—Me encantó su amiga —declaró don Elemirio a Saturnine la noche siguiente.

—No es bocado para su paladar.

—¿Otra expresión belga?

—No. Esta expresión la aprendí en Francia. Significa que puede usted permitirse apreciar a Corinne: no corre ningún riesgo, no tiene consecuencias.

El español ignoró aquella andanada.

—Puede volver cuando quiera —dijo él.

—Cuento con ello.

—No le caigo bien, ¿verdad?

—No le puedo ocultar nada.

—¿Por qué?

—Me imagino al doctor Petiot haciendo la misma pregunta a una nueva mujer.

—Es domingo. Esta mañana no la he visto en misa.

—No creo en Dios.

—¿Cómo es posible?

—¿Creería usted en Dios si no necesitara que le perdonaran tanto?

—Siempre he tenido fe.

—Le educaron así.

—No. Es algo visceral.

—Entonces, ¿por qué eso no le ha impedido... permitir el libre acceso al cuarto oscuro?

—¿Qué tiene que ver?

—¿Por qué no protegió a esas mujeres de sí mismas? El catolicismo es una religión de amor, ¿no es cierto?

—El amor es una cuestión de fe. La fe es una cuestión de riesgo. No podía suprimir ese riesgo. Es lo que hizo Dios en el Jardín del Edén. Amó a su criatura hasta el extremo de no suprimir el riesgo.

—Una lógica aberrante.

—No. Una prueba suprema de estima. El amor supone estima.

—¿Así que se considera como Dios?

—Amar es aceptar ser Dios.

—Está usted para que le encierren.

—¿Qué es el amor para usted?

—No lo sé.

—¿Lo ve? Critica pero no tiene nada que proponer.

—Prefiero mi ausencia de propuesta.

—¿Nunca ha amado?

—Digámoslo así.

—Ya verá cuando le ocurra, no se reconocerá a sí misma.

—Seguro. Pero no seré como usted.

—¿Cómo puede afirmarlo?

—He conocido a personas que amaban. No todos eran monstruos.

—Acabará por amarme.

—¿Cómo puede estar tan seguro de sí mismo?

—Amar es aceptar ser Dios.

—Si eso fuera cierto, los que aman serían correspondidos.

—No. Dios no siempre es amado. Pero usted es demasiado maravillosa para no amar a Dios.

—Adoptemos su lógica. Si yo le amara, también estaría aceptando ser Dios. Y si fuera Dios, le mandaría al infierno, en el que no creo pero en el que usted sí cree.

—No, si fuera Dios, se apiadaría de mí.

—¿Acaso usted se apiadó de esas pobres mujeres?

—Por supuesto.

—¡Jesuita!

—Me gustan los jesuitas, aunque prefiero el tribunal de la Santa Inquisición.

—Podría reírme con sus opiniones si no estuviera al corriente de sus siniestras consecuencias.

—¿Qué opina de la indiscreción?

—Ya veo por dónde va.

—Responda.

Saturnine suspiró antes de decir:

—Me horroriza la indiscreción. Es una ruindad.

—¿Lo ve?

—Sin embargo, hay algo peor que la indiscreción. Los que se consideran autorizados a castigar a los indiscretos. Con esa casuística no me pillará. No se me ocurre nada más repugnante que su autocomplacencia.

—En mi lugar, ¿qué habría hecho usted?

—Habría cerrado a cal y canto la puerta que no deseaba que nadie abriera.

—¿Y habría renunciado de entrada a la confianza?

—Habría renunciado al angelismo. Habría aceptado la naturaleza humana.

Bebió un sorbo de Dom Pérignon 1976 con expresión meditativa y prosiguió:

—¡Tan joven y ya de vuelta de todo!

—Ya ve adónde lo ha llevado su optimismo beato.

—Está bien. Imagine: habría seguido su consejo, habría cerrado la puerta a cal y canto. La coinquilina habría registrado hasta los más mínimos rincones, y habría acabado encontrando las llaves. Y, al final, habría entrado en el cuarto oscuro. ¿En ese caso cuál habría sido su comportamiento?

—Nada.

—¿Cómo que nada?

—Me habría sentido decepcionada. Furiosa. Triste. Pero no habría hecho nada.

—Nos vamos entendiendo.

Saturnine hizo una mueca y declaró:

—Si no estuviéramos bebiendo el mejor champán del mundo, abandonaría esta habitación ahora mismo ante tanta mala fe.

—Llévese la botella a sus aposentos.

—Me horroriza beber sola. Prefiero las peores compañías.

—¡Qué superlativa es!

—¿Esta noche no comemos?

—Sí. Quedan escorpiones, para hablar como su amiga. No resistirán un día más.

—Pues venga con los escorpiones.

Don Elemirio fue a la nevera a buscar los bogavantes.

—Lo que me gusta de usted es su tono. Es dominante. Me ordena que encargue champán. Dice: «Pues venga con los escorpiones.» Siento tanta voluptuosidad obedeciéndole.

—Sólo soy así con usted.

—¡Qué privilegio!

—De un modo natural usted provoca esa actitud en mí.

—¿No serán los prolegómenos del amor?

—Me temo que no. Pero disfruto demostrándole que no me da miedo.

—No le doy miedo a nadie. Soy dulce como un corderito.

—¿Bromea? Corinne temblaba de miedo frente a usted.

—¿Esa discípula de Atenea? ¿Esa vestal de la Casa del Terror?

—Y, sin embargo, no es de las que se asustan. Todas las mujeres le tienen miedo. Eso es lo que les atrae, mucho más que su grandeza.

—Pero a usted no le doy miedo. Si no le doy miedo es porque siente que soy inofensivo.

Saturnine levantó la mirada hacia el cielo y siguió desmenuzando el bogavante.

—¿De dónde viene ese hermoso nombre?

—Del dios Saturno, equivalente latino del griego Cronos, el Titán padre de Zeus.

—No se andan con chiquitas, ustedes.

—Está bien que lo diga. El adjetivo saturniano se opone al adjetivo jovial. Saturno era famoso por ser triste, al contrario que su hijo Júpiter, el jovial que le tomó ojeriza a su melancolía y expulsó del cielo al pobre Saturno.

—Tenga usted hijos. ¿Es usted melancólica?

—No.

—Eso quizá llegará más adelante.

—¿Qué significa Elemirio?

—Lo ignoro. Las etimologías árabes resultan difíciles de fijar.

Llenó de nuevo la copa de la joven, que la cogió de inmediato.

—Este champán es puro terciopelo. Terciopelo dorado. Increíble —dijo.