Cierre los ojos, aguarde a que la acelerada trepidación del convoy, a su izquierda, anuncie la inminente irrupción en la estación del metro y ábralos en el momento de empujar a la vía, con todas sus fuerzas, a la persona situada de espaldas delante de usted.
Escuche su aullido de terror, el golpeteo del cuerpo destrozado por el vagón delantero, el violento e inútil chirriar de los frenos, los gritos de confusión de los usuarios apiñados en los andenes mientras deja caer las octavillas acusadoras y huye velozmente por pasillos y escaleras hacia la salida, mezclado con el gentío habitual a estas horas.
Entonces, sosiegue el paso, adáptese al ritmo de los demás, compruebe la normalidad de su aspecto en el cristal de una tienda y sonría al cercano agente de tráfico con dulce y bobalicona expresión.