A LA SOMBRA DE VLADIMIR ILICH

Recibió una invitación de sus viejos amigos. Hace siglos que no sabemos de ti. Ninguno de nosotros se explica tu mutismo. ¿Qué diablos haces a solas, jubilado del mundo, encerrado en tu celda como un anacoreta? ¿Piensas que la vida ha interrumpido su curso? ¿Te desentiendes de nuestros anhelos y luchas? ¿Acaso crees que es posible cambiar de planeta?

Fue a verlos. Caminaba por un paisaje otoñal: un sendero escoltado por una doble fila de árboles desguarnecidos y enfermos, con el suelo cubierto de hojas. El viento era frenético y se movía con dificultad. La mansión, a lo lejos, parecía un colegio selecto, quizás una clínica de lujo o lugar de reposo. Había anochecido bruscamente y todas las luces estaban encendidas. Pasó frente a las dependencias del edificio principal: una sala de gimnasia vacía, una flamante peluquería de señoras. Divisó a media docena de clientas, entre las que creyó reconocer a las esposas de algunos de sus colegas: perfectamente inmóviles, con las cabezas bajo los cascos electrificados, como si estuvieran recargando sus cerebros de ideas. El corazón le dio un vuelco: su propia mujer figuraba entre ellas. Quería saludarla, preguntarle qué hacía allí, pero su voz era débil y ella no podía escucharla a causa del casco. Ahora mismo vuelvo, gritó; y subió la suntuosa escalera helicoide que conducía a un interior alfombrado. Un largo corredor con luces de neón, camillas y enfermeras. Preguntó la dirección a una mujer gruesa que empujaba un carrito con frascos y medicinas. Pasó junto a una sala iluminada por grandes arañas de cristal: una criatura encantadora, con un vestido de volantes, irregular y como desgarrado, que dejaba al descubierto los hombros y una parte del pecho, le sonreía con malicia. El brazo izquierdo en jarra; el derecho, igualmente arqueado, sostenía en la palma de la mano un objeto borroso, esfuminado por la blancura del traje. ¡Katie!, exclamó. Pero los pies, independientemente de su voluntad, le llevaban al final del pasillo. Oyó voces, risas, exclamaciones. Informados de su venida, sus antiguos compañeros de militancia le aguardaban en coro, entonando canciones políticas, baladas o marchas revolucionarias. Iban grotescamente vestidos de niño: pantalón corto, camisas de colores, gorritos de playa, baberos manchados de papilla, lazos, chichoneras. Su comportamiento y lenguaje eran igualmente pueriles: berreaban, se empujaban unos a otros, armaban estropicio, batían las palmas. Se habían precipitado a su encuentro, haciendo círculo alrededor de él, y bailaban cogidos de la mano. El busto de yeso del Maestro, calvo y con mefistofélica perilla, parecía contemplar con desdén aquel desconcierto y barullo de sus descarriados alumnos. El dictamen histórico-médico era absolutamente claro y, como sus fieles celadores se encargaban de recordarlo, tenía una denominación precisa: desviación infantil izquierdista. El espectáculo le deprimía y huyó de la barahúnda del aula. Quería ver a Katie, arrodillarse frente a ella, besar sus piececitos desnudos. Las enfermeras, ahora, le perseguían con sus sarcasmos. Las puertas habían sido tapiadas y era preciso bajar por la mugrienta escalera de servicio. Las paredes estaban llenas de pintadas: ¡Amnistía! ¡Abajo el orden burgués! ¡Viva la huelga nacional pacífica! Debía regresar lo antes posible a la peluquería, tener una explicación decisiva con su mujer. El sótano del edificio permanecía en la penumbra y se internó en un corredor en el que oía gritar su nombre. De nuevo, una inercia misteriosa le impedía andar. Las llamadas de sus amigos se hacían insistentes. Asomaban la cabeza por los cubos de basura, cantaban su afligida palinodia. El Maestro, no obstante, los condenaba sin recurso. Nadie podía nada por ellos y, voluntariamente alejados de la línea correcta que indicaba el Partido, conocían la índole inexorable de la pena: pudrirse para siempre, cada cual en su cubo, en el pestífero muladar de la Historia.