Dos horas más tarde, un secretario la condujo hasta un gigantesco despacho, ornamentado con unas admirables flores muertas.
Del hombre que le estrechó la mano, la joven sólo se fijó en un detalle: parecía un depresivo profundo, de mirada apagada y voz agotada.
—Buenos días, señorita. Soy don Elemirio Nibal y Mílcar, tengo cuarenta y cuatro años.
—Me llamo Saturnine Puissant, tengo veinticinco años. Estoy haciendo una sustitución en la Escuela del Louvre.
Lo dijo con orgullo. Para una belga de su edad, un trabajo así resultaba sorprendente, aunque sólo fuera temporal.
—La habitación es suya —afirmó el hombre.
Desconcertada, Saturnine preguntó:
—¿Ha rechazado a las demás candidatas y a mí me acepta así, sin más? ¿Ha sido la Escuela del Louvre lo que le ha convencido?
—Si así lo cree usted... —dijo él con indiferencia—. Le enseñaré su apartamento.
Ella lo siguió a través de un considerable número de saloncitos hasta llegar a una habitación que le pareció inmensa. El estilo era tan lujoso como indefinible: el cuarto de baño contiguo acababa de ser reformado. Saturnine nunca se habría atrevido a soñar con un apartamento tan fastuoso.
A continuación, don Elemirio la condujo hasta la cocina, titánica y moderna. La informó de que podía disponer de una nevera entera sólo para ella.
—No me gusta saber qué comen los demás —dijo.
—¿Cocina usted? —se sorprendió la joven.
—Por supuesto. La cocina es un arte y un poder: está fuera de lugar que me someta al arte y al poder de otros. Si desea compartir alguna de mis comidas, será un placer. No así al revés.
Finalmente, la acompañó hasta una puerta pintada de negro.
—Ésta es la entrada al cuarto oscuro, en el que revelo mis fotografías. No está cerrado con llave, cuestión de confianza. Doy por sentado que entrar aquí está prohibido. Si usted decide entrar, lo sabré, y lo pagará caro.
Saturnine no dijo nada.
—Por lo demás, puede ir a donde se le antoje. ¿Alguna pregunta?
—¿Tengo que firmar un contrato?
—Despachará este asunto con mi secretario, el excelente Hilarión Grivelan.
—¿Cuándo puedo instalarme?
—Desde ahora mismo.
—Es que tengo que ir a recoger mis cosas a casa de una amiga, en Marne-la-Vallée.
—¿Desea que mi chófer la acompañe?
Saturnine, que visualizaba un regreso en tren de cercanías, aceptó sin rechistar.