¡He recibido un mensaje de Agnès!
En una de mis espaciadas pero regulares visitas a la lista de correos del bulevar Bonne Nouvelle, la encargada de la misma, después de manosear pro forma mi sobada tarjeta de residente ordinario, ha recorrido el casillero de la correspondencia clasificada por orden alfabético hasta dar con un sobre rectangular, de color rosa pálido, en el que mi nombre y apellidos figuran cuidadosamente escritos con una aplicada caligrafía escolar. Procurando disfrazar mi emoción, abono el precio del sello tamponado por la empleada, me dirijo a la terraza del café contiguo y, una vez sentado a una mesa, prolongo unos momentos, con la piel de gallina y la verga erecta, el instante exquisito de abrir la carta y devorar su contenido de un tirón.
Mi muy querido Reverendo:
He leído tu anuncio de la semana pasada y tus fantasías cochinas me excitan: ¡siempre he soñado en meter una picha gorda como la tuya en mi boquita infantil e inocente!
Te veo arrodillado a mis pies, masturbándote con una mano y enjugando con la otra, antes de deslizar la lengua, el charquito aún caliente de mi pipí. Yo te daré a oler mis braguitas sucias y mientras te corres y viertes tu leche sobre mis botines de piel de antílope castigaré tu impudor y osadía con el rigor y severidad que merecen.
Te esperaré en casa el próximo miércoles por la tarde a las cuatro en punto. Mis padres van a salir de compras y les diré que me quedo a hacer mis deberes como una niña buena.
Como exijo desde ahora una obediencia incondicional a mis caprichos, no toleraré que te retrases ni siquiera un segundo.
Se despide sacándote la lengua, por vicioso y por guarro, tu enojadísima
Aggie
Cuando el viejo y malencarado camarero calvo me sirve el Vichy menta, los aleteos en el interior de mi pecho resuenan como el péndulo de un reloj: en el periódico olvidado por un cliente en la mesa vecina, compruebo, súbitamente aterrado, que es miércoles y al mirar la hora, descubro, más aterrado todavía, que faltan solamente unos minutos para el encuentro.
Abandonando la consumición intacta y un billete de cincuenta francos al desconcertado y odioso sujeto, me precipito como un poseso a la cercana estación de taxis.