En el Sentier, como en todos los barrios exuberantes y abigarrados, no sometidos todavía a un riguroso proceso de saneamiento y control, la lucha por la vida se manifiesta a la luz del día con tranquila y estimulante brutalidad. La abrupta necesidad de ganarse el pan, de sobrevivir como sea a los embates de una crisis general y aparentemente sin remedio se traduce en un excedente de energía que inviste a cualquier movimiento o gesto de un aire de resolución brusca, de un suplemento de tensión a primera vista desproporcionada. En lugar de resignarse a su sino, el sector más desfavorecido del vecindario reacciona frente a él con prontitud y decisión. La vigencia animal de la ley del más fuerte le obliga a economizar sus sentimientos y adaptarse a un ambiente competitivo y hostil que excluye a priori todo error de juicio o debilidad. Pulcritud, cortesía, buenos modales constituyen un lujo del que resulta aconsejable prescindir y del que en consecuencia prescinde. El intruso se siente ignorado, casi transparente: las miradas parecen atravesarle y apuntar a algún objeto situado detrás. Esta inexistencia, más allá del mero intercambio de servicios, ofrece con todo algunas ventajas. El ninguneado se convierte a su vez en cámara cinematográfica que registra fríamente, con curiosidad neutra, el extraordinario crisol que le ciñe: ajetreo feroz de las horas punta; mozos de cuerda encorvados bajo sus cargas; claxonazos lastimeros de vehículos inmovilizados en la liga atrapacoches de la Rue d’Aboukir; ejército peatonal desafiante y apresurado, que se abre paso a codazos, casi a empellones mientras carritos y triciclos inventan imposibles trayectos, víctimas de una implacable y difusa atmósfera de agresividad. Los ilotas paquistaneses y bangladesís apiñados en el burladero de la Place du Caire aguardan sombríos una hipotética intervención del destino y el mandadero turco, con deslucido traje de tres piezas, gorra de cuadros y mancuernado bigote, se detiene unos momentos, con sus fardos, a enjugarse elocuentemente el sudor.
Espacios idénticos, escenas parecidas, agitación y efervescencia sobrepuestas te acompañan cuando caminas tras él por callejas cercanas al Bazar Egipcio en medio de ceñudos transeúntes y rabiosas pintadas: clima de sordo e impreciso temor, discordia civil, propaganda clandestinamente distribuida, rutinaria evocación de matanzas. También él, el otro, se escabulle como puede entre el gentío, se emboca por un caos de pasajes y arcadas, brujulea tenazmente —como si, percatado de tu acoso, procurara extraviarte— por la sucesión de patios y escaleras que, en rápida mutación de decorado, comunican entre sí en los aledaños de la mezquita, aprisa, cada vez más aprisa, sin volver la cabeza, con el fardaje siempre a la espalda, junto a hileras interminables de tiendas que vierten la mercadería en las aceras, invaden la calzada, difuminan, hasta borrarla, la frontera que habitualmente separa comercios e inmuebles del espacio público, abruman al forastero con inoportunas ofertas, le envuelven poco a poco en su asfixiante maraña. El corresponsal de prensa venido a informar, a informarse de la precariedad de un orden quizá moribundo, de una guerra interior insidiosa y larvada, será musicalmente escoltado en su carrera por un relevo permanente de casettes, de transistores ubicuos: bendires, flautas, camanyas, danzas sufís, baladas anatolias, lamentos desgarrados de cantautores reproducidos a cada paso en fundas de elepés, affiches callejeros, tarjetas postales con la camisa orgullosamente abierta, luciendo su gloriosa pelambre. El individuo camina ahora a la velocidad que consiente la carga, topa sin cesar con peatones que vienen en sentido inverso y, aprovechando una pausa, se desembaraza desesperadamente de aquélla y huye ya sin rebozo alguno hacia el tramo de escaleras, donde, sin saberlo, le cita el destino. El eco amortiguado de los disparos te sorprenderá en la calleja por la que acaba de esfumarse y en la que su cadáver aparecerá retratado el día siguiente, en la primera página del diario que te sirven en la habitación del hotel con la bandeja humeante del desayuno.