EN BRAZOS DE JOSIF VISARIONOVICH

Camino por un paisaje de ruinas ideológicas: bustos destrozados, estatuas caídas, columnas rotas, restos de arquitrabes y frisos devastados por algún cataclismo, quizás una súbita y feroz invasión. Eruditos y arqueólogos excavan minuciosamente el terreno, calan la histórica superposición de estratos, ahoyan al pie de monumentos enterrados, exhuman las bases del materialismo dialéctico, recuperan profecías y dogmas de inapreciable valor. Su tarea paciente, realizada bajo un sol implacable, obtiene presas y hallazgos dignos de sus esfuerzos: una cabeza casi intacta de Karl, una escultura oxidada de Friedrich, la perilla y un trozo de calva del ínclito Vladimir Ilich. Varios tenderetes laterales, oportunamente resguardados con sombrajos, exhiben vestigios menores, destinados al consumo turístico: reliquias de Dolores, Maurice y Palmiro, un bajorrelieve de Mao atravesando el gran río a nado, los revólveres y el puro del longevo monarca barbudo. Cicerones políglotas explican a los forasteros los principales rasgos y características de la ideología sepulta: sus cultos personales y familiares, sus palinodias, anatemas y ritos, sus tribunales, autocríticas y concilios, las causas probables de su decadencia y ulterior destrucción. Buscavidas y muchachos con atavíos indígenas proponen tótems, recuerdos, collares, tarjetas postales, fotografías de momias conservadas a orillas del Moskova, excursiones en grupo, paseos en góndola, una visita, para caballeros solos, al pompeyano lupanar frecuentado por los adeptos de Lev Davidovich. Huyendo de ellos y su incesante acoso, me interno en la inmensa plaza vacía dibujada por Steinberg: sólo dos o tres centinelas inmóviles, macizos y redondos como garitas, interrumpen la linea asolada del horizonte. Altavoces disimulados en el panteón y las almenas o torres de la muralla difunden un manifiesto grandilocuente en favor del uso de la literatura y el arte como arma o instrumento de combate, de un teatro y cine de denuncia y agitación, de una pintura y música movilizadoras y aguerridas, de una novela transmisora de consignas, de una poesía a la rosa convenientemente blindada: héroes positivos, ingenieros de almas, centrales eléctricas, minas y zanjas, ecuaciones moralopolíticas resueltas en términos de progreso industrial. Mientras trato de rememorar la musiquilla familiar del texto, descubro, con asombro y perplejidad primero, bochorno y consternación después, que su padre soy yo. Hostigado por comentarios burlones y risas sarcásticas, me refugio en la sala del museo objeto asiduo de mi revista. Él sigue allí, inmovilizado en su pose altanera, pero contemplándome con expresión paternal y benigna: quien a Mí acuda a confiar tristezas y cuitas, será objeto constante de Mi solicitud y protección. Su gorro de mariscal, el pecho cubierto de condecoraciones flamígeras, sus rígidos mostachos rizados, ocultan una remansada ternura, una indulgencia contigua al amor. Es usted tan sencillo, tan humano, murmuras. Y él: no creas en las leyendas forjadas por mis adversarios; ¡si supieras cuánto he sufrido!; ¡no hay peor soledad que la de quien ejerce el poder! Una lágrima discurre furtiva por su rugosa mejilla cuando te coge con suavidad la mano y giráis dulcemente por el entarimado a los acordes briosos de un vals. Con la cabeza recostada en su guerrera, das vueltas y más vueltas penetrado de sentimientos angélicos, indiferente a la expresión irónica de tu cónyuge y el mohín despectivo de Agnès. El ritmo de la música de Strauss es cada vez más rápido y remolineáis como un trompo beodo hasta que el guardián del museo os interrumpe y te tira del brazo, furioso: ¡qué coño se ha creído usted! Este es un sitio decente, ¿me oye? ¡Si quieren magrear y meterse mano váyanse a follar al hotel!