—¿No estabas a gusto aquí, conmigo? —preguntó Corinne.
—Claro que sí. Y nunca te lo agradeceré lo suficiente. No podía seguir abusando de tu hospitalidad hasta el fin de los tiempos.
—Estoy preocupada por ti. Tu plan resulta sospechoso.
—Corinne, me conoces: soy dura de pelar. Ven a visitarme cuando quieras. La parada de metro es Tour-Maubourg. He leído el contrato, tengo derecho a recibir visitas.
—¿Y si entras en ese cuarto oscuro sin querer?
—No es mi estilo. A mí sus fotografías me importan un comino.
El Bentley la estaba esperando en la puerta del edificio. El chófer no dijo palabra ni a la ida ni a la vuelta, y aparcó en el patio interior del palacete. Al caer la noche, a Saturnine el lugar le pareció aún más maravilloso.
Guardó sus cosas en los armarios invisibles, que le parecieron excesivamente grandes. Hacia las ocho, un hombre llamó a su puerta.
—Buenas noches, señorita. Me llamo Mélaine, soy el asistente. ¿A qué hora me permite limpiar su habitación y su cuarto de baño?
—Están limpios.
—Es cierto, pero tengo la obligación de pasar cada día. El señor le propone compartir su cena: si acepta, podría limpiar ahora.
—Como quiera —soltó ella, dirigiéndose hacia la cocina.
Don Elemirio contemplaba unos huevos que había depositado formando una pirámide y le preguntó si le gustaban. Ella respondió afirmativamente.
Con extremo cuidado y en el acto, preparó una tortilla de una perfección intimidadora.
—Si le parece bien, cenaremos aquí mismo.
La mesa de la cocina era un bloque de plexiglás tan agradable a la vista como al tacto. Don Elemirio se sentó en un taburete alto y la invitó a servirse sin más demora.
Como comía sin decir nada, ella no se privó de observarlo. ¿De qué podía venirle aquella reputación de seductor? Su físico apenas resultaba aceptable. Llevaba una ropa de lo más ordinaria, nada en su aspecto invitaba a fijarse en él. En cuanto a su conversación, era inexistente. Si hubiera tenido que encontrarle alguna virtud, le habría resultado difícil.
—¿A qué se dedica? —preguntó ella.
—A nada.
—Aparte de las fotografías, claro.
Se produjo un segundo de vacilación.
—Claro. Aunque no hago fotos muy a menudo. Espero a estar inspirado, lo cual no me ocurre con frecuencia.
—¿Y entonces a qué dedica su tiempo?
Esperaba que su indiscreción le resultara chocante. Pero no fue así.
—Soy español.
—Mi pregunta no iba por ahí.
—Ésa es mi actividad.
—¿Y en qué consiste?
—Ninguna dignidad le llega a la suela del zapato a la dignidad española. Soy digno a tiempo completo.
—Y esta noche, por ejemplo, ¿de qué modo piensa manifestar esa dignidad?
—Releeré las actas de la Inquisición. Es admirable. ¿Cómo se ha podido denigrar semejante instancia?
—Quizá porque practicaba el asesinato y la tortura.
—El asesinato y la tortura se practicaban mucho más antes de la Inquisición. En principio sólo era un tribunal. Antes de ser ejecutado, cualquiera tenía derecho a un juicio.
—A una parodia de juicio, es cierto.
—De ningún modo. Releo las actas y son de una metafísica sublime. ¡Qué progreso en comparación con la barbarie anterior! Antes, una acusación de brujería llevaba directamente al cadalso. Gracias a la Santa Inquisición, la bruja era sometida a las ordalías, que podían declararla inocente.
—¿Cuántas brujas fueron declaradas inocentes a consecuencia de las ordalías?
—Ninguna.
Saturnine se echó a reír.
—Tiene usted razón, menudo progreso.
—Eso no tiene nada que ver. Las ordalías demostraban que merecían la muerte.
—¿Alguna vez ha andado descalzo sobre brasas?
—Veo que es usted una incrédula. No es culpa suya. Usted es francesa.
—No. Soy belga.
Levantó la mirada y la observó con interés.
—Así que, en parte, es usted española, Carlos V mediante.
—Me pilla un poco lejos.
—No. Nunca abandonamos el siglo XVI. De ahí el tráfico de indulgencias.
Hasta entonces, Saturnine pensaba que trataba con un provocador. En aquel momento, comprendió que se trataba de un loco.
—Leer las actas del tribunal de la Inquisición debe tener sus límites —dijo ella—. ¿Luego qué leerá?
—Releeré a Gracián y a Llull.
—La sección española del Louvre le viene como anillo al dedo, debe de haberla visitado a menudo.
—Nunca la he visitado.
—¿Bromea?
—No. Nunca salgo. Llevo veinte años sin salir de esta casa.
—¿Ni siquiera para dar un paseo en coche?
—Ni siquiera eso.
—¿Y entonces por qué tiene un chófer y un Bentley?
Saturnine se disponía a corregir ese «tener un chófer», pero al dueño del lugar no pareció impresionarle la expresión y respondió:
—Mi secretario y mi asistente recurren a menudo a los servicios del chófer y a su vehículo. En cuanto a mí, prefiero quedarme aquí. El mundo exterior me resulta chocante por su vulgaridad y su aburrimiento.
—¿Y nunca se aburre de estar enclaustrado aquí?
—Tengo momentos vacíos, pero nada comparado con lo que se experimenta en una recepción mundana o en una velada entre amigos. Tampoco tengo amigos. Resultan demasiado aburridos.
—Quizá no haya conocido a las personas adecuadas.
—Hasta que alcancé más o menos su edad, tuve lo que denominamos vida social. Le juro que puse de mi parte. Al fin y al cabo, todas las confidencias se parecen. Experimento una satisfacción mucho mayor codeándome con Gracián, Llull y Torquemada. Y más teniendo en cuenta que ellos no me piden nada a cambio.
—Puedo llegar a entender que esté harto de la gente. ¡Pero París, el bosque, el mundo!
Don Elemirio hizo un gesto de fastidio.
—Todo eso ya lo he visto. Cuando la gente regresa de un viaje, dicen: «Hemos hecho las cataratas del Niágara.» Para semejantes periplos hace falta una ingenuidad de la que carezco. Dese cuenta, esa gente cree de verdad que han fabricado las cataratas del Niágara.
—¿Por qué no se suicida? Si pensara igual que usted, yo me colgaría.
—No se engañe. Mi vida no está exenta de interés.
—¿Le bastan sus libros para existir?
—No sólo están los libros. Está Dios, Cristo, el Espíritu Santo. Soy tan católico como puede serlo un español. Eso me ocupa mucho tiempo.
—¿Por qué no va a misa?
—La misa viene a mí. Si lo desea, le enseñaré la capilla en la que, cada mañana y sólo para mí, un sacerdote español oficia la ceremonia. Está junto a la cocina.
—Su existencia me resulta cada vez menos atractiva.
—Y luego están las mujeres.
—¿Dónde las esconde?, no veo ninguna.
—¿Tiene usted la impresión de estar escondida?
—Yo no soy una mujer de su vida.
—Sí. Desde esta mañana.
—No. Antes de firmarlo, he leído detenidamente el contrato de coinquilinato.
—Es algo demasiado sutil para ser contractual.
—Hable por usted. No me atrae en absoluto.
—Usted tampoco a mí.
—¿Entonces por qué dice que soy una mujer de su vida?
—Es la fatalidad. Quince mujeres se han presentado hoy para ocupar la habitación. Al verla, inmediatamente supe que, con usted, el destino podía realizarse.
—Nada se realizará sin mi consentimiento.
—En efecto.
—Luego nada se realizará.
—La entiendo. No le gusto, es natural. No soy seductor.
—Decía usted que estaba harto de la gente. Deduzco que está harto de los hombres.
—Las mujeres resultan igual de fastidiosas que los hombres. Pero con algunas de ellas el amor es posible, y eso no me fastidia. Hay ahí un misterio.
Saturnine frunció el ceño.
—Este coinquilinato, ¿sólo es para conocer mujeres?
—Claro. ¿Para qué iba a ser, si no?
—Pensé que podría hacerlo por dinero.
—Quinientos euros al mes. ¡Bromea!
—Para mí no es una cantidad despreciable.
—Pobre criatura.
—No lo decía para provocar lástima. No lo entiendo. Un hombre como usted no debería tener ningún problema para conocer mujeres.
—Precisamente. Soy uno de los solteros más codiciados del mundo. También es por eso por lo que jamás salgo de casa. En cada recepción mundana, me espera una emboscada de mujeres. Resulta patético.
—Su modestia me conmueve.
—Soy más modesto de lo que cree. Sé que esas mujeres no van detrás de mi físico, ni de mi personalidad.
—Sí, es el drama de los hombres ricos.
—Se equivoca. Para la riqueza, hay otros más interesantes que yo. Mi drama es que soy el hombre más noble del mundo.
—Mira qué bien.
—Los especialistas se lo dirán: ninguna aristocracia le llega a la suela del zapato a la española. Esto es tan cierto que tuvimos que inventar una nueva palabra para definir la nobleza de nuestro país.
—La grandeza.
—¿Cómo lo sabe?
—Se puede ser una oscura plebeya belga y estar informada.
—Dicho sea de paso, en otros países, ¿cómo creer en los blasones y en las heráldicas? Estos sistemas de apotecario que decretan que fulano de tal es conde y fulano de cual marqués o archiduque...
—Si me permite, igual que hicieron ustedes. Bélgica no ha olvidado al duque de Alba.
—Sí, pero para nosotros esos títulos tienen el valor de señor o señora. Lo que importa es formar parte de los grandes. Decimos un grande de España. Diga un grande de Francia y se dará cuenta del efecto cómico que produce.
—¿Por qué vive usted en Francia?
—Los Nibal y Mílcar están en el exilio. Uno de mis antepasados trató a Franco de izquierdista. No se lo tomó demasiado bien. A saber por qué, sus enemigos también nos la tienen jurada.
—Políticamente, ¿la Francia actual le gusta?
—No. En un mundo ideal, necesitaría una monarquía acomodada a un régimen feudovasallático. En el mundo real, eso ya no existe.
—¿Ha pensado en trasladarse a otros planetas? —preguntó Saturnine, que estaba empezando a divertirse.
—Por supuesto —respondió don Elemirio con la mayor seriedad del mundo—. A los veinte años, suspendí los exámenes de la NASA por razones fisiológicas. Es una particularidad de los grandes: tenemos un intestino demasiado largo. De ahí el tráfico de indulgencias.
—En su historia hay una causalidad que se me escapa.
—Los remordimientos españoles resultan más difíciles de digerir debido a la longitud intestinal de los grandes. El tráfico de indulgencias ha aliviado muchos problemas digestivos. En resumen, no puedo viajar al espacio. Así que me quedo en París.
—Pero en París no se practica el tráfico de indulgencias, don Elemirio.
—No se engañe. Todas las mañanas, le entrego unos ducados a mi confesor y él me perdona mis pecados.
—Sé de uno que se estará forrando.
—Déjese de guasa, que pierdo el hilo de mi relato. ¿Por dónde iba?
—Las mujeres. Tiene usted un problema con ellas porque es demasiado noble.
—Sí. Cualquier tipo de unión sería un error. Así pues, renuncié a casarme. Sin embargo, según los convencionalismos las mujeres esperan encontrar marido.
«Está fatal», pensó Saturnine.
—Ésa es la razón por la cual prefiero el coinquilinato. Las coinquilinas no esperan que te cases con ellas. Ya viven contigo.
—Lo que me está contando no suena muy católico que digamos.
—En efecto. Mi sacerdote me exige muchos ducados por esas faltas.
—Eso me tranquiliza. De hecho, ¿no le molesta que yo sea plebeya?
—Para los Nibal y Mílcar, todas las personas ajenas a la familia son plebeyas. Prefiero mil veces a una plebeya como usted que a cualquiera de esos autoproclamados aristócratas con los que uno se tropieza en Francia. Resulta patética toda esa gente que presume de tener un antepasado en Azincourt o en Bouvines.
—En eso estoy de acuerdo. ¿Pero tiene usted algo mejor que decir en su favor?
—Los Nibal y Mílcar descienden de los cartagineses y de Cristo. Y eso vale bastante más que una simple batallita francesa.
—Los cartagineses aún. Pero Cristo, ¿está seguro?
—Mucha gente debería saber que Cristo era español.
—¿No era galileo?
—Se puede nacer en Galilea y ser español. Yo mismo nací en Francia y, sin embargo, no encontrará a nadie más español, aparte de Cristo.
—Su historia resulta algo confusa.
—No. Cristo tiene el comportamiento más español del mundo. Es don Quijote pero en mejor. Y no me negará que el Quijote es el colmo de lo español.
—No se lo niego.
—Pues bien: tome cada una de las características del Quijote y multiplíquelas por quince y obtendrá a Cristo. Cristo inventó España. Ésa es la razón por la cual nadie supera a los Nibal y Mílcar en lo que a cristianismo se refiere.
—¿Y qué pintan las coinquilinas en todo eso?
—Son mujeres humildes que, cual Dulcinea del Toboso, yo armo solemnemente con mi interés cuando sólo son unas simples campesinas.
—¿Campesinas? Supongamos que sea así. ¿Para qué iba a interesarse por unas simples campesinas en lugar de elegir un buen partido?
—Los buenos partidos me repugnan. ¿Cómo creerse a la altura de un Nibal y Mílcar? Llegados a este nivel de pretensión, prefiero el azar. El santo azar siempre me ha enviado mujeres por la gracia del coinquilinato.
—Pero entre las quince candidatas había por lo menos una que estaba al corriente de su pedigrí.
—Todas lo estaban. Elegí a la ignorante.
—Ahora ya no soy ignorante.
—En efecto. Llevo mi honestidad hasta el extremo de prevenirla.
—¿Y si me marcho?
—Es usted libre de hacerlo.
—No me marcharé. No me da miedo.
—Tiene razón. Soy el ser más fiable que conozco.
—Curiosa respuesta. Las personas que se declaran débiles son igual de peligrosas que las otras.
—Sí. Pero las reglas están claras. Así pues, el peligro se puede evitar. ¿Le apetece postre?
—Dicho así, suena a amenaza.
—Lo es. Se trata de una crema a base de yemas de huevo.
—¿Me sirve una tortilla y huevos de postre?
—Siento una pasión teológica por los huevos.
—¿Y su estómago lo tolera?
—La digestión es un fenómeno puramente católico. Mientras el sacerdote me conceda su absolución, puedo digerir incluso ladrillos. Y añadiré que la Santa España siempre le ha reservado al huevo el lugar que se merece. En Barcelona, las religiosas utilizan tantas claras de huevo para endurecer sus velos que los cocineros han tenido que aprender a inventar mil recetas con yemas.
—Atribúyame, pues, el valor de una huevera.
El anfitrión fue en busca de unas tazas de oro macizo y las llenó de una dorada untuosidad. Saturnine quedó paralizada y deslumbrada.
—Este amarillo opaco dentro de ese oro barroco, ¡qué belleza! —acabó diciendo.
Por primera vez, don Elemirio miró a la joven con auténtico interés.
—¿Es usted sensible a eso?
—¿Cómo no iba a serlo? Rojo y dorado, azul y dorado, incluso verde y dorado constituyen asociaciones sublimes, aunque clásicas. En arte, la combinación de amarillo y dorado no aparece. ¿Por qué? Es el color propio de la luz, modulado de lo más mate a lo más brillante.
El hombre dejó su cuchara y, con toda la solemnidad posible, declaró:
—Señorita, la amo.
—¿Tan pronto? ¿Y por tan poco?
—Le ruego que no estropee con palabras poco consideradas la excelente impresión que acaba de causarme. El oro es la sustancia de Dios. Ninguna nación en el mundo tiene tanto sentido del oro como España. Comprender el oro es comprender España y, por consiguiente, comprenderme a mí. La amo, es así.
—Está bien. Yo no le amo a usted.
—Todo se andará.
Saturnine probó la crema de yema.
—Delicioso —dijo.
Don Elemirio esperó a que terminara y luego exclamó:
—¡Aún la amo más!
—¿Qué ha ocurrido?
—Es usted la primera que no añade que resulta asqueroso o demasiado dulce. No es usted una debilucha.
La joven se esforzó en no decir nada más, por miedo a reforzar una pasión que no entendía en absoluto. Para librarse de la mirada ardiente y, en adelante, fija del español, pretextó cansancio para retirarse a sus aposentos.