¿Por qué los seres humanos no hablan entre sí? ¿Por qué rehúsan su anhelo íntimo de comunicación? ¿Por qué se encastillan obstinadamente en sí mismos? ¿Por qué se evitan en la escalera, en el ascensor, en la calle? ¿Por qué aprietan los labios y los cierran como valvas?
Nuestro héroe acecha las pisadas del corredor, audibles por el crujido del parqué y se precipita a espiar por la mirilla con la esperanza de percibir a su mujer: pero es el cartero con la correspondencia inútil cuyo destino inmediato será la basura; el cobrador del gas con su recibo trimestral; el mozo que revisa los contadores del agua; una muchacha con formularios de una encuesta sobre la industria automovilística; algún distribuidor a domicilio de prospectos o tarjetas de propaganda. Cuando el pasillo se vacía y escucha de nuevo el chirrido del cable del ascensor, regresa decepcionado a la mesa en donde trabaja y procura plasmar en el papel las incidencias de un encuentro invariablemente frustrado y pospuesto.
Ni los mensajes de amor ni sus extravagantes lucubraciones científicas compensan sus afanes de abrirse a un cónyuge infinitamente comprensivo y paciente. Los billetes que desliza bajo la puerta de su esposa son una especie de droga que revela a la larga su ineficacia absoluta. El diálogo se reduce a un desesperante monólogo: sus comentarios o glosas a los sucesos del día, evitan cualquier referencia a sus sentimientos y emociones personales, parecen obra de algún telegrafista.
«Estoy leyendo las Odas Místicas de Chams Tabrizi.»
«He recibido la visita de una paloma coja y enferma: le he dado de comer, pero ha muerto.»
«Acaban de inaugurar un nuevo Centro de Magia Africana.»
«Teniendo en cuenta el alto grado de madurez y concienciación del electorado, la nueva Constitución Popular Socialista Rutenia ha rebajado la edad de votar a los siete años.»
«Voy a un mitin de la Fracción Unitaria Revisionista Prochina.»
«¡Julio Iglesias sigue una cura de sueño!»
A fuerza de repetir el ritual, no siente ya nada: sólo una vaga esquizofrenia acompañada de una lenta afasia y, a ratos, la tentación de una escritura indescifrable, propia de un contumaz y empedernido onanista.