación y que eso no impidió que las féminas acudieran.

—En número menor.

—Cierto. Me enamoré de Émeline y ella de mí. Todas mis coinquilinas se enamoraron de mí en un visto y no visto menos usted. A veces me pregunto si no será porque es usted belga.

—Eso honra a mi país.

—¿No forma parte de los Países Bajos? ¿Acaso no existe una bajeza belga?

—Es usted el que habla de bajezas.

—Creí que aquella felicidad sería perpetua. Émeline era bajonista. Nunca escuchará el bajón sin oír otro instrumento. Las mujeres son una orquesta. Puedes disfrutar del conjunto durante mucho tiempo. Pero, un día, decides aislar a una concertista. Escrutas y, de repente, localizas a la bajonista tanto más graciosa y decides escucharla sólo a ella. Incluso en plena sinfonía, sólo escuchas el bajón. Pronto los violines, el piano y las voces resuenan como una cacofonía y ruegas a la bajonista que llegue a ejecutar en tu casa un solo eterno.

—¿Y fue entonces cuando se le ocurrió la funesta idea del cuarto oscuro?

—Está usted simplificando.

—En todo caso, las fotos son un cuento. Nunca le he visto hacer fotos.

—Espero la inspiración.

—No tiene usted los hábitos de un fotógrafo. Le he estado observando. Nunca enfoca con los ojos, nunca permanece en silencio ante una imagen. Al contrario, habla y habla sin descanso. Apostaría a que nunca ha tocado una cámara fotográfica.

—Hábil provocación para que le enseñe mis clichés.

—Está usted muy seguro. Habría que cobrar impuestos por la autosatisfacción.

—Sí, la idea del cuarto oscuro se me ocurrió en aquella época. Es lógico. Un soltero no lo necesita. Es cuando te dispones a compartir tu vida con tu amor cuando surge esa necesidad. Tengo entendido que usted no ha amado nunca; más a mi favor, no tiene la experiencia de la cohabitación amorosa. Sepa que no es tan sencilla.

—Cuando la choza dispone de treinta habitaciones como ésta, debe de resultar un poco más fácil, ¿verdad?

—La ambigüedad es todavía mayor. ¿Dónde empieza su territorio y acaba el del otro? Existe una geografía amorosa que equivale a las cartografías guerreras. Me parece que en un estudio la amenaza de crisis es tan potente que la pareja hace más esfuerzos conjuntos: es una cuestión de vida o muerte.

—Especialmente en su caso, es una cuestión de vida o muerte. Usted ha demostrado que esto dependía del carácter y no de la superficie.

—Ya lo verá cuando le ocurra. Creemos que el amor es una fusión. Bajo el mismo techo, ya no lo es tanto.

—Es culpa suya. Si estúpidamente no hubiera decidido no salir nunca más de su casa, la otra persona no le habría parecido tan molesta.

—Admiro su tono ex cátedra para evocar un tema que le es ajeno. ¿No cree que todo ser humano tiene derecho a un cuarto oscuro?

—Lo que me resulta chocante es que lo convierta en una amenaza.

—Todo derecho implica una sanción en caso de infracción. Es así.

—Una sanción que no resulte desproporcionada. En su sistema, la sanción es bastante peor que el crimen.

—No es asunto mío.

—Ésa es la razón por la cual me niego a tener esta conversación con usted. Acabaré creyendo en la genética: es usted de una mala fe cartaginesa. Si no es el responsable, ¿entonces quién lo es?

—La que transgrede lo prohibido.

—Odiosa respuesta. Inhumana.

—Respuesta aristocrática.

—Su actitud me recuerda la de un grupo de agricultores belgas, hace unos años. Durante uno de sus juegos, unos niños arrasaron un campo de maíz. Furiosos, los granjeros les dispararon e hirieron gravemente a varios chavales. En las noticias, un periodista entrevistó a unos agricultores de la región: «¿No es escandaloso disparar a unos niños?» Todos los granjeros respondieron: «Que no se hubieran metido en el campo de maíz.» Su actitud no tiene nada de aristocrático, es la lógica de los estúpidos.

—La televisión belga me parece la mar de divertida.

—No soporto sus evasivas. Voy a acostarme.

Saturnine salió sin escuchar lo que don Elemirio refunfuñaba:

—No soporta mis evasivas pero es usted la que huye. ¿Y cómo puede comparar mis secretos con un campo de maíz? En fin, mi victoria de esta noche es haber logrado que se haya puesto la falda. Aunque seguramente eso no signifique lo mismo para usted que para mí.