El solitario vecino del Sentier no sólo ha reducido la comunicación con su mujer a una serie de notas que desliza a diario bajo la esterilla de su apartamento —por no hablar ahora de otros medios clandestinos, inconfesables y perversos—, sino que ha dejado de frecuentar a la totalidad de sus antiguos colegas y amigos desde la muerte de su compatriota músico y compositor: no descuelga el teléfono, no responde a recados ni cartas, ha desactivado el timbre de la puerta y, cuando algún visitante obstinado golpea esta última con los nudillos, retiene el aliento, se hace el muerto, escucha con una sonrisa satisfecha el crujido del entarimado y las pisadas que se alejan por el pasillo, camino del ascensor. Si por desgracia da en la calle con algún pesado, se cala el sombrero, acelera el paso, finge no escuchar su llamada y si el pelmazo insiste, corre tras él, pronuncia su nombre, acerca su jeta odiosa, le contesta sin ladear la cabeza ni tomarse la molestia de cambiar la voz: se equivoca usted, señor mío; la persona que busca no soy yo.