Estoy en un jardín, con otros escritores e intelectuales tullidos y decrépitos, paseando silenciosamente por el césped, bajo la mirada escrutadora de varias enfermeras corpulentas, protegidas con perros y cascos.
La cultura a la que pertenezco acaba de ser barrida por un azar de la historia —una posible hecatombe natural, quizás una malhadada explosión atómica—, y yo soy su único representante y testigo. Debo por consiguiente reunir mis fuerzas y concentrarme para emprender el difícil y laborioso rescate: salvar el recuerdo de lo que ha sido. Hay que compilar el léxico oteka, escribir una gramática y un diccionario, componer el largo poema de cincuenta mil versos que trace fielmente su epopeya, emular a Homero. Mi canto épico tiene que abarcar la totalidad de nuestro espacio cultural: los orígenes y mitos fundacionales, su evolución a lo largo de los siglos, el nombre y hazañas de los monarcas, las guerras con los pueblos vecinos, los triunfos y las derrotas, los usos y costumbres populares, la referencia a las creaciones autóctonas, una muestra antológica de sus diferentes estilos literarios y artísticos. Todo ha de quedar rigurosamente consignado antes de tu inevitable desaparición: teogonía, ritos, cocina, música, bailes, indumentaria. Sin olvidar, claro está, el código de conducta familiar e individual, las normas y tabús tocantes al sexo, la muerte, la virginidad o el honor.
Mientras camino abrumado con el peso de mi ingente responsabilidad de lingüista, poeta, gramático, etnólogo, científico e historiador, tocado con un gorro de dormir y vestido con un pijama cebrado, me cruzo con los representantes únicos de otras culturas igualmente extinguidas por la catástrofe, con gorros y pijamas idénticos a los míos: son rutenios o siboneyes, guanches o éuscaros, yacutos o catalanes. Nos saludamos con una cortés inclinación de cabeza, pero no estamos autorizados a dirigirnos la palabra —¿en qué idioma lo haríamos por otra parte?— por orden expresa de las enfermeras. El jardín de nuestra casa de reposo es como el patio desolado de una gran cárcel, y nos movemos con la inquietud y desorden de una colonia de insectos amenazada de inminente destrucción: alguien, desde arriba, se dispone a poner el pie sobre el hormiguero o anegarnos en recia y contundente meada. Nuestra aniquilación no plantea problema y puede pasar incluso inadvertida: el planeta es una minúscula y casi invisible verruga, que da vueltas y más vueltas alrededor de un enjambre de otras verrugas, flotantes en una densa y alucinante miríada de miles de millones de galaxias.
Las matronas ponen fin al recreo con un concierto de ladridos, voces, silbatos. Es la hora de ausentarse del mundo y ocultar la cabeza bajo el ala con irrisorio movimiento de avestruz. Los síntomas que diariamente se acumulan no dejan lugar a dudas: el apocalipsis, tu apocalipsis, ha comenzado.