Vuelta a empezar.
Jugar con el espacio y el haz de posibilidades que implica. Escaleras, pasillos, enlaces, andenes, trayectos, correcorre, horas punta, alfombras mecánicas, súbita vuelta atrás. Sol barato, empresas inmobiliarias, amor programado, sonrisas dentífricas. Intervenciones espontáneas y artesanales también: dientes cariados, ojo a la funerala, pichas erectas, contramensajes de contenido burlesco o político. Inscripciones en árabe, urdú, persa, beréber o turco.
La France Aux Français. Usuarios apresurados, rumor de pisadas, tam-tams africanos, rascaviolines famélicos. Mendigos sentados en el suelo, con la patética historia de su vida escrita en yeso y un modesto bote de latón para el óbolo de las almas caritativas. Rostros absortos, implacables, ciegos, de la masa de peatones que viene en sentido inverso, como si fuera a ajustar las cuentas con la que, igualmente feroz, avanza contigo por el subterráneo embaldosado, con muchachas-champú-natural-proteínico, hostelería tunecino-balear, aperitivos, espaguetis, quesos, productos congelados. Temor a tropezar, caer, ser inmediatamente pisoteado por la multitud indiferente, escuchar la trepidación de los trenes, torcer por el corredor lateral, trepar escaleras, alcanzar rellanos, empujar puertas, dar finalmente con la salida.
Estás en Barbès.
Árabes, negros, paquistanís, antillanos, suben y bajan, revenden billetes por unidades, se atropellan en los portillos de entrada, saltan por encima de la barrera, rehuyen controles de la policía.
Dos jóvenes, con túnicas africanas primorosamente bordadas y tocados con bonetes de color, distribuyen tarjetas a los viajeros, excluyendo tan sólo a aquellos que, como tú, presentan un aspecto inconfundiblemente doméstico. Picado por la curiosidad, te agacharás no obstante y recogerás un ejemplar sucio y pisoteado, arrojado a pocos pasos de la boca, bajo el techo herrumbroso, retembleante, del metro aéreo.