EN EL PARÍS DE LOS TRAYECTOS QUE SE BIFURCAN

Para visitar el polígono estrellado que nuestro hombre contempla en el plano distribuido gratuitamente a los usuarios de la Red Metropolitana de Transportes, el turista o curioso situado en el círculo blanco correspondiente a Bonne Nouvelle puede tomar la línea 9 dirección Balard, cambiar en Concorde, seguir el indicador de Pont de Neuilly, apearse al cabo de cuatro estaciones. O, si lo prefiere, elegir el andén inferior de Pont de Sèvres, bajar en Franklin D. Roosevelt, zigzaguear entre los mosaicos, pintadas y anuncios de un largo pasillo, aguardar la llegada del convoy en el que quizás un siniestro argentino canturrea una milonga acompañándose con la desabrida guitarra. O, puesto que dispone de tiempo y, por algún motivo particular, la línea de Pont de Levallois secretamente le atrae, abandonar el vagón en Havre-Caumartin, viajar a Villiers, ir detrás de la flecha de Porte Dauphine, emerger por fin a la luz del día en cualquiera de los doce chaflanes de la plaza.

O Aún…

El metro de París, como el espacio en el que se inscribe su ajetreo diario, es vasto y rico en posibilidades: ramificaciones, encrucijadas, pasajes, trayectos de una sola dirección, desvíos, parábolas, media vueltas, elipses, cuppos di sacco. Examinar el plano del metro es ceder al recuerdo, evasión, desvarío; abrirse a la utopía, la ficción y la fábula: recorrer los monumentos, abominaciones y horrores de la ciudad, los monumentos, abominaciones y horrores propios, sin necesidad de moverse de casa.