La extraordinaria comodidad de la cama traumatizó a Saturnine. «Con tal de experimentar semejante voluptuosidad, aceptaré cualquier declaración de amor de tres al cuarto», tuvo tiempo de pensar antes de quedarse dormida. En medio de un silencio que no creía que fuera posible en pleno centro de París. El sofá de Marne-la-Vallée pertenecía ya a otro mundo.
Como a todos aquellos a los que alguna vez les ha tocado dormir durante meses en una cama de campaña, inmediatamente supo que nunca más podría prescindir del lujo. En plena noche, se levantó para ir al lavabo; sus pies pisaron la tibia madera del parquet y luego el mármol recalentado del cuarto de baño. Aquel detalle la dejó estupefacta.
Al despertar, fue a mirarse en el espejo: una desconocida expresión de dulzura iluminaba su rostro. Por primera vez desde que había abandonado Bélgica, ya no sentía lo que ella denominaba su «extenuada cara de periférica».
Tiró de un cordón previsto a tales efectos para reclamar la presencia de un criado. Cinco minutos más tarde, llamaron a la puerta. Era Mélaine.
—¿La señorita desea tomar su desayuno en la habitación?
—¿Es posible?
—¿Prefiere desayunar en la cama o en la mesa?
—Si no fuera por las migajas, me encanta desayunar en la cama.
—Las sábanas se cambian cada día. ¿Café, té, cruasanes, huevos, zumos, leche, cereales?
—Café solo, por favor, y cruasanes.
Cuando se fue hacia la Escuela del Louvre, se sentía genial. Impartió sus clases como si estuviera jugando, con la convicción de que sus alumnos, que tenían mayoritariamente su edad, por fin la respetaban.
Estaba trabajando en sus aposentos cuando Mélaine le comunicó que el señor le rogaba compartir su cena.
—¿Qué ocurriría si me negara? —preguntó.
—Está en su derecho. ¿Quiere usted una bandeja en su cuarto?
Saberse libre la tranquilizó.
—Enseguida voy —dijo.
Encontró a don Elemirio atendiendo sus fogones. Iba ataviado con un enorme delantal encima de su vestimenta de estar por casa.
—Buenas noches, señorita. He preparado paupiettes.
Ella se echó a reír.
—¿No le gustan?
—Sí. Pero es un plato tan francés. No me esperaba que un español eligiera ese clásico de las familias francesas.
—¿En Bélgica no las comen?
—Sólo las comí una vez, en casa de una vieja tía de Tournai. Ella los llamaba pájaros sin cabeza. Por culpa de ese nombre, me negué a probarlas. Tenía diez años y me obligaron. Tuve que admitir que se dejaban comer.
—Pájaros sin cabezas. ¿Se trata de una expresión belga?
—Supongo que sí.
—¡Qué país de bárbaros es el suyo!
—No todos podemos proceder de la nación del tribunal de la Santa Inquisición.
—Es verdad —dijo sin percibir la ironía—. Espero que mis paupiettes le parezcan algo más que comestibles.
Las sirvió, se quitó el delantal y se sentó con ella.
—Está delicioso —dijo ella.
—La amo.
—Déjeme cenar en paz, por favor.
—He esperado todo el día para volver a verla.
—Y ha llenado esa ausencia leyendo algunas sentencias de brujas.
—No. Como estoy enamorado, me he dedicado a sentirme yo mismo hasta lo más supremo, y he releído una parte del diario íntimo que escribía siendo niño.
Guardó silencio, con la esperanza de que ella le preguntara, pero nada ocurrió. Así que continuó:
—Sabía que no podría confesarme hasta cumplir ocho años. Con cuatro años, y por temor a olvidar algunos pecados, me acostumbré a anotar hechos, gestos y pensamientos. Partía del principio de que no podría diferenciar el bien del mal, así que lo anotaba todo. A los ocho años, cuando por fin pude acceder al confesionario, le enseñé mis numerosos cuadernos al sacerdote. Para mi gran frustración, él se negó a leerlos. «¿Y si omito contarle un pecado de mi pasado, iré al infierno?», le pregunté. Me aseguró que no: «Antes de los ocho años, el pecado mortal no existe», dijo. ¿Qué le parece?
—No creo en el infierno.
—¡Qué ligereza por su parte! Pero ésta no era la cuestión. ¿Cree que no se pueden cometer pecados mortales antes de los ocho años? En mi diario íntimo abundan desde los cinco, edad en la que descubrí el onanismo.
—No se sienta obligado a contarme sus secretos. No soy su confesor.
—También robaba. Me gustaba un chico malo de mi escuela y había observado que me manifestaba su simpatía cuando le ofrecía objetos de valor. Así que, en mi casa, sustraía piezas de cubertería y se las entregaba durante el recreo. Un día fui a jugar a su casa y sus padres me invitaron a cenar. En la mesa, los cubiertos eran de acero inoxidable. Le pregunté qué había hecho con mis regalos. Me respondió que los había vendido. Me produjo una pena infinita. No volví a robar ni a querer a aquel chico nunca más.
—¿Éste es el capítulo que ha releído hoy?
—No. He releído mi descubrimiento del oro. En la capilla, el sagrario y la custodia eran de oro, y lo siguen siendo. A los siete años, un día de invierno, había ido a rezar. El sol poniente impactaba de lleno contra los objetos de culto, que resplandecían de un modo irreal. Por un instante, supe que aquel estallido señalaba la presencia de Dios. Un trance se apoderó de mí y no desapareció ni siquiera cuando la noche hubo devorado las aureolas. Mi fe, ya muy viva, alcanzó proporciones universales.
—¿No come?
—Sí, sí. Ayer, cuando usted elogió la belleza de la yema de huevo en la taza de oro, experimenté un trance comparable al de mis siete años y supe que la amaba.
—Muy bien. Me contará el final cuando termine el plato.
—¡Me trata como si fuera un niño! —exclamó.
—Eso me molesta, la gente que, por hablar demasiado, deja que las cosas buenas se enfríen.
—Entonces hable usted que ya ha terminado.
—Lo siento, no tengo ninguna conversación.
—¿Es usted de naturaleza secreta?
—Desconfío de los que se declaran secretos. Son los mismos que, al cabo de cinco minutos, te cuentan hasta los menores detalles de su vida privada.
—Uno se puede desahogar sin dejar de ser secreto.
—Uno también puede no desahogarse.
—¿Espera seguir siendo una desconocida para mí?
—Seguiré siendo una desconocida para usted.
—Mejor. Así me veré obligado a inventarla.
—Me lo temía.
—Se llama usted Saturnine Puissant, tiene veinticinco años y es belga. Nació en Ixelles el 1 de enero de 1987.
—Ha leído usted el contrato. Permítame que no me impresione.
—Estudia en la Escuela del Louvre.
—No. Enseño en la Escuela del Louvre.
—¿Y qué puede enseñar una belga de su edad en la Escuela del Louvre?
—Se suponía que iba a usted a inventarme.
—Su especialidad es Khnopff. Enseña el arte de Khnopff a los franceses.
—La idea es buena. Me gusta ese pintor.
—¿Diría que pintó su rostro?
—Exagera.
—No. Es usted hermosa como una criatura de Khnopff. La imagino poseedora de un cuerpo de guepardo. Me encantaría que me devorara.
—No como cualquier cosa.
—¿Quiere casarse conmigo?
—Creía que usted no era de los que se casan.
—Con usted haría una excepción. La amo como nunca he amado.
—Eso se lo habrá dicho a todas las que me han precedido.
—Lo he dicho cada vez que era cierto. Pero no es usted la primera a la que le pido que se case conmigo.
—Sabía que yo me negaría. El riesgo era mínimo.
—¿Se niega por culpa de mi reputación?
—¿La desaparición de mujeres? No, me niego porque no tengo ningunas ganas de casarme. ¿Qué les ocurrió a esas mujeres?
—Es una larga historia —murmuró don Elemirio con aire misterioso.
—No siga. No debería haberle hecho esa pregunta. Lo que ocurriera me da igual.
—¿Por qué me dice eso?
—He visto el placer que le provocaba la idea de contarme sus aventuras. Con eso tengo bastante.
—No obstante, le contaré...
—No. No quiero saber nada. Si continúa, me voy a mi habitación.
—¿Qué mosca le ha picado?
—Ha elegido mal a su coinquilina. Las candidatas que estaban esperando conmigo sólo habían venido porque sentían curiosidad por esas mujeres desaparecidas. Yo nada más busco un alojamiento.
—Entonces la he elegido muy bien.
—¿A qué clase de juego perverso está jugando? Instala usted a chicas necesitadas en su casa, las seduce, las empuja a cometer una falta y luego las castiga.
—¿Cómo se atreve?
—No me tome por idiota. Usted mismo señala el cuarto oscuro en el que no se puede entrar bajo ningún pretexto, dice que no está cerrado con llave, que se trata de una cuestión de confianza, que sabrá si he entrado y que lo pagaré caro. Si no les hubiera hablado de esa habitación prohibida con tanta insistencia, a ninguna de sus coinquilinas se le habría ocurrido entrar. Imagino su sádico placer castigándolas después.
—Eso es falso.
—¡Qué trampa más grosera! No sé quién me inspira más desprecio: si las que cayeron en la trampa o el miserable que se la tendió.
—Se trata de una prueba.
—¿Y cree que está usted en posición de hacer pruebas? ¿Quién se ha creído que es?
—Soy don Elemirio Nibal y Mílcar, grande de España.
—¡Oh, basta ya! Esas baladronadas sólo le impresionan a usted.
—No se engañe. Hordas de mujeres serían capaces de cualquier cosa con tal de llevar ese apellido. La crisis económica ha exaltado aún más el prestigio de la aristocracia.
—Dice que esas mujeres habrían sido capaces de hacer cualquier cosa con tal de llevar su apellido, cuando ni siquiera fueron capaces de respetar su estúpida prohibición.
—Por desgracia, la debilidad del alma se ha convertido en norma.
—Usted no vale mucho más. Le da ducados a su confesor cuando ha pecado.
—Permítame. Si conociera mi amor por el oro, podría valorar la contrición que me produce pagar tan alto precio.
—En esta historia todo el mundo es idiota menos su confesor.
—Y salvo usted. Admiro su inteligencia.
—En este caso, se trata únicamente de salud mental. No me embaucará con sus tonterías.
—Merece usted casarse conmigo.
—Usted es el que no me merece.
—Me gusta que se sobrestime hasta ese punto.
—Ni siquiera eso. Sólo que no estoy enferma. ¿Hay postre?
—Hay la crema de yema que le serví ayer.
—Basta. Me gusta la variedad.
—¿Qué le gustaría?
—Un saint-honoré —dijo ella como bravata justo antes de escabullirse.