El sábado, la joven telefoneó a Corinne y la invitó a descubrir su nuevo lugar de residencia.

—¿Estás segura de que puedo ir?

—Nada lo impide. ¿Te da miedo?

La amiga llegó por la tarde. Saturnine le mostró todas las habitaciones del palacete. Se detuvo ante una puerta.

—¿El cuarto oscuro? —preguntó Corinne.

—Sí.

—En tu opinión, ¿qué es lo que esconde?

—¿Es necesario responder? Lo sabes tan bien como yo.

—Resulta aterrador. ¿Cómo puedes permanecer bajo el mismo techo que este psicópata?

—Este tipo se alimenta de la angustia ajena, y de la de las mujeres en particular. Quiero demostrarle que no me impresiona.

—¿Por qué no llamas a la policía?

—Es curioso, él también me preguntó lo mismo. Creo que, en su fuero interno, él también alimenta la fantasía de ser entregado a la justicia.

—Eso demuestra que tiene mala conciencia.

—¿Tú crees? Le basta darle oro a su confesor para exculparse.

—¿No sientes la tentación de entrar?

—Siento curiosidad, pero me resulta fácil resistirme. Puedes estar segura de que hay cámaras de seguridad. No tengo ningunas ganas de unirme a esas desgraciadas.

—A mí me parece que yo iría de noche en un ataque de sonambulismo. ¡Saturnine, deja esta casa, te lo ruego!

—Mejor sígueme.

Llevó a Corinne hasta sus aposentos. La amiga se quedó sin habla.

—Quítate los zapatos y camina por el cuarto de baño.

Ella lo hizo.

—¡Hay calefacción en el suelo!

—Túmbate en la cama.

Corinne gimió de placer.

—Fíjate en el silencio.

—Quinientos euros al mes —repitió la joven, que pagaba más por sus 30 m2 en Marne-la-Vallée.

Saturnine tiró del cordón. Mélaine acudió.

—He invitado a una amiga. ¿Puedo rogarle que nos traiga té?

Cinco minutos más tarde, Mélaine instalaba una mesita con una humeante tetera, tazas doradas y un bizcocho de frutas confitadas. Corinne esperó a que se marchara antes de decir:

—Entiendo tus argumentos. ¿Este tío quiere casarse contigo? Dile que sí. Y, a continuación, te lo cargas.

—¿Así que quieres que haga lo mismo que él?

—¡Este tío ha matado a ocho mujeres!

—No puedes tomarte la justicia por tu mano.

—Mira que eres pesada.

—No tengo ganas de ir a la cárcel.

—¿Y si cometieras el crimen perfecto?

—Eso no existe.

—¿Entonces qué? ¿Vas a vivir con este chiflado sin hacer nada?

—Mientras yo esté aquí, no hay riesgo de que se cargue a otra mujer.

—¿Te sacrificas?

Con la barbilla, Saturnine señaló el lujoso ambiente y dijo:

—A esto no lo llamaría yo sacrificarse.

Sirvió el té y cortó el bizcocho en dos partes. Antes de ponerlo en su plato, lo miró y añadió:

—Fíjate. Puedes ver la transparencia de las frutas confitadas a través de la luz. Las cerezas parecen rubíes, la angélica tiene esmeraldas. Encajadas en la masa translúcida, se dirían un gemario.

—¿Un qué?

—Un gemario es una vidriera de piedras preciosas. Además, dejas el pedazo cortado sobre el plato dorado y el tesoro resulta completo.

—¿Puedo robar un platillo?

—No.

—Lástima. Podría sacar una pasta.

Saturnine sonrió. Le sentaba bien recibir a su amiga; era un cambio con respecto al español. Estuvieron charlando durante horas. Tuvieron sucesivamente veinticinco años, luego veintidós, luego dieciocho, luego quince. Cuando Mélaine llamó a la puerta, estaban llegando a los doce.

—El señor les ruega que compartan su cena con él.

—Me largo —dijo Corinne.

—No. Acompáñame.

—No estoy invitada.

—Yo te invito.

—Me da miedo.

—¡Déjate de tonterías!

Saturnine la tomó de la mano y la llevó hasta la cocina. La joven tenía los ojos como platos a causa del terror.

—Don Elemirio, le presento a Corinne, mi amiga de la infancia.

—Buenas noches, señorita. ¿Aceptaría una copa de champán?

—Es que... tengo que volver a casa. Prefiero no regresar demasiado tarde, por culpa del tren.

—Mi chófer la llevará.

—¿Lo ves? —dijo Saturnine.

—Probablemente no habrá previsto comida para todos —balbuceó Corinne.

—No hablará usted en serio —protestó el anfitrión.

—¿Desde cuándo rechazas una copa de champán? —preguntó Saturnine. Levantó la botella de la cubitera y exclamó—: ¡Un Laurent-Perrier cosecha Grand Siècle! ¡Se ha esmerado usted! Yo lo descorcho.

Pasmada por el tono de su amiga dirigiéndose a un asesino en serie, Corinne vio cómo llenaba tres copas de cristal de Toledo.

—¿Por qué brindamos? —preguntó don Elemirio.

—Igual que ayer, ¡por el oro!

Corinne se preguntaba si Saturnine no se estaría trastocando también. El ritual, el tono glacial que ella no le conocía, el lujo de aquel lugar, el hombre que miraba a Saturnine como un trofeo de caza, todo la impresionaba, todo la horrorizaba. El español puso un tercer cubierto y depositó sobre la mesa una bandeja de bogavantes. La invitada se asustó tanto que gritó:

—¡Escorpiones!

—¿Nunca has comido bogavantes? —se divirtió Saturnine.

—Sí, por supuesto.

Empezaron a comer. Corinne no conseguía desmenuzar el crustáceo. Su amiga acudió en su ayuda. Haciendo crujir una articulación, hizo que un chorro de bogavante saliera disparado hasta el ojo de don Elemirio. Saturnine no pudo contener la risa.

—¡Le ruego que me perdone! —exclamó temblando Corinne.

—No pasa nada —dijo, benévolo, el anfitrión—. ¿Cuánto hace que se conocen?

—Desde el ateneo —dijo Corinne.

—¿Perdone?

—El ateneo —prosiguió Saturnine— es la escuela secundaria en Bélgica.

—¡Qué palabra más admirable! Así que las dos fueron confiadas a la égida de Atenea.

—Efectivamente —dijo Saturnine—. Atenea, diosa de la inteligencia. ¡Tenga cuidado, don Elemirio!

—¿A qué se dedica? —preguntó el hombre.

—Trabajo en Eurodisney.

—¿Y eso en qué consiste?

—Es un parque de atracciones. Organizo las colas de acceso a la Casa del Terror.

—¿Y qué clase de extraño destino la ha llevado del culto a Atenea a la Casa del Terror?

—Primero trabajé en Walibi, en Bélgica. Y luego surgió la posibilidad de ir a Eurodisney. Pagan mejor.

—¿Le gusta su trabajo?

—No.

—¿Y entonces por qué lo ejerce?

—Mejor eso que ser cajera en Carrefour.

Don Elemirio observó a las dos jóvenes con cara de preguntarse qué podían tener en común. Saturnine le odió. Corinne se percató de su perplejidad y dijo:

—Con doce años, Saturnine ya era la primera de la clase y yo la última.

—Yo también era el último de la clase.

—Sí, pero usted podía permitírselo, no era grave —dijo Corinne.

Saturnine se echó a reír.

—Lo siento. ¿He dicho algo inadecuado? —farfulló Corinne.

—No, sólo has dicho la verdad.

Con un nudo en el estómago, la invitada pronto dejó de comer.

—¿Puedo fumar? —preguntó.

—Faltaría más —dijo él.

Sacó un paquete de cigarrillos de su bolsillo y un encendedor, Saturnine y don Elemirio también aceptaron. Cada uno disfrutó de su cigarrillo en silencio, mirando a los otros. El momento resultó extrañamente agradable. Cuando Saturnine se despidió de su amiga, ésta le dijo:

—¿Por qué le hablas así?

—Es lo que se merece, ¿no?

—Sí. ¿Sabes?, me parece bastante simpático.

—¿Tú crees?

—¿No irás a enamorarte de él?

—¿Estás loca?

Se dieron un beso. Corinne entró en el Bentley, que se alejó.