A la mañana siguiente, cuando Mélaine le sirvió el desayuno en la cama, Saturnine le preguntó cuánto tiempo llevaba trabajando para los Nibal y Mílcar.
—Veinte años. Igual que Hilarión Grivelan y que el chófer.
—¿Les contrataron al mismo tiempo?
—En efecto. Cuando los padres del señor murieron.
—¿Al equipo anterior lo enterraron junto a los difuntos?
—No —dijo Mélaine imperturbable—. Los padres del señor llevaban una vida muy diferente. Recibían muchas visitas. El servicio era muy numeroso. El señor los despidió a todos.
—¿Don Elemirio insistió en que fuera usted un hombre?
—Sí. Ése era uno de sus requisitos.
—¿Por qué?
—Lo ignoro, señorita.
Aquella misma noche, al entrar en la cocina, don Elemirio recibió, extrañamente conmovido, a Saturnine con un atronador «¡Usted!».
—¿Quién quería que fuera? —dijo ella.
—He pasado el día en su compañía. Mire.
Sacó de la nevera un gigantesco saint-honoré y lo dejó sobre la mesa. La joven gritó de admiración.
—Lo he hecho yo —declaró—. Yo, que nunca había preparado ni siquiera pasta de buñuelo, ni hojaldre, ni crema chiboust, ni caramelo, lo he aprendido todo gracias a mi libro mágico.
—¡Es magnífico!
—Sentí la tentación de añadirle al caramelo hirviendo algunas hojas de oro para darle al pastel la dignidad española, pero me contuve para demostrar que estoy abierto a gustos distintos a los míos.
—Le felicito por ello.
—Será el plato principal.
—Tiene usted razón. No íbamos a comer antes; habríamos pensado sólo en el postre. ¿Había previsto champán?
—¿Perdone?
—Un saint-honoré como éste exige que se lo acompañe con un gran champán.
—No lo entiendo. No tenemos.
—Ya encontraré —dijo Saturnine.
A don Elemirio no le dio tiempo a retenerla. La joven ya estaba en la calle. A la hora que era, en el distrito séptimo, resultaba poco probable que se tropezara con un colmado abierto; entró en una brasería chic, se mostró encantadora y compró, a un precio considerable, una botella de Laurent-Perrier. Regresó corriendo con su botín.
—Está helado —anunció ella.
Don Elemirio había sacado unas copas de cristal de Toledo.
—No sabía que le gustara el champán —balbuceó él.
—¿A usted no?
—No lo sé.
—¿Para qué ser rico si no es para beber excelentes champanes? Usted que está obsesionado por el oro, ¿no sabe que el champán es la versión líquida del oro?
Destapó la botella y llenó las copas. Le ofreció la suya al español.
—Fíjese —dijo contemplando el brebaje—. ¿Hay algo más hermoso que el placer?
—¿Por qué brindamos?
—Por el oro, por supuesto.
—Por el oro —retomó don Elemirio con voz mística.
El sorbo les estremeció.
—Ahora ya podemos degustar dignamente su saint-honoré.
Él cortó dos trozos que no se vinieron abajo: la gracia le acompañaba.
—¡Exquisito! —exclamó ella—. No sé cuál es su valor como aristócrata, pero como pastelero resulta usted convincente. Venga ya, ¿está llorando?
—Por primera vez, tengo la impresión de gustarle. Me emociono con facilidad.
—Tampoco exageremos. Aprecio su pastel, eso es todo. Le ruego que se seque las lágrimas.
—No. Me gusta llorar ante una hermosa mujer a la que le ofrezco la voluptuosidad.
—Es usted insoportable.
—¿Lo ve? Hago bien en no salir.
Ella rió.
—¡Cuando pienso en todas esas mujeres que sueñan con conocerlo! ¡Si supieran que a la mínima se pone a llorar y que no tiene champán en su casa!
—Corregiré este último punto. Me ha convertido usted. ¿De dónde le viene esa costumbre?
—¿Esa costumbre? Bromea. No he bebido mucho champán en mi vida, pero desde la primera vez supe que no existía nada mejor. ¿Cómo ha conseguido usted no darse cuenta?
—Supongo que el champán me lo estropeó la mundanidad. No lo había probado desde hace veinte años.
Aquel lapso de tiempo le recordó otro a su interlocutora.
—Sólo emplea hombres para el servicio. ¿Por qué?
—No soporto la idea de que una mujer ejerza una tarea degradante. Cuando era niño y veía a una chica fregando el suelo, me sentía avergonzado.
—¿Y cuando el que friega es un hombre no le molesta?
—Siempre he pensado que los hombres están destinados a realizar las tareas ingratas. Si me muestro tan exigente respecto a las mujeres es porque se debe esperar algo más de ellas.
—A su discurso no le falta ambigüedad. Elogia más a las mujeres para poder castigarlas mejor.
—¿De dónde saca que las castigo?
—De sus propias palabras. «Si entra en el cuarto oscuro, lo pagará caro.»
—Esta frase no especifica que castigue a nadie.
—Me parece que está jugando con las palabras.
—Si tan malo me considera, ¿por qué sigue aquí?
—Porque aquí disfruto de una comodidad extraordinaria. Porque no soy el tipo de persona que se interese por su cuarto oscuro. Porque a partir de mañana usted encargará grandes champanes.
—En resumen, me aprecia.
—No he dicho eso. Pero no me da miedo.
—Hace bien. No soy peligroso.
—¿Opinan lo mismo mis ocho predecesoras?
—Pregúnteselo a ellas.
—Es usted macabro...
—Permítame que le cuente...
—No quiero conocer su historia, se lo repito.
—No es justa.
—Tampoco usted me parece un modelo de justicia.
Don Elemirio tomó un poco de saint-honoré con expresión dubitativa y acabó diciendo:
—Las apariencias juegan en mi contra.
—¡Qué lucidez! —exclamó Saturnine, riéndose.
—Se equivoca respecto a mí. Eso me pone enfermo, cuando constato que tantas mujeres se sienten atraídas por mi espeluznante reputación. ¿Puede explicarme a qué obedece semejante comportamiento femenino?
—Sin duda existe, en la mayoría de las mujeres, una forma de masoquismo. ¡Cuántas mujeres he visto sucumbir a la atracción de pervertidos repugnantes! En las cárceles, los émulos de Landru reciben montones de cartas de admiradoras enamoradas. Algunas incluso llegan a casarse con ellos. Supongo que se trata del lado oscuro de la feminidad.
—Usted no es así. ¿Por qué?
—Hay que invertir la pregunta. ¿Por qué las demás están tan locas?
—Las mujeres son mejores o peores que los hombres. Lo escribió La Rochefoucauld.
—Es la primera vez que le oigo citar a un francés.
—Los españoles sólo son capaces de idealizar trágicamente a las mujeres. Yo no soy una excepción.
—Poner a alguien en un pedestal nunca sale gratis.
—Al contrario. Es ofrecerle una posibilidad de excelencia.
—Y a la mínima imperfección dejamos caer al desgraciado.
—No a la mínima imperfección.
—Cállese. ¡Si cree que no le he entendido...! Sus actos son injustificables.
—Es su opinión, denúncieme a la policía.
—No es mi estilo. Denúnciese usted solo.
—Sólo tengo que rendirle cuentas a Dios.
—¡Qué cómodo!
—No, nada de eso.
—¡Dios que, gracias a la intermediación de su confesor, le absuelve a cambio de dinero!
—No, a cambio de oro.
—Basta, se lo ruego.
—No tienen nada que ver. El dinero es algo miserable y no lo respeto en absoluto. El oro es sagrado.
—¿Y con eso le basta para limpiar su conciencia? ¿Se siente bien cuando se mira en el espejo?
—Me siento como otro cualquiera.
—Parece otro cualquiera. Si existiera justicia, la gente de su calaña tendría el rostro que se merece.
—Tengo el rostro que merezco. Soy un cualquiera.
—Y ahora seguro que me saldrá con la banalidad del mal. Me horroriza esa teoría.
—Juicio de intenciones. No iba a hablarle de eso. Ahora que ya conoce mis talentos culinarios, ¿desea casarse conmigo?
—No puede evitar las payasadas, ¿verdad?
—Hablo en serio.
—No, no voy a casarme con usted. Una no se casa por un pastel.
—Sería un hermoso motivo.
—Además, yo no me caso. Ni con usted ni con nadie.
—¿Por qué?
—Estoy en mi derecho.
—Sí. Pero ¿por qué?
—Nada me obliga a contárselo.
—Por favor, cuéntemelo.
—Usted tiene su cuarto oscuro en el que nadie puede entrar. Mi ausencia de deseo matrimonial, ése es mi cuarto oscuro.
—No tiene nada que ver.
—Cada cual hace con sus secretos lo que quiere.
—No ha entendido absolutamente nada. Me decepciona.
—No se crea tan misterioso. El truco del cuarto oscuro conmigo no va a funcionar.
—Me decepciona profundamente.
—Mejor.
—Por desgracia, la decepción no cura del amor.
—Si me acabara su saint-honoré, ¿eso le curaría de su amor?
—No. Lo agravaría.
—Caramba. Es lo que me gustaría hacer.
—Adelante. De todos modos, ya estoy locamente enamorado.
—¿Le sirvo más?
—No. Estoy demasiado abatido.
Sin más, Saturnine atacó el saint-honoré o lo que quedaba de él. Una vez recuperada, se dignó continuar:
—Anteayer, cuando le conocí, parecía estar muy deprimido.
—Lo estaba. Sólo el éxtasis amoroso logra arrancarme de la depresión.
—¿Nunca ha pensado en hacer terapia?
—El coinquilinato es una solución más eficaz y con más ventajas.
—Aquí tiene una solución eficaz y con más ventajas —dijo ella llenando las copas de champán.
Él bebió y suspiró.
—Es usted maravillosa, inteligente, hermosa y rebosante de salud. Es increíble lo desafortunado que soy con las mujeres.
—Tranquilícese. No me quedaré aquí eternamente. Encontrará usted una coinquilina tarada que se enamorará de usted.
—Me gustaría que se quedara aquí eternamente —dijo él con solemnidad.
—Cállese, me produce escalofríos.
—Pero no le quito el apetito.
—Muy galante por su parte subrayarlo.
—Admiro que coma tanto y siga estando delgada.
—A eso se le llama juventud. ¿Se acuerda?
—Sí. Uno se siente indestructible y de repente basta una nimiedad..., te das cuenta de que se ha terminado.
—Venga —dijo ella, vaciando el resto de la botella—, cuando uno está bebiendo un elixir como éste no tiene derecho a hundirse en la melancolía. A partir de mañana, le pedirá a Mélaine que encargue a Laurent-Perrier, Roederer, Dom Pérignon y toda la banda. Y no sea tacaño, que usted puede permitírselo. Sólo una consigna: no comprar champán rosado.
—Por supuesto. Preferir la cursilería rosa al misticismo del oro, ¡qué absurdo!
—El inventor del champán rosado logró justo lo contrario que la búsqueda de los alquimistas: transformó el oro en granadina.
Y, tras esta perorata, Saturnine se retiró a sus aposentos.