La alergia absoluta de nuestro personaje al acervo milenario de la ciudad en que, molesto e inútil como un parásito, tristemente vegeta induciría a pensar que el embotamiento general de su sensibilidad y facultades estéticas obedece en realidad a una decrepitud prematura de sus centros receptivos y motores: en otras palabras, a un proceso galopante de senectud. No sólo desdeña, el muy desgraciado, el conjunto artístico, monumental —rigurosamente trazado para prevenir todo conato de efervescencia o desorden— que se despliega del Palais Royal a la Concorde, sino que extiende dicha actitud de rechazo a bibliotecas, teatros, exposiciones, museos. La silueta maciza del Louvre —hosca y amenazante como la de un cuartel general del Saber— le provoca mareos. Desde su instalación en el Sentier, no ha podido entrar en aquél, si le han puesto en el aprieto de hacerlo, sin que a los pocos minutos la vista se le nuble, la cabeza le dé vueltas, su boca se transforme en sima cavernosa y un súbito e invencible cansancio abrume sus sufridas espaldas. Tras haber contemplado a aturdidos grupos políglotas perdidos en sus salas sin saber, a ciencia incierta, si el cicerone iba a recitarles la lista de los reyes godos o proponerles un paseo en góndola y docenas de japoneses examinar a la Gioconda con gafas especulares ahumadas, ha renunciado a estos baños intensivos de conocimiento, estas dosis masivas de píldoras culturales que, paradójicamente, producen en su ánimo el efecto opuesto: un deseo vehemente de dinamitar el lugar y salir precipitadamente a la calle.
Su fobia lamentable a galerías y pinacotecas admite con todo alguna excepción: la de las consagradas al crimen y horror, el Gran Guiñol y figuras de cera. De vez en cuando —y éste es un hecho digno de ser mencionado—, nuestro hombre, en lugar de coger el metro hacia Barbés o romper las suelas por las callejas bulliciosas del barrio, tuerce a la izquierda del cine Rex, camina pausadamente por los bulevares y se detiene frente a la bóveda del Musée Grevin aparentemente decidido a disfrutar por veinte francos del Palacio de los Espejismos, el Templo de Brahma, una Audiencia en el Vaticano y el Buque Encantado. Una vez inmerso en el delirio barroco de los salones —la cueva de los monos, un gendarme plus vrai que nature, Reagan promocionando dentífricos ante una doble fila de micrófonos—, para escapar a los corros de provincianos y extranjeros venidos a admirar un popurrí de Carlomagno, San Luis, Napoleón, Juana de Arco, María Antonieta, el Delfín, Julio Iglesias, Richelieu y Mrs. Thatcher, se interna inmediatamente en el laberinto de escaleras y pasajes y avanza con paso resuelto —de asiduo visitante a los lugares— hacia uno de los nichos o huecos en donde, junto a Chénier condenado a muerte y el niño Mozart tocando el piano, aguarda, hierático, su dios favorito. Ajeno a las exclamaciones y comentarios del público permanece entonces inmóvil, con los ojos clavados en la figura inmarcesible del ídolo: los bigotes rizados, el pecho cubierto de condecoraciones y medallas, su gorra soberbia de mariscal. El Padrecito de los Pueblos parece halagado por el celo de su devoto y se deja adorar con visible coquetería. Mientras el viejo guardián del lugar vigila discretamente su proceder, a todas luces sospechoso, el rostro de nuestro hombre irradia en estos momentos una enigmática expresión de felicidad.